15. EL AVANCE HACIA ORIENTE

Desde Amón hasta Menfis, Alejandro siguió una ruta de caravanas que se dirigía directamente hacia el este a través de casi quinientos kilómetros de desierto, un viaje que duró dieciocho días o más, pero que no tuvo destacados contratiempos, aparte de la guía continua, en opinión de Ptolomeo, de dos serpientes parlantes. Una vez de regreso a Menfis, el nuevo hijo de Zeus se relajó, dando rienda suelta a su generosidad y su sentido del mito. Se ofreció un sacrificio al rey Zeus, el dios griego al que Alejandro creía haber visitado en Siwa bajo una forma libia, y en honor de Zeus desfiló el ejército, un preludio de la celebración de festivales literarios y más juegos atléticos. Mientras tanto llegaron los enviados de los oráculos griegos de Asia Menor y se encontraron en el ejército un hervidero de rumores acerca del misterioso peregrinaje de su rey.

En el templo de los Branquíadas, cerca de Mileto —escribió Calístenes, con una elocuencia que pretendía complacer a su patrón—, el manantial sagrado empezó a fluir de nuevo pese a que había sido abandonado por Apolo desde que su santuario fuera saqueado por el persa Jerjes ciento cincuenta años atrás. Sus mensajeros traían muchos oráculos acerca del nacimiento de Alejandro como hijo de Zeus y detalles de sus historias futuras. La sibila de Éritras, una anciana profetisa griega, también había hablado acerca de sus nobles orígenes.

El fin del sacrilegio persa, las profecías de victoria y el nacimiento divino; un año y medio más tarde, el historiador de Alejandro entrelazaría estos temas. Puede que estos enviados hubieran navegado hacia Egipto antes de que Alejandro regresara de Siwa, pero no necesitaban ser advertidos de antemano de su ascendencia divina. En cualquier caso, tenían motivos para visitarlo tras la reciente guerra naval, y además en Éritras Alejandro estaba considerando un generoso plan de construcciones. Al llegar a Menfis, los enviados quizás adaptaron su mensaje al nuevo tema del peregrinaje; en Éritras, Alejandro era adorado como un dios, presumiblemente desde poco después de haber liberado la ciudad, por lo que era algo natural complacerlo con el nombre de Zeus.

Tras haber recibido novecientos hombres de refuerzo de Antípatro, que tal vez ya temía por la seguridad de Tracia y la Grecia meridional, Alejandro organizó la administración de Egipto. Puede que la lista que se ha conservado sea incompleta, pero su lectura resulta muy interesante. Al igual que bajo los persas y los faraones nativos, el país se dividió en dos, probablemente entre el Alto y Bajo Egipto. No se nombró a ningún sátrapa, quizá porque el título persa resultaba ofensivo, pero se eligieron dos nomarcas, y, si el título es oficial, tenía muchos precedentes entre los persas y los nativos. Uno de los nomarcas, Petisis, tenía un célebre nombre egipcio y probablemente pertenecía a la más alta aristocracia nativa del Bajo Egipto, un área cuya otra famosa y noble familia ya había sido rehabilitada por Alejandro; el otro, Doloaspis, tenía un nombre iranio y gobernaría probablemente el Alto Egipto, o el Egipto meridional, donde sin duda anteriormente ya había ocupado un cargo. Sus deberes incluían la justicia local, así como la administración, pero puesto que ambos eran orientales se puso a un general macedonio en cada una de las mitades del país. Como antes, se dejó a un almirante con una pequeña flota en el delta del Nilo; los dos centros urbanos de Menfis y Pelusio fueron guarnecidos con mercenarios, unos cuantos Compañeros y varios comandantes, incluyendo un oficial procedente de una zona atrasada de Grecia al que se le concedió un secretario, quizá porque era analfabeto. A Libia, hasta donde Alejandro entró, se le asignó un gobernador de distrito, pues se trataba de la tierra al este de Menfis en la que vivían los árabes. Como era habitual en el Imperio de Alejandro, estos comandantes hicieron poco para transformar el modelo que habían heredado del gobierno persa.

Maravillándose por el tamaño y la fortaleza del país, se dice que Alejandro no quería que lo controlase un solo hombre. Y, sin embargo, el nativo Petisis rechazó el cargo de nomarca, quizá porque el dominio militar y financiero se favorecieron en detrimento suyo; se decía que se dejó a Doloaspis como único oficial supremo, mientras que en el Bajo Egipto había un oficial griego con el ingenio y el poder necesarios para gobernar, por todo excepto por el nombre. El griego Cleómenes había vivido en Náucratis, en el Delta, antes de la invasión de Alejandro; era un hombre brusco y estaba bien acomodado en su nuevo oficio como recaudador de impuestos de Alejandro en Egipto y Libia. Era un trabajo de una dificultad peculiar. La economía egipcia siempre había circulado en especie, no en dinero, y desde que los faraones perdieron las minas de oro de Nubia no existía ninguna fuente local de metales preciosos para acuñar monedas. Sin embargo, el alquiler de barcos y ejércitos mercenarios habían conllevado la necesidad de disponer de dinero, e incluso, antes de Alejandro, el faraón Teos confió sus finanzas militares a un experimentado general ateniense que gravó con lingotes las contribuciones de los sacerdotes de los templos y de los nobles, es decir, los únicos que los poseían, y los convirtió en monedas para pagar a las tropas. Cleómenes era consciente de esta tradición empresarial griega; sus órdenes fueron recaudar los impuestos de Egipto sin interferir en los poderes del nomarca, y, puesto que tenía que fabricar monedas para la flota, las guarniciones mercenarias y la construcción de Alejandría, que él supervisaba, empezó a imponer el mismo tipo de impuestos que su predecesor ateniense. Sus poderes financieros le hicieron el único señor de Egipto, aun cuando no se lo denominara sátrapa; Cleómenes acuñó sus propias monedas y también pudo haber preparado el sistema de monopolios estatales con el cual sus sucesores, los Ptolomeos, llevaron finalmente a Egipto a adoptar una economía centralizada. Por supuesto, sus oficiales no eran más filántropos que el resto de los que gobernaron Egipto en la antigüedad.

