En cierta ocasión, según una divertida historia, Alejandro y su anciano historiador Aristóbulo estaban navegando en la misma barca, descendiendo por el río indio Jhelum; para hacer más llevadero el viaje, Aristóbulo iba leyendo en voz alta la historia que escribía, en la que adornaba la verdad, pues pensaba que complacería más a su rey si añadía heroicidades ficticias. Pero Alejandro le arrebató el libro y lo arrojó al río diciendo: «Y esto mismo, Aristóbulo, es lo que te espera si libras estos duelos en mi favor y arponeas a todos esos elefantes sólo con una jabalina». Si Alejandro hubiese sido alguna vez tan honesto en lo que respecta a los meses que siguieron al asedio de Gaza, sus historiadores podrían muy bien haber corrido el riesgo de recibir un chapuzón similar. En noviembre de 332, Alejandro cruzó el desierto hacia el interior de Egipto; en abril del año siguiente, su mito había tomado una nueva y extraña dirección. La leyenda y la adulación pronto influyeron en este cambio de tono, pero tras ellas subyacen las cuestiones más profundas acerca de la personalidad de Alejandro: ¿era Alejandro, en algún sentido, un místico? ¿Hasta qué punto se tomaba en serio los honores divinos que se le rindieron en vida? ¿Llegó a renegar de su padre Filipo? Y, en este caso, ¿qué es lo que esto pudo significar para él? Se trata de algo muy distinto de las sarisas y la maquinaria de asedio del año anterior y contrasta fuertemente con la carnicería que tuvo lugar en Tiro y Gaza; si una parte de la fascinación que ejercía Alejandro residía en su juventud y otra parte en la impetuosa curiosidad que lo animaba, la parte más extraordinaria se debió a los acontecimientos que tuvieron lugar en los cinco meses posteriores.
El camino de Gaza a Egipto era particularmente peligroso, pues suponía primero una travesía de tres días por el desierto y después tener que cruzar la famosa laguna Baratra o Serbónida, que ya había ocasionado problemas a un ejército persa hacía apenas doce años. No sabemos de qué manera logró Alejandro abastecerse de agua —quizá desde la flota—, o cómo evitó esas marismas de la costa, pero lo cierto es que, hacia el mes de noviembre, Alejandro se encontraba en el brazo más oriental del delta del Nilo, con el premio de Egipto ante él y la perspectiva de un invierno con abundante provisión de alimentos para el ejército. En noviembre, el Nilo ya no estaba prohibitivamente desbordado, y el invierno era la estación de ocio para los agricultores egipcios. En Isos, el antiguo sátrapa de Egipto había muerto liderando a sus tropas; tras la batalla, el renegado macedonio Amintas había conducido en barco a unos cuatro mil fugitivos, mercenarios del Gran Rey, primero a Chipre y después, poniendo rumbo al sur, al Nilo, donde desembarcaron y fueron objeto de una entusiasta acogida por parte de los nativos. Posteriormente, cuando los griegos de Amintas empezaron a saquear las haciendas egipcias, perdieron popularidad; Amintas y sus soldados fueron asesinados, posiblemente por instigación persa. Sin embargo, su ejemplo permaneció como un acicate para el próximo aventurero; Egipto estaba esperando, los nativos eran receptivos y el ejército, como siempre, no constituía un serio obstáculo.
La civilización de Egipto era tan antigua como el mundo y estaba orgullosa de ello. La filosofía griega, así lo proclamaban sus sacerdotes, había sido descubierta por un egipcio, un hijo del Nilo, 48.863 años antes de la llegada de Alejandro. Hacía casi doscientos años que los persas conquistaron por primera vez a su faraón y se apoderaron de un reino muy rico en hombres y cereales; el rey persa fue reconocido como nuevo faraón y un sátrapa gobernó en su nombre, apoyado por los colonos militares de todas las áreas del Imperio, ya fueran los ews o los nómadas de Khwarezm, que vivían acuartelados en enclaves situados muy al sur, como es el caso de la primera catarata del Nilo, que constituye la frontera entre Egipto y la Nubia independiente. A pesar de las leyendas sobre la atrocidad de los persas, recordadas entre los sacerdotes, el dominio persa no fue tan duro como cabría suponer. Los nobles persas disfrutaban de los estados egipcios, que cultivaban con esclavos nativos, a través de agentes egipcios; el tributo anual, cuando era más elevado, consistía meramente en 700 talentos de plata, y los pagos en especie no eran excesivos. El cambio a un monopolio estatal y la creación de un impuesto sobre toda la producción rendirían posteriormente a los Ptolomeos más de veinte veces su valor, pero, bajo el dominio persa, este monopolio fue en todo caso parcial, y en varios mercados y cosechas vitales no había comenzado en absoluto. Los aristócratas de las ciudades del delta del Nilo habían sobrevivieron a la conquista persa ocupando los mismos altos cargos que antes, mientras que los templos todavía podían poseer unos veinte kilómetros cuadrados de tierras de labranza; sin embargo las clases cultas no aceptaron a los persas durante mucho tiempo. Las rebeliones fueron persistentes y, excepto en cinco de los setenta años que transcurrieron antes de la llegada de Alejandro, Egipto mantuvo su independencia bajo diversos faraones, algunos de ellos probablemente sureños de Etiopía que habían instaurado nuevas dinastías en el delta del Nilo. Los intentos de reconquista de los persas se repitieron, a menudo de forma espectacular. En cuatro ocasiones, hasta el invierno de 343, invadieron el país sin llegar a recuperarlo. Incluso entonces el éxito fue breve; a los cinco años de la caída del faraón del delta del Nilo, el aspirante Khabbesha incitó de nuevo al país a la revuelta y hubieron de pasar tres años antes de que fuera depuesto.
Heredero de la reciente y repetida rebelión, Alejandro fue recibido con entusiasmo por los nativos. El sátrapa persa se encontró con él en el fuerte de Pelusio y le ofreció 800 talentos y todos sus muebles a cambio de un pase seguro; los macedonios fueron enviados en barca por el Nilo a Menfis, que era la capital, y Alejandro marchó por tierra para encontrarse con ellos. Al cabo de una semana, entró en el palacio monumental del Alto Egipto, hogar de los faraones durante más de mil años.
La sociedad egipcia que le dio la bienvenida estaba tan rígidamente modelada como cualquiera de sus pirámides; en la base se encontraban los millones de campesinos nativos, las gentes a las que los invasores y los aristócratas habían abrumado con impuestos y dominado, puesto que no podían escapar; cerca de la cúspide se situaban las dinastías familiares de las regiones del delta del Nilo, hombres como Semtutafnakht o Patesi, que acordaron la paz con Alejandro y continuaron controlando sin problemas los sacerdocios y los gobiernos locales que sus familias habían mantenido durante más de doscientos años; en la cima se encontraba el rey persa (representado en el arte y el ceremonial como el faraón), y a su alrededor la clase sacerdotal, cuya educación y ceremonial hizo de esta institución la clase más articulada de la historia de Egipto. «En Egipto —escribió Platón expresando el mismo punto de vista que los sacerdotes—, a un rey no le es posible gobernar sin el arte de los sacerdotes; si ha forzado su acceso al poder desde otra clase, entonces debe alistarse en la clase de los sacerdotes antes de poder gobernar». Los sacerdotes estaban ahí para controlar las coronaciones y juzgaban a cada portador de la corona en términos de su propia ley, el Ma’at o código de orden social, en el que abundaban los rituales y las complejidades; incluso los audaces faraones nativos de las rebeliones recientes fueron denunciados como «pecadores» por los sacerdotes porque ofendieron sus arcanas disposiciones de vida intachable. Los sacerdotes dictaron un severo veredicto sobre los doscientos años de «desgobierno y negligencia» persa, exagerando el sacrilegio cometido por los persas más allá de lo que puede admitirse; Artajerjes III, que había reconquistado Egipto once años atrás, era conocido por los sacerdotes como la Espada, y fue acusado de haber asesinado al toro sagrado del dios Apis, de habérselo comido asado y haberlo sustituido por un animal execrable, el mono. Puede que bajo el dominio persa los templos vieran reducidos sus regalos y privilegios, pero las leyendas relacionadas con tales atrocidades estaban lejos de ser ciertas. No obstante, servían al propósito de Alejandro, el aclamado vengador de la impiedad de los persas.
En Menfis, Alejandro no tardó en agradar a sus probables críticos. «Hizo sacrificios a otros dioses, en especial a Apis». Por medio de este único sacrificio, Alejandro invirtió el recuerdo que habían dejado los persas de su falta de decoro y rindió honores al dios egipcio Apis en la forma de toro sagrado, el más famoso de los numerosos animales sagrados que había en Egipto. Este animal representaba al dios en Menfis hasta una edad de veinte años aproximadamente, momento en que pasó a ser un buey más joven, murió y fue enterrado con gran pompa en un refinado sarcófago. A cambio, se dice que Alejandro fue coronado faraón del Alto y el Bajo Egipto, un honor que sólo aparece mencionado en el legendario Roman d’Alexandre: no puede precisarse el mes en que se produjo esta coronación, pero está apoyada por los títulos propios del faraón que se le aplicaron en las inscripciones de los templos del país. Como faraón, Alejandro era el representante reconocido de dios en la tierra, adorado como un dios accesible y viviente por sus súbditos egipcios: fue aclamado como Horus, hijo divino de Ra, el dios del Sol, cuyo culto había prevalecido en el Bajo Egipto, y como amado hijo de Amún, el dios creador del universo, cuyo culto floreció en los templos del Alto Egipto y se extendió hasta incorporar el culto a Ra, el dios más meridional. Esta filiación divina encajaba en el pasado dinástico de los faraones nativos, pues de Alejandro podía decirse que compartía a su padre común, Amun-Ra, quien visitaba a la madre del faraón para engendrar a cada futuro rey; los cortesanos seguramente le habían explicado la doctrina a Alejandro y se dirigirían a él por sus títulos, pero no tuvieron que transcurrir muchos meses antes de que se hiciera patente que esta situación ofrecía grandes posibilidades.
