«Según los magos de Oriente —escribió Aristóteles, quien no en vano había pasado sus primeros años de vida en Asia Menor—, en el mundo hay dos principios fundamentales: un espíritu bueno y un espíritu malo; el nombre de uno de ellos es Zeus o Ahura Mazda, el del otro, Hades o Ahriman». Cuando el rey Darío se sentó para escuchar el relato de lo que Alejandro había llevado a cabo en los últimos doce meses, apenas puede haber dudas sobre el lado en que debió de situar a su oponente en esta tajante división. Con el aspecto de un león y llevando el tocado de piel de león de su antepasado Heracles, Alejandro era el verdadero símbolo de Ahriman encarnado en león. «Durante tres mil años, dicen los magos, un espíritu gobernará sobre el otro; durante otros tres mil años, lucharán y batallarán hasta que uno derrote al otro y, finalmente, Ahriman desaparezca». Para Darío III, elegido por el gran dios Ahura Mazda, no podía haber devaneos con los poderes de las tinieblas. En nombre del Espíritu Bueno, que «creó la tierra, creó al hombre y creó la paz para los hombres», debía rechazar la avanzadilla formada por las Mentiras, la Doblez y el Mal, y, desde Susa, romper una lanza en favor del desarrollo del mundo del tiempo.
La esperanza, con todo, aún estaba viva y recaía en el leal Memnón, a quien el Gran Rey acababa de ascender al mando supremo. Desde su base en la isla de Cos, Memnón barrería el Egeo con trescientos barcos de guerra de la flota del Imperio, tripulados por marineros procedentes del Levante y por todos los mercenarios griegos que seguían estando contratados después de la rendición en masa que se produjo en el Gránico y de la pérdida de bases de reclutamiento en el Asia griega; era una forma costosa de hacer la guerra, pero la flota podía hacerse a la mar en cualquier lugar en el que se establecieron bases de suministros. Alejandro no tenía barcos para impedirlo. Las comunicaciones a través de los Dardanelos podían cortarse y era posible bloquear la llegada de los refuerzos de Alejandro que venían de los Balcanes; los barcos mercantes podían hundirse o requisarse, y el hecho de interferir en la navegación de la flota que transportaba el grano desde los reinos del Mar Negro hasta Atenas durante la estación de otoño podía ejercer una presión extrema para que ésta se uniese a una rebelión, a pesar de los veinte ciudadanos, miembros del Consejo, que Alejandro mantenía como rehenes. Los sobornos y las negociaciones secretas con Esparta y otros firmes aliados podían conducir a un levantamiento contra Antípatro en Grecia y a un motín entre los macedonios en Asia, que verían amenazada su tierra natal. Alejandro se vería forzado a regresar a los Balcanes y, con este final, Darío no tendría necesidad de reunir un gran ejército ni de desafiar primero a su rival dentro del Imperio; sería mejor que atraerlo hacia el interior de Asia y quemar las cosechas a su paso, cortando a la vez las comunicaciones tras sus líneas. Alejandro había recibido refuerzos y no dependía de los suministros de su retaguardia, ya que vivía de la tierra; no era descabellado pensar que, aun habiendo perdido el Egeo y los Balcanes, él se atreviera a continuar hacia el interior, pero sin duda los soldados se negarían a seguirlo.
En la primavera de 333, Memnón emprendió su nuevo cometido. Empezó con Quíos y las principales ciudades de Lesbos, todas ellas miembros juramentados de la alianza griega de Alejandro; en dichas ciudades derrocó a todos los gobiernos democráticos que databan de los últimos años del reinado de Filipo y los reemplazó con tiranos y guarniciones, esos ominosos indicios para los isleños humildes de que la represión persa, al igual que los acaudalados propietarios que se encontraban en el exilio, iban a volver. Excepto en el caso de Mitilene, en Lesbos, que había recibido tropas de Alejandro, las ciudades de ambas islas renunciaron a sus democracias y obedecieron a regañadientes.
Mientras esperaba la llegada de refuerzos en Gordio, Alejandro escuchó las noticias que probablemente esperaba recibir. Inquieto por las mismas, envió 500 talentos a Antípatro y dio otros 600 al jefe de los exploradores a caballo y a Anfótero, hermano del oréstida Crátero, ordenándoles que reclutaran una nueva flota griega aliada «de acuerdo con los términos de la alianza»; el tributo del nuevo año y los tesoros capturados en Sardes permitieron revocar enseguida la orden de disolución de la flota, pero 600 talentos sólo servirían para financiar la navegación, de una flota del tamaño de la de Memnón durante apenas un par de meses. No se sabe si los dos oficiales elegidos tenían experiencia en asuntos navales, pero el regreso a Grecia con la carga de dinero sería arriesgado si se hacía por mar y lento si se emprendía por tierra. Memnón tenía por delante varios meses sin responsabilidades, mientras que Alejandro sólo podía analizar las perspectivas que le ofrecía la situación. Después de todo, lo que el propio Memnón pretendía no era fácil. Antípatro tenía un ejército y guarniciones; seguían manteniendo a los atenienses como rehenes, y muchos griegos desconfiaban de Esparta y de las promesas de los persas, cuya brutalidad en el pasado no podía olvidarse, lo que probablemente detendría cualquier sublevación general de los griegos, mientras que todo lo demás resultaría más conflictivo que peligroso. Si Alejandro no hubiera creído que podía confiar en algunos de sus aliados griegos para luchar contra Persia, nunca les habría pedido una segunda flota. Además, en el bando enemigo también había problemas económicos. Memnón tenía fondos del rey, pero, tras haberse perdido el tributo de Asia Menor y al no haber ninguna otra zona que pagara con monedas, la pérdida podía limitar el plan persa relativo a una guerra de mercenarios. Memnón ya había recurrido al pillaje y la piratería, aunque ninguna de estas dos actividades iba a granjearle la simpatía de los griegos con algún interés en el comercio marítimo. Podía triunfar a escala local, pero Grecia exigía tácticas más estrictas. Nada más podía hacerse para defender aquellas ciudades salvo esperar inútilmente una segunda flota, por lo que, en junio, dejó Gordio y se preparó para seguir el Camino Real, primero hacia el este y después hacia el sur, en dirección a los pueblos de la costa de Cilicia, para continuar conquistando los puertos persas.
