12. ISOS

En Miriandro, al dar la vuelta hacia la posición de Darío, el primer paso que dio Alejandro fue arengar a las tropas. Por lo visto dedicó comentarios diferentes a cada unidad e informó a los hombres de que los dioses estaban de su lado: «También recordó sus anteriores éxitos como equipo e hizo alusión a todas las hazañas individuales de carácter valeroso que habían sido particularmente brillantes o llamativas, identificando en cada caso al hombre por su nombre y mencionando la hazaña que había llevado a cabo. Sin hacer ningún tipo de alarde u ostentación, describió su propia y esforzada actuación en las batallas». También se decía que añadió un estímulo de carácter histórico, recordando a los hombres la larga y segura marcha de Jenofonte a través del Imperio persa setenta años atrás; como respuesta, dijeron los historiadores macedonios exagerando posiblemente lo sucedido, «los hombres se agolparon en torno suyo y estrecharon las manos de su rey, pidiéndole que los condujera hacia allí de inmediato». En aquella tarde invernal, Alejandro ordenó que primero cenaran mientras el contingente de avanzada regresaba para proteger las Puertas Sirias por las que habían pasado la noche anterior.

Al caer la noche, el resto del ejército dio la vuelta y fue derecho a la frontera entre Siria y Cilicia, que, como estaba previsto, alcanzaron a medianoche. Se organizaron guardias para vigilar el campamento, desde el que se veía la orilla del mar Mediterráneo abajo, a la izquierda, y los soldados pudieron disfrutar de un descanso frío pero merecido en la ladera que circundaba las Puertas. Contaban que, a la luz de las antorchas, Alejandro llevó a cabo ciertos sacrificios; sólo en una narración posterior, de la que únicamente se han conservado unas pocas y breves frases escritas sobre papiro, se especifica en qué consistieron estos sacrificios: «Con gran inquietud, Alejandro recurrió a las plegarias, invocando a Tetis, a Nereo y las Nereidas, las ninfas del mar, y conjurando a Posidón, el dios del mar, en cuyo honor ordenó que se lanzara una cuadriga al oleaje; también hizo sacrificios a la Noche». Este retazo de información no puede contrastarse, pero era de lo más apropiado que el nuevo Aquiles dirigiera plegarias a la madre de su héroe, Tetis, la de los argénteos pies, en su cueva bajo las olas; también la diosa había consolado al Aquiles de Homero en momentos similares de crisis.

El primero de noviembre de 333, o alrededor de esa fecha, cuando a las cinco y media de la mañana rompió el alba, la trompeta anunció el comienzo de la marcha más importante. En columnas, las tropas bajaron a paso ligero el camino del angosto paso rocoso que atraviesa la Columna de Jonás; el mar quedaba a su izquierda y los montes se alzaban a su derecha. A unos seis kilómetros y medio de la posición en la que se encontraba Darío, según habían informado, el terreno se ensanchaba ligeramente, y la infantería encontró espacio suficiente para abrirse en abanico, en formación de batalla, mientras la caballería trotaba detrás en la formación tradicional. Allí, desde la orilla del mar, las montañas empezaban a perderse de vista, pues se curvaban hacia el interior y daban paso a una sinuosa llanura que se extendía entre sus laderas y la playa. Alejandro desplegó la infantería de un modo todavía más amplio, disponiéndola en el clásico orden de batalla: los Portadores de Escudo a la derecha, protegiendo el flanco vulnerable de la infantería, los Compañeros de a Pie en el centro y los mercenarios extranjeros lindando con el ala izquierda. Puesto que la escarpada vertiente de la montaña cedía y la llanura se extendía todavía más lejos, Alejandro hizo correr la voz entre las formaciones de que se ensancharan de nuevo, disminuyendo su profundidad de dieciséis hombres a meramente ocho —si bien esta disminución fue exagerada por los panegiristas—, mientras que la caballería subió desde la retaguardia, situándose las brigadas aliadas a la izquierda, y los Compañeros, los tesalios y los Lanceros a la derecha. La línea se extendía ahora desde las faldas de la montaña hasta la orilla del mar, con Alejandro al mando del ala derecha y Parmenión comandando la izquierda, a la espera de que la batalla tuviera lugar en un frente ventajosamente estrecho. Hacia el mediodía, el ejército de Darío se haría plenamente visible.