«Faraón, Faraón —había escrito un sacerdote egipcio de la reconquista persa—, ven a cumplir el trabajo que te aguarda»; como rey coronado de dos tierras, «señor de la juncia y la abeja», Alejandro colmó sin duda las esperanzas de los templos y soportó la rutina diaria del Ma’at sacerdotal. Su coronación se había producido en una época de confusión. El último faraón, Nectanebo II, había huido al sur, probablemente a Etiopía, para evitar la reconquista de los persas, pero los egipcios creían que estaba preparado para regresar y reasumir el gobierno: Alejandro lo había reemplazado, y quizá fuera algo más que un rumor la noticia de que consideraba emprender una marcha a Etiopía, el refugio fronterizo de los posibles seguidores de Nectanebo. En lugar de eso, se cuenta que su historiador Calístenes fue hacia el sur, remontando el Nilo, para investigar las causas del desbordamiento del río en verano, una historia que puede muy bien ser cierta. Las inundaciones habían estimulado durante mucho tiempo la imaginación de los autores griegos, algunos de los cuales conjeturaron una respuesta, pero fue Aristóteles quien se encargó de escribir que la cuestión había dejado de ser un problema ahora que unos visitantes griegos habían visto por sí mismos que las lluvias de verano en Etiopía existían realmente. Probablemente estos testigos eran su pariente Calístenes y otros soldados del ejército macedonio.
En cuanto a Alejandro, embarcó en Menfis a principios del año 331 y navegó hacia el norte, descendiendo por el Nilo, para hacer su contribución más duradera a la civilización. En la desembocadura del río visitó el fuerte fronterizo del faraón en Racotis y exploró los otros brazos del delta del Nilo. Se quedó impresionado por las posibilidades que el lugar ofrecía en su extremo occidental:
Le pareció que aquel sitio era el más hermoso para fundar una ciudad, y que la ciudad se vería grandemente favorecida; la tarea lo llenaba de entusiasmo e hizo personalmente el trazado, mostrando dónde debería construirse la plaza pública y qué dioses deberían tener un templo, y eligió a dioses griegos junto con la egipcia Isis; también dispuso dónde debía construirse el perímetro de la muralla.
De este modo nació Alejandría, un nuevo centro de gravedad en toda la historia mediterránea subsiguiente, que «se alzaría como un ombligo en medio del mundo civilizado».
Como las otras Alejandrías, ésta creció en tomo al emplazamiento de un fuerte utilizado por los persas. Racotis se convirtió en un barrio de la nueva ciudad y absorbió a los pastores que, durante mucho tiempo, habían vivido en aldeas a su alrededor; el emplazamiento había sido admirablemente elegido, y su puerto natural puede que ya hubiera sido explotado por los egipcios. Para Alejandro, prometía un clima particularmente benigno, protegido por la isla de Faros y por una posición elevada en la costa que, en verano, se beneficiaría de la brisa del noroeste. Un lugar situado más al este en el delta del Nilo, pronto se habría visto reducido a ruinas debido al limo que la corriente natural que hay en la desembocadura del río vierte en la ribera desde el oeste.
Aparte de la fama y del deseo de que la ciudad prosperase, los motivos para fundar Alejandría sólo son conjeturas. Su emplazamiento no estaba bien defendido y su posición, en el límite de la administración egipcia, sugiere que el acceso al Egeo era el principal atractivo que ofrecía, quizá por razones económicas. Los griegos habían mantenido durante mucho tiempo una base comercial en Náucratis, en el delta del Nilo, y no hay noticias de que su comercio con Egipto hubiera disminuido antes de la llegada de Alejandro, si bien las invasiones persas no lo habían favorecido. Hasta qué punto las relaciones comerciales con Grecia y su posible crecimiento pesaron en la decisión de Alejandro es una cuestión más incierta. Cuando Alejandro fundó la ciudad, el Egeo estaba infestado de piratas y era demasiado hostil para tener posibilidades de prosperar; incluso cuando la ciudad ya se había desarrollado plenamente, se creía que llegaba más comercio a Alejandría desde el interior de Egipto que de todo el Mediterráneo. Los graneros del interior podían enviar con rapidez los cereales a la ciudad en barco a través del río y los canales para alimentar a la numerosa población; este suplemento disponible de alimentos era más importante para su fundador que el comercio esporádico con el excedente o que los impuestos portuarios procedentes del comercio en el puerto. En Alejandría, como en otras ciudades griegas, los comerciantes pocas veces eran ciudadanos, y su organización en grupos oficiales tuvo un desarrollo muy lento. Por consiguiente, el comercio no constituía una fuerza genuina en la política de la ciudad y, durante el siglo siguiente, el comercio de Alejandría floreció más gracias a los empresarios de Rodas que a sus propios ciudadanos; cuando se fundó la ciudad, Rodas era para Alejandro una amiga incierta.
Los ciudadanos formaban un conjunto selecto, más que mercantil. Los veteranos macedonios, los griegos y los prisioneros, y quizá también un contingente de judíos, fueron destacados como nuevos ciudadanos, mientras que los nativos egipcios se añadieron, en su mayoría, como hombres de estatus inferior. Las leyes y los estatutos de la ciudad están muy lejos de conocerse con seguridad; quizá hubo una asamblea y un consejo desde el principio, pero los requisitos exigidos a los miembros no aparecen mencionados en ninguna parte. El arquitecto era un griego de Rodas, y la construcción se confió a Cleómenes, un griego de Náucratis con una mente sagaz para las finanzas. Puesto que se espolvoreó harina de cebada para trazar la ciudad y se le dio la forma de una capa militar macedonia, el adivino Aristandro predijo que «Alejandría sería próspera en otros aspectos, pero especialmente en los frutos de la tierra»; la principal preocupación de la ciudad no fue el equilibrio comercial o la exportación de sogas para embarcaciones, de drogas y especias, ni la importación de vino griego y cerámica decorada, sino los alimentos cultivados en casa.
Cuando empezaron las construcciones, Alejandro fue recompensado con una agradable sorpresa. En el Egeo, en una época muy temprana para navegar, uno de sus almirantes se hizo a la mar para entregar prisioneros e informar de la campaña; ahora que las flotas de Chipre, Rodas y Fenicia habían cambiado de bando, las noticias sólo podían ser bien recibidas. A los almirantes persas se los dejó con los fondos menguados, con sólo tres mil mercenarios griegos y únicamente con las embarcaciones que pudieran reclutar de los piratas del Egeo. Sus tiranos y oligarcas habían sido expulsados de las ciudades de Ténedos, Lesbos, Quíos y Cos, por lo general para complacer a la masa de sus ciudadanos; a los piratas y a uno de los dos almirantes persas les habían tendido una emboscada en el puerto de Quíos. Sin embargo, el almirante persa había escapado y su compañero estaba oculto en algún lugar; Cares, el ateniense que había sometido a una de las ciudades de Lesbos, también deambulaba en libertad, y al final no se había sabido nada de ninguno de ellos. Por el momento, era más alarmante que los barcos del Egeo todavía estuvieran a merced de las largas embarcaciones piratas. Menos graves eran los informes de que Agis, rey de Esparta, cuyas negociaciones con los almirantes persas habían terminado en nada, había trasladado ocho mil fugitivos griegos de Isos a Creta y había vencido a las ciudades y fortalezas cretenses con ayuda persa. Los forajidos persas acudirían allí ahora que había terminado la guerra en el Egeo, pero aunque Agis embarcase a sus bandidos de vuelta a Grecia, no era probable que éstos provocasen una revuelta incontrolable. Contra Antípatro y los aliados, su número era despreciable, y la cuestión de la paga pronto sería motivo de disputa, especialmente porque Esparta no utilizaba un sistema monetario y carecía de medios para financiar un ejército mercenario. Entre los trofeos de Isos, Alejandro había capturado a los embajadores espartanos que se dirigían al encuentro de Darío; desde entonces se habían enviado dos más, pero era poco probable que recibieran ninguna otra ayuda de un rey cuya estrategia se centraba ahora en Asia.
Como líder de los griegos aliados, Alejandro dispuso los castigos que habían de recibir todos los prisioneros del Egeo. Los piratas fueron ejecutados, mientras que a la mayoría de los tiranos se les envió de regreso para ser juzgados en sus ciudades natales, cuyas democracias habían sido restauradas; la legalidad no servía de consuelo, pues, en una ciudad liberada, dos terroristas pro persas fueron condenados a muerte por 883 votos a favor frente a 7 en contra, una prueba rotunda del odio con que los contemplaba una corte democrática. Los cabecillas de Quíos eran tan peligrosos que Alejandro trató con ellos personalmente y los envió encadenados a servir en una vieja guarnición persa en la primera catarata del Nilo; otros malhechores de Quíos serían juzgados de manera local o bien se les negaría el asilo si huían. Alejandro no esperó los informes sobre la sentencia; a principios de primavera, mientras empezaba a construirse Alejandría, marchó hacia el oeste a lo largo de la costa del Mediterráneo dejando que el ejército especulara sobre sus intenciones. Con estas especulaciones, empiezan los problemas que suscita la personalidad de Alejandro.