Las posibilidades de Memnón quedarían sin ponerse a prueba, pues en junio, mientras la ciudad de Mitilene sufría un bloqueo, «se sintió enfermo y murió, y esto, en todo caso, perjudicó los asuntos que Darío tenía entre manos». Para Alejandro constituyó un maravilloso golpe de suerte, pues en el otro bando no había ningún otro general griego que tuviera un conocimiento de Macedonia como el que tenía Memnón, que contase con una larga carrera al servicio de los persas, ni que supiera tratar a los griegos mercenarios que estaban bajo su mando. Persia se daría cuenta de ello muy pronto. Las noticias sobre la muerte de Memnón tardaron algún tiempo en llegar a Susa; la lenta y pesada maquinaria del Imperio persa no iba a tomar con facilidad una nueva dirección, pero fue tal la consternación del Gran Rey ante la pérdida de este comandante único que, tan pronto como supo la noticia, a finales de junio o ya en julio, planeó modificar por completo la estrategia de la guerra. Memnón no podría haber deseado un epitafio más elocuente que este cambio, pero, mientras los nuevos planes se hacían efectivos, los acontecimientos que se sucederían hasta finales de julio habían de proporcionarle a Alejandro la oportunidad de mejorar su suerte y, a Persia, menos margen de maniobra para lograr una recuperación rápida de su fisonomía.
No está claro cuándo se enteró Alejandro de la muerte de Memnón, pero esta noticia sólo pudo haberlo reafirmado en la empresa que llevaba a cabo en el interior. Siguiendo el Camino Real, Alejandro se encaminó al este y recibió con los brazos abiertos la rendición simbólica de las tribus perdidas de las montañas, al norte de Ancira, de las cuales los persas nunca se habían preocupado y que Calístenes quizá había identificado mediante citas complacientes y con sus comentarios a los versos homéricos. Paflagonia hizo las paces y se añadió a una satrapía occidental; después, los cincuenta mil soldados siguieron a su rey por la zona limítrofe con el desierto de sal, al otro lado del río Halis, siguiendo el Camino Real, pues esta ruta era la que resultaba más llana para sus carretas de suministros. Capadocia es un área desolada, tan gris y reseca como el pellejo de un elefante muerto, de manera que Alejandro la puso bajo el control de un oriental, probablemente un nativo; los persas habían dividido el norte, pues era un reino indómito, y si bien el centro y el sur de la región lindaban con el Camino Real, Alejandro no perdió el tiempo protegiéndolo. Las montañas seguían siendo más o menos independientes, un refugio para los persas fugitivos, y desde entonces constituirían un foco rebelde en las guerras de los sucesores de Alejandro. Aunque habitadas por muchas tribus, las montañas no eran particularmente importantes.
Unas dos semanas después de cruzar el río Halis, Alejandro alcanzó la frontera sureste de Frigia, donde seguramente dio con el emplazamiento del campamento que utilizaron los soldados de Jenofonte en 401 a. C. A partir de la lectura de las obras de Jenofonte, Alejandro podía calcular que pronto se enfrentaría al desfiladero de las Puertas Cilicias, «intransitable si está ocupado por el enemigo». Existen caminos por encima de las laderas de los montes circundantes del Golek Boghaz que evitan la extrema estrechez del paso, pero Alejandro decidió forzarlo. Tanto si no había hecho ningún reconocimiento, a falta de guías nativos, como si lo tuvo en cuenta, como Jenofonte, Alejandro estaba en condiciones de asustar a quienes lo defendían hasta conseguir su retirada. Para ello tenía motivos justificados; se ordenó a las unidades de arqueros equipados con armamento ligero, a los Portadores de Escudo y a los agrianos que se reunieran al caer la noche; Alejandro en persona los guió y, gracias a un ataque nocturno, puso tan nerviosos a los defensores del paso que su sátrapa se batió en retirada, quemando las cosechas tras él mientras se encaminaba hacia el sur, a la capital en Tarso. Aliviado, Alejandro marchó sin dificultades a través del paso con el resto del ejército.
Al otro lado, Alejandro «examinó la posición, y dicen que se maravilló de su buena suerte: admitió que podría haber sido aplastado por las grandes rocas si alguno de los hombres que defendían el paso las hubiera empujado sobre sus soldados. El camino apenas era lo bastante ancho para permitir el paso a cuatro soldados marchando en columna». Contento con esta entrada en Cilicia, probablemente a finales de junio, Alejandro descendió a la «extensa llanura que había al otro lado, bien abastecida de agua y rebosante de árboles de diversa clase y de vides», como Jenofonte la había encontrado, «y de sésamo, mijo, trigo y cebada en abundancia». Habría lo suficiente para ir alimentando a las hambrientas tropas a medida que el rey y el ejército recorrieran los aproximadamente cien kilómetros que los separaban de Tarso, mientras que Calístenes, por su parte, se dedicaba a identificar los emplazamientos de las viejas ciudades homéricas situadas en los alrededores; en otro tiempo, sin duda para gran alborozo de Alejandro, estas ciudades fueron saqueadas por la espada de Aquiles, el de los pies ligeros.
Con independencia de lo que el propio Alejandro pudiera haber dicho, no fue únicamente su buena estrella lo que le permitió franquear las Puertas Cilicias. Por esta vez, el motivo reside en parte allí donde Alejandro no podía ver: en la corte enemiga del rey persa. A lo largo de los meses de junio y julio, nada de lo que sucedió en el palacio real de Susa tuvo un carácter homérico o estuvo exento de conflictos. Estos meses se habían iniciado con la esperanza de que continuarían llegando buenas noticias por parte de Memnón, de que Alejandro sería atraído al interior de Asia y de que, mientras se arrasara la tierra a su paso, tal como al principio había sugerido Memnón que debía hacerse en el Gránico, se evitaría la confrontación. Es exactamente la política que había seguido el sátrapa de las Puertas Cilicias. A finales de junio, Alejandro entró en Cilicia cuando la estrategia de Memnón todavía seguía en pie, pero, mientras su ejército pasaba sin encontrar oposición a través del desfiladero, la noticia de la muerte de Memnón llegó a Susa, lo que constituyó un duro golpe, de modo que el Gran Rey decidió poner en marcha planes más expeditivos. Por entonces, el desfiladero de las Puertas Cilicias ya se había desaprovechado: Alejandro había sido invitado a pasar por ellas en nombre de una estrategia que ahora iba a ser abandonada.
