10. EL NUDO GORDIANO

Mientras Parmenión organizaba el transporte para el equipo de asedio y conducía a la mayor parte de la caballería, junto con las carretas de suministros, de vuelta a Sardes, Alejandro avanzó hasta Licia y Panfilia, más al sur. El recorrido diario de un barco de guerra era de unas treinta millas desde su base, y lo que Alejandro quería era controlar las bases que la flota persa utilizaba cuando navegaba desde el Egeo a Siria y Levante. En la dura campaña de invierno, muy poco conocida excepto en los controvertidos detalles de su ruta, Alejandro dio el primer indicio de su más valiosa cualidad de liderazgo: la negativa a someterse a ninguna dificultad derivada de la estación y el paisaje. Incluso en nuestros días, la curva meridional de la moderna costa turca, el tramo más espléndido del país, todavía puede presumir de sus ruinas griegas y constituye todo un desafío para el viajero. Las tierras altas al norte del Janto, las serpenteantes carreteras litorales de Licia, las ciudadelas de la longeva Liga de los Licios o las llanuras del río de Panfilia, todos estos lugares aún pueden visitarse; son imponentes y, a principios de verano, conservan su belleza natural, pero resultan extremadamente sobrecogedores durante los meses de invierno. Aunque hay senderos y pasos que permanecen abiertos a través de la nieve, son lo suficientemente numerosos como para engañar incluso a los pastores, y Alejandro no tenía ni mapas ni suministros de reserva, ni siquiera una flota para apoyar su avance por el litoral; el tesoro era demasiado pesado para llevarlo consigo en los viajes, de modo que, tanto para pagar al ejército como para los regalos, Alejandro recurría a cualquier tipo de moneda que pudiera conseguir de las ciudades que encontrara a su paso. Desde el primer día hasta el último debió de andar escaso de comida.

Puesto que viajaba ligero, Alejandro tuvo que ser selectivo, no arriesgándose nunca a llevar a cabo un largo asedio; debió de detenerse sólo en las ciudades de los aliados serviciales o en los puertos más importantes. Por lo general, el terreno era demasiado agreste para los caballos, y pasó de largo ante aquellas ciudadelas que estaban en una posición demasiado prominente: en Termessos, Alejandro se marcó un farol siguiendo el camino que atravesaba las defensas naturales del desfiladero, pero dejó incólume la altísima ciudad; mientras que en Aspendos, donde se había establecido un pacto en unos términos moderados que fueron rechazados tan pronto como él se dio la vuelta, asustó a sus habitantes amenazándolos con una sumisión más severa al reaparecer y desplegar sus fuerzas. A merced de la información local, casi se extravió al alejarse del camino de los amigos y aliados nativos; Aristandro, el adivino, y quizá también su amigo cretense Nearco, tenían contactos en varias ciudades, pero Licia, al igual que Jonia, era un enredo de facciones hostiles donde no mediaba ni una pizca de afecto entre una ciudad y su vecina, una tribu salvaje y sus rivales saqueadores. Si el ejército de Alejandro quería disponer de información local del terreno, tenía que pagar para que le enseñaran la ruta que convenía a los intereses de las facciones locales. De ahí sin duda las vacilaciones y retiradas en el avance del ejército macedonio.

Los colonos iranios habían vivido en Licia, pero las tribus y las montañas nunca habían sido propiamente domeñadas ni se les había asignado un sátrapa propio; Alejandro hizo rápidos progresos, pidiendo ayuda contra la flota persa y mostrándose favorable a las ciudades costeras, que apenas reivindicaban que se las considerase griegas. Sin embargo, sus pensamientos estaban con Parmenión, ahora en el norte, con el que sólo podía contactar a través de caminos que el enemigo podía cortar, y cuando alcanzó la ciudad de Janto, donde el litoral de Licia torcía hacia el sur, Alejandro titubeó y se preguntó si no debía volver atrás. Aun así, dijeron sus oficiales, «vieron cómo una fuente del lugar se desbordaba y hacía emerger de las profundidades una tablilla de bronce grabada con letras arcaicas, lo que probaba que el Imperio persa sería destruido por los griegos». El augurio, un signo de que Alejandro dudaba entre dos opciones, justificó la decisión del rey de seguir adelante hacia el este por la serpenteante costa. Siempre que fue posible, Alejandro reservó las energías de sus hombres; sólo las utilizó en una breve campaña en las heladas tierras altas de Licia, posiblemente con la pretensión de abrir un camino hacia la ruta principal y las llanuras del interior. De ningún modo podía arriesgarse a que le cortaran la comunicación con Parmenión y las unidades que pasaban el invierno en Frigia, y esta preocupación por sus líneas en el norte pronto fue la causa de una intriga en el alto mando. La historia contiene detalles curiosos.