Al mes siguiente, Alejandro viajaría hacia el oeste con un pequeño séquito y después giraría hacia el sur, durante casi quinientos kilómetros a través de un fantasmagórico tramo de desierto, para plantear ciertas preguntas al oráculo de Amón, un dios con cabeza de carnero que era adorado en el oasis de Siwa, en la remota frontera occidental de Egipto y Libia. A lo largo de su vida, Alejandro no revelaría ni las preguntas ni las respuestas, pero se han desvelado pistas sobre cuál era su contenido a partir del propio comportamiento de Alejandro y del modo en que los historiadores lo describieron. Sólo en otra ocasión anterior, en Asia, Alejandro se había desviado de la ruta que requería la estrategia, y entonces fue únicamente para peregrinar a Troya; esto sugiere que, fuera lo que fuera lo que le condujo al oasis de Amón, no era nada que pudiera satisfacerse con facilidad. En la explicación más completa que se ha conservado de sus motivos, proporcionada por Arriano cinco siglos más tarde sobre la base de lecturas amplias y variadas, se dice que Alejandro se vio atrapado por el ardiente deseo de ir allí, «pues estaba haciendo que una parte de su nacimiento se remontara a Amón… y quería descubrir cosas sobre sí mismo, o al menos decir que lo había hecho».
Esta observación, que invita a reflexionar, anuncia la tendencia más extraña en la vida y la leyenda de Alejandro. Como resultado de su visita al oasis, en varios puntos de sus diversas historias se dirá que renegó de su padre Filipo y que empezó a reivindicar a Amón como padre. En las monedas, especialmente en las acuñadas por sus Sucesores, se le representa con los ojos redondeados y con un aspecto místico, adornado con un cuerno curvado de carnero, símbolo del dios Amón. En el Román d’Alexandre, escribe cartas que firma como hijo de Amón; en la Biblia, en el Libro de Daniel, aparece bajo el aspecto del conquistador con cuernos de carnero. En su leyenda, desde la antigua Siria musulmana hasta el moderno Afganistán, es recordado como Iskander Dhulkarnien, Alejandro Bicorne, que se identifica con el profeta bicorne del Corán que busca las Fuentes de la Inmortalidad, desafía a los bárbaros al otro lado de Irán y todavía vigila la frontera noroeste contra la invasión rusa. A causa de esta singular aventura en el desierto, Alejandro cambió de padre y le brotaron cuernos, pero hasta qué punto es cierta esta evolución de su personalidad es un tema aparte.
Desde un punto de vista histórico, la visita al oasis de Amón sufrió durante mucho tiempo los efectos de las miradas retrospectivas y de la leyenda, y en ningún lugar se ve esto con mayor claridad que en los controvertidos motivos que impulsaron la expedición. Según Calístenes, que escribió que Alejandro deseaba ser famoso, «era una gloriosa ambición de Alejandro ir hasta Amón porque había oído que Perseo y Heracles fueron allí antes que él»; si bien la rivalidad con dos héroes griegos era propia de Alejandro, Calístenes estaba escribiendo unos veinte meses después del acontecimiento. Todo el mundo estaba de acuerdo en que tanto Perseo como Heracles eran hijos del dios Zeus, y puesto que Alejandro fue reconocido como un hijo de Zeus después de su visita, tiene sentido para un adulador retrotraer el resultado de la visita a los motivos que lo impulsaron a ella; Calístenes «intentó hacer de Alejandro un dios» y le dio los atributos de Zeus, por lo que presentó el peregrinaje a Siwa como la emulación de un hijo de Zeus con otro desde el principio. Aunque es de máxima importancia el hecho de que este motivo fuera posteriormente del gusto de Alejandro, Perseo y Heracles forman también una interesante pareja. Heracles era el antepasado de los reyes macedonios y fue honrado por Alejandro con regularidad, pero Perseo no aparece en ningún otro lugar del mito de Alejandro. Ni siquiera es seguro que se creyera que Perseo había visitado previamente Siwa. Quizás el personaje tenía otros atractivos; es muy revelador que los griegos confiaran en los juegos de palabras, especialmente cuando se trataba de los nombres de gentes extranjeras que designaban lugares. Mediante un juego de palabras, un nombre extranjero podía vincularse con los círculos de la cultura griega y, en este sentido, los griegos creían seriamente que los persas eran descendientes del héroe griego Perseo, así como que los medos descendían de Medea. Esta creencia era compartida por Jenofonte, que conocía y admiraba a los persas, y también por Platón y Heródoto, e incluso fue mantenida por los propios persas, mientras que, después de Alejandro, Perseo volvería a aparecer a nivel local como símbolo de los mitos urbanos y de las monedas en muchos lugares de Asia Menor, donde era sabido que griegos y persas habían convivido. En definitiva, Perseo se convirtió en el héroe de la integración de Oriente y Occidente, y para Alejandro, el primer rey que gobernó a ambos pueblos a la vez, emular a Perseo y Heracles no era una cuestión irrelevante. A los ojos de los griegos, Heracles y Perseo eran sus antepasados, al igual que el rey persa y macedonio, y cuando Calístenes escribió sobre la visita a Siwa, Alejandro ya había reemplazado a Darío como rey de Asia e iba a convertirse de repente en heredero de ambos héroes. Un año y medio antes, cuando partió hacia Siwa, es poco probable que ambos personajes ocuparan un lugar destacado en sus pensamientos.
Otros autores se ocuparon del tema con posterioridad. Además de emular a los héroes griegos, «Alejandro se encaminó hacia Amón con la intención añadida —escribió el romano Arriano, posiblemente basándose en la historia de Ptolomeo— de aprender cosas más precisas acerca de sí mismo, o al menos de decir que había hecho este aprendizaje». Este problema personal se relacionaba ya con su parentesco, «pues estaba haciendo que una parte de su nacimiento se remontara a Amón», y esta creencia puede explicarse de un modo más lógico en base a su nueva posición como faraón, que al final heredaría Ptolomeo. Pues el faraón era el «hijo engendrado de Amún-Ra, amado de Amún»; desde este punto de vista, Alejandro fue al oasis de Siwa, en Libia, con el fin de descubrir el significado de los títulos del faraón, un motivo que parece tan confuso como la emulación de los héroes de la leyenda griega. ¿Cómo podría el Amón de Libia conocer las verdades del Amún-Ra egipcio, y por qué se le habría presentado a Alejandro el remoto oasis de Siwa como el lugar apropiado para encontrar la verdad? Sólo si Amón y Siwa están relacionados pueden reducirse los motivos del peregrinaje a algo que resulte plausible; se sabe que Ptolomeo añadió algunos milagros a su visita, y es poco probable que la explicación que da de dichos motivos sea imparcial.
En el dios Amón se combinaron durante mucho tiempo las tradiciones de tres pueblos diferentes. Originalmente el oasis de Siwa había sido la patria de un dios libio local que quizá esté relacionado con el Baal Hamón de los cartagineses en su frontera occidental; su santuario está a unas cuatro semanas de viaje desde el centro del reino de los egipcios, y es muy posible que, durante mil años, nunca hubiera llegado a estar bajo el control de los faraones. Sin embargo, doscientos años antes de Alejandro, si no en una fecha más temprana, no hay ninguna duda acerca de que Egipto había dominado Siwa; gracias a los jeroglíficos sabemos que el faraón Amasis construyó el templo oracular que Alejandro se disponía a visitar. La arquitectura del templo no es característicamente egipcia, y sus relieves muestran al rey libio nativo del oasis en una posición independiente. Parece ser que Egipto se fusionó con Libia sin llegar a dominarla por completo, y que por esta razón se dejó a un nuevo dios extranjero para explicarlo. Egipto se identificaba con su propio señor Amún, dios-carnero y engendrador del universo, casado con Mut y padre de Khonsu; en Siwa, las ceremonias habían adquirido un sesgo egipcio y los oráculos se emitían según el estilo egipcio.
Hubo un tercer pueblo que también se vio inmiscuido. Durante el reinado de Amasis, los colonos de Grecia se asentaron en Cirene, una ciudad libia al oeste del desierto de Siwa, donde se casaron y mezclaron con los bereberes nativos y oyeron hablar de las divinidades locales. Siempre atraídos por los oráculos, visitaron Siwa en su fase egipcia y dieron a su dios el nombre griego de Amón, que sugería tanto al Amún de los egipcios como la palabra griega ammos o arena, como correspondía a un dios del desierto. Del mismo modo que Egipto ya había identificado al dios de Siwa con su propio y preeminente dios-carnero Amón, así los griegos también explicaron este Amún, altamente honrado, como una forma de su Zeus Olímpico, rey de los dioses griegos. En Cirene pronto construirían un espléndido templo dórico a Zeus Amón y utilizarían sus rasgos, caracterizándolo con un cuerno de carnero en las abundantes monedas de la ciudad. Los complejos orígenes del dios fueron establecidos por fuentes griegas, libias y egipcias, y ya sólo quedaba su propagación.
Desde 500 a. C. la expansión de Amón fue sorprendente. No obstante, fue la ciudad griega de Cirene la que pasó el nombre del dios a Grecia, y resulta muy llamativo que el faraón Amasis, el primer egipcio conocido que se interesó por Siwa, hubiera tenido una amante de Cirene. Muchos de los colonos griegos de Cirene tenían vínculos familiares con Esparta, en la península griega, por lo que este culto a Amón pronto se extendió por mar a la ciudad portuaria meridional de Esparta, y de ahí al interior; el gran santuario de Zeus en Olimpia estableció un culto a este nuevo Zeus que Cirene había descubierto, y Amón encontró en el poeta tebano Píndaro, ciento treinta años antes de la visita de Alejandro, a su publicista más capacitado. Píndaro había visitado al rey de Cirene para escribir un himno en su honor y se había quedado tan impresionado con Zeus Amón que, a su regreso, erigió una estatua del dios en su ciudad natal de Tebas y le dedicó un poema; se decía que los sacerdotes de Siwa rezaron para que Píndaro recibiera grandes bendiciones en su vida, con lo que, en cumplimiento de esas plegarias, el poeta murió pacíficamente. Además, Píndaro mantuvo honrosos contactos con los reyes macedonios.