A finales de junio o principios de julio, al enterarse de la muerte de Memnón, el rey Darío convocó con preocupación una reunión de consejeros nobles. Puesto que Alejandro resistía en la lejana Tarso, por la corte corrió la voz de que las tácticas se estaban revisando. Los amigos honorarios y los parientes reales —algunos de carácter honorífico, otros sin duda descendientes del harén imperial—, los sátrapas y los responsables del personal, los compañeros de mesa, los Vitaxas, los benefactores del rey, los ataviados con la púrpura real, los quiliarcos de los inmortales, los Orosangas y todos los Hazarápatas menores se reunieron inquietos sabiendo que en Susa iba a decidirse su futuro. En la sala donde se reunieron, los asistentes mostraron la obediencia debida a la presencia superior de su rey; se expresaron opiniones y se discutieron cuestiones de estrategia, pero consideraron correcta la convicción de Darío de que, sin Memnón, ya no cabía confiar en que la guerra se desplazara a los Balcanes. Había que hacer un nuevo movimiento contra el propio Alejandro, y lo que se discutía era dónde sería más efectivo realizarlo. El general ateniense Caridemo, que se había unido a los persas tras haber sido enviado al exilio por Alejandro, propuso que él mismo tomaría cien mil hombres, incluyendo treinta mil griegos mercenarios, y que haría frente a Alejandro él solo. Sin embargo, Darío no estaba dispuesto a dividir su ejército y se molestó por las insolentes observaciones que Caridemo había añadido; por tanto, «lo agarró por el cinturón, de acuerdo con la costumbre persa, y lo entregó a los miembros de su séquito para que lo ejecutaran». Puede que la historia fuera dramatizada por un griego patriota, pero el episodio central del desacuerdo probablemente es cierto. La reacción de Darío fue la de insistir en reunir el contingente más amplio posible e ir a la guerra en persona; ningún ateniense renegado lo haría cambiar de parecer. Por consiguiente, los representantes comunicaron la palabra del rey, los escribas tradujeron los detalles al arameo y los mensajeros cabalgaron llevando las cartas selladas; los hiparcas y los eparcas las leyeron, se resignaron a lo peor y dejaron los cuarteles generales de sus distritos. Los Ojos y los Oídos del rey merodearon en busca de los rezagados, mientras las esposas reales y las concubinas imperiales se engalanaron, como era la costumbre, para hacer acto de presencia ante un ejército en movimiento y esperar el paso de sus carros y camellos.
Bajo el asfixiante calor de julio, Darío se desplazó hacia el oeste, a Babilonia, una ciudad sofocante con un palacio bajo que sus antepasados siempre habían intentado evitar cuando el verano alcanzaba su plenitud. El sol y la arena ardían por igual, pero el Gran Rey sabía que tenía que pasar incomodidades; por entonces, ya habrían llegado noticias de que Alejandro había entrado en Cilicia y que, en seis semanas, podía estar amenazando las sólidas murallas de Babilonia. Se disponía de muy poco tiempo para convocar a las tropas de las satrapías superiores del este y el noreste de Hamadán a fin de hacer frente a la situación de emergencia, pero, no obstante, las fuerzas de que se disponía eran suficientes. Los dos principales territorios del Imperio cuyos pastos servían de alimento a los caballos todavía eran accesibles: los campos de Nisea de los medos, con sus famosos sembrados de alfalfa, y las pasturas igualmente productivas de Armenia, que tenían fama de enviar cada año veinte mil caballos como tributo. Los jinetes armados podrían reclutarse entre los colonos del rey y la nobleza local; el único problema era la infantería de apoyo, pues los únicos nativos entrenados, aparte de los honderos y los arqueros, eran la famosa guardia de palacio de los diez mil Inmortales. Los persas necesitaban aliados más fuertes, y la única alternativa que tenían era debilitar la campaña marítima en el Egeo convocando a la mayoría de los griegos mercenarios que estaban en la flota.
En el lecho de muerte, Memnón designó a su sobrino persa y a su ayudante como almirantes temporales; ambos habían luchado con valentía. Finalmente, hacia agosto, estos hombres forzaron la rendición de Mitilene, «instando a sus habitantes a convertirse en aliados de Darío según la paz de Antálcidas establecida con Darío»; se trataba de un acuerdo extraordinariamente sinuoso, ya que esta paz de Antálcidas, convenida hacía cincuenta y tres años con el rey Artajerjes II, no había comprometido a las islas del Egeo, por lo que las gentes de Mitilene no estaban en modo alguno obligadas a Persia. El tratado quizás había sido infringido lo bastante a menudo como para que una nueva generación de isleños lo hubiese olvidado; de ser así, Mitilene fue recompensada por su pobre sentido de la historia con una guarnición, un comandante extranjero, el retorno de los exiliados, la devolución a estos últimos de la mitad de sus propiedades, un tirano y una multa de castigo. La conquista de Lesbos abrió el camino a la flota a los Dardanelos, pero antes de que los dos almirantes pudieran ponerse en marcha, llegaron órdenes de que entregasen a la mayoría de las tropas formadas por mercenarios griegos. De este modo, quizás a mediados de agosto, cerca de doscientos barcos fueron desviados hacia el este, siguiendo los puntos de abastecimiento abiertos en Cos y Halicarnaso hasta Trípoli, en la costa de Siria, donde podrían entregar a los mercenarios a otro sobrino de Memnón. Los barcos fondearían en este lugar y los mercenarios marcharían tierra adentro para encontrarse con Darío, «treinta mil griegos» según la gente de Alejandro, una cifra que debería rebajarse o reducirse incluso a la mitad.
Los almirantes persas se reincorporaron a las fuerzas destacadas en el Egeo para continuar la guerra con apenas tres mil mercenarios y un centenar de navíos de guerra. Sus posibilidades eran ahora mucho más reducidas, pero Darío no había importunado a los almirantes por capricho: el rey necesitaba tener en tierra toda la infantería que pudiera reunir. De la corte, había mandado llamar a los reclutas novatos de las juventudes del ejército persa, unos muchachos que eran alistados en gran número para talar árboles, cazar y luchar como preparación para el servicio en el ejército. En medio de la crisis, se arrojó a estos jóvenes a la vida adulta sin tener en cuenta ni su edad, ni su inexperiencia. Todos los hombres sanos que estaban disponibles fueron reclutados, y, en los territorios que había alrededor de los cuarteles reales de Babilonia, los efectos de esta convocatoria urgente todavía pueden detectarse. Si levantamos el telón del Imperio persa, es posible poner al descubierto los problemas que a nivel local acarreaba un llamamiento a filas y, asimismo, ver cómo era realmente la vida de un soldado imperial.
