«Mi capacidad de reacción ante el peligro…». En las semanas que siguieron a la victoria en el Gránico, Alejandro se ganó la divisa que posteriormente pusieron en su boca sus propios historiadores. Desde un punto de vista táctico, el problema era sencillo. Alejandro tenía que mantener su ventaja antes de que los persas pudieran recuperar el equilibrio y desafiarlo en alguno de los estratégicos bastiones fortificados que había en la costa. La distancia jamás detuvo a Alejandro y, además, la costa occidental de Asia nunca había estado excesivamente ocupada por las guarniciones del rey y los colonos feudales; sin embargo, Alejandro se estaba moviendo en un mundo de intereses complicados, cada uno de los cuales había de ser tenido en cuenta si quería acelerar su avance.
En la jerga administrativa del Imperio persa, la costa de Asia Menor estaba dividida entre el campo y las ciudades; el propietario reconocido del campo era el rey, que recibía impuestos fijos y distribuía a su antojo las haciendas a los colonos, los administradores o los nobles persas y griegos con una petición de favor real. Los contrafuertes de los montes que se interponían y las partes más remotas del interior se habían dejado en manos de las salvajes tribus nativas, que eran todo lo independientes que les permitían sus propios medios; sin embargo, la costa estaba densamente poblada de ciudades griegas, y su estatus había sido durante mucho tiempo objeto de discusión entre las potencias de la Grecia continental, que querían dominarlas, y el rey persa, que quería gravarlas con impuestos. Durante los últimos cincuenta años, estas ciudades habían acordado que pertenecían al rey mediante un tratado de paz; siguiendo la consigna de su padre, Alejandro estaba ahora obligado a cumplir el ideal familiar de liberarlas.
En lo tocante a las finanzas y la religión, los persas no habían sido ni unos entrometidos ni unos amos extorsionadores; la escala de los tributos era fija y la mayoría de las ciudades eran ricas gracias a sus tierras, en especial aquellas que tenían una activa banca en el templo. Y del mismo modo que en Asia Menor había muchos magos que habían encontrado un hogar en Éfeso, así el rey persa respetó los derechos de los predios cercanos de los dioses griegos Apolo y Ártemis, a los que identificaba con sus propios dioses. Sin embargo, al igual que los romanos o los británicos, los persas habían descubierto que, desde un punto de vista político, resultaba más conveniente llegar a un acuerdo con las camarillas de los ricos y poderosos. Las tiranías locales florecían en las ciudades griegas más pequeñas y menos accesibles, sabiendo que su limitado poder contaba con el apoyo de la administración persa. En las ciudades más grandes, los hiparcas, los generales, los jueces y los comandantes de las guarniciones persas convivían sobre la base de unos términos que resultaban satisfactorios para los peces gordos locales, estableciendo relaciones de amistad que, en varios casos, salvaron las diferencias del este y el oeste con una cordialidad encomiable. Puesto que las ciudades estaban rodeadas por el campo, los ciudadanos ricos habían establecido una doble alianza, ya que como terratenientes debían impuestos al rey persa, pero como ciudadanos conservaban su elegibilidad para un cargo dentro de la ciudad. Inevitablemente, ambas alianzas tendían a fusionarse en una, y, por lo general, era la libertad de sus conciudadanos la que se veía afectada, pues los ricos y los poderosos seguían simpatizando con los persas y establecían tiranías políticas. Gobernar a través de los ricos era algo natural en el sistema de control de los persas, quienes a menudo intervinieron para promoverlo, mientras que los sentimientos de la ciudad entraban en amargo conflicto y la gente vivía una de las situaciones más revolucionarias del mundo antiguo. Los ricos estaban separados de los pobres, por tanto clase contra clase, y los demócratas detestaban a los oligarcas con una intensidad tal que superaba incluso la de las odiosas divisiones sociales de Grecia, libres al menos de la provocación de un imperio extranjero. «Las ciudades —escribió Luciano, un sofista griego de Asia, cuando los romanos desempeñaron el papel de los persas— son como colmenas: cada hombre tiene su aguijón y lo usa para aguijonear a su vecino». La metáfora se adecuaba, más aún si cabe, a la época de Alejandro, pues entonces los aguijones eran igual de virulentos y las ciudades, como verdaderos enjambres, estaban activamente divididas en clases.
En esta maraña de conflictos civiles y odio entre clases, Alejandro necesitaba, para ejercer su liderazgo, hallar una rápida solución. La campaña de su padre sólo se había llevado a cabo para castigar a los persas en favor de los griegos; también se había hablado de la liberación de las ciudades griegas de Asia, pero el castigo y la libertad apenas significarían algo más que deshacerse de los amos persas. El caudillo aliado de los griegos era a la vez un conquistador macedonio: no sería difícil lograr que estas dos vertientes dejaran de estar en conflicto.