La intromisión financiera nunca fue del agrado de los templos, pero Alejandro, con diligencia, tuvo en consideración sus sentimientos. Una de las responsabilidades de un faraón virtuoso, en opinión de la clase sacerdotal, era restaurar y adornar los antiguos templos del campo, y fue un gesto determinante en atención a sus deseos que Alejandro ordenase la construcción de un nuevo recinto en dos antiguos templos del dios egipcio Amún. Además, cada uno de los proyectos se hacía en honor de unos faraones que habían muerto más de mil años atrás, pero que eran venerados como modelos perfectos de gobierno sacerdotal. Estos honores fueron bien escogidos, pero Egipto tenía que reconciliarse con el faraón extranjero a su propio modo, y lo hizo, como muchas otras veces, a través de un mito del pasado.

El último faraón nativo, Nectanebo II, había huido hacia el sur para escapar de los invasores persas doce años antes de la llegada de Alejandro, pero, al igual que Harold de Inglaterra o Federico Barbarroja, se creía que debía regresar bajo la forma de un hombre joven para compensar el fracaso de la guerra, del que de todos modos se culpaba a la magia o la ira de los dioses. La liberación de Alejandro dio pie a este renovado interés por el tema; el nuevo faraón, aunque no fuera el propio Nectanebo, era al menos lo bastante joven como para ser su hijo, y en vida de Alejandro, o muy poco después, se dijo que cuando Nectanebo desapareció se dirigió a Pela, donde convenció a Olimpia para que hiciera el amor con él impresionándola con su dominio de la astrología y, de acuerdo con una versión posterior, disfrazándose con las ropas de Amón para parecerse al padre divino de Alejandro. Si Alejandro podía ser adoptado, también podía ser menospreciado. Como reacción al dominio persa, los egipcios ya habían idealizado a un faraón anterior llamado Sesostris e inventado una carrera de conquistas en la que éste copiaba y superaba las hazañas del persa Darío I. Cuando Alejandro fijó un nuevo nivel de éxitos, incluso Sesostris tuvo que ponerse al día para aventajarlo; era amable con aquellos a quienes conquistaba, hacía más prisioneros que ningún otro rey y, a diferencia de Alejandro, medía «más de dos metros». Tras nueve años de marcha, como su rival, también se afirmaba que había muerto a la edad de treinta y tres años, no debido a la bebida o el veneno, sino suicidándose, un final que superaba los rumores de la muerte de Alejandro.

Antes de que Alejandro pudiera violar la sagrada ley de los sacerdotes, dejó Menfis a principios de mayo de 331 y construyó un puente en el Nilo a su regreso a Fenicia. Mientras iba en barca por el Nilo, sucedió una catástrofe. El joven hijo de Parmenión, Héctor, cayó al agua y estuvo a punto de morir ahogado debido al peso de sus ropas; al llegar a la orilla el muchacho murió, con gran pesar de Alejandro, quien ordenó que fuera enterrado con magnificencia. Correspondería al emperador romano Juliano, siete siglos después, acusar a Alejandro del asesinato del muchacho; las conjeturas maliciosas para desacreditar a Alejandro no son sólo una moda moderna. Ptolomeo también dijo, quizá acertadamente, que Filotas, hijo de Parmenión, era sospechoso de una conspiración en Egipto, y este «complot» pudo haber estado relacionado con el ahogamiento de su hermano. No se emprendió ninguna acción contra él y, cuando dejó Menfis, volvería a dar pruebas de sus métodos con los rebeldes.

Una razón para su rápida partida de Egipto fueron las noticias de una revuelta invernal al norte, en Samaria. Durante el asedio de Gaza, tanto el gobernador persa de Samaria como sus soldados se rindieron; muy poco tiempo después murió, y se puso en su lugar a un macedonio, pero sólo para que los nativos lo quemaran vivo mientras Alejandro estaba en Egipto. La respuesta de Alejandro fue contundente. Destruyó las principales ciudades de Samaria y ejecutó a todos los líderes rebeldes que cayeron en sus manos; el resto fueron localizados y ejecutados en sus guaridas en el desierto, donde permanecieron los cuerpos, los sellos y los documentos hasta ser hallados en un reciente descubrimiento. El método de Alejandro con los rebeldes, el único que tenía, era implacable, y los hallazgos en las cuevas de Wadi Dalayeh constituyen un duro recordatorio de lo que significaba cruzarse en el camino de un hijo de Zeus.