Alejandro había ido a descansar a Fasélide, una ciudad costera que posteriormente se hizo famosa por poseer la espada original de Aquiles. Los ciudadanos se mostraron amistosos y ofrecieron coronas de oro en señal de sumisión, y también prometieron que los guías nativos conducirían al ejército hacia el este siguiendo el litoral. Con una compañía tan agradable, Alejandro pudo descansar y encontrar tiempo para divertirse durante una sobremesa, en el transcurso de la cual arrojó guirnaldas a una estatua de Teodectes, un ciudadano que en vida había sido muy famoso en Grecia como orador y cuyos escritos le resultaron familiares, como mínimo, a un oficial del séquito de Alejandro. Enardecido por el vino, el rey bromeó y comentó que le debía a Teodectes un gesto de reconocimiento, «pues, en su momento, ambos se habían asociado con Aristóteles y la filosofía». Sin embargo, pronto iban a presentarse asuntos más serios. De la base de Parmenión, en Frigia, llegó un oriental llamado Sisines trayendo información de máxima urgencia. El rey se reunió en consejo con sus nobles Compañeros, y el resultado fue que un oficial oréstida de confianza se disfrazó como un nativo y fue enviado al norte con un mensaje verbal para Parmenión. Los guías locales lo verían al cruzar las montañas: «Se pensó que no convenía comprometer nada por escrito en semejante asunto». Ahora bien, de qué asunto se trataba es otra cuestión.

Según Ptolomeo, el amigo de Alejandro, el oriental Sisines fue enviado por Darío para que entrase en contacto con Alejandro el lincesta, hermano de los dos príncipes de las tierras altas que habían estado involucrados en el asesinato del rey Filipo. Hasta la fecha, este otro Alejandro había prosperado en el ejército macedonio, ostentando un alto cargo tras otro hasta ser nombrado general de la caballería tesalia, un puesto prestigioso. Sisines había «fingido visitar al sátrapa de Frigia», pero, «en realidad», tenía órdenes de encontrarse con el lincesta en el campamento de Parmenión, ofrecerle 1000 talentos de oro y el reino de Macedonia, y persuadirlo para que asesinara a su homónimo, el rey. Se creía que las cartas ya habían pasado del Alejandro lincesta a un pariente lincesta que había desertado a las filas persas. Sisines cayó en manos de Parmenión y reveló el verdadero propósito de su misión; de inmediato, Parmenión lo envió al sur, a través de territorio enemigo, para que el rey tuviera conocimiento de lo sucedido. Apoyado por los Compañeros, Alejandro envió órdenes a Parmenión en las que se indicaba que el lincesta sospechoso tenía que ser arrestado; sólo unas pocas semanas antes, en Halicarnaso, se había visto a una golondrina gorjeando sobre la cabeza del rey, lo que los adivinos consideraron como una advertencia contra la traición de un amigo íntimo. A través del lincesta, el augurio se hizo realidad.

Ésta sólo era la opinión de Ptolomeo, y lo que contó resulta altamente improbable para quien esté dispuesto a dudar de la palabra de un amigo de Alejandro; a Ptolomeo le gustaba incluir buenos augurios en su historia, pero el presagio de una golondrina quizá sea demasiado sutil como para no levantar sospechas. ¿Por qué se había arriesgado Parmenión enviando a un prisionero tan valioso como Sisines a través de kilómetros y kilómetros de territorio enemigo? En cambio, las propias precauciones de Alejandro, los guías nativos, el disfraz y el mensaje verbal demuestran que, incluso sin un prisionero y su guardia a remolque, el viaje no podía tomarse a la ligera. ¿Por qué era el arresto oficial del lincesta tan importante que no podía confiarse a la escritura por miedo a que fuera interceptada por el enemigo? Aun en el caso de que el enemigo se apoderara del escrito, ¿cómo podría sacar provecho de él? Parmenión había escuchado la historia de Sisines, y seguramente era lo bastante astuto como para mantener a un sospechoso importante bajo arresto hasta que su rey, que se encontraba a unos trescientos kilómetros de distancia y con la barrera de una montaña helada, pudiera acudir para tomar una decisión. ¿Por qué reveló Sisines el «verdadero propósito» de su misión en vez de dar el «pretexto» de que estaba visitando a su sátrapa en Frigia, una historia verosímil de la que Parmenión difícilmente podría haber desconfiado? La historia es muy poco creíble y merece ser puesta bajo sospecha, pues Alejandro el lincesta era un oficial rodeado de considerable misterio y un personaje incómodo.