Píndaro no fue el último de los célebres admiradores griegos de Amón. Presumiblemente a través de Cirene, la familia de Lisandro, el general espartano, tenía relaciones con Siwa, y Lisandro utilizó al dios a lo largo de su carrera a finales del siglo V. Mientras asediaba una ciudad en la frontera oriental de Macedonia, anunció que había visto a Amón en un sueño y se retiró del asedio siguiendo el consejo del dios; lo hizo de un modo tan inesperado que la ciudad asediada instituyó un culto a Amón como muestra de gratitud, culto que Alejandro pudo haber conocido desde su cercana residencia antes de poner siquiera los pies en Egipto. Mientras tanto, Atenas se había mostrado igualmente receptiva. En la década de 460, el general ateniense Cimón intentó realizar una consulta al oráculo de Siwa mientras su flota estaba amarrada cerca de Chipre; antes de invadir Sicilia, los atenienses enviaron a unos embajadores con el mismo propósito, y durante los últimos treinta años antes de la visita de Alejandro se construyó un templo a Zeus Amón en el puerto del Pireo, quizá a expensas de los mercaderes que conocían al dios a través del comercio de grano con Cirene. Desde Atenas se enviaba oro a Siwa; Amón era un oráculo reconocido entre los poetas atenienses, lo que no resultaba sorprendente, puesto que la fama del dios se había extendido por Asia Menor, desde Cícico, en el mar de Mármara, hasta los reyes licios, al sur, y había entrado en las islas del Egeo griego. Zeus Amón se extendió por el mundo griego durante más de cien años antes de que Alejandro fuera en su busca, y esta circunstancia ayuda a explicar su decisión.
Como dios griego bien conocido, Amón habría atraído la atención de Alejandro tanto si hubiera llegado a ser faraón en Menfis como si no. A pesar de que en Siwa las ceremonias seguían un modelo egipcio, apenas se sabe si Egipto y los faraones molestaron a los sacerdotes del oasis, como también se desconoce si algún faraón llegó a recorrer los ochocientos kilómetros a través del desierto que separan Menfis de Siwa, un esfuerzo innecesario para un hombre que creía que el dios medio libio era una forma de su propio señor Amún, pues Amún tenía templos más ilustres que resultaban fácilmente accesibles para un barco que navegara por el Nilo. Tampoco se pensaba que el oráculo fuera un títere en manos de los egipcios. Cuando las tribus cercanas a la frontera quisieron saber si debían apoyar o no al faraón, fue a Amón a quien se dirigieron en busca de un consejo imparcial. Sólo hay una excepción al aparente desinterés de los faraones por el oráculo. Unos diez años antes de la llegada de Alejandro, Nectanebo II, el último faraón independiente, dedicó un templo de menor importancia en el oasis de Siwa al Amún-Ra egipcio, pero, como puede que el propio Nectanebo fuera de ascendencia libia, su repentino interés por Siwa no tiene consecuencias para la política egipcia o para el macedonio Alejandro. Siwa no era un lugar conveniente ni obvio para aprender cosas sobre la mística de Amún, incluso aunque Alejandro hubiese partido con esta idea en mente; era el Delfos del Oriente griego, y como heleno, no como faraón, Alejandro sintió curiosidad por un dios que era conocido y auspiciado por los griegos a causa de su veracidad. En Siwa, Zeus Amón era el último oráculo disponible acreditado por los griegos antes de que Alejandro condujese a sus tropas al interior de Asia, y Alejandro deseaba consultarlo por esta mera y sencilla razón. Se está de acuerdo en que la curiosidad se mezclaba con el espíritu de aventura, con la atracción por los azares del viaje, y puede ser relevante que, en un trabajo sobre la sed, su tutor Aristóteles le hubiera contado la elocuente historia de un peregrino argivo que privó de comida a su cuerpo hasta el límite de sus fuerzas y que viajó durante muchas semanas a través del desierto hasta Siwa sin beber agua ni una sola vez. Esta hazaña de resistencia pudo haber cautivado a su emulador discípulo, si es que alguna vez Aristóteles se la contó en el aula.
Sin embargo, en Egipto Aristóteles parecía estar muy lejos, y se necesitaba un recordatorio de Amón más cercano que no tuviera nada que ver con los títulos del faraón como hijo de Amún-Ra. Mientras estaba ocupado con el emplazamiento de su nueva ciudad, Alejandro recibió enviados de Cirene que lo invitaron a honrar sus ciudades con una visita, ofreciéndole su amistad y alianza, trescientos caballos y cinco cuadrigas. En la historia de Arriano, que sugiere que Alejandro fue en busca de Amón presa de un repentino deseo de investigar cosas sobre sí mismo, este detalle se suprime, probablemente porque estaba siguiendo el relato del rey Ptolomeo, que, en la época en que redactó su historia era gobernante de Cirene y no un aliado, y puede que no le entusiasmara una referencia al pacto de la ciudad con su predecesor. Sin embargo, se trata de una pista importante pues fue a través de Cirene como el mundo griego empezó a pensar profundamente en Amón, y fueron seguramente los mismos enviados de la ciudad quienes primero recordaron a Alejandro la existencia del dios. Es muy posible que no mencionaran el oasis hasta que Alejandro aceptó la oferta de ir a visitar sus ciudades y llegar hasta la ciudad de Paretonio, a unos doscientos sesenta y cinco kilómetros al oeste de Alejandría y dieciséis kilómetros más allá del punto habitual en que los peregrinos que iban a Siwa daban la vuelta. De ser así, Alejandro no habría puesto rumbo al oeste para consultar al dios, sino para seguir a sus enviados desde Cirene y asegurar a frontera con Libia, un objetivo que resulta acorde con sus métodos como general. Sólo cuando se llevó a la práctica la estrategia, pensó Alejandro en dar un rodeo hasta Amón, un oráculo familiar y verídico. No partió desde Alejandría como un místico con un plan maestro, y, puesto que el tema de su padre divino sólo surgió por accidente en Siwa a partir de un incidente impredecible que tuvo lugar en las escalinatas del templo, ello no pudo haber constituido el motivo que lo impulsó a salir de Alejandría para ir hacia el desierto.
Desde Alejandría, Alejandro viajó al oeste a lo largo de la costa con un pequeño grupo de amigos, siguiendo el blanquecino sendero hasta Paretonio. En Paretonio, donde un día Cleopatra se despediría de Marco Antonio, Alejandro dejó a los enviados de Cirene y se dirigió hacia el sur a través de la arena, con el séquito viajando en camello y con agua para cuatro días de viaje. Lo que sucedió a continuación no puede dilucidarse sin un conocimiento del escenario y, por fortuna, la ruta de Alejandro ha sido seguida y descrita a menudo; el relato más revelador procede de Bayle St. John, como mínimo porque, al igual que Alejandro, él también se perdió. En septiembre de 1847, tras haber efectuado una lectura cuidadosa de los textos antiguos, St. John se dotó de camellos, guías beduinos y un moderado suplemento de agua, añadiendo el lujo de brandy y cigarros; sus notas son de lo más útil para lo que sigue.
Poco después de dejar Paretonio, Alejandro se encontró con una enorme extensión de arena, probablemente porque los guías lo habían llevado demasiado al oeste de la ruta directa que, como St. John y otros observaron, debía de discurrir por las colinas de pizarra. Alejandro padeció este error de manera muy desagradable, pues a través del desierto soplaba un viento fustigador procedente del sur que cegó a los viajeros en el transcurso de una tormenta de arena. Durante cuatro días deambularon lo mejor que pudieron, habiéndose agotado el agua y con una sed cada vez más intensa; los alimentos ya casi se habían terminado cuando aparecieron unas nubes y se desató una repentina tormenta, «no sin ayuda de los dioses», pues eso creyeron, y esto les permitió llenar sus cantimploras de piel.
Al salir de la tormenta de arena, alcanzaron la larga cadena de montañas que se extiende tierra adentro desde el mar, subiendo y bajando un valle tras otro hasta donde se ciernen los rojos precipicios, con grotescas laderas veteadas de blanco, y donde el paso final desciende por un barranco a las llanuras arenosas que hay al otro lado. Para aprovechar el fresco, Alejandro seguramente sólo se movía de noche, guiándose por la claridad de las estrellas del desierto y confiando en que la luna iluminaría su camino; en esas circunstancias, debía de hallarse lo más cerca que un hombre puede estar de su refugio de silencio ideal, todo quietud a su alrededor excepto por la débil brisa del desierto. Incluso el suelo cobró vida en medio de la calma, pues en los márgenes y por la superficie del paso se alineaban resecos caparazones que atraían la atención de los viajeros y que, de acuerdo con St. John, reflejaban los rayos de la luna hasta el punto de que toda la carretera centelleaba, como un mítico valle de Diamantes.
Un desfiladero negro como el Erebo corre a lo largo del camino —escribió—, y, a la derecha, hay un enorme montón de piedras que parece la fortificación de alguna vasta y fabulosa ciudad, como las que Martin elegiría para pintar o Beckford para describir. Había enormes puertas flanqueadas por bastiones, de una altitud tremenda, había torres y pirámides, y calles en forma de media luna, y cúpulas, y vertiginosos pináculos y alturas majestuosas con almenas, todo investido con una grandeza sobrenatural por los mágicos rayos de la luna, sin embargo, las amplias brechas y las indescriptibles ruinas mostraban que todo aquello había sido abatido y socavado por el huracán, el rayo, el torrente de invierno y toda la poderosa artillería del tiempo.
En medio de esta grandiosidad gótica, una vez más Alejandro se perdió.