Cuando los persas conquistaron por primera vez Babilonia, doscientos años atrás, dividieron sus tierras, de una fertilidad espléndida, para adaptarlas a sus propios intereses. Buena parte del territorio se había repartido entre los sirvientes y los soldados con el fin de proporcionarles un medio de subsistencia; los persas tuvieron que hacer frente a la necesidad de disponer de armamento caro y complejo, y, puesto que se trataba de una sociedad rural, carente de dinero o de un sistema monetario, sólo las concesiones de tierra podían financiarlo, por lo que introdujeron un sistema feudal que, como muchas de las aportaciones que después se sofisticaron gracias al lenguaje y los métodos del gobierno persa puede demostrarse que se remonta a sus predecesores imperiales, los medos. De este modo, tanto en las llanuras de Lidia como en las de Mesopotamia, las familias de los soldados extranjeros, procedentes de lugares muy alejados, se asentaron en las concesiones de tierra —cuya extensión, en los pocos casos en los que es conocida, era de unos setenta acres—, y se distribuyeron en demarcaciones de acuerdo con su clase o nacionalidad, ya fueran árabes, judíos, egipcios, sirios o indios; cada una de ellas estaba bajo la supervisión de los oficiales de distrito, que eran también los responsables de recaudar los impuestos anuales que los beneficiarios de las concesiones debían satisfacer al rey. A diferencia de los colonos extranjeros de Lidia y otros lugares, los colonos de Babilonia registraron sus transacciones comerciales en tablillas de arcilla utilizando el desaparecido lenguaje acadio, y, puesto que la arcilla cocida puede perdurar a través de los años, cerca de la ciudad de Nippur se descubrió un tesoro de estas tablillas, que se conservaban intactas. Proporcionan información acerca de las actividades de una perspicaz compañía de comerciantes nativos llamada Murasu, que significa, apropiadamente, «gato salvaje», y de su minucioso testimonio puede extraerse un importante modelo.
Se han identificado tres tipos principales de concesiones de tierras: las tierras de caballos, las tierras de arcos y las tierras de carros de guerra; los mismos nombres ofrecen la oportunidad de ver cómo funcionaba el ejército persa, pues los propietarios de dichas concesiones servían en él como arqueros feudales, como caballería pesada o como aurigas estos últimos provistos de un carro de guerra y un caballo. A todos ellos les correspondía satisfacer los impuestos anuales: «harina para el rey», «un soldado para el rey» e «impuestos para la casa real», que eran pagados en plata al peso, sin acuñar. Las familias no podían vender ninguna parte de su concesión de tierra y, como muchos preferían dejarla yerma en vez de cultivarla, paulatinamente llegaron a acuerdos con los nativos, como la banca Murasu, que estaban preparados para ofrecer un contrato de arrendamiento a su concesión de tierra, hacer frente a los impuestos anuales de lo recaudado y cultivar los campos en su propio beneficio. A diferencia de los colonos, los banqueros recibieron la ayuda de un masivo refuerzo de hombres, plata, bueyes, simientes, derechos de regadío y molinos para bombear agua. Sin embargo, aunque los impuestos y la tierra podían alquilarse a un «gato salvaje», en algunas demarcaciones, si no en todas, a los colonos también les correspondía realizar el servicio militar. El deber del servicio militar era personal, y era la propia familia la que tenía que hacerse cargo de él; no podía arrendarse con la tierra, y, como muestran de un modo tan cuidadoso los registros de los Murasu, el sistema ya presentaba problemas noventa años antes de la llegada de Alejandro. Es poco probable que se hubiese transformado en la época en la que Alejandro realizó la invasión, pues siguió persistiendo bajo los sucesores.
En un documento extraordinario, estos problemas aparecen especificados con gran detalle. En 422, el rey Artajerjes convocó a sus colonos para atacar la ciudad de Uruk, pero la citación cogió por sorpresa al propietario judío de una concesión de tierra. Probablemente a causa de una situación financiera embarazosa, el padre judío se había visto forzado a adoptar como hijo a un miembro de la banca Murasu, de manera que el banquero podía heredar una parte de la repartición familiar; puesto que sólo los miembros de la familia podían ser propietarios de la concesión de tierra, la adopción era el único medio de eludir la ley del rey e introducir a alguien de fuera. Cuando el padre murió, el banquero adoptado se hizo con una parte de la hacienda, y los verdaderos herederos varones con el resto. En 422, recibieron la exigencia del rey de proporcionarle plata, armas y el servicio personal de un miembro de la familia, que consistía en un jinete totalmente equipado, caballo incluido. Gracias a su «hermano» banquero, los judíos alcanzaron un ventajoso acuerdo: a los banqueros Murasu no les gustaría tener que ir a luchar y, por tanto, el miembro adoptado financiaría la armadura, el impuesto en plata, el caballo y, muy probablemente, el mozo de cuadra, mientras que el judío cabalgaría arriesgando la vida.
Con gran alegría en su corazón, el judío Gadal-Iama habló de este modo al hijo del Murasu: los campos arados y sembrados, la tierra de caballos de mi padre, tú la tienes ahora porque una vez mi padre adoptó al tuyo. Dame, por tanto, un caballo con un mozo de cuadra y arreos, una gualdrapa de hierro, un yelmo, un peto de piel, un escudo, ciento veinte flechas de dos tipos, una sujeción de hierro para el escudo, dos espadas de hierro y una mina de plata para provisiones, y yo cumpliré con los deberes del servicio que recaen sobre nuestras tierras.
Puesto que los jinetes no poseían arco, presumiblemente las flechas se entregaban al tesorero y se repartían después entre los propietarios de tierras de arcos y de carros de guerra.