La ruina de los samaritanos complació a los judíos, y probablemente sea cierto que, cuando Alejandro reasentó Samaria, dio una parte a los judíos a modo de regalo libre de impuestos. Hubo mucha conmoción en Jerusalén porque el gobernador persa de Samaria se había casado recientemente con la hija del sumo sacerdote; ahora ambos pueblos estaban divididos y la ruina de Samaria debió de haber acelerado el establecimiento de un templo samaritano rival en las cercanías del monte Gerizim. Aunque Alejandro sin duda se reunió con los líderes judíos, la historia de que hizo una reverencia ante el sumo sacerdote es obviamente una leyenda judía. A Pérdicas se le ordenó probablemente que asentara a los veteranos macedonios en Jerash y otros lugares cercanos; serían los primeros de los muchos colonos que posteriormente convertirían la región en una segunda Macedonia.

Desde Samaria, Alejandro siguió su camino hasta los restos de Tiro, donde fue recibido por su flota levantina. Eso fue a mediados de mayo, pero en Tiro Alejandro se entretuvo hasta finales de julio; sin embargo, esta inactividad tenía sentido. Hasta que Darío no hubiese reunido un gran ejército procedente de todas las provincias orientales, Alejandro no atacaría el interior; no quería otro Isos, sino un combate decisivo que resolviera el dominio de Asia en una victoria total sobre todas las tropas del Imperio. Como la «conquista» de la flota persa por tierra, también esta audaz estrategia estaba bien concebida. Si Darío hubiese rechazado este desafío, habría conservado ciudades como Babilonia o Hamadán en el centro de su Imperio y habría agotado a Alejandro con un asedio tras otro, quemando los suministros de alimentos allí donde fuera posible. Puede que Alejandro ya hubiese oído que Darío estaba reuniendo todo un ejército imperial; de no ser así, no tenía nada que perder con el retraso, creyendo de forma acertada que el Gran Rey caería finalmente en la tentación de una gran batalla campal. El único error sería marchar tierra adentro contra un enemigo evanescente, y Alejandro era demasiado inteligente como estratega para hacer esto.

Como esperaba, el peligro se estaba preparando tras él y ante él. Durante los últimos quince meses, había sido consciente del malestar reinante en el sur de Grecia, inspirado por Esparta y su infatigable rey Agis, pero hasta entonces no había tomado a Agis más seriamente que los almirantes persas que habían negociado con él. Desde que desembarcó en Asia, Alejandro había sacado once mil soldados frescos de los Balcanes y, en fechas recientes, había ordenado la formación de otro gran contingente, muchos de cuyos soldados serían reclutados en el sur de Grecia. Quizá fueron las noticias de esta cuarta conscripción lo que finalmente alentó a Agis a la rebelión abierta; había regresado de sus victorias en Creta con una pequeña banda de mercenarios; los supervivientes griegos de Isos estaban con él y, con su acostumbrado escaso sentido de la oportunidad, la asamblea espartana votó evidentemente por la guerra.

Desde Tiro, Alejandro tomó las medidas necesarias. Envió un centenar de barcos chipriotas y fenicios a Creta para desbaratar los esfuerzos de Agis y limpiar el mar de la plaga de piratas, mientras que uno de sus probados almirantes navegaría a Grecia y «ayudaría a los griegos del Peloponeso, a aquellos en quien pudiera confiarse de cara a la guerra persa y que estuvieran haciendo caso omiso de los espartanos». Mediante esta única orden, Alejandro fue directo al corazón del asunto, comprobando que muchos griegos odiaban el pasado de Esparta lo suficiente como para no brindar a los espartanos ninguna ayuda. Con Isos derrotado y la flota persa disuelta, la rebelión abierta se había producido un año tarde, y un número muy superior de griegos se unirían a Antípatro en vez de a Agis cuando fueran a una batalla campal.

Por medio de la diplomacia, Alejandro consolidó su dominio de la situación. Durante la guerra naval, las bases marítimas estratégicas de Quíos y Rodas habían sido reforzadas con guarniciones; ahora se quejaban, y se ordenó que las guarniciones se retiraran. La leal Mitilene había desafiado a la armada persa durante más tiempo que ninguna otra ciudad de Lesbos, y por tanto se le reembolsaron los costes de su resistencia y se le concedió una tierra vecina. Una vez más, llegaron enviados de Atenas para suplicar por la liberación de los prisioneros atenienses y, en esta ocasión, Atenas añadió una de sus galeras solemnes a la flotilla de embajadores como una prueba especial de su buena fe. Fue entonces cuando se envió al ateniense Aquiles para complacer a su homónimo rival. Complacido con el nombre, Alejandro liberó a los prisioneros, pero atenuó sus favores con discreción, manteniendo a las tripulaciones de los veinte barcos de guerra atenienses como rehenes y, por tanto, forzando a Atenas a rechazar las llamadas de ayuda de Agis. Atenas todavía temía por las vidas de unos cuatro mil ciudadanos que seguían en poder de Alejandro y se creía, correctamente, que una llamada de Esparta para liberar a los griegos suscitaría el suficiente recelo como para que llegase a triunfar.