De acuerdo con Calístenes, dos cuervos acudieron a rescatarlo, graznaron para congregar a los rezagados y volaron continuamente delante de ellos hasta que restituyeron a Alejandro en el camino correcto. Ptolomeo, al que nunca se puede superar, afirmó en su historia que dos serpientes parlantes habían actuado como guías, no sólo hasta Siwa, sino también durante todo el camino de regreso. Estos milagros no deberían ser descartados: son, como mínimo, una advertencia de que, como Alejandro, la verdad de la visita a Siwa se perdió desde un buen comienzo; los viajeros observaron, en efecto, muchas serpientes en el camino hacia el oráculo. Este hecho puede deducirse de Teofrasto, el discípulo de Aristóteles, que menciona la cantidad de serpientes en su libro sobre botánica, una obra que obtuvo su información original de los miembros de la expedición de Alejandro. En cuanto a los cuervos de Calístenes, fueron vistos no hace mucho; también St. John se perdió en las montañas y, mientras esperaba a sus guías beduinos, observó a dos cuervos trazando círculos en el aire hacia el sureste. Si los hubiese seguido, habría dado con el camino que buscaba, por lo que quizá no sea una coincidencia que el valle en cuestión todavía es conocido entre los nativos como el paso del Cuervo.
Tras superar los terrores del paso, Alejandro llegó a una planicie de arena, demasiado caliente para que creciera en ella vegetación alguna, que se extendía unos dieciséis kilómetros hasta el pie de las Montañas Blancas. Aquí, entre nuevos precipicios con las formas arquitectónicas más salvajes, siguió el camino hasta llegar a un espacio abierto, pasando por una cuenca de grava gris. Con un cambio muy típico del desierto, en el otro lado la grava daba paso de manera abrupta a una llanura de espléndidas palmeras, rodeada de precipicios por todas partes y cercada en la parte central por enormes rocas aisladas, de formas macizas. En este oasis de Gara se encuentran las primeras ciudades de la gente de Amón; el agua, la hospitalidad y la sombra estaban al final garantizadas, y «el vívido contraste entre la aridez y la fertilidad —escribió St. John—, donde la vida y la muerte ejercen su influjo bajo el emblema infinito de la serenidad inmortal, excita emociones entremezcladas de asombro y deleite».
Desde estas primeras ciudades de Amón bastaba un día de viaje para llevar a Alejandro al segundo oasis, el emplazamiento del oráculo de Siwa. Aunque rápido, el viaje no le resulto más fácil, pues al dejar el palmeral de Gara debió de recorrer todavía un camino que serpenteaba por otra serie de precipicios, para encontrarse de nuevo en otra extensión de grava golpeada por el calor. Es un lugar sin comodidades cuyo extremo también se precipita en una última quebrada a sólo dieciséis kilómetros de Siwa, primero a través de valles de arena blanquecina, después a través de una tierra endurecida y fracturada por terrones de sal natural, un rico depósito que los sacerdotes de Amón recogían en sus canastos y enviaban a la mesa de los reyes persas. El paisaje deslumbra, pues las salinas y los lagos de sal secos poseen todo el resplandor de los glaciares cubiertos de nieve. Antes de que su blancura pudiera abrumar al viajero, intervino el oasis de Siwa, barriendo con su verdor los restos de esterilidad que quedaban: las palmeras y los árboles frutales se apiñaban alrededor de los arroyos, refugio de codornices y halcones, de granados y prados de hierba, y, también de Amón cabeza de carnero, uno de los cuatro oráculos más veraces conocidos en el mundo griego.
El oasis está aislado entre campos de sal y marismas que ocupan un espacio de unos ocho kilómetros de largo y cinco de ancho. Acercándose al extremo oriental, Alejandro habría llegado directamente a su destino, la ciudadela actualmente conocida como Aghurmi, que, en lo alto de un precipicio de piedra caliza de casi veinticinco metros de altura, descuella sobre la llanura. En la época en que la visitó, la ciudadela estaba dividida en tres recintos, uno interior para el palacio de los gobernantes, el siguiente para sus familias, el harén y el santuario del dios, y uno exterior para los guardas y los cuarteles. Junto al templo, se alzaba una fuente sagrada en la que se purificaban las ofrendas al dios; ésta todavía es visible y conecta con los patios interiores del templo. Unos ochocientos metros al sureste se alzaba un segundo santuario, también conocido por los egipcios pero menos auspiciado por los peregrinos griegos, aunque éstos conocían la fuente y creían, erróneamente, que era milagrosa, ya que pensaban que alternaba el agua fría y la caliente en diferentes momentos del día. Ahora bien, los griegos no tenían termómetros. Los oficiales de Alejandro recogieron el nombre nativo de Pozo del Sol y, a su peculiar manera, lo vincularon con su propio mito griego de Faetonte, el fracasado conductor del carro del Sol.
Tanto para los visitantes como para los anfitriones, esta repentina llegada fue trascendental. Alejandro había estado viajando al menos durante ocho días a través de un país en el que, a cada vuelta que daba, se encontraba con los más fantásticos perfiles, ilusiones y espejismos. Tenía suerte de haber sobrevivido, y su sentimiento de alivio al alcanzar el oasis no es difícil de imaginar. La gente de Siwa no debía de estar menos emocionada. Históricamente, el oasis había sido durante mucho tiempo un lugar atrasado. Nunca fue visitado por los faraones y estuvo resguardado de la vida moderna gracias al desierto circundante; incluso en el siglo XX, sus costumbres locales seguían vigentes, incluyendo la homosexualidad, hasta el punto de darse matrimonios entre hombres. La visita de un conquistador macedonio conmocionó seguramente de manera profunda a todos los nativos, y sin duda Alejandro se dio rápidamente a conocer a la familia gobernante que, como todos los libios, se distinguían por llevar un tocado con una pluma sujeto a sus cabellos. Las habladurías afirmaban que Alejandro también sobornó a los sacerdotes de Amón para asegurarse de recibir las respuestas que quería oír, pero cualquier consultante de un oráculo griego había de rendir primero honor al dios, y es impensable que Alejandro anunciara de antemano sus preguntas y las respuestas deseadas; su consulta está supeditada, precisamente, al secreto y la ambigüedad.
Por tanto, los encargados del templo fueron advertidos mediante un regalo, y los nativos seguramente condujeron a Alejandro a través de sus casas situadas al pie de la ciudadela y lo dejaron en las escalinatas del templo, cuyos vestigios todavía pueden verse. Con sus amigos, debió de subir a la puerta frontal del patio exterior del templo; en la entrada, o justo en el interior del primer patio, el sumo sacerdote debió de dirigirse hacia allí saludando al rey a la vista de todos sus seguidores. Era consciente del alto rango de su visitante, pues únicamente a Alejandro le permitió que entrase en los patios interiores, y a nadie más, y no le pidió que cambiara su atuendo de diario; el resto de los macedonios esperaron fuera, más probablemente en las escalinatas del templo que en el patio interior, y sólo pudieron oír la emisión del oráculo a través de las barreras de dos, si no tres, muros de piedra.
«Los oráculos no se emitían verbalmente, como en Delfos o Mileto —escribió Calístenes, repitiendo lo que Alejandro deseaba que se conociera—, sino que en su mayor parte se transmitían por medio de asentimientos con la cabeza y gestos simbólicos, del mismo modo que, en Homero, “Zeus, el hijo de Cronos, hablaba y asentía con sus oscuras cejas”; el sacerdote respondía entonces en nombre de Zeus». Esta apreciación oficial de lo que sucedió dice muchas cosas Hay cuatro maneras de tratar a los dioses extranjeros: combatiros, no creer en ellos, aceptarlos o identificarlos con alguno propio. En Siwa, Alejandro eligió la identificación, del mismo modo que los atenienses y otros griegos había rendido culto durante mucho tiempo a Amón por estar vinculado con su propio Zeus. Es una muestra del tacto de Calístenes y permite vislumbrar los gustos de su patrón, pues, para el nuevo Aquiles, el proceder del dios se explicó por medio de una referencia a Zeus en la Ilíada de Homero.
En cuanto a los asentimientos y detalles simbólicos se corresponden con todo lo que conocemos acerca del funcionamiento de un oráculo egipcio. Como los griegos y los romanos, los egipcios imaginaban a sus dioses en términos de la sociedad en que vivían; al igual que Jesucristo en el Imperio romano iba a estar revestido del protocolo de un emperador romano, del mismo modo se pensaba que el dios Amún se comportaba como un faraón de Egipto. Nadie podía acercarse a sus aposentos, y, si alguno de los suyos tenía algún problema, solo podía planteárselo durante los días solemnes y en las fiestas, cuando el dios, como el gobernante, dejaba la corte y salía a las calles. Del mismo modo que el faraón era transportado en público sobre una plataforma que su séquito portaba sobre sus espaldas, asimismo la imagen de Amún se colocaba en una barca sagrada, era izado sobre una tabla y sostenido en alto ante la gente por sus purificados costaleros; el dios, como el faraón, se mantenía fresco durante el viaje gracias a los encargados de llevar las plumas y los abanicos. En Siwa, desde que los egipcios identificaron al dios de los nativos con Amún, se observó el mismo procedimiento: el dios era tratado como un faraón. «Cuando se solicita un oráculo —explicaron los testigos que iban con Alejandro—, los sacerdotes transportan el símbolo cubierto de joyas del dios en una barca dorada, de cuyos lados penden copas de plata; las vírgenes y las damas siguen la barca cantando el tradicional himno en honor a la deidad».