Sin embargo, en el verano de 333, no todos los colonos compartían su tierra con un rico banquero Murasu que pudiera costear el equipo militar; la adopción del banquero es, en sí misma, al igual que el paulatino aumento de los contratos de arrendamiento y de las hipotecas en los documentos Murasu, un indicio de que la vida de los colonos se había vuelto más extenuante o más difícil a medida que pasaban los años. El impuesto anual era fijo y no tenía en cuenta las malas cosechas, o, peor aún, las adjudicaciones seguían siendo del mismo tamaño, aunque luego tenían que pasar a todos los miembros masculinos de la familia; hacia el año 420, los colonos estaban viviendo en terceras, cuartas, octavas o incluso en quinceavas partes de la concesión original. Sus obligaciones seguían siendo las mismas —un soldado completamente armado para el conjunto total de la hacienda—, incluso cuando el número de bocas que alimentar en la familia hubiese aumentado. Los indios y los sirios no podían hacer frente por su cuenta al incremento mediante un cultivo intensivo a la escala de los comerciantes Murasu, de manera que, mientras el excedente anual de los colonos era cada vez más pequeño, las necesidades de sus hogares exigían que éste fuera cada vez mayor. Tenían que endeudarse o adoptar a un banquero como hijo; en cualquier caso, ya no eran capaces de armarse a sí mismos para los costosos requerimientos del rey. Los caballos y los carros de guerra necesitaban mantenimiento, y una hacienda dividida en quince partes difícilmente es un hogar para ninguna de las familias que la ocupan; ciertamente no pueden construirse demasiadas teorías a partir de los documentos de una pequeña área, especialmente cuando Babilonia estaba mucho más urbanizada que otras satrapías, pero parece ser que la única razón que impulsó al Gran Rey a confiar en las tropas griegas mercenarias en el siglo IV fue la menguada capacidad de sus apretujados colonos.
Por consiguiente, a Darío no se le pueden reprochar los sueños que le atribuyeron los historiadores griegos mientras aguardaba la llegada de los arqueros y jinetes feudales: eran visiones del resplandeciente campamento macedonio y de Alejandro desapareciendo en un templo babilonio vestido con el atuendo real persa. Unos jinetes feudales envejecidos y un cuerpo real formado por muchachos no eran, precisamente, el adversario ideal para la infantería macedonia y la caballería de los Compañeros; no obstante, en las llanuras cercanas a la ciudad, el Gran Rey encontró refugio en las cifras y se consoló contando a los soldados que había reunido. Para ello, hizo que se vallara un recinto circular capaz de albergar a diez mil hombres a la vez. El recinto se fue llenando y vaciando hasta que todo el ejército hubo pasado por él, y después se contaron los grupos de diez mil. Medos, armenios, hircanos, norteafricanos y también persas: «Desde el alba hasta el anochecer», según el exagerado punto de vista de los historiadores, cuatrocientos mil soldados procedentes de estos pueblos pasaron por la empalizada. Su verdadero número no puede calcularse, ni tampoco importa para lo que vino después; en cualquier caso, una mañana temprano, a finales de agosto o principios de septiembre, levantaron el campamento y todos los miles, fueran los que fueran, avanzaron pesadamente hacia el oeste, entre los canales de la bien abastecida tierra de Asiria.
Al sonido de la trompeta, el Fuego Sagrado avanzó, alzado sobre altares de plata: los sacerdotes magos iban detrás entonando el himno tradicional; trescientos sesenta y cinco jóvenes Ataviados con la Púrpura caminaban acompasadamente tras ellos, «iguales al número de días del año persa». Los caballos blancos de los campos de Media volteaban y piafaban ante el Carro de Ahura Mazda; los aurigas iban vestidos de blanco, con las correspondientes fustas de oro; el caballo más grande de todos se preparaba para llevar el Carro Sagrado del Sol. Los guardias inmortales, así llamados por los griegos porque su número nunca bajaba de diez mil, marchaban justo detrás en solemne orden, mientras que los parientes reales y los poseedores de espada abrían el camino al carro del rey. El oro de su carrocería refulgía de un modo que no podemos imaginar, y la yunta, adornada con diferentes piedras preciosas, centelleaba; en cada uno de los lados había pinturas representando a los dioses, entre las cuales podía verse un águila de oro, símbolo de Ahura Mazda, desplegando con benevolencia sus alas pintadas. Dentro del carro, de pie, se encontraba el rey Darío, en cuyo rostro enjuto destacaba la barba, ataviado con una túnica blanca bordeada de púrpura: de sus hombros caía una capa bordada «sobre la que había halcones de oro que luchaban con sus picos curvados»; del cinturón de oro colgaba una cimitarra cuya vaina estaba hecha de una única gema; en la cabeza llevaba ceñida la ondulada corona del Rey de Reyes, ribeteada con una franja de tela blanca y azul. La caballería y la infantería desfilaban formando la guardia, protegiendo los carros de la reina y la reina madre, a los que seguían de cerca; un poco más atrás, quince carros tirados por mulas transportaban a los eunucos, las institutrices y los infantes que estaban a su cargo; trescientas sesenta y cinco Concubinas del Rey guardaban las distancias vestidas para la ocasión, mientras, a su lado, seiscientas mulas y trescientos camellos, cargados con una selección de los tesoros imperiales, avanzaban despacio.
Si regresamos al campamento macedonio veremos que, en los dos meses que se tardó en reunir el ejército de Darío, los acontecimientos tomaron un giro desafortunado. Tras franquear las Puertas Cilicias en julio, Alejandro se apresuró a derrotar Tarso y salvó la ciudad de ser incendiada por los persas. Marchó deprisa bajo el sofocante calor, descendiendo unos novecientos metros hasta una llanura en la que no corría nada de aire, y, cuando llegó a la ciudad, estaba comprensiblemente cansado y cubierto de polvo. A través de Tarso corrían las amarillentas aguas del Cidno, un anchuroso río que tenía fama de ser frío; según Aristóbulo, Alejandro ya tenía fiebre. Otros contaron que nadó en el río cuando todavía se sentía bien. No obstante, las aguas del lugar tienen un historial nefasto: en 1189, el Calicadno le provocó un enfriamiento a Federico Barbarroja, que también se zambulló para nadar en sus aguas de un modo bastante imprudente en el transcurso de una cruzada. En pocas horas, Alejandro incubó un resfriado que se aceleró debido a la frialdad del agua. Sus ayudantes lo instalaron en la tienda real; no podía dormir y tenía escalofríos. Al aumentar los calambres, los médicos perdieron las esperanzas depositadas en el tratamiento que le estaban aplicando, hasta que se presentó ante ellos el griego Filipo, un hombre «mucho más fiable en asuntos médicos y que no pasaba inadvertido en el ejército». Había atendido a Alejandro cuando era un niño y, conociendo su temperamento, propuso administrarle un fuerte purgante. Alejandro estaba desesperado por recobrarse y dio su consentimiento.