Estos favores fueron retribuidos como correspondía al clima del momento. En Atenas, se sabe que la segunda de las naves solemnes cambió de nombre y que de Salaminia pasó a llamarse Ammonias un año después del éxito de la embajada de la otra nave. No hay ningún precedente en el hecho de bautizar un barco con un nombre tan obviamente relacionado con un dios, y aunque quizás el barco había sido utilizado para llevar regalos de Atenas a Amón, es mucho más probable que su nuevo nombre hiciese referencia a los nuevos honores que Alejandro tributaba a Amón, noticia que había circulado por el campamento de Tiro. Con la esperanza de recibir favores futuros, las pequeñas adulaciones valían la pena, pues Mitilene así lo puso de manifiesto en un clima más sincero de gratitud; en las monedas de la ciudad, Alejandro pronto fue representado llevando un casco con plumas y adornado con el cuerno de carnero, símbolo de Amón. Estas monedas son una buena prueba local del modo en que las noticias acerca de su peregrinación se difundieron y de que se sabía que era algo que a él le importaba, aunque la datación sigue siendo un tema controvertido; una vez más, su «divinidad» no se originó en sus propias exigencias o en su arrogancia, sino en la gratitud de una comunidad cívica por un notable favor público.

Convencido de que no podía hacerse nada más que fuera de utilidad en relación con Esparta, Alejandro continuó matando el tiempo en Tiro durante los meses de mayo, junio y julio. De nuevo hizo sacrificios a Melqart; cambió a los oficiales encargados de las finanzas, nombrando a dos recaudadores de impuestos para Asia occidental cuyas obligaciones han provocado desde entonces una gran discusión entre los eruditos porque no hay ninguna prueba que sea decisiva. Para Alejandro, la paciencia de su ejército constituía un problema más inmediato: hacía casi dos años que los Compañeros de a Pie no luchaban en formación o que la caballería de los compañeros no cabalgaba contra un enemigo. Del campamento llegaron noticias de que los soldados se habían dividido en dos facciones, una bajo un líder llamado Alejandro y la otra bajo un líder llamado Darío; habían empezado lanzándose terrones de tierra unos a otros, después habían pasado a los puñetazos y ahora estaban luchando con palos y piedras. Era precisamente lo que Alejandro debía de haber temido, por lo que separó a los dos bandos y ordenó que ambos líderes disputasen un duelo mientras el ejército, sentado, los contemplaba: él prepararía a Alejandro, y Filotas, el hijo de Parmenión, a Darío. Ganó Alejandro y se le concedió, en un clima de buen humor, la posesión de doce pueblos rurales y el derecho a vestir el atuendo persa; con destreza, un desastre se había convertido en un entretenimiento, y la recompensa del vencedor fue el primer indicio de los honores orientales que Alejandro quería para sí mismo cuando el verdadero Darío muriera.

Para mantener las diversiones, Alejandro encabezó procesiones y dispuso festivales literarios y juegos atléticos. Entre los reyes de Chipre que se habían unido a su flota, el mecenazgo de la cultura griega había sido durante mucho tiempo una animada cuestión política. La música y las obras dramáticas griegas ya se habían implantado en otras partes de Chipre, y el único rey chipriota al que Alejandro sancionó era el gobernador de una ciudad portuaria fenicia de la isla que se había resistido repetidamente a la influencia de los griegos. Con un sensato conocimiento de los personajes, Alejandro invitó a los reyes chipriotas a financiar y patrocinar un festival de las artes. Con la apasionada extravagancia que durante mucho tiempo distinguió la historia de Chipre, compitieron en la producción de las obras y recitales más magníficos; los coros cantaron ditirambos griegos y los actores griegos más famosos representaron tragedias, y aunque Alejandro se sintió decepcionado porque su amigo Tésalo no ganó el primer premio, debió de sentirse complacido con el entretenimiento que suponía para sus hombres. Varios reyes y nobles chipriotas lo acompañaron en su marcha a la India, y uno de ellos sería distinguido como el más capaz de sus gobernadores en una provincia de Irán; no sería ésta la última vez que los chipriotas ayudaran a Alejandro. Mientras tanto, él posiblemente le estuvo dando muchas vueltas a dos problemas de capital importancia.

El primero eran los suministros. Los refuerzos de los Balcanes y el reclutamiento de nativos y prisioneros había compensado más o menos todas las pérdidas y la provisión de guarniciones locales; la proporción de la caballería respecto a la infantería había aumentado porque los soldados de infantería estaban más expuestos a las heridas y las enfermedades, y por tanto había unos cuatro mil hombres de infantería y siete mil de caballería en disposición de marchar a través del desierto hacia el Éufrates, un viaje de tres días para el cual se estimó la cifra de dos mil carretas de suministros, dado que el ejército no podía vivir totalmente de la tierra. Puede que los cereales aportados por los nativos se encontraran apilados a lo largo de la carretera, mientras que al otro lado del río había que elegir entre dos rutas, ambas famosas por su fertilidad, y la posibilidad de retomar el Camino Real, donde las casas de posta guardaban suficientes provisiones para satisfacer, al menos, a los oficiales. En cualquier caso, los suministros en grandes cantidades debían prepararse de antemano. En los alrededores de Tiro había abundancia de madera para las carretas, mientras que los bueyes y los camellos podían ser requisados a los nativos, pero constituía una prueba de las inquietudes de Alejandro el hecho de que, antes de partir, hubiese «destituido al sátrapa de Siria por no proporcionar su cuota de suministros». Sin embargo, estas provisiones dependían de un problema más amplio: ¿cuándo debería marchar hacia el interior y cómo podría estar seguro de que Darío estaría preparado para la necesaria batalla campal?