No se trataba sólo de que sus hermanos hubieran sido ejecutados con el cargo de haber asesinado a Filipo; en Seistán, cuatro años más tarde, sería sacado de la prisión y acusado ante los soldados en una época de purga y crisis en el alto mando. Juzgado culpable, inmediatamente se le perdonó la condena a muerte, un hecho embarazoso que los oficiales de Alejandro omitieron en sus historias. Por lo que parece, Ptolomeo nunca mencionó de nuevo al lincesta, satisfecho con su historia del arresto por traición; Aristóbulo, que escribió cuando contaba ya unos ochenta años y defendió celosamente a Alejandro, parece ser que adoptó una posición aun más extrema. Lo más probable es que diera a entender que el lincesta había sido asesinado por un enemigo antes de alcanzar Asia. Durante el asedio de Tebas, escribió Aristóbulo, un macedonio llamado Alejandro que capitaneaba un escuadrón de tracios irrumpió en la casa de una noble dama y le exigió que le entregara su dinero. Era un «hombre insolente y estúpido, cuyo nombre era el mismo que el del rey, pero no se le parecía en absoluto», y, como orgullosa hija que era de un general griego, la dama le enseñó un pozo en el jardín y precipitó al macedonio dentro de un empujón, arrojando después piedras en él para asegurarse de haberlo matado. Alejandro le perdonó este acto de desafío y la libró de la esclavitud, un perdón que ilustraba su caballerosidad. Sin embargo, Alejandro el lincesta era el comandante general de los tracios en esa época y se sabía que había estado presente en Tebas con un ejército de tracios; es muy improbable que hubiera dos macedonios llamados Alejandro al mando de los tracios en la misma época y, en efecto, el tono del relato de Aristóbulo sugiere que estaba predispuesto contra el lincesta, cuyo verdadero destino omite y al que trata como a un saqueador sin escrúpulos que encontró una muerte merecida. Siendo contemporáneo y testigo ocular, se consideró a Aristóbulo una autoridad en la historia de Alejandro, pero en lo concerniente a un oficial que era conocido como comandante de caballería en Asia y víctima de la purga de Seistán, el historiador pudo haber construido una falsedad apologética monstruosa. La historia que escribió no parece que destacase por sus minuciosos detalles o por ofrecer las listas de oficiales de alto rango, excepto los referidos ya por Calístenes, quien, en cualquier caso, habría omitido el arresto del lincesta de su panegírico. Es como si Aristóbulo se hubiese sentido empujado a ocultar la verdad, y no merece que en otros asuntos confiemos en él.

Frente a la versión de los amigos de Alejandro tenemos, una vez más, un relato rival escrito a partir de los recuerdos de los soldados, cuya visión de Sisines y el lincesta es muy distinta. Sisines, alegaron, era un oriental que había navegado desde Egipto hasta la corte de Filipo y que había seguido a Alejandro ocupando una posición de confianza; por tanto, no pudo haber sido arrestado como espía del ejército persa durante el invierno que pasó en Licia. Hasta el siguiente otoño no se sabe nada de su suerte, pues fue poco antes de la batalla de Isos, mientras los persas amenazaban por todas partes, cuando resultó sospechoso de haber recibido una carta del visir persa en la que se le pedía que asesinara a Alejandro; sin embargo, él mismo fue asesinado por arqueros cretenses que, «sin duda, seguían órdenes de Alejandro». Puede que la sospecha tuviese fundamento o que su asesinato sólo se hubiera ejecutado por precaución, pero el hecho de que este tal Sisines fuera uno de los cortesanos de Alejandro sitúa la historia de Ptolomeo y el asunto de Licia bajo una luz muy diferente. Si este Sisines es una y la misma persona, entonces el carácter injustificado de esta historia desaparece. Unos trescientos kilómetros al norte de Fasélide, Parmenión debía de estar ansioso por comunicarse con su rey; ansioso, además, por un buen motivo, pues el propio Alejandro había realizado escaramuzas en las tierras altas de Licia para despejar el único camino principal para sus generales ausentes. Quizá Parmenión quería comprobar los planes y el ritmo a que se llevaban a cabo: quizá se habían interceptado repentinamente noticias de una amenaza persa. Únicamente había un oficial de quien se podía tener la seguridad de que pasaría sin ser descubierto por un camino flanqueado por el enemigo, a través de una satrapía que todavía estaba en manos persas: Sisines, el oriental leal y discreto, conocedor de las lenguas necesarias. Sisines, por tanto, se deslizó hacia el sur con un mensaje secreto; Alejandro envió de regreso a uno de sus amigos, disfrazado de nativo, como señal de que el mensajero de confianza había cumplido su misión y de que las órdenes que lo acompañaban eran genuinas. Era un elemento teatral en una obra inteligente que, sin embargo, afectaba a la estrategia; no tenía nada que ver con el lincesta, ni tampoco con su traición, y aquí también se ha conservado una historia alternativa.