Esa aparatosidad debió de sorprender a Alejandro, pues la forma de emitir los oráculos resultaba convenientemente excéntrica. En el ritual egipcio, el que efectuaba la pregunta podía leer su problema al dios, escribirlo de manera simple en un trozo de cerámica o contárselo primero al sacerdote, quien después lo repetiría ante la barca. Los portadores cargarían la nave sagrada sobre sus espaldas y se prepararían para moverse en la dirección adonde sintieran que se los presionaba. Si el dios quería decir «no», forzaría a los costaleros a ir hacia atrás; si quería decir «sí», los obligaría a ir hacia adelante; si se enojaba con la pregunta, se agitaría furiosamente de un lado a otro. El sacerdote interpretaría sus movimientos, «respondiendo en nombre de Zeus»; las preguntas por escrito también podían dejarse en el suelo en versiones alternativas de «sí» o «no» para que el dios pudiera dar la respuesta que se le antojara. Este ritual se mantuvo en Egipto durante dos mil años hasta la llegada del Islam, y todavía tiene paralelismos entre ciertas tribus africanas; del mismo modo que los jeques que yacen en los ataúdes resultan a veces muy pesados para quienes los transporta en parihuelas, a fin de impedir que su cuerpo sea conducido al funeral, asimismo en Sudán los fieles todavía son conducidos de un lado a otro por el impulso de una imagen sagrada que cargan sobre sus espaldas.
En Siwa, los asentimientos y los gestos simbólicos sólo se daban «en su mayor parte», y por eso Alejandro además atravesó el pequeño patio en el que se encontraba la barca y entró en el santuario más sagrado que había detrás y que estaba cubierto con un techo de troncos de palmeras. En esta cámara sagrada, Alejandro podría plantear las preguntas directamente al dios, un privilegio que tal vez sólo estaba reservado a los faraones y los gobernantes; Alejandro no se daría cuenta de que un estrecho pasadizo, todavía visible en el lugar donde se emplazaba el templo, corría por detrás de la pared que había a la derecha y estaba conectado con el santuario por una serie de pequeños agujeros. En aquel lugar, el sacerdote podía permanecer de pie sin ser visto en un pequeño cuarto y dar las respuestas a su visitante a través de la pared como si fuera el propio Amón hablando en persona. Quizás una vez dentro del santuario, Alejandro sólo reveló su pregunta al sumo sacerdote, que después la puso en la barca que había en el exterior y regresó para anunciar la respuesta; tal vez Alejandro consultó primero a la barca y después preguntó cuestiones más íntimas en el interior del santuario. Fuera cual fuera el orden de los acontecimientos, los amigos que estaban fuera no tenían ni idea de las preguntas que su rey estaba planteando. Como máximo, oirían los cantos de las vírgenes y el ruido de pasos de los costaleros; la mención de «gestos simbólicos» sugiere que es posible que Alejandro no hablara, sino que escribiera sus preguntas en un trozo de cerámica y que las enviara a la barca para obtener una respuesta. Sus amigos sólo podrían haber contemplado todo esto con perplejidad.
Alejandro nunca reveló lo que había preguntado, pero «solía decir que oyó algo que lo complació». Sin embargo, sus preguntas no son irrecuperables del todo. Cuatro años más tarde, en la desembocadura del río Indo, en la India, ofreció sacrificios a los «dioses a quienes Amón había distinguido», e hizo lo mismo al día siguiente, en esta ocasión a un conjunto distinto de dioses; evidentemente preguntó al oráculo a qué dioses debería propiciar en determinados puntos de su viaje hacia el este, una pregunta que Jenofonte, el último general griego que marchó al interior de Asia, había formulado en Delfos. Amón aconsejó, entre otros, a Posidón y demás dioses del mar, quizá porque Alejandro preguntó concretamente a quién debía honrar si alcanzaba el Mar Exterior. No es probable que ésta fuera la única pregunta de Alejandro, y tanto su secretismo como los honores que permanentemente tributó a Amón sólo tienen sentido si preguntó algo de carácter más personal, posiblemente si saldría victorioso y cuándo. Sin embargo, en el campamento, los chismes difundían otra versión, y durante los doce años que siguieron a la muerte de Alejandro ganaron crédito dos preguntas: se decía que Alejandro había preguntado al dios si llegaría a gobernar sobre toda la tierra y si había castigado a todos los asesinos de su padre, pero el sacerdote le advirtió que su padre era ahora Amón, no Filipo. Estas extravagantes conjeturas son una prueba muy interesante de cómo lo recordaban sus propios soldados. La primera pregunta se hacía eco de los temas de la invencibilidad y el dominio del mundo, ambos fomentados por el propio Alejandro; también cabe destacar que los «sacrificios de acuerdo con el oráculo de Amón» aparecen mencionados por primera vez en los límites de su marcha por la India, cuando Alejandro alcanzó lo que él creía que era el Mar Exterior; también hizo dos sacrificios distintos, como si el consejo de Amón se hubiera referido detalladamente a ese momento particular. La segunda «pregunta» no mostraba en absoluto el desprecio hacia Filipo que otros posteriormente le atribuyeron, y suscita el problema de su propia relación con Amón. Dicha relación es lo que proporciona a la consulta su peculiar importancia.
Tras la visita al oasis, Zeus Amón significó mucho para Alejandro durante el resto de su vida. Invocaba su nombre entre sus amigos íntimos y le dedicó sacrificios durante la marcha que llevó a cabo como si fuera uno de sus dioses habituales; en un momento extremadamente emotivo, del que se conocen con seguridad las palabras exactas, juró en nombre de Amón como prueba de profunda gratitud. En lo personal, Alejandro se volvió hacia Zeus Amón en las crisis más dolorosas de su vida, y cuando su querido Hefestión murió, envió a unos embajadores desde el Irán central al oasis de Siwa para preguntar si su amado debía ser adorado como un dios o como un héroe; cuando murió el propio Alejandro, se anunció que había pedido que lo enterrasen en Siwa, y, aunque esta petición es tan dudosa como todos los últimos planes que se le atribuyeron, es evidente que sus sucesores consideraron que Siwa era una elección plausible para hacerla circular entre los soldados. Ningún rey macedonio, ni siquiera el propio Alejandro, había tenido antes vínculo alguno con Amón o Siwa, y esta relación personal sólo pudo haber surgido de su visita al oráculo. En el arte, este vínculo se mostró especialmente profundo: en las monedas locales de las ciudades, Alejandro aparece ataviado con el simbólico cuerno de carnero de Amón, probablemente poco después de haber efectuado la visita; y durante los tres años que siguieron a su muerte, Ptolomeo, su amigo de toda la vida, lo representó con cuernos de carnero en las primeras monedas de Egipto, y Ptolomeo fue quien llegó a conocerlo mejor. Zeus Amón y Alejandro iban a convertirse en una pareja normal en los tiempos venideros, y fue Alejandro quien confirmó su íntima relación; favoreció al dios del oasis, pero, a partir de Siwa, también le gustaba que se supiera que era el hijo engendrado por Zeus.
Se trataba de un tema extraordinario. En Siwa, escribió Calístenes, «el sacerdote le dijo expresamente a Alejandro que era hijo de Zeus», y, a su regreso a Menfis, Alejandro se reunió con los enviados procedentes de los oráculos griegos en Asia Menor, uno de los cuales, escribió Calístenes, rompió su silencio de los últimos ciento cincuenta años para saludar al nuevo vengador de los errores persas como hijo de Zeus. Seis meses más tarde, escribió Calístenes, en la vigilia de su mayor batalla, Alejandro rezó para que los dioses lo ayudaran «si en efecto había salido de Zeus»; Calístenes escribía para complacer a Alejandro, y el único motivo que tenía para subrayar su filiación divina era porque ello satisfacía a su rey. Otros contemporáneos lo siguieron, y la conexión entre la visita a Siwa y la filiación divina siguió estando viva; Seleuco, el eventual sucesor de Alejandro en Asia, dio origen a una leyenda treinta años después de haber visitado un oráculo griego en su reino de Asia y de ser reconocido de manera similar como el hijo engendrado por Apolo. Para quienes conocieron personalmente a Alejandro, el escenario de Siwa no perdió ni un ápice de su credibilidad.
Posteriormente, la filiación divina de Alejandro se derivó de manera errónea de las respuestas que habría recibido en el santuario de Amón, pero, puesto que nunca reveló lo que había preguntado o oído, no pudo haber sido esto lo que dio la primera pista a Calístenes. Cuando escribió que «el sacerdote le había dicho expresamente a Alejandro que era hijo de Zeus», el sacerdote debió de haberlo hecho en público, desde donde Calístenes pudiera oírlo, presumiblemente durante el saludo efectuado en las escalinatas del templo. Puede que el sacerdote hubiera oído que Alejandro era el nuevo faraón y que lo saludara como «hijo de Amún», uno de los cinco títulos reales egipcios, que Calístenes entonces tradujo como «hijo de Zeus» para su público griego. O, lo que es más probable, que intentara dirigirse a Alejandro en griego llamándole «mi muchacho» (o paidion), pero que se equivocara y dijera «o paidios» en su lugar, lo cual a los macedonios que estaban escuchando les sonó como las dos palabras «paidios» o «hijo de Zeus». Este desliz lingüístico gozó de un amplio crédito en la antigüedad, y, puesto que los griegos creían que estos afortunados errores que se producían en los momentos solemnes eran augurios favorables, Alejandro lo habría tomado por otro signo del cielo. Las frecuentes visitas de los enviados griegos garantizaban que buena parte del personal del templo pudiera manejar unas pocas palabras en griego, pero no hay razón para suponer que la pronunciación del sumo sacerdote fuera siempre perfecta.