En este punto interviene la geografía. Como en el Gránico, el ejército persa adoptó una posición defensiva detrás de un río, al sur de la ciudad de Isos; sin embargo, en esta ocasión el río no ha sido plenamente identificado pese a que la cuestión ha suscitado una inmensa y laboriosa actividad, que tuvo su punto culminante en las seiscientas noventa páginas, que no se han publicado, escritas por un comandante francés que se basó en una falsa premisa. Hay tres ríos principales y cinco riachuelos en juego, y este ámbito de elección resulta de lo más incómodo para quienes afirman haber encontrado la solución. Con todo, antes de analizar el terreno, debe tomarse una decisión más importante: se han conservado partes de la narración de la batalla que escribió Calístenes, pero ¿podemos fiarnos de los detalles que nos proporciona el propio historiador de Alejandro?

Ya en la antigüedad, se criticó la descripción que Calístenes hizo de la batalla, y, aunque las críticas carecen de lógica, proporcionan la única pista sobre lo que él escribió: Calístenes especifica tres de las mediciones y describe las orillas del río donde tuvo lugar la batalla como «escarpadas y difíciles de cruzar». Los numerosos expertos que han situado la batalla en el río que se encuentra lo más al norte posible, el Deli Chai, desdeñan las indicaciones que Calístenes proporciona. Ninguno de los pretextos que aducen es lo bastante convincente. Es posible, como observan, que Calístenes exagerara el aspecto agreste de las riberas para glorificar la victoria de su rey, y que dos de sus mediciones, que se dan en números redondos, sean sólo estimaciones; esto no implica que, en conjunto, no sean verdaderas, y la tercera medida que proporciona, la más importante para lo que sigue, no puede eludirse con tanta facilidad. El lugar de la batalla, afirmó Calístenes, medía catorce estadios de anchura, y, aunque la longitud exacta de un estadio puede discutirse en dos decimales, esta cantidad equivale a algo menos de dos kilómetros y medio. Sin duda un adulador habría ampliado, más que reducido, el campo de batalla, pues los desfiladeros constituían el único golpe de suerte imprevista a favor de Alejandro; un observador no habría dado con tanta seguridad una cifra de catorce estadios si sólo hubiera hecho conjeturas midiendo a simple vista desde una colina situada tras las líneas. Puesto que Alejandro pagaba a agrimensores griegos profesionales para medir a pasos distancias precisas de cualquier longitud en Asia, es muy posible que su cortesano compañero Calístenes utilizara las mediciones en su historia y que, de este modo, llegase a la cifra de catorce. Aun en el caso de que no fuera así, es un mal método rechazar la única prueba precisa de un testigo ocular con tal de salvar las teorías de los generales alemanes, que racionalizaron la batalla y minimizaron lo emocionante y azaroso de su desarrollo situándola demasiado al norte.