Se contaba que mientras Filipo reunía los fármacos necesarios, a Alejandro se le entregó una carta de parte de Parmenión; algunos dicen, lo cual es improbable, que la carta había llegado dos días antes y que Alejandro la había ocultado bajo la almohada. Según Parmenión, Darío había sobornado a Filipo para que asesinara a su real paciente, pero, cuando el médico reapareció, Alejandro desoyó las advertencias que se le hacían. A la vez que le entregaba la carta a Filipo, él tomó el vaso con la medicina y se la bebió mientras su médico leía el mensaje. Entonces Filipo «dejó muy claro que no había nada malo en su remedio: no se inquietó lo más mínimo con la carta, sino que simplemente ordenó a Alejandro que obedeciera cualquier otra instrucción que él pudiera darle. Si lo hacía, se recuperaría». Finalmente, el purgante funcionó y la fiebre cesó: «Entonces Alejandro dio pruebas a Filipo de que confiaba en él, convenciendo a los otros miembros de su séquito de que era leal con los amigos, que hacía caso omiso de las sospechas y que era valiente cuando se enfrentaba a la muerte». Puede que Aristóbulo estuviese de acuerdo, aunque negase el baño.
En buena medida, el relato de esta carta ha despertado la incredulidad porque parece un episodio demasiado dramático. Sin embargo, la Historia no es verdad sólo cuando resulta aburrida, y, aunque no debemos fiarnos a la ligera de las intervenciones de Parmenión, no hay ninguna prueba externa que ponga en entredicho esta reveladora escena. Ciertamente, en la leyenda, Parmenión se convierte más tarde en un enemigo personal del médico, incluso en un astuto envenenador que espera poder asesinar a Alejandro y librarse de antemano de la culpa mediante esta carta de advertencia. Sin embargo, estos aderezos legendarios no prueban que el relato surgiera, en principio, para desacreditarlo. La confianza y el valor son dos virtudes que se le suponen a todo gran general, e incluso aunque Alejandro no discriminara tanto en sus lealtades como insinúa la adulación, tenía la agudeza suficiente para distinguir entre los amigos verdaderos y los falsos, premiando a los primeros y purgando a los segundos. Hay muchos elementos a favor de esta historia del médico y la carta que sitúan estos dos rasgos en un primer plano.
La enfermedad de Alejandro en Tarso supuso una demora más grave de lo que ninguno de sus historiadores dilucidó. Durante las largas semanas de julio y agosto, y hasta mediados de septiembre, el rey permaneció en cama, aparentemente sin ser informado de que Darío había convocado al ejército y lo había conducido al oeste desde Babilonia, por no hablar de sus cifras. Para Alejandro, las tácticas todavía se centraban en el litoral y, a medida que se recobraba lentamente, había demasiadas cosas de las que preocuparse en el mar. Incluso sin los mercenarios griegos, los sucesores de Memnón iban a hacerse notar; habían navegado hasta Ténedos, al norte, a una base isleña para barcos de mercancías justo a la salida de los Dardanelos, y se habían apoderado de la isla, de nuevo con una falsa referencia a la paz del pasado. Diez barcos habían sido desviados a las islas Cícladas, hacia el sur de Grecia, donde tenían que aguardar las tentativas de acercamiento de los espartanos y otros griegos descontentos; Antípatro, que estaba preocupado por la seguridad de la costa griega, reunió cuantos barcos de guerra pudo encontrar y los puso bajo el mando de un macedonio, probablemente el sobrino de la nodriza de Alejandro. Una incursión capturó ocho barcos de la flota de vanguardia persa y puso en fuga al resto, pero no pasaría mucho tiempo antes de que centenares de barcos enemigos acudiesen al sur. Los dos oficiales reclutados de la flota aliada de Alejandro iban a encontrar el trabajo lento y difícil, quizá porque la mayoría de los griegos preferían permanecer neutrales. Alejandro sólo pudo presionar mediante la ocupación de las bases terrestres de Asia, un proceso poco sistemático que lo llevó a situarse más cerca de los puertos de Siria y Fenicia, si bien los puertos de las islas y el de Halicarnaso todavía permanecían abiertos para el enemigo que se encontraba detrás de él.
Desde entonces, Alejandro se encontró sin mapas detallados y sin contactos locales, y, para saber lo que había más adelante, seguramente debió de consultar la narración de la marcha de Jenofonte, donde se especificaban detalladamente las horas de marcha y las distancias. A partir de ahí, Alejandro pudo deducir que la próxima fortaleza del enemigo en la costa era el paso de la Columna de Jonás, de Cilicia a Siria, a algo más de cien kilómetros de distancia; basándose en lo que había leído, envió a Parmenión a paso lento para que, siguiendo el litoral, la tomase por adelantado, confiando en que tanto su complejo de murallas con torretas dobles como el río que discurría por la zona no estuvieran excesivamente protegidos. Alejandro, por su parte, marcharía hacia el oeste, en la dirección opuesta, tan pronto como se sintiera con fuerzas.