El saludo preciso que le tributó el sacerdote importa mucho menos que lo que Alejandro deseaba que se creyera al respecto; de acuerdo con su propio historiador, era el hijo engendrado por Zeus como resultado de su visita, y es muy discutible el modo en que surgió esta creencia y la causa que la motivó. A primera vista, el reino de Egipto parece prometer una explicación; en el Alto Egipto, el faraón siempre había sido adorado como «hijo de Amún», y cada vez que cambiaba la dinastía de los faraones, ya fuera por el usurpador Tutmosis III, los saítas nativos o los invasores persas, la nueva línea se acomodaba al pasado mediante el mito de la paternidad divina. Psamético I, más de trescientos años antes de Alejandro, empezó una nueva dinastía, pero, en lugar de poner el énfasis en su madre terrestre, quizá debido a que era libia, divulgó su relación filial con Amún, «que me engendró por sí mismo, para complacer a su corazón», puesto que Amún era un padre que podía compartir con los anteriores faraones nativos. Como Psamético, Alejandro fue el fundador de una dinastía nueva y extranjera; su relación filial con Amún debió de ser enfatizada por los sacerdotes para adaptarse a las antiguas tradiciones, y puede que la gente de Alejandro la recogiera, traduciendo Amún por Zeus, como había sido siempre la costumbre griega. Por tanto, la relación filial de Alejandro habría sido conocida antes de partir hacia Siwa; cuando regresó a Menfis, salieron a su encuentro enviados de los oráculos griegos de Asia con mensajes para confirmar a su divino padre, y si el «hijo de Zeus» no era otra cosa que el faraón explicado en términos griegos, los enviados pudieron haber sido advertidos de ello antes de que Alejandro dejara Alejandría para viajar al desierto.
Esta influencia egipcia puede muy bien ser una parte de la verdad, pero no es necesariamente toda la verdad. La veneración de carácter duradero que Alejandro tributó a Zeus Amón sugiere que, en efecto, alguna especie de revelación tuvo lugar en Siwa, y no hay margen para ello si su relación filial sólo era la traducción griega de un título del faraón; probablemente ya era faraón en la época en que llegó a Siwa, y tanto si fue coronado oficialmente en Menfis como si no, Alejandro estaría ya familiarizado con sus nuevos títulos reales: es posible que no los entendiera del todo, pero ciertamente los escuchó, quizá de boca de los sacerdotes egipcios nativos que había en su corte, o de los griegos que habían vivido durante mucho tiempo cerca del emplazamiento de su nueva Alejandría. Es verdad que una reina de los Ptolomeos fue honrada posteriormente como «hija de Amón», simplemente como una mera cortesía para ajustar su vinculación oficial con el Amún de los faraones a través de su marido; puede que el emperador romano Vespasiano fuera agasajado como «hijo de Amón» cuando entró en Egipto como faraón. Pero estos leves paralelismos con los futuros gobernantes occidentales pertenecen a un período posterior, cuando Egipto había sido helenizado y Alejandro había hecho famoso el parentesco con Amón. Sólo en una estatua griega póstuma Alejandro es mostrado incluso con la corona y los símbolos de un faraón; no se sabe que ninguno de sus amigos o historiadores aludiera a su realeza en Egipto en ningún otro momento, y dicha realeza no influyó en su vida, no más de lo que influyó más tarde cuando, al convertirse en rey de Persia, no demostró ningún conocimiento ni preocupación por las doctrinas igualmente sagradas del dios Ahura Mazda. Y, sin embargo, Siwa y su parentesco con Zeus seguirían siendo temas vigentes hasta el último año de su reinado, cuando Egipto ya había sido olvidado; es posible buscar un origen más profundo, y este origen se encuentra, además, cerca de casa.
También entre los griegos, haber «surgido de Zeus» era una reivindicación inteligible y no demasiado contundente. Por ejemplo, se creía que el primer macedonio había sido hijo de Zeus; «vástago de Zeus» es una descripción que se aplica frecuentemente a los reyes épicos de Homero, y, en los tiempos de Alejandro, la realeza extranjera de Chipre sostenía que Zeus estaba a la cabeza de su árbol familiar, mientras que los reyes de Esparta podían ser descritos como la semilla de Zeus. La expresión «descendiente de un dios» también podía ser utilizada en sentido figurado: el poeta y filósofo Platón fue alabado como «hijo de Apolo» por su pupilo más inteligente, pero esto podía significar simplemente que también Platón tenía un dominio divino de las artes. No obstante, el hecho de que Alejandro descendiera de Zeus fue descrito por los griegos con la palabra genesis, y lo más lógico es que esto significaría fundamentalmente que era el hijo engendrado por Zeus, no un descendiente lejano.
Sorprendentemente, también había un precedente griego para esta reivindicación. En los poemas de Homero, varios reyes y héroes tenían a un dios como padre reconocido, y este carácter aún más azul de la sangre entre tanta sangre azul era un elemento que otorgaba un prestigio especial a su reputación, mientras que en la Sicilia griega, unos diez años antes de que naciera Alejandro, esta fantasía heroica llegó a su máxima expresión. Dionisio II, gobernador de Siracusa, sostenía que había sido engendrado por Apolo, y compuso una inscripción en verso para su estatua a fin de resaltar este hecho de manera pública e inequívoca. Por tanto, aun sin la influencia de Egipto, la reivindicación de haber sido engendrado por un dios podía ser compartida y entendida por los griegos, y es justo que nos preguntemos si Alejandro esbozó su nueva relación filial a partir de su propio trasfondo griego o bien a partir de un título faraónico que apenas entendía.
Una vinculación más íntima con Zeus no era, en modo alguno, algo extraordinario para él. Su padre Filipo había sido reconocido como alguien especialmente protegido por Zeus, y en las monedas los rasgos de un Filipo con barba habían mostrado una clara semejanza con el rey de los dioses. Los reyes macedonios contaban a Zeus entre sus antepasados, y puede que llevaran la simbólica aegis o capa de piel de cabra como prenda habitual, del mismo modo que Alejandro fue representado con dicha capa en las estatuas que le erigieron póstumamente en Egipto, y que su amigo Ptolomeo fue representado llevándola en los retratos de las monedas mientras fue faraón. En los sacrificios y dedicatorias, Alejandro honró repetidamente a Zeus, que seguía siendo el dios más importante de su vida: cuando, en sus últimos meses de existencia, recibió a enviados de los templos griegos de todo el Mediterráneo y los admitió en su presencia en función de su importancia, los representantes de Zeus Olímpico fueron los primeros y los de Amón, en Siwa, los segundos, pues Alejandro todavía consideraba a Amón como el propio Zeus griego en su forma libia. No es cierto que después de Siwa Alejandro pensara que era hijo de un dios libio extranjero, al que llegaría a honrar por encima de todos los dioses griegos de su infancia hasta el día de su muerte; en Siwa, más bien, un oráculo libio que hablaba por boca del Zeus griego apoyó la creencia de que era el hijo del dios griego Zeus. Alejandro estaba familiarizado con Zeus, si no con Amón, mucho antes de haber viajado a Siwa, y es posible, por tanto, que el oráculo de Amón sólo hubiera confirmado una creencia que durante mucho tiempo había crecido en él. Un desliz afortunado de la lengua del sacerdote, refiriéndose a su papel místico como nuevo faraón, pudo haber trasformado la suposición en convicción a partir de Siwa para el resto de su vida.
Hay una prueba nada despreciable que apoya esta tesis. Durante los primeros años de vida de Alejandro, un griego culto dejó constancia de que, en el momento de la concepción, la matriz de Olimpia fue sellada con la marca de un león, lo que atestiguaba que su hijo sería como un león; otros dicen que su vientre fue sacudido por un rayo, emblema de Zeus, y puede que estas anécdotas fueran conocidas por el propio Alejandro. En una carta, que sin embargo puede ser una falsificación, se dice que le aseguró a Olimpia que le revelaría las «profecías sagradas» del oráculo de Siwa cuando regresara, pero, puesto que a quien hizo esta promesa fue a su madre, sugiere que Alejandro formuló una pregunta relacionada con su parentesco y que esta cuestión ya había sido discutida en privado por ambos. Además, parece ser que la propia Olimpia sostenía sus propios puntos de vista sobre el tema.
«La fama de Alejandro —alegan algunas anécdotas posteriores que contó su historiador Calístenes— depende de mí y de mi historia, no de las mentiras que Olimpia difundió sobre su parentesco». Las mentiras, entonces, gozaron de un amplio crédito entre la posteridad, y se dice que, cuando partió hacia Asia, su madre le contó a Alejandro «el secreto de su nacimiento» y le «ordenó que actuara de manera digna e él», una historia dudosa que no fue apoyada por uno de los más brillantes estudiosos de la generación posterior a la muerte de Alejandro, un hombre que además era conocido por su escepticismo en lo tocante a todas las informaciones relacionadas con la divinidad de Alejandro: evidentemente, estaba dispuesto a creer que Olimpia tenía sus propias opiniones sobre el parentesco de Alejandro, aunque él creía que eran equivocadas. Respecto a estos rumores privados, los matices de un chiste ateniense pueden de nuevo ser relevantes. Cuando Alejandro ascendió al trono, el orador Demóstenes le quitó importancia tratándolo de mero Margites; pero Margites no sólo era conocido como un bufón homérico: sexualmente era un bobo que no sabía nada de las cosas de la vida ni conocía la identidad de su madre ni de su padre. El chiste perduró a lo largo de la historia, quizá porque resulta doblemente apropiado: mientras ridiculizaba a Alejandro como el nuevo Aquiles, también puede que se burlara de un rumor habitual relacionado con el hecho de que su padre no había sido Filipo, sino algún dios disfrazado, quizás incluso el propio Zeus. Alejandro, un simple Margites, no sabía quiénes eran sus padres; Demóstenes había visitado Pela durante la juventud de Alejandro, por lo que fue un testigo griego excepcional sobre las habladurías que circularon acerca de los primeros años de vida de Alejandro.