Aceptar lo que dice Calístenes significa despedirse de las riberas más anchas del Deli y apostar por el río Payas situado más al sur. Alejandro y Darío debieron de luchar en un frente muy estrecho, más angosto incluso de lo que creen la mayoría de los críticos, y puesto que los macedonios sólo estaban colocados en columnas de ocho en fondo, probablemente sus cifras reales eran menores, y se situaban más cerca de los veinticinco mil hombres que de los treinta y cinco mil. El día del enfrentamiento, la marcha que llevaron a cabo desde el campamento hasta el lugar de la batalla habría sido así más corta, pero habrían tenido que hacer frente a un río más desigual y escarpado que el Deli, que estaba más al norte. En cuanto a Darío, sus tácticas también deben revisarse, pese a que los historiadores de Alejandro las ignoraran en sus escritos. Dos días antes de la batalla, al atardecer, Darío apareció por las montañas al noreste de Isos, en la retaguardia de Alejandro, sin duda esperando, dado que Alejandro desconocía su posición, poder moverse hacia el oeste a través de Cilicia y encontrar a su enemigo todavía entretenido o dividido en la costa sur de la actual Turquía, quizás en las cercanías de Tarso. Tan pronto como los nativos lo sorprendieron con las noticias de que Alejandro ya había pasado al sur el día antes con rumbo a Siria, Darío debió de bendecir su suerte y, sin perder tiempo, seguramente empezó a seguirlo: las amplias llanuras de Asiria eran su objetivo; su propósito, un ataque total desde la retaguardia. Es muy probable que la mañana del día de la batalla el ejército de Darío se encontrase tan al sur de Isos como del estrecho río Payas, esperando derrotar a Alejandro en terrero abierto al día siguiente; Darío seguramente no había contado con el giro de su enemigo y, por tanto, la repentina reaparición de Alejandro, volviendo audazmente sobre sus pasos desde Miriandro, debió de significan para el Gran Rey una conmoción mucho mayor de lo que habitualmente se admite. Si Isos fue una batalla que sobre el papel Alejandro debería haber perdido, también fue una contienda que se libró más temprano de lo que Darío había esperado. Cuando oyó las inesperadas noticias acerca del giro que habían realizado los macedonios, el Gran Rey prefirió quedarse instalado en las orillas del Payas en vez de retirarse hacia el norte, a un lugar ligeramente más amplio de la llanura cercana a la ciudad de Isos. Su ejército podría abrirse en abanico cuando acampara, mientras que una avanzadilla defendería el río hasta que él estuviera preparado. Prudentemente, Darío ordenó que se levantara una empalizada en diversos puntos llanos de las orillas del río con el fin de dificultar una carga enemiga. «Fue en este momento —escribió un historiador macedonio— cuando quienes estaban al lado de Alejandro se dieron perfecta cuenta de que Darío era esclavo de su forma de pensar». Atrapado en un paso de Cilicia en el que sus efectivos, mayores que los de Alejandro pero no tan incontrovertiblemente grandes como su enemigo pretendió, no servían para nada, puede perdonársele al Gran Rey que organizara una defensa suplementaria.

Las características del campo de batalla, con independencia de dónde estuviera situado, están fuera de discusión. Recorriendo hacia el norte unos dieciséis kilómetros desde el campamento que habían levantado la noche anterior, Alejandro bajó a través de una región montañosa a la pequeña llanura que separa la costa mediterránea de los montes Amánides, en el interior. Los persas y los macedonios estaban ahora separados por un río que corría directamente a través del camino por donde avanzaba Alejandro, un río que fluía desde las faldas de los montes hasta el mar y que formaba un terraplén natural que favorecía la defensa de Darío. La estrechez de la llanura, sin embargo, constituía una enorme ventaja para Alejandro, pues un frente de catorce estadios detendría a Darío sin permitirle hacer ningún uso de su superioridad numérica. Sin embargo, aunque se encontraba apretujado, en esta ocasión el Gran Rey lo planificó todo de un modo competente. Tenía que sacar provecho de los dos límites naturales del campo de batalla: a la derecha de Alejandro, las laderas combadas de la cadena montañosa; a la izquierda, la playa llana del Mediterráneo. En aquel lugar podía distribuir al contingente de sus hombres del modo más efectivo con la esperanza de caer sobre los flancos del enemigo y rodearlo. Mientras, la barrera natural del río que se interponía dificultaría el avance de la infantería macedonia.

Antes de que el propio Alejandro tuviera tiempo de pensar en esta idea, Darío envió tropas a las montañas para que rodearan, sin ser vistas, el flanco derecho de Alejandro por detrás, y descendieran para atacarlo desde la retaguardia. Esta táctica podría haber sido decisiva si Alejandro no hubiese ordenado a los agrianos y los arqueros que se rezagaran y los detuvieran. Al inmovilizar a las tropas de Darío en las estribaciones, pronto lo forzaron a retirarse. Si la estratagema en el ala derecha fracasó, la de la izquierda parecía más prometedora. Sorprendentemente, Alejandro había colocado poca caballería en el ala izquierda, donde el río se nivelaba para desembocar en el mar, aunque la orilla no era el único punto obvio donde podía producirse una carga enemiga. Dándose cuenta de esta debilidad, Darío concentró a sus jinetes para aprovecharla; de nuevo, Alejandro se dio cuenta a tiempo de su error y trasladó a escondidas a sus jinetes tesalios tras las líneas, a fin de fortalecer las defensas. Como su traslado debilitaba el ala derecha, donde el frente más amplio de los persas ensanchaba la línea de Alejandro, dos unidades de la caballería de los compañeros fueron desplazadas a la derecha, también en secreto, tras las líneas, y los agrianos y los arqueros regresaron para unirse a ellos ahora que su trabajo en las estribaciones había terminado. Lo que resulta más interesante es que estas adiciones bastaron para dar a Alejandro un frente de batalla más amplio que el de su enemigo, a pesar de que las cifras que se atribuyeron a Darío eran mayores. Sin embargo, ambos ejércitos estaban constreñidos por el mar y las montañas, y Darío, en particular, mantuvo a gran parte de la infantería en reserva.