¡Qué irónica resulta ahora la lectura de estos minuciosos planes! Durante todo ese tiempo, Darío fue aproximándose a las llanuras de Siria, donde debió de acampar y esperar para atacar en cuanto Alejandro apareciese por la planicie después de atravesar las colinas del Amano. Mientras tanto, Alejandro avanzó y retrocedió, ignorando probablemente el paradero del Gran Rey, sin contar con su cambio de planes, pues de otro modo no se habría atrevido a dividir sus tropas. A los macedonios, este trabajo rutinario iba a parecerles una fase más en la laboriosa conquista de la costa; se retrasaron hasta que el rey se sintió mejor, vieron a Parmenión desaparecer en dirección al este con la caballería y, a finales de septiembre, cuando Alejandro finalmente se hubo recuperado, rehicieron el camino hacia la decadente ciudad de Anquíalo sin saber el riesgo que pronto correrían. En el centro de esta ciudad de altas murallas se alzaba la tumba de Asurbanipal, su fundador, que fue rey de Asiria a mediados del siglo VII a. C. En la tumba había una talla del rey aplaudiendo, con las manos situadas sobre la cabeza y, debajo, una inscripción en escritura cuneiforme. Intrigado, Alejandro hizo que los colonos del lugar se la tradujeran: «Sardanápalo, hijo de Anacindaraxes —decía la inscripción— construyó Anquíalo y Tarso en un solo día; desconocido, come, bebe y haz el amor, pues el resto de los asuntos humanos no son merecedores de esto», y «esto» era el aplauso del rey. El historiador Aristóbulo, que escribió su libro cuando ya había cumplido ochenta años, eludió esta referencia directa al sexo, pues parafraseó así el consejo: «Come, bebe y diviértete»; en cualquier caso, la inscripción se había vuelto ininteligible, y lo que los habitantes del lugar le dijeron a Alejandro sólo eran habladurías. No obstante, la historia de Calístenes registró con exactitud las indecorosas palabras para divertir a Alejandro, quien después, como una negación viviente de cualquier tipo de filosofía del pasotismo, prosiguió con su avance.
Los diez días siguientes fueron la prueba de que el rey había recobrado la salud. Los hombres de las tribus salvajes fueron derrotados en una campaña que duró siete días, una ciudad pro persa fue multada y llegaron noticias, que fueron muy bien recibidas, de que las fortalezas de Halicarnaso que seguían en pie, así como su costa, incluyendo Cos, habían caído finalmente en manos de los macedonios. Alejandro quiso celebrar su primer éxito en la campaña naval, por lo que ofreció un sacrificio al dios griego de la Salud dando gracias por su recuperación y organizó una carrera de antorchas, juegos atléticos y certámenes literarios. El éxito se revelaría efímero, pues Cos y Halicarnaso se verían muy pronto amenazadas de nuevo y terminarían perdiéndose. A pesar de todo, Alejandro se desplazó hacia el sureste, a Malo, donde detuvo las luchas civiles y abolió el pago de los tributos, satisfecho por el vínculo de alianza con sus legendarios antepasados griegos; generoso y moviéndose libremente en el mundo del mito, estaba claro que el rey había recuperado la velocidad de su paso. Octubre estaba ya muy avanzado cuando, de repente, llegó un mensaje de Parmenión, que se encontraba lejos, en la frontera entre Siria y Cilicia: Darío había sido visto acampando con un gran ejército a sólo dos días de marcha de las Puertas Sirias y la Columna de Jonás.
Debió de ser duro mantener la calma tras recibir esta información. Durante el mes anterior, Alejandro se había entretenido en la costa sureste de Turquía, con sus efectivos ampliamente divididos y el invierno aproximándose; sus pensamientos se habían centrado en la flota persa y en las maniobras que peligrosamente llevaban a cabo en dirección a Grecia sin encontrar oposición alguna; sólo podía confiar en que el riguroso clima otoñal diese pronto por terminada la estación de navegación. También había problemas dentro y fuera del alto mando.
Recientemente había recibido cartas de Olimpia que le advertían finalmente contra Alejandro el lincesta, y fue ahora, y no un año antes, cuando decidió arrestar al comandante de caballería. Al mismo tiempo, su íntimo amigo Hárpalo, que era cojo y estaba poco avezado a la vida militar, había partido para Grecia cruzando un mar hostil para contactar con la ciudad portuaria de Mégara, situada al sur, presumiblemente con la intención de rechazar a la flota persa que se acercaba. Otro enviado lo había acompañado en un viaje por mar todavía más audaz, a través de Grecia hasta el sur de Italia, con el propósito de hablar con el hermano de Olimpia, el rey Alejandro del Epiro, sin duda acerca de una posible ayuda por mar para Grecia. Era un momento preocupante en todos los frentes, y a esto se añadía ahora la amenaza de un gran ejército persa.
Alejandro, que nunca era más feliz que cuando se sentía desafiado, «reunió a sus nobles Compañeros y les explicó las noticias; los Compañeros insistieron en que los condujera directamente al lugar exacto donde se encontraban los persas. Alejandro disolvió la reunión al tiempo que les dedicaba elogios, y, al día siguiente, los condujo hacia el este para ir al encuentro de Darío y los persas». Comparando sus observaciones con la historia de Jenofonte, Alejandro pudo calcular que, a un paso razonable, el ejército alcanzaría la frontera de Siria en tres días o, lo que era lo mismo, en unas veinticinco horas de marcha regular por carretera. Sin embargo, no era el momento de ser razonable, y además el ejército estaba menguado debido a la ausencia de Parmenión; Alejandro hizo que los hombres doblaran el ritmo de la marcha y que cubrieran los ciento trece kilómetros en cuarenta y ocho horas. El camino oriental de la costa era llano y tentador, pues lo flanqueaban fértiles haciendas; cuando la orilla del Mediterráneo se tuerce abruptamente hacia el sur, en dirección a Siria, el camino se pega al litoral y lo sigue; Alejandro todavía tenía el mar a la derecha y la sombra de los montes Amánides a la izquierda. En la frontera de Cilicia se encontraba la ciudad de Isos, que enlazaba el camino entre la satrapía de Siria y el sur, y allí Alejandro abandonó a todos los rezagados e inválidos para los que era evidente que la marcha resultaba demasiado rápida. Mientras tanto, Parmenión regresó del reconocimiento para encontrarse con Alejandro, y juntos, rey y general se apresuraron a llegar a las fortificadas Puertas de Siria, la actual Columna de Jonás, que la vanguardia del ejército ya había ocupado. Se detuvieron en Miriandro, situado unos pocos kilómetros al sur de este puesto fronterizo, sabiendo que por fin se encontraban en la cordillera del paso de Belén. Desde aquí podían cruzar los límites de la cordillera de los Amánides y encaminarse hacia el este, a Asiria, y, por tanto —eso esperaban—, hacia el campamento del rey Darío antes de que éste se enterara de su proximidad. Por entonces, caída ya la tarde del segundo día, la marcha había puesto a prueba al máximo a la infantería; fue una bendición que durante la noche «estallase una fuerte tormenta y que la lluvia cayera desde el cielo con fuertes ráfagas de viento. Esto mantuvo a Alejandro en el campamento». Lo que implica que, de otro modo, Alejandro habría vuelto a ponerse en camino antes del alba.