Unos nueve o diez meses más tarde, en la época del asesinato de Sisines, se dijo que el lincesta había sido arrestado por una razón muy distinta. Poco antes de la batalla de Isos, llegaron unas cartas de Olimpia que alertaban contra el lincesta, y Alejandro lo arrestó. Posiblemente Olimpia había conseguido información poco fiable, pues en esta época reinaban las intrigas y la agitación en Grecia, y puede que el principal motivo que tenían contra el lincesta fueran los celos; estaba casado con la hija de Antípatro, y las feroces peleas entre el general Antípatro y la reina regente Olimpia pronto se convertirían en una seria dificultad. Por una extraña casualidad, puede demostrarse que el relato se situó en un momento tan plausible que es posible creer en él. Unas pocas semanas después de recibir a Sisines y de dejar Fasélide, Alejandro entró en batalla tras haber puesto a toda el ala izquierda de su ejército bajo el mando de un hombre que, probablemente, era el sobrino del lincesta ofendido; la confianza que se le otorgaba habría sido una tremenda locura si el lincesta hubiese sido atrapado en una conspiración. Sin embargo, la batalla fue la última aparición del sobrino en la historia, ya que diez meses más tarde fue depuesto para siempre del alto mando. Era un hombre joven y no se vio envuelto en ningún altercado que pudiera haberle costado la vida; seguramente su caída se debió al arresto de su tío, no a causa de la visita de Sisines, de la que salió indemne, sino de las cartas de Olimpia, que le costaron el puesto al otoño siguiente.

En la búsqueda de Alejandro esta intriga resulta esclarecedora. Tiene cierto interés el hecho de que, poco antes de la batalla de Isos, Alejandro depusiera al último de los comandantes lincestas, pese a que estuviera en deuda con ellos cuando accedió al trono; sin embargo, resulta mucho más revelador que su amigo Ptolomeo y su oficial Aristóbulo pudieran eludir los arrestos por medio de una intrincada senda de engaños. Es posible que no tuvieran un recuerdo claro de los altos mandos en los primeros días de la invasión; es posible, pero es mucho más plausible que estuvieran ocultando la verdad desnuda en relación con la ejecución del lincesta en la purga de Seistán, a la que ellos quitaron importancia. Nunca volvieron a mencionarlo, pues Aristóbulo alegó que el hombre había sido asesinado cinco años antes por una mujer tebana, y Ptolomeo que había sido un probado traidor; quizá Ptolomeo tenía motivos para realizar esta falsa sugerencia. Sisines fue asesinado y el lincesta arrestado en el mismo mes, cada uno por razones distintas; en Seistán, un hecho relacionado con la muerte del lincesta provocó el comentario de que éste, cuando fue denunciado, flaqueó y no encontró nada que decir en su defensa. Quizás el nombre de Sisines fue usado contra él, un misterioso oriental que había muerto en la época del primer arresto del lincesta con el cargo de traición, pero del que no se sabía nada en absoluto. Puede que Ptolomeo oyese la historia y que la pusiese falsamente en conexión con la única otra hazaña llevada a cabo por Sisines durante la expedición. Como en Tebas o Halicarnaso, y también con motivo de la disolución de la flota en el Gránico, la historia de Alejandro no puede escribirse exclusivamente a partir de los relatos basados en lo que dicen sus amigos o sus oficiales; el rival literario de éstos, como cualquier otro historiador de la expedición, no admiraba menos a Alejandro y sus logros, pero mantuvo también una honestidad apaciguadora; y cuando los oficiales caían o incluso eran denunciados con cargos espurios, esta honestidad, al parecer, era muy fácil de perder.