Tras estos movimientos furtivos en el tablero del ajedrez militar, Alejandro tenía que evaluar su nueva posición. Debió de agradecer que su rápido regreso la noche anterior hubiera atrapado a Darío en el paso estrecho, pero por su parte tenía bastantes preocupaciones. El ala izquierda de Darío todavía podía virar desde la playa, lo que permitiría que los persas los flanquearan y galoparan alrededor de su retaguardia, y sólo podía confiar en que Parmenión previera esta posibilidad. Y había algo más urgente aún, pues el centro y la derecha se enfrentaban a un río con orillas escarpadas y aguas crecidas a causa del reciente temporal. Esta vez Alejandro estaba limitado por las montañas y no podía desplazarse río arriba y repetir la decisiva maniobra que le había funcionado en el Gránico. La caballería podía arreglárselas en el suelo resbaladizo sin perder demasiado ímpetu contra los arqueros y la infantería ligera de los persas, pero los Compañeros de a Pie forzosamente encontrarían el camino más dificultoso. Su formación siempre tendía a resbalar sobre terreno accidentado, y, si el enemigo conseguía cortarle el camino en el interior, las dagas cortas y los pequeños escudos no constituirían una protección suficiente contra su arremetida; el plan más sensato era tener en cuenta esta debilidad y dejar la carga principal a la caballería de Alejandro, que vadearía el río impetuosamente con la intención de dispersar al enemigo en el ala opuesta. Si lo lograban, rodearían y desviarían a los soldados griegos mercenarios situados en el centro de Darío, de modo que dejaran de hostigar a los Compañeros de a Pie de avance dificultoso, a los cuales los mercenarios detestaban por constituir un símbolo de la tiranía macedonia. Todo dependía entonces de los jinetes, y, en este cuerpo del ejército, la moral y el liderazgo son fundamentales. Observarían a su rey para tomar ejemplo: en un sentido literal, la batalla de Isos iba a recaer sobre la personalidad de Alejandro.

Los planes y las modificaciones llevan más tiempo del que a menudo calculan los historiadores, especialmente en el caso de un ejército en el que los mensajes sólo podían pasarse de un ala a la otra de boca en boca, y debió de haber sido hacia la mitad de esa tarde de noviembre cuando Alejandro pudo gritar su exhortación final, recordando a los hombres de cada unidad sus pasadas glorias individuales y llamando a los comandantes por su nombre y título: «De todas partes procedía el grito de respuesta: no más retrasos, carga al enemigo». Al principio, las tropas avanzaron lentamente y su Alalalalai resonó en la llanura ribeteada por las montañas, y entonces, a una señal del rey, la caballería de la derecha espoleó a las monturas y se lanzó hacia el río, con Alejandro a la cabeza y los arqueros persas en mente. Sin embargo, en ambos flancos la caballería de Darío había empezado a moverse, iniciando una carga; los dos lados chocaron y la batalla que siguió es tan oscura para la posteridad como sin duda lo fue para sus participantes, que chapotearon valientemente en medio del agua y el barro; la reconstrucción detallada de una batalla antigua siempre es una cuestión de fe, pero hay cuatro hechos vitales que no pueden ser refutados y, por una vez, es poco probable que la actuación de Alejandro haya sido sobrevalorada por sus historiadores. En efecto, Alejandro iba a jugar un papel de gran importancia.

A la derecha, al pie de los montes, el encuentro de Alejandro con la caballería de Darío fue audaz y estuvo marcado por el éxito. Los arqueros enemigos, la infantería ligera y la caballería pesada cedieron al primer choque; hubo muchos empujones, con lo cual, tirando fuerte de los bocados, los Compañeros consiguieron hacer pasar sus caballos a la izquierda y castigar el centro persa, donde, de acuerdo con una costumbre real, Darío había instalado su carro. El coraje de los Compañeros fue oportuno; en el centro macedonio, la falange había titubeado al borde del río y empezó a ir a la deriva, como si intentara igualar la velocidad de la caballería y del rey; las filas se rompieron, el muro de sarisas se abrió y los mercenarios griegos de Darío se arrojaron al río por las brechas abiertas, «poniendo en entredicho la reputación, ampliamente extendida, que tenía la falange de ser invencible». La lucha fue feroz y las pérdidas de los macedonios habrían sido más graves si los jinetes de Alejandro, dando la vuelta hacia el centro persa, no hubieran cortado el paso a los mercenarios griegos por detrás y los hubieran forzado a volver la vista hacia atrás, a su retaguardia amenazada.