Alejandro no podía saber que este vendaval de finales de otoño resultaría ser una bendición del cielo. Habían transcurrido al menos cuatro días desde que los espías de Parmenión observaron por última vez a Darío en el este, en las llanuras cercanas a Socos, y las tácticas del Gran Rey merecen una consideración más detallada de la que ninguno de los macedonios le concedió. Posiblemente Darío alcanzó Socos a finales de septiembre y, como le aconsejaron sus oficiales, esperó en los espacios abiertos para desplegar allí toda su fuerza contra Alejandro, que aparecería por los montes de la costa en el paso de Belén. Pero Darío se impacientó. Desvió el cortejo con el equipaje hacia el suroeste, a Damasco, una elección que curiosamente quedaba lejos, pero cuya intención era quizás aliviar la carga de los suministros de alimentos de la llanura de Socos y poner al séquito no militar más cerca de los barcos que transportaban mercancías y que estaban fondeados en el cercano puerto de Trípoli. La elección quizá resultaría más comprensible si la antigua ciudad de Socos pudiera localizarse con cierta precisión. Tras haberse deshecho del equipaje, Darío empezó a desplazarse hacia el norte para ir él mismo al encuentro de Alejandro, en contra del firme consejo del desertor macedonio Amintas.
Los informes que recibió de su servicio de inteligencia sólo pueden conjeturarse. Probablemente había oído algún rumor acerca de la enfermedad de Alejandro; posiblemente los exploradores o los fugitivos ya se habían dado cuenta de que Parmenión se acercaba a la costa, a la Columna de Jonás. De ser así, parece ser que Alejandro se entretuvo al otro lado, en Cilicia, y que dividió sus fuerzas de la manera más imprudente. El momento parecía propicio para marchar al norte, hacia la ladera interior de los montes Amánides, penetrar por el paso de Hasenbeyli, a una altura de unos mil trescientos metros, y llevar después el ejército al sur y de vuelta al camino principal por el paso de Kalekoy, en Isos. Si Darío ya conocía el avance de Parmenión, puede que también supiera que estos puertos se habían dejado sin defensas; si no lo sabía, la suerte le sonreiría y lo llevaría sin novedad a través de ellos.
Darío debió de haber empezado esta marcha hacia el norte muy poco después de que los exploradores de Parmenión se hubieran retirado con las noticias de su paradero. En unos cuatro o cinco días habría alcanzado el paso de Hasenbeyli, todavía confiando en poder virar hacia el camino principal y ocupar Isos. Darío esperaría allí para luchar con Alejandro cuando apareciera por el camino desde el este, por el paso de Kara Kapu desde Tarso, o bien se desplazaría hacia el oeste, a Tarso, y esperaría atraparlo en su lecho de enfermo. No podía saber que, mientras él marchaba hacia el norte, por la ladera interior de la cordillera de los Amánides, Alejandro se estaba desplazando hacia el sur por la ladera de la costa, y menos aún que lo hacía marchando a un paso que debe de parecer increíble para quienes nunca han intentado realizar una marcha forzada. Durante la noche, sin descanso, Alejandro recorrió a toda velocidad el camino que serpenteaba la costa, mientras Darío estaba acampado o marchando en el otro lado; hay pocos episodios tan extraños como éste sobre el hecho de no realizar adecuados reconocimientos en la historia de la guerra antigua. La misma noche en que Darío atravesó el paso de Kalekoy en dirección a Isos, esperando encontrarse con Alejandro marchando hacia el este, Alejandro cruzó la Columna de Jonás esperando encontrarse con Darío acampado en el este, en Socos. Ninguno de los dos conocía el paradero del otro.
Cuando Darío llegó a Isos, se encontró con los macedonios inválidos que Alejandro había abandonado. Se hallaba ahora a unos veinticuatro kilómetros al norte de Alejandro, tras su retaguardia, y, por tanto, fue sólo la velocidad excepcional con que avanzó Alejandro lo que le proporcionó esta envidiable posición. A lo sumo, Darío podía haber esperado separar a Alejandro de Parmenión; no podía creer que había alcanzado la retaguardia de ambos. A modo de celebración, amputó las manos de los macedonios enfermos que encontró en Isos, una atrocidad inútil que iba a costarle cara, pues otros macedonios, horrorizados, escaparon en barcas y alertaron a Alejandro de que el Rey de Reyes estaba en realidad acampado en su retaguardia. En Miriandro, Alejandro no podía dar crédito a lo que le contaban. Sin embargo, envió a varios Compañeros a la costa, en un esquife de treinta remos, para que lo comprobasen por sí mismos; mientras remaban en el golfo de Alejandreta, los Compañeros vislumbraron las hogueras del ejército persa y se dieron cuenta de que había sucedido lo peor. Al final, parecía que la legendaria buena suerte de Alejandro lo había abandonado.
Con los pies doloridos por la marcha forzada y empapado por el pasado día de lluvia, Alejandro se encontró con que los nativos que voluntariamente ayudaban al ejército de Darío no iban a darle muchas oportunidades. Había una esperanza de huir de la trampa a la que el precipitado avance había arrojado a sus hombres. Presumiblemente, Darío marcharía hacia el sur por el desfiladero, esperando caer sobre la retaguardia de Alejandro una vez que hubiera salido al espacio abierto que se extiende al otro lado del paso de Belén. Pero ¿qué sucedería si Alejandro daba media vuelta y se encontraba primero con el Gran Rey en el desfiladero de Cilicia?
Con un ejército calado hasta los huesos y cansado, ésta era una orden difícil de dar. Sin embargo, como Amintas, el desertor macedonio, le había dicho al rey persa, «Alejandro iría allí donde le dijesen que se encontraba Darío». En pocas horas, los soldados se habrían echado al hombro las sarisas, los caballos habrían dado media vuelta y la lucha se iniciaría en los términos de Alejandro; En efecto, Alejandro acudiría allí donde le habían dicho que se encontraba su rival. Darío, en cambio, todavía no tenía noticias del regreso de Alejandro y, en la batalla que se produciría con la llegada del nuevo día, la sorpresa no iba a ser la menor de las desventajas a las que tendría que hacer frente el Gran Rey.