La única debilidad palmaria en el ejército de Alejandro era la falta de un adecuado servicio de información de vanguardia, y los exploradores a caballo no eran suficientes para cubrirlo. El ejército de Darío se encontraba a más de mil kilómetros al este en Babilonia, una ciudad que ninguno de los oficiales de Alejandro había visto; aunque Darío fuera a revelar sus intenciones cuando estuviese listo para la batalla, Alejandro podría encontrarse muy bien marchando hacia el interior sin esperanzas de librar la contienda campal que quería. Pero Darío tenía motivos para anunciar sus planes. Una vez que hubiese reunido a su gigantesco ejército no desearía quedarse a esperar en las llanuras de Babilonia, aunque estuvieran ricamente abastecidas, pues pronto se vería afectado por el aburrimiento y la indisciplina. En los confusos informes sobre las ofertas de paz de Darío, se registra una, tercera y última, hecha mientras Alejandro estaba demorándose en Tiro; apenas cabe duda de que es falsa, pero es probable que Darío enviara un mensaje, no de paz sino de su disposición para la batalla, y que, por tanto, influyera en la fecha para obtener ventaja. Alejandro actuó de inmediato y se vio forzado a dejar Tiro en un momento en que ello no era del todo conveniente; los últimos refuerzos de los Balcanes, reunidos durante el invierno anterior, no habían llegado todavía, aunque probablemente habían partido por carretera hacia Asia. Unos quince mil hombres iban a quedarse atrapados entre Asia y Europa, incapaces de ayudar a Alejandro contra Darío o a Antípatro contra el rey espartano Agis en las dos batallas campales que estaban a punto de tener lugar.

A mediados de julio, Alejandro mandó que Hefestión se adelantara para construir en dos lugares distintos sendos puentes sobre las caudalosas aguas del Éufrates y para que se dispusiera a seguir en cuanto los carpinteros y los ingenieros hubiesen hecho su trabajo. Para Darío no podía haber sorpresas, probado como está que su planificación era competente. Alejandro se vio obligado a construir un puente sobre el Éufrates en el punto habitual de Tápsaco. Después tenía para elegir dos caminos diferentes: podía girar a la derecha y seguir el Éufrates en dirección sureste hasta Babilonia, siguiendo los pasos de Jenofonte a lo largo de un valle bien abastecido pero surcado por canales en los que se podían construir presas contra los invasores; o bien podía ir al norte desde el Éufrates y entonces pasar a la derecha para bordear los montes de Armenia, cruzar la frontera más distante del río Tigris y después girar al sur, dirigiéndose a Babilonia por el Camino Real. Era impensable que intentara marchar a través del desierto virgen que había en el ángulo comprendido entre estas dos rutas; Alejandro estaba constreñido a tomar una de ellas, pero hasta que Darío no supiese cuál no podría elegir su campo de batalla. La que serpenteaba a lo largo del Tigris, al norte, era más larga y arriesgada, pues implicaba cruzar la rápida corriente del río; la manera de forzar a Alejandro a seguir esta ruta era devastar la única alternativa que le quedaba. Entonces no habría ninguna duda de que la batalla se libraría al norte de Babilonia, un lugar que estaba convenientemente cerca de la carretera principal desde las satrapías superiores. Por tanto, Darío envió a Maceo, su sátrapa más experimentado, para que esperase en el Éufrates con tres mil jinetes, muchos de ellos griegos mercenarios, e incendiase la ruta del valle del sureste, pues Alejandro avanzaba hacia el río. Al ver la destrucción, Alejandro se vería obligado a dar la vuelta hacia el norte por el bien de los estómagos de su ejército, con lo cual Maceo podría regresar al ejército principal tras haber determinado el lugar de la batalla.