En la orilla del mar, a la izquierda, las brigadas de Parmenión se habían mantenido firmes frente a los honderos orientales y la caballería pesada. Lejos de abrir una brecha junto al mar, los jinetes de Darío se vieron abocados a unirse a su centro mientras los tesalios los rebasaban atropelladamente por el ala izquierda, lo que significaba dar la vuelta y unirse a Alejandro en la persecución. Puesto que era invierno y caía la noche, y puesto que la caballería se abría camino por ambos lados hacia Darío, el Gran Rey se dio cuenta del peligro que corría y decidió virar su carro y huir, dejando que su hermano Oxatres se defendiera heroicamente entre los jinetes macedonios que avanzaban. Al final, Darío iba a ganar este asalto; su hermano Oxatres murió, pero el monarca, bajo la protección de sus parientes reales, pudo hacer traquetear su carro de guerra sobre el accidentado terreno hasta que los riachuelos y los surcos le impidieron el avance y se vio forzado a montar su caballo. El Gran Rey abandonó el escudo y las vestiduras persas en el carro vacío, para que Alejandro los encontrara tras él; mientras Darío sacaba ventaja, la llegada de la noche hizo que los macedonios y los tesalios desistieran de llevar a cabo una persecución más apremiante.

Los historiadores dijeron que en la batalla murieron ciento diez mil persas, mientras que los macedonios totalizaron trescientos dos muertos; el acuerdo generalizado sugiere que estas cifras absurdas procedían de Calístenes, que redactó un informe sobre el triunfo para deleite de su rey. Ptolomeo, que participó en la persecución, rebasó incluso la cifra de Calistenes y afirmó haber cabalgado a través de un barranco sobre los cadáveres de los persas, que lo llenaban. A pesar de las cifras oficiales, no hay duda de que la infantería macedonia, rota y sin protección, debió de sufrir gravemente a manos de sus enemigos griegos, y quizá sea relevante que entre estos fantásticos embustes se registre una cifra de cuatro mil macedonios heridos, la cual posiblemente se acerca más a la verdad. Así pues, la batalla de Isos puso de manifiesto las recurrentes limitaciones de los Compañeros de a Pie cuando se veían forzados a marchar por un terreno lleno de baches; la victoria, como nunca antes había sucedido en las guerras griegas y raras veces después en los tiempos modernos, se ganó únicamente por los méritos de la caballería, inferior en número y seriamente dificultada por la inclinación del terreno, aunque todavía capaz de encontrarse con el ala derecha de los persas, girar a la izquierda y atravesar los flancos del centro. Semejantes jinetes no volverían a verse hasta la doble carga de los cartagineses en Cannas, donde el terrero estaba nivelado y los oponentes romanos no eran tan expertos ni iban tan pesadamente armados como los soldados orientales de Darío. La victoria de Alejandro no puede atribuirse a ninguna superioridad notable del armamento, aunque algunos caballos y jinetes persas, si no todos, llevaban una armadura tan pesada que ralentizó la retirada final. Los persas fueron derrotados porque primero los derribó una carga y porque después fueron empujados hasta que perdieron el equilibrio; la manera en que los macedonios los arrojaron al suelo fue el resultado de ese entrenamiento, ese ímpetu y esa moral alta que hicieron de los Compañeros la mejor caballería de la historia, y de ello su comandante Alejandro debe ser considerado directamente responsable.