Al dejar Fasélide, con los lincestas todavía considerados hombres honorables, Alejandro continuó por poco tiempo, aunque con ímpetu, su campaña en el litoral, dando sólo la vuelta para asustar a los súbditos disidentes de la ciudad de Aspendo. Cerca del monte Clímaco, alcanzó la orilla para tomar un atajo siguiendo la bahía y evitar tener que cabalgar durante seis horas a través de las colinas que había detrás. Mientras rodeaba el promontorio, el viento del sur dejó de soplar y abrió un camino a través de las olas para que pasase un jinete, una suerte que Alejandro entendió que se producía «no sin la ayuda del cielo», y que Calístenes convirtió en una formal reverencia del mar ante su nuevo dueño. En Termeso y Sagalaso, Alejandro rechazó a los hombres de las tribus y limpió el camino que había al norte sin capturar sus fortalezas. Cerca de allí no había más ciudades portuarias, por lo que a principios de primavera regresó finalmente al norte para reunirse con Parmenión tras haber hecho cuanto pudo para cerrar los puertos licios. Sin embargo, sus esfuerzos no impedirían que al verano siguiente la flota persa navegase entre Siria y las islas del Egeo. Alejandro había medio cruzado el litoral, pero no había cortado ninguna ruta marítima de importancia, y sería necesario realizar largas marchas antes de que su política en tierra firme empezara a funcionar.

Al menos era un comienzo, pero, tras las hazañas realizadas durante el crudo invierno, Alejandro estuvo encantado de encontrar el paisaje de la satrapía frigia extendiéndose ante él en dirección al norte, sin refugios posibles para el enemigo, y de pisar su pedregosa tierra cultivada, cuyo paisaje sólo era interrumpido por algún cinturón ocasional de álamos. Aquella llanura era alentadora para un ejército cansado de las tierras altas invernales, más aún cuando, en cinco días, alcanzaron la región central de Frigia y acamparon ante la ciudadela del sátrapa en Celenas. Tan pronto como la guarnición extranjera se dio cuenta de que, por estar avanzado el invierno, las fuerzas persas no irían a rescatarlos, y quizá porque Parmenión se había desplazado para cortarles el paso, Celenas rindió sus suntuosos palacios y jardines a sus nuevos dueños, el anciano Antígono, que además de tuerto era un personaje prominente entre los oficiales veteranos de Filipo, recibió esta satrapía, cuya importancia era vital para mantener las vías de comunicación despejadas ante un ataque enemigo. Tras enviar a otro oficial al oeste para obtener más tropas del sur de Grecia, Alejandro cabalgó hacia el norte, a las tierras más ricas de Gordio, el punto de encuentro acordado. Allí, detrás de las almenas persas de la ciudad, aguardó la llegada de Parmenión.

Gordio se encontraba en el Camino Real. Mientras se esperaban refuerzos de Macedonia, había sido elegida como el punto de encuentro adecuado entre el ejército de Parmenión y sus tropas de reclutas recién llegadas de los Balcanes. Parmenión apareció pronto, pero los refuerzos tardaban en llegar. No podían navegar por mar, pues no había ninguna flota para protegerlos, por lo que tuvieron que recorrer los ochocientos kilómetros que separaban Pela de Gordio por tierra. Cuando empezó la primavera, los refuerzos todavía no habían llegado; habían transcurrido los primeros días de mayo y, mientras se recibían noticias inquietantes de una ofensiva marítima de los persas, los refuerzos seguían sin llegar, tal vez porque se demoraron en los Dardanelos. Gordio, una antigua capital, tenía pocas cosas emocionantes que ofrecer; los soldados estaban inquietos y desocupados, y Alejandro necesitaba una diversión para mantener alta la moral.

Le llegaron noticias de una curiosidad local, una cuadriga en el palacio del antiguo rey de Frigia que estaba vinculada a la leyenda de cómo el rey Midas había accedido al poder en Gordio cuatrocientos años atrás. La cuadriga estaba dedicada a un dios frigio al que los oficiales identificaron con Zeus soberano, antepasado real de Alejandro y su guardián, y la yunta iba atada mediante un nudo de corteza de cornejo que ningún hombre había sido capaz de deshacer; esto, en sí mismo, constituía un desafío, y la historia tenía además un reclamo mítico. El rey Midas estaba relacionado con Macedonia a través de la leyenda, donde los Jardines de Midas de las tierras bajas todavía llevaban su nombre —y con razón se creía que unas tribus frigias habían vivido en otro tiempo en Macedonia—, en memoria de la temprana migración durante la cual, según Calístenes, habían gobernado el país y minado sus riquezas desde las montañas del Bermio; además se creía, con razón, que las tribus frigias habían vivido en otro tiempo en Macedonia. Aristandro, el adivino de Alejandro, un hombre en cuyas «profecías Alejandro siempre quiso confiar», también tenía interés en la cuadriga, pues se decía que el padre de Midas había consultado al propio pueblo de Aristandro, los telmiseos de Licia, que eran famosos por sus poderes de adivinación. Varios temas convergían en la cuadriga, y Alejandro la reservó para un público lo más numeroso posible.