El sátrapa Maceo partió como se le había ordenado; era un hombre que probablemente rondaba los sesenta años y que gozaba de una alta consideración debido a su pasado. Durante treinta años, había gobernado una satrapía en el oeste, primero en Cilicia y después como sátrapa supremo de Fenicia, Cilicia y «Siria, más allá del Éufrates y del lado de acá»; en su nueva misión, su experiencia local había de serle de gran utilidad. Es probable que tuviera parientes en Babilonia y posiblemente incluso sabía hablar griego, pues dos tercios de su grupo de avance eran mercenarios griegos, y las monedas que acuñó como sátrapa habían mostrado con holgura la influencia de Grecia; ciertamente, conocía el obvio punto-puente del río Éufrates, la ciudad de Tápsaco, probablemente en la curva del río en Meskene; antes de que Hefestión pudiera organizar sus dos puentes artificiales para que Alejandro cruzara, Maceo ya había tomado posición en la otra orilla. Por tanto, el sátrapa y el favorito real se vieron las caras durante varios días; Hefestión no se atrevía a terminar los puentes por miedo a que Maceo los destrozase, y Maceo esperaba ser testigo de la llegada de Alejandro desde Tiro a través del desierto. Cuando Alejandro llegó, Maceo hizo que sus jinetes dieran la vuelta y desaparecieran para ir a quemar el valle del Éufrates, como se le había ordenado, bloqueando así el avance de Alejandro en esa dirección. Había cumplido plenamente su misión, pero hay margen para algunas conjeturas. Dos mil griegos habían aguardado con él en una orilla del río, en la otra orilla, varios miles más veían con inquietud el retraso que estaba provocando. Como cabe esperar, ambas tropas se gritarían unas a otras en la lengua que compartían. Hefestión, quizás, ofreció promesas, y puede que incluso los dos comandantes intercambiasen mensajes en el momento en que Alejandro llegó. De algún modo, el más significativo de estos mensajes fue oído por Maceo. Éste iba a dirigir toda el ala derecha en la batalla que tendría lugar al norte de Babilonia, y ninguna sección se comportó de un modo más inexplicable que la derecha persa, que dio al traste con una victoria aparentemente certera y huyó del campo de batalla, donde había sido rodeada. Maceo fue con ellos a Babilonia, donde, una semana más tarde o poco después, fue rehabilitado como gobernador y conservó el derecho a acuñar sus propias monedas de plata. Es concebible que la batalla de Gaugamela se ganara en parte en las orillas del Éufrates y que la rehabilitación de Maceo no fuera tanto un signo de magnanimidad como una recompensa previamente pactada.

En ausencia de Maceo, Alejandro terminó los dos puentes y los amarró el uno al otro con cadenas de hierro, algunas de las cuales todavía se conservaban en el lugar cuatrocientos años más tarde, oxidadas pero presumiblemente auténticas. Una vez cruzado el río, tomó la única ruta que no había sido incendiada, como Darío había pensado, «manteniendo el Éufrates y las montañas armenias a su derecha y marchando hacia el norte, porque todo ello era más conveniente para su ejército; los caballos podrían encontrar forraje, los alimentos podrían sacarse de la tierra y el calor no era tan abrasador». Alejandro probablemente disponía de guías locales para ayudarlo, pues ningún manual griego había descrito su ruta. Al pie de las montañas armenias, pasó al este y siguió la desgastada carretera del río Tigris, deteniéndose cada vez que se necesitaban más suministros. Mientras tanto, en Armenia, el encargado griego de realizar prospecciones oyó hablar de las ricas minas de oro de los nativos.

Desde el Éufrates hasta el Tigris había algo menos de quinientos kilómetros, contados en pasos, como era habitual, por los agrimensores macedonios, pero Alejandro se entretuvo de cinco a siete semanas en un viaje que podría haber hecho en quince días. En el camino, capturó a espías del ejército persa que le contaron que «Darío estaba acampado en el río Tigris, con la intención de detenerlo si lo cruzaba. Su ejército era mucho mayor que el que tenía en Isos». Sólo entonces Alejandro se apresuró a avanzar. Cuando llegó al Tigris no encontró a Darío, por lo que los macedonios pudieron cruzarlo sin hallar oposición; la infantería vadeó la impetuosa corriente, y la caballería se alineó a cada lado de la infantería para frenar la fuerza arrolladora del agua que les llegaba por encima de la cintura. En la otra orilla, Alejandro dejó descansar al ejército, permitiéndole que se alimentara a costa de la fértil campiña; el 20 de septiembre hubo un eclipse de luna, y Alejandro hizo sacrificios al Sol, a la Luna y a la Tierra, demostrando que conocía la causa natural del portento. Todavía era posible creer que estas causas naturales eran por sí mismas los efectos de un augurio, y los profetas y los videntes estuvieron de acuerdo en predecir que la batalla se libraría durante aquella luna y que se había anunciado el propio eclipse de Persia.

La seguridad y parsimonia de Alejandro al cruzar el Tigris parecen demasiado afortunadas para ser creíbles. Al cruzar el mismo río, setecientos años más tarde, el emperador romano Juliano encontró en la orilla opuesta la resistencia de toda la caballería persa, mientras que la campiña que tenía a sus espaldas había sido incendiada tan a conciencia que su ejército no podía retirarse sin correr el riesgo de una hambruna; por otro lado, delante de él la corriente del río fluía tan rápida como una flecha, de manera que tuvo que destruir sus numerosos barcos, sabiendo que nunca podrían superarla. Alejandro cruzó por el vado idóneo, el moderno Abu Dhahir, donde el propio Camino Real de los persas atravesaba el río y conducía al sureste, a Gaugamela y Arbela, el eventual lugar de la batalla contra Darío. Sus movimientos habían sido predecibles desde el principio hasta el final, pues sólo había dos rutas que condujeran al Tigris, y una ya había sido incendiada; los espías incluso le habían advertido de la oposición que hallaría en el Tigris y, tras disponer de un mes para maniobrar, Darío lo había dejado provisto de alimentos y con un paso libre.