Desde el campo de batalla, las fuerzas persas se dispersaron por los cuatro puntos cardinales. Muchos siguieron a Darío hacia el este, al corazón del Imperio, un lugar seguro; muchos se arriesgaron por la ruta norte a través de Cilicia, a los refugios de los montes Tauro; otros fueron al oeste por la costa de Asia Menor, y otros aún, unos cuatro mil soldados de fortuna, se unieron al desertor macedonio Amintas y dieron vueltas por el sur para probar suerte con el premio más suculento de Asia, la satrapía de Egipto. A lo largo de unos treinta y dos kilómetros, quienes iban con Darío fueron perseguidos por Alejandro y sus Compañeros, que esperaban poder atrapar a la presa que convertiría la victoria en un triunfo. Sin embargo, con casi un kilómetro de ventaja a través de un país desconocido, el Gran Rey tuvo tiempo de escapar hacia el este a través de los montes Amánides y, finalmente, Alejandro dio por finalizada la cacería y regresó al campamento al filo de la medianoche. Su fracaso supuso una grave decepción, pero de vuelta al campo de la victoria había suficientes premios para compensar la pérdida de la persona de Darío.

Incluso en el campamento militar, Darío se había rodeado de riquezas y parafernalia, aunque éstas sólo constituían un anticipo de lo que dejó abandonado en su base de Damasco. Los macedonios saquearon cuanto pudieron llevarse consigo, pero reservaron la tienda real para el hombre que ahora se la merecía, por lo que, cuando Alejandro regresó a medianoche, ensangrentado y cubierto de barro, y expresó el deseo de lavarse el sudor en la bañera de Darío, pudieron conducirlo hasta el premio que le correspondía por derecho propio, mientras un Compañero le recordaba que la bañera de Darío se conocería en el futuro como la de Alejandro. En el umbral de la tienda real, Alejandro permaneció de pie, mudo de asombro ante una visión que ningún joven de Pela ni siquiera podía haber imaginado:

Cuando vio los cuencos, las jarras, las tinajas y los cofres, todos de oro, trabajados de la forma más exquisita y colocados en una cámara que desprendía una maravillosa fragancia de incienso y especias, y cuando la atravesó para llegar hasta la tienda, cuyo tamaño y altura no eran menos notables, y cuyas mesas y sofás incluso estaban preparados para la cena, entonces miró largo y tendido a sus Compañeros y comentó: «¡Por lo visto, en esto consiste ser un rey!».

Pero la realeza es algo más que tesoros. Alejandro estaba cansado; quería bañarse y cenar, y cojeaba debido a una herida de daga que había recibido en el muslo y que las habladurías de la corte atribuyeron a una estocada del propio Darío. Sin embargo, se alteró al escuchar el llanto de unas damas procedente de un lugar cercano, y, cuando preguntó qué damas eran las causantes de ese llanto, le dijeron que eran la esposa, la madre y los hijos de Darío que lloraban por el rey, al que creían muerto. Al punto, Alejandro envió a un Compañero, a Leónato, para que las tranquilizara y les comunicara, quizás en persa, que Darío estaba vivo, aunque su capa y las armas hubiesen sido capturadas en su carro. Alejandro les concedería a todas estatuto real y a la reina le permitiría conservar su rango, pues era a Darío, y no a su familia, a quien estaba haciendo la guerra.

A la mañana siguiente, Alejandro mandó llamar a Hefestión y juntos fueron a visitar a las prisioneras reales. Dicen que cuando entraron en su tienda, la reina madre hizo una reverencia a Hefestión porque lo confundió con Alejandro, pues claramente parecía el más regio de los dos. Hefestión retrocedió, y un miembro del séquito corrigió a la reina; ella se apartó, nerviosa por el error cometido. Alejandro, como con Ada, su madre caria, afrontó con sumo tacto la turbación de la dama: «No es ningún error —replicó—, pues él también es un Alejandro». Después saludó a la esposa de Darío y a su hijo de seis años, y confirmó los privilegios de las damas; las obsequió con vestidos y joyas, y les dio permiso para que dieran sepultura a cuantos persas muertos quisieran; vivirían sin ser molestadas en sus propios alojamientos, un honor que se tributaba a su belleza. Una vez más, Alejandro demostró ser capaz de respetar la nobleza femenina; sus cautivas podrían haber sido valiosos rehenes, pero él nunca las utilizó para la negociación política; hasta que no pasaron nueve años, no se casó con la hija de Darío. El respeto de los derechos de las cautivas tenía una larga historia en el antiguo Oriente, y no sería Alejandro el hombre que la traicionara; la reina madre, en especial, llegó a reconocer su caballerosidad.