No fue hasta finales de mayo cuando llegaron los refuerzos, unos tres mil macedonios y mil griegos y aliados, junto con el contingente de los maridos macedonios que regresaban de pasar el invierno con sus esposas. Con ellos vinieron embajadores de Atenas para suplicar la liberación de los prisioneros atenienses capturados en el Gránico, pero Alejandro se negó, «pues pensaba que no era correcto ahorrarles ningún terror a los griegos que no tuvieron reparo en luchar contra Grecia en favor de los bárbaros mientras la guerra con Persia estuviese en marcha. Debían dirigirse de nuevo a él más tarde». No se dijo que, en Sardes, se encontraron cartas que probaban que los generales persas habían enviado dinero al ateniense Demóstenes para promover la rebelión durante el primer año de su reinado; escudándose en el mito fomentado por su padre de una expedición griega, Alejandro mantuvo el control sobre la única ciudad griega en la que éste resultaba imprescindible.

También era el momento apropiado para impulsar el mito en una nueva dirección. El día antes de dejar Gordio, subió a la acrópolis con la intención de intentar liberar la cuadriga, un espectáculo que había reservado para su despedida; los amigos se reunieron en torno a Alejandro para mirar, pero, por más que tiró, el nudo que había alrededor de la yunta permaneció obstinadamente apretado. Cuando parecía que no iba a conseguir nada, Alejandro empezó a perder la paciencia, pues el fracaso no sentaría bien a sus hombres. Tras desenvainar la espada, partió el nudo en dos, dando lugar al necesario final y afirmando, con razón, que el nudo se había aflojado, si no deshecho. El anciano Aristóbulo, reacio quizás a dejar constancia de la petulancia del rey, explicó más tarde que Alejandro había tirado de una anilla del carro y sacado el yugo de lado a través del nudo; sin embargo, el corte de la espada tenía el peso de la autoridad tras él, y resulta más creíble que el estilo apologético de un viejo historiador de ochenta años; en cualquier caso, lo que hizo Alejandro no fue tanto desenredar el problema como mostrarse más hábil. Y consiguió llamar la atención: «Esa noche hubo truenos y relámpagos», lo que significaba, convenientemente, que Zeus lo aprobaba, por lo que Alejandro ofreció un sacrificio a los «dioses que habían enviado las señales y habían ratificado que él había deshecho el nudo». Como rey bajo la protección de Zeus, fomentó después el chismorreo y la adulación para difundir sus proezas.

Como era habitual, las habladurías se extendieron como la pólvora. Puede que, de acuerdo con la leyenda local, el hecho de deshacer el nudo se hubiese puesto en relación con la reivindicación de gobernar a los habitantes de Frigia; ciertamente, en todos los relatos que se han conservado sobre este tema, esta hazaña se convirtió en una prueba de que Alejandro estaba destinado a gobernar Asia, y probablemente fue el propio Calístenes, uno de sus cronistas, quien habló de ello por primera vez. El carácter inevitable de la victoria se mantiene como un tema recurrente en las historias de la campaña, y al día siguiente, mientras el ejército partía de Gordio inquieto por las noticias de que la flota persa estaba organizando un serio contraataque en el mar, hubo rumores mucho peores que Calístenes tuvo interés en difundir por el campamento. «Reinar sobre Asia» era un rumor alentador, pero también era intencionadamente vago. Pues, ¿dónde terminaba el dominio de Asia? Tal vez en Asia Menor, o puede que incluso en el río Tigris y los palacios del rey persa; cuando Asia hubiera sido conquistada, había anunciado recientemente Alejandro, devolvería a todos los griegos a sus hogares. Sin embargo, mientras los refuerzos se congregaban y los maridos ocupaban de nuevo su lugar, nadie, y menos aún Alejandro, se habría atrevido a proclamar que, en ocho años, Asia significaría el Oxo, cruzar el Hindu Kush y luchar contra los elefantes de un rajá indio del noroeste.