El ritmo de los acontecimientos, por sí solo, no puede excusar al Gran Rey. Quizá se demoró de manera imprudente en su cuartel general hasta que Maceo regresó galopando del Éufrates, a unos novecientos cincuenta kilómetros de distancia, con las noticias de que Alejandro, en efecto, había girado hacia el norte como se esperaba; quizá su cuartel general se encontraba en un lugar tan al sur como Babilonia. Pero incluso entonces, en la segunda mitad de agosto, pasaron tres semanas o más antes de que Alejandro alcanzara el Tigris, tiempo suficiente para que una gran fuerza de caballería se apresurara a recorrer, como máximo, unos seiscientos cuarenta kilómetros y ocupar el cruce del Camino Real, de los cuatro vados posibles el que obviamente elegiría Alejandro. Los jinetes, como descubriría Juliano, podían defender el río con la ayuda de la corriente, y la grave devastación mataría de hambre a cualquier enemigo en la retirada. Parece ser que el plan se había discutido, pues cuando los exploradores de Darío fueron capturados advirtieron a Alejandro de los planes de resistencia en el Tigris; asimismo, como harían los auténticos espías, puede que sólo inventaran el plan para defraudar a su captor, pero tres días más tarde, en la otra orilla, una pequeña fuerza de caballería apareció e intentó incendiar las pilas de grano. Quizá Darío vaciló y después les ordenó ir al norte del río cuando ya era demasiado tarde; de haberse aplicado con rapidez, el plan habría funcionado, como funcionó el del rey Sapor contra los romanos de Juliano en la misma zona. En este punto, al menos, no había excusa: Darío había sido estúpido, además de lento.

Sin embargo, es más fácil detectarla estupidez cuando se conocen los acontecimientos que siguieron. En ese momento, la aparente locura de Darío era un indicio de su estado de ánimo, ese elemento imponderable que la historia ha tendido a olvidar. Para un Rey de Reyes, elegido por Ahura Mazda y apoyado por un ejército que posteriormente los vencedores cifrarían en un millón de soldados, los cuarenta y siete mil soldados de Alejandro estaban pidiendo ser aplastados. En Isos, el terreno y los dioses habían sido desfavorables, pero en el lugar escogido de Gaugamela, a ciento veinte kilómetros al sureste del paso del Tigris, el campo de batalla se había alisado para usar las armas tradicionales del Imperio, la caballería y los carros con hoces, que el sistema feudal del ejército seguía manteniendo. Hircanos del Caspio, indios del Punjab, medos del centro del Imperio y escitas aliados del otro lado del Oxo; esta caballería tribal de los pueblos de las satrapías superiores compensaba la disminución de la infantería griega mercenaria a causa de las pérdidas y las deserciones, que ahora ascendía meramente a cuatro mil leales. Cuando éstos y muchos otros estaban esperando, siendo al menos cinco veces más numerosos que el enemigo, ¿qué necesidad había de provocar la devastación o de realizar una inquietante división de las tropas? Podrían simplemente haber disuadido a Alejandro de avanzar contra un enemigo mucho más numeroso de lo que él creía. En Gaugamela, el campo escogido por el rey, se había preparado el terreno, y en la retaguardia de Alejandro había un río que dificultaría su retirada. Pero si bien Alejandro subestimó las cifras de los persas, Darío subestimó el genio militar de su oponente.

Actualmente disponemos de una pista excepcional que explica las consecuencias de este malentendido. Al margen de la tradición griega, tenemos los fragmentos de una «crónica» diaria, que incluye signos astronómicos, recopilada en escritura cuneiforme por un escriba babilonio. Un fragmento del 18 de septiembre cuenta que «se desató el pánico en el campamento ante el rey (persa)», seguramente al saberse la noticia de que Alejandro había cruzado el Tigris.

En la tarde del 21 de septiembre, el día después del eclipse, Alejandro levantó el campamento y marchó más allá del Tigris a través de la campiña que sus guías llamaban Aturia, transcribiendo su nombre arameo al griego. La ruta seguía la línea bien definida del Camino Real; a su derecha, fluía el río; a su izquierda, se alzaban las montañas del Kurdistán que bordeaban las tierras de los medos; ante él galopaban los exploradores a caballo buscando infatigablemente al enemigo. Durante tres días completos, recorrieron el sureste y exploraron cien kilómetros sin encontrar ninguna señal, pero al alba del 25 de septiembre regresaron en tropel informando que el ejército en marcha de Darío había sido avistado. Una vez más, se trataba de un fallo del servicio de inteligencia, pues tras una mirada más atenta el «ejército» se convirtió en un millar de jinetes que habían sido destacados para incendiar todos los graneros. Llegaron demasiado tarde para defender el Tigris y, antes de que sus teas causaran mucho más daño, fueron derrotados por Alejandro y sus lanceros a caballo en una típica carga rápida y enérgica. Se hicieron prisioneros y esto puso las cosas en su sitio, pues advirtieron a Alejandro de que «Darío no se encontraba lejos, con un gran contingente». La tarde del 25, Alejandro ordenó hacer un alto en el camino para valorar la situación. Tuvieron que excavar una zanja, colocar a su alrededor una empalizada y organizar un campamento base para el séquito con el equipaje y el personal no militar.