Tal vez esto resulte demasiado ingenioso para ser decisivo, pero hay vínculos con el siciliano Dionisio que sugieren que el trasfondo puede ser verdad. El padre de Dionisio había tenido dos hijos de sus dos esposas: una de ellas era una siciliana de su Siracusa natal, la otra una extranjera del sur de Italia, y se creía de manera generalizada que ambos hijos habían sido concebidos durante la misma noche y que él había contraído matrimonio con las dos esposas el mismo día. Ahora era Dionisio, hijo de la extranjera, el que sucedía a su padre pese a ser el más joven de los dos; sus derechos de sucesión no dejaban de ser objeto de discusión, por lo que reivindicar abiertamente que había sido engendrado por un dios lo ayudaría a obtener la necesaria preeminencia. Puede que por esta razón Dionisio se describiera a sí mismo públicamente como «surgido del acto sexual de Febo Apolo»; dado que además era un poeta con más pretensiones que capacidad, Apolo pudo haberlo atraído especialmente como dios de los artistas. Veinte años más tarde, las circunstancias de Olimpia eran perceptiblemente similares. Aunque era madre de un hijo prometedor, había sido destituida de la corte en favor de una noble esposa macedonia y había visto amenazada la sucesión para su hijo. Al igual que la madre de Dionisio, Olimpia era una extranjera; también era una reina de ascendencia heroica por derecho propio. Disgustada con el nuevo matrimonio o deseosa de afirmar su superioridad sobre las muchas otras mujeres de Filipo, pudo muy bien haber propagado la historia de que su hijo era especial porque no le debía nada a Filipo y era hijo del dios griego Zeus. El conocimiento del sexo en el mundo antiguo no era lo bastante amplio como para refutarla, pues el papel de la mujer en la concepción era entonces tan desconocido como lo siguió siendo hasta el siglo XIX. Si en Tesalia eran capaces de creer que las yeguas podían concebir a través del impetuoso viento del oeste, no había ninguna razón por la que la reina de Macedonia no pudiera haber sido visitada por Zeus con un disfraz equivalente. Todo el mundo estaba de acuerdo en que los reyes y héroes del mito y la épica de Homero eran hijos de Zeus: una esposa espartana del siglo VI afirmó haber sido objeto de una «concepción divina», e incluso se la atribuyeron al filósofo Platón, una leyenda que Aristandro, el adivino de Alejandro, promocionó en su libro. Alejandro, como muchos, pudo haber llegado a creer de sí mismo lo que empezó a leer sobre otros.
La creencia era de corte homérico y estaba enteramente en consonancia con la emulación de Aquiles, que era el motivo principal de Alejandro; si esta creencia era algo latente cuando entró en Egipto, las tradiciones relativas a la filiación divina del faraón y los procedimientos seguidos en el oráculo de Siwa pudieron haberse combinado para confirmárselo y provocar su difusión en el mundo griego a través de Calístenes. Quizá por un afortunado desliz de la lengua, quizá por una observación que se le hizo privadamente en el interior del santuario oracular, y que fue tan concluyente como el saludo en las escalinatas, el sacerdote de Amón confirmó lo que Alejandro seguramente había sospechado durante mucho tiempo por influencia de su madre, y la casualidad que, según parece, auspició la confirmación de Amón no tenía por qué desacreditar la propia sinceridad de Alejandro. Su favor hacia Amón fue duradero, como lo fue su nueva relación filial; cuando los macedonios se amotinaron al final de la marcha, se contó que lo habían ridiculizado y que le habían dicho «ve y lucha tú solo con ayuda de tu padre», refiriéndose a Zeus, no a Filipo. Los insultos de los amotinados rara vez son referidos con exactitud, y puesto que no hay ningún testigo que pueda describir el motín, se han conservado versiones alternativas de los insultos. Ahora bien, con independencia de esto, se sabe que la relación filial con Zeus Amón permaneció como un tópico en la corte, de manera que los hombres descontentos tenían donde escoger el insulto que sabían más hiriente; parece ser que Alejandro llevaba a su padre divino en el corazón, y los soldados lo sabían. Sin embargo, fue a raíz de los acontecimientos que tuvieron lugar en Siwa, no de los títulos del faraón, cuando la relación filial fue confirmada por primera vez.
Podría pensarse que este favor hacia Zeus disminuyó su respeto hacia Filipo, con más razón si Alejandro había estado vinculado de alguna forma a los planes para asesinar a su padre; también a los psicólogos les gustaría ver en el amor de Alejandro por Hefestión la búsqueda de una figura paterna, posteriormente encontrada en Zeus. «Te reconoces de Amón —se le hizo decir a uno de los oficiales de Alejandro, borracho y ultrajado, en una biografía escrita cuatrocientos años más tarde— y has renegado de reivindicar a Filipo», pero todavía no hay ninguna prueba de que esta queja llegara a justificarse. Cuatro siglos más tarde, podía citarse una carta que supuestamente había escrito Alejandro a los atenienses para tratar sobre el tema más polémico de la política ateniense del momento, en la que se dice que Alejandro se refirió a Filipo como «aquel al que llamaban su padre». Entre tanta correspondencia ficticia atribuida a Alejandro, esta carta no puede considerarse digna de confianza, sobre todo por tratarse de un tema tan emotivo, y hay poderosas razones para rechazarla como propaganda ateniense elaborada con posterioridad. Es más revelador que, después de la muerte de Alejandro, sus sucesores persuadieran rápidamente al ejército de que uno de sus últimos planes habría sido construir una pirámide gigantesca en Macedonia en honor de Filipo. Estos planes quizá fueron falsificados por los oficiales para garantizar su rechazo, pero todavía tenían que parecerles verosímiles a los soldados; el plan relativo a la pirámide es una prueba de que las dos caras de la visión que Alejandro tenía de su padre gozaban de amplia credibilidad entre muchos hombres corrientes al final de su vida. Podía creerse que honraba a Filipo con generosidad, pues no había ninguna prueba de que hubiera renegado de él. Pero también podía desear honrarlo a la manera egipcia, con una pirámide «tan grande como la del faraón Keops»; en Egipto, por tanto, la gente eran, conscientes, de que Alejandro, el faraón, había encontrado un padre más verdadero que podía influir incluso en los honores rendidos a Filipo. El plan para la construcción de la pirámide prueba lo que los soldados creían de Alejandro, no lo que Alejandro creía de sí mismo. Pero Alejandro pronto iría más allá de los logros de Filipo y, cuanto más lejos fuera, más debería reclamar para él la protección especial de Zeus Amón.
Mientras tanto, la leyenda creció con rapidez en torno a este tema, llegando incluso a decirse que Zeus Amón había visitado a Olimpia para engendrar a su hijo; algunos decían que lo había hecho disfrazado como el último faraón de Egipto, otros como su serpiente de compañía, e incluso estas absurdidades llegaron a convertirse en un tema importante para el futuro. En Roma, por ejemplo, cien años después, los contemporáneos dijeron que Escipión, el conquistador de Cartago, había sido concebido por medio de una serpiente porque se pensaba que su gloria rivalizaba con la de Alejandro, mientras que circularon rumores similares en relación con Aristómenes, un héroe de la libertad frente a Esparta en la Grecia meridional, y también en relación con el futuro emperador Augusto tras ser adoptado por Julio César, un rival pasajero, a su vez, de Alejandro. No sería la última vez que un mito sobre la realeza de Alejandro perduraría durante más de tres siglos como un estímulo y un modelo para los hombres ambiciosos, pero el propio mito volvía la mirada hacia el mundo homérico.
Semejante habilidad para inspirar este tipo de temas de carácter personal y de ratificarlos para el futuro a través de sus propios logros es lo que proporciona a Alejandro su impresionante atractivo. La visita a Siwa no fue calculada en relación con el resultado a que dio lugar; fue hermética y caprichosa, pero su conclusión constituye quizás el rasgo más importante en la búsqueda de su personalidad. «Zeus —se creyó posteriormente que había dicho Alejandro— es el padre común de los hombres, pero hace suyos a los mejores de una manera particular»; como muchos emperadores romanos después de él, Alejandro llegaría a creer que estaba protegido por un dios como si fuera su propio «compañero» divino, no como un amigo de dios, a la manera de los paganos destacados de la antigüedad romana tardía, ni como un esclavo de dios, en la frase más lúgubre de los cristianos que los reemplazaron, sino como un hijo de dios, una creencia que se ajustaba de manera convincente a su propia actitud homérica, en cuya obra favorita, la Ilíada, los hijos de Zeus todavía luchaban y morían bajo la mirada celestial de su padre.
Alejandro no pretendía que la verdad sobre su visita a Siwa fuera conocida por todos, y por esta razón es imposible estar seguros exactamente de cómo se confirmó la visión que difundió de sí mismo. Sólo el resultado es seguro, y puesto que dejó el oráculo poniendo rumbo a Menfis por un camino de caravanas distinto a través del desierto, sería un error explicar su consulta como decepción o calculada arrogancia. Es demasiado fácil racionalizar una época que expresa sus necesidades humanas de maneras distintas a la nuestra, y, en cuanto a la arrogancia, extendida por los romanos y ampliada desde entonces, es un cargo que también puede refutarse. La historia de Zeus Amón y Alejandro habría de tener una larga duración, y sólo finalizaría mediante el uso de la fuerza.
Casi novecientos años después, en 529 d. C., los habitantes nativos de un pequeño oasis cerca de Siwa todavía adoraban a Alejandro y a Zeus Amón, pese a que el cristianismo ya se había convertido en la religión reconocida del Imperio durante los últimos doscientos años. El emperador romano Justiniano consideró adecuado intervenir y prohibir esta mala práctica, poniendo fin, al parecer, a la historia de la jactancia de un joven imprudente. Sin embargo, el mismo mito había conducido a los macedonios a la India y a las fronteras orientales del mundo, y ahí permanecía firmemente instalado, donde por primera vez se hizo público, como un foco de lealtad para los siglos sucesivos en un mundo que cambiaba con rapidez. Cuando millones de personas, ahora como entonces, todavía depositan su fe en un ulterior hijo de dios, no corresponde al historiador explicar la creencia que ayudó a Alejandro a seguir adelante. Más bien resulta saludable recordar que la reivindicación de haber sido el hijo engendrado de un dios ya se había formulado antes, que fue secundada por los Compañeros y que finalizó, al parecer, en los abucheos de unos amotinados embargados por la ira.