Como en el Gránico, Alejandro mostraría a su ejército esta cualidad a su inimitable manera:

A pesar de la herida, paseó entre los otros heridos y habló con ellos; juntó a los muertos y los enterró con gran magnificencia, con el ejército al completo ataviado con sus mejores galas de guerra; tuvo palabras de felicitación para todos aquellos a los había visto que se distinguían de manera particular por su bravura, o para aquellos de cuyo valor oyó hablar en los informes: mediante regalos adicionales de dinero, los honró a todos de acuerdo con sus méritos.

Esto sí que es saber liderar a los soldados.

La tienda real y la familia real no fueron la única recompensa de Alejandro. Parmenión fue enviado a Damasco con órdenes de capturar los tesoros; los guardias le entregaron 2600 talentos en monedas y unos 225 kilos de plata sin acuñar, como era la costumbre del Gran Rey. Sólo las monedas equivalían a los ingresos de un año de la Macedonia de Filipo y bastaban para saldar todas las deudas relacionadas con los pagos del ejército y el salario de seis meses; siete mil valiosas bestias de carga transportaron el tesoro hasta el campamento principal. Parmenión informó además de que «trescientos veintinueve músicos de sexo femenino, trescientos seis cocineros diversos, trece maestros pasteleros, setenta catadores y cuarenta expertos en el arte de elaborar esencias» habían sido capturados. Con ellos iban dos premios de carácter más personal. El primero era el valioso cofre en el que Alejandro, tras mucho debate, decidió guardar su copia de la Ilíada; el segundo, la dama persa Barsine, de unos treinta años, con una interesante historia familiar. Barsine se había casado primero con el hermano de Memnón y después con el propio Memnón, por lo que se había visto empujada a llevar un estilo de vida griego. Hija del respetado sátrapa persa Artabazo, que era de sangre real por parte de madre, Barsine se había refugiado en la Pela de Filipo unos veinte años atrás, cuando su padre fue exiliado de Asia Menor. Barsine conoció a Alejandro cuando era un muchacho. «Siguiendo el consejo de Parmenión —escribió Aristóbulo—, Alejandro se unió a esta noble mujer, hermosa y de buenos modales». Era la culminación adecuada de lo que tal vez había sido una amistad de, la infancia, y Alejandro conservó a su primera amante bilingüe durante los siguientes cinco años.

El favoritismo hacia Barsine era comprensible, pero ella sólo fue una más entre varias mujeres de elevada posición y educación diversa. En Damasco, Parmenión capturó a la esposa y a las tres hijas del anterior rey persa, a la esposa y al hijo de Artabazo, a las otras dos sobrinas de Memnón, que eran medio griegas por nacimiento, y al hijo de Memnón. Estas familias bilingües llegarían a ocupar un lugar central en los planes de Alejandro relativos al matrimonio de sus comandantes, pero, por el momento, interesaban por la influencia que podían ejercer sobre las lealtades de sus maridos, entre los cuales se encontraban nada menos que el sobrino de Memnón y el hijo de Artabazo, hermano de Barsine, que compartía el mando de la flota persa en el Egeo.

Esta colección de esposas persas e hijos emparentados fue el primer signo, apenas perceptible, de dónde podría situarse un día el futuro de Alejandro. «En Cilicia —le escribió posteriormente un educado corresponsal griego— los hombres mueren por vuestra realeza y por la libertad de los griegos». No hay que olvidar tampoco que los aduladores todavía podían hacer referencia a la libertad griega, pero el tema de la realeza fue el que empezó a imponerse. A orillas del río Payas, Alejandro dedicó altares a Zeus, Atenea y Heracles; también ordenó fundar la primera de sus muchas ciudades conmemorativas, Alejandría de Isos, en la costa de la actual Alejandreta. El ejemplo de crear nuevas ciudades ya había sido establecido por su padre Filipo, y estas ciudades de Cilicia se organizarían como cecas reales y se les encomendaría acuñar las monedas de plata de Alejandro. Su peso se adecuaría al peso estándar difundido por Atenas, que ya gozaba de favor en la zona. Filipo también lo había usado, pues Macedonia, el Egeo y Asia estaban vinculados para las transacciones comerciales y los pagos al ejército. Poco a poco, el camino emprendido por el rey conducía a un imperio estable, y una campana griega de venganza no bastaría para satisfacer las ansias de un emperador.