Alejandro permaneció en este campamento, a una distancia de poco más de diez kilómetros del enemigo, durante los cuatro días siguientes, en modo alguno preocupado por la falta de suministros. Sin duda era el momento de comprobar el estado físico de los caballos y de sacar brillo a la madera y la cuchilla de las sarisas, pero cuando llegó la noche del 29 de septiembre, Alejandro finalmente formó a su ejército en orden de batalla y lo puso en marcha poco antes de la medianoche, sin duda con la idea de sorprender a Darío al amanecer. Alejandro ya había sido visto desde los montes que había ante él, quizá por Maceo y una pequeña fuerza de vanguardia, pero él no se dio cuenta de ello. A unos seis kilómetros y medio de donde se encontraban las líneas de Darío, Alejandro remontó la cadena que domina la llanura al norte de Jebel Maqlub; contempló la población de Gaugamela en primer plano y el Tell Gomel o «joroba del camello» junto a ella, de donde el lugar toma su nombre. En este punto, hizo que la vanguardia de su ejército se detuviera y reunió a todos sus comandantes para celebrar un improvisado consejo de guerra. Nadie ha dado explicaciones de esta acción, pero es obvio que, en el último momento, los planes para atacar lo habían preocupado. Muchos de los presentes en la reunión le aconsejaron que marchase directo hacia adelante, pero Parmenión sugirió que lo más adecuado era acampar e inspeccionar las unidades del enemigo y el terreno, para comprobar si había obstáculos ocultos, como estacas y zanjas. Por una vez, se dice que el consejo de Parmenión prevaleció, quizá porque era auténtico, y se ordenó que los hombres acamparan manteniendo su orden de batalla.

No es difícil encontrar razones que justifiquen la vacilación de Alejandro; aunque eso no quiere decir que esas razones sean verdaderas. Sin duda, había esperado sorprender a su enemigo al amanecer, sólo para comprobar desde la cima en la que se encontraba que las tropas ya estaban sobre aviso y alineadas para la batalla; posiblemente nunca hasta ese momento se había dado cuenta del sobrecogedor despliegue numérico que Darío podía disponer en el campo de batalla. Sin el elemento sorpresa, ahora había pocos motivos para apresurarse, sobre todo porque el consejo de Parmenión de efectuar un reconocimiento era sensato; había muchas cosas con las que ocupar un día más y, si esperaba, Darío pagaría cara su previsión, púes debía mantener a sus súbditos armados esperando otro día y otra noche. La batalla empezaría con una prueba de nervios, y Alejandro habría dictado sus términos.

Por todas estas razones era aconsejable realizar un alto, pero el nerviosismo actuaba quizás como un arma de doble filo, pues era una amenaza no sólo para los persas que esperaban, sino también, como posteriormente sus historiadores se resistieron a admitir, para el propio ejército macedonio. Los hombres habían marchado en la oscuridad hacia un enemigo que era muy superior a cualquiera de los que habían visto jamás, y sabían que su rey se lo jugaba todo en el futuro encuentro. Se dice que en cierto momento fueron presa de tal pánico que Alejandro tuvo que ordenar un alto para que pudieran dejar las armas en el suelo hasta que se recuperaran; la ocasión fue probablemente la noche del 29 de septiembre, cuando Alejandro hizo dejar las armas, pues los soldados, viendo cien mil hogueras delante de ellos, tenían motivos sobrados para estar aterrorizados. A la tarde siguiente, Alejandro fue a ofrecer algunos sacrificios secretos asistido por su adivino Aristandro y, que sepamos, por primera y única vez en su vida, mató una víctima en honor del Miedo. Este misterioso gesto pudo haber sido su forma de propiciar un poder que estuvo demasiado visible la noche anterior.

Tras un día de valiosos reconocimientos, la moral de su ejército halló motivos para recuperarse. El 30 de septiembre, Alejandro tomó a un grupo de Compañeros y galopó en círculo alrededor del campo de batalla; vieron que se habían dispuesto trampas y estacas en el suelo para contener una carga de caballería, mientras que en todas partes se había nivelado el lugar para los doscientos carros escitas. Era posible detectar las líneas generales del plan de batalla de Darío, y, por una vez, lo que Alejandro podía poner en marcha era el servicio de inteligencia. Regresó al campamento y, al ver que caía la noche, se fue con el profeta Aristandro a ofrecer los necesarios sacrificios. Cuando se terminaron las ofrendas, Parmenión y los nobles compañeros de más edad fueron a reunirse con él en la tienda real. Todos a una, instaron a Alejandro a atacar bajo la protección de la noche, contando con Parmenión para ayudar a exponer el caso, pero el rey dio una réplica memorable: «Alejandro —respondió— no roba sus victorias». Tanto si la observación se hizo realmente como si sólo se trató de una adulación inventada por sus cronistas para complacer al rey, era una respuesta tan extravagante como el momento merecía. Un ataque nocturno habría comportado un riesgo confuso, por lo que era mejor renunciar a él. Alejandro, como un verdadero heleno, nunca había despreciado los ardides en interés de su ejército: ¿acaso no había salido la noche anterior en formación para atacar, si no en la oscuridad, al menos al romper el alba? Alejandro respondió con descaro para que otros pudieran oírlo o, al menos, registrarlo en su mito público; a continuación, Alejandro se dio media vuelta tras haber ordenado una marcha para la mañana siguiente, entró en su tienda y se instaló cómodamente para una noche de planes, analizando todo lo que había visto durante las primeras horas de la mañana, mientras las hogueras se consumían en el campamento del anfitrión enemigo que durante tanto tiempo había buscado.