Inmediatamente después del Gránico, Alejandro hizo tres movimientos reveladores. Dictó órdenes de que el ejército no debía saquear el territorio; sin embargo, eso significaba poseerlo como un rey persa, y por ello designó al líder macedonio de la primera fase de la invasión sátrapa de la Frigia Helespóntica, manteniendo un título del enemigo que honoraba al gobierno persa y que puede que sorprendiera a los macedonios. En cuanto a los lugareños que bajaron de los montes para rendirse, Alejandro los mandó de regreso de un modo tan desinteresado como cualquiera de sus predecesores persas. En toda la provincia, el tributo se pagaría con la misma frecuencia que se pagaba a Darío. Troya fue declarada libre y se le concedió una democracia, lo cual constituía una pista de adonde podría conducir la liberación de Alejandro, aunque hasta entonces no se había hecho ninguna previsión general para las ciudades griegas; los hombres de Zelea, el cuartel general de los persas, habían sido «exculpados puesto que se les forzó a abrazar el bando persa». Presumiblemente su tirano iba a ser depuesto, si es que no había huido ya.
Desde el campo de batalla se envió a Parmenión para que tomase el castillo de Dascilio, que pertenecía a un sátrapa; puesto que los guardianes habían desertado, su conquista no presentaba problemas. Mientras tanto, Alejandro tomó la antigua ruta del suroeste a través de la llanura hasta Sardes, sede del sátrapa de los lidios, de cuyo imperio se habían apoderado los persas hacía más de doscientos años tras la derrota de Creso, su célebre rey. Presto para atacar, Alejandro no era el único que tenía prisa. Unos once kilómetros fuera de las murallas salió a su encuentro Mitrines, el comandante del fuerte persa y el hombre más poderoso de Sardes, que le ofreció su ciudad, su fortaleza y su dinero. Alejandro incorporó a Mitrines al personal a su servicio en calidad de amigo honorario y permitió que Sardes y el resto de Lidia pudieran «utilizar las antiguas leyes de los lidios y ser libres». Puesto que no sabemos nada del gobierno persa en Sardes, excepto que los lidios fueron acuartelados y desarmados, es imposible decidir qué privilegios restauró esta concesión; sin embargo, los persas eran famosos por sus jueces provinciales, y los documentos de Babilonia y Egipto muestran cuán ampliamente se invocó la «ley del rey» contra sus súbditos. En teoría, Alejandro tuvo un gesto hacia la sensibilidad de los lidios, aunque la cruzada griega no les debía nada, ya que no eran griegos. Al subir a lo más alto de la acrópolis, que, partida en dos, todavía está en pie y domina las tumbas de los viejos reyes lidios en la llanura que hay al lado, Alejandro se maravilló ante la solidez del fuerte persa y admiró la triple muralla y el pórtico de mármol. Momentáneamente consideró la posibilidad de construir un templo a Zeus Olímpico en la cima, pero los rayos rasgaron el cielo de verano y la lluvia se precipitó sobre el antiguo palacio de los reyes lidios: «Alejandro consideró que era un signo de la divinidad que indicaba dónde debía construirse el templo de Zeus y dio las órdenes necesarias de acuerdo con ello». En este augurio de Zeus Tonante, la idea de un templo en el emplazamiento de la antigua dominación implicaba un generoso reconocimiento de los reyes lidios, que fueron subyugados por los persas en los últimos doscientos años; desde un punto de vista diplomático, Alejandro tenía más razones para optar por esto último que para obedecer a un chaparrón.
Ser un conquistador significaba tener que gobernar. Alejandro dejó a un Compañero en el fuerte persa, y uno de los hermanos de Parmenión se convirtió en sátrapa de Lidia y Jonia con las fuerzas de apoyo necesarias. Esta separación de los mandos estaba en consonancia con la práctica de los persas y dividía la carga del trabajo en una área que todavía no era segura; como después advirtieron los romanos, un oficial podía observar el comportamiento de otro e informar al rey. Además, se le encomendó a un griego el cobro de «tributos, contribuciones y regalos». Como ciudad libre, probablemente Sardes pagó la «contribución» en vez del tributo imperial, y el hecho de que se la dotara de una guarnición de griegos argivos no constituía necesariamente una violación de su libertad. Era probable que se produjesen represalias por parte del enemigo y que la ciudad necesitase disponer de una defensa. Ahora bien, aunque Sardes salió ganando, el resto de Lidia sólo cambió un amo por otro.
No se trataba de perder el tiempo en nuevas reorganizaciones. El tesoro de la fortaleza era una adición muy valiosa a los fondos del ejército. El próximo objetivo era Éfeso, a unos ochenta kilómetros al suroeste por el Camino Real. Esta poderosa ciudad había dado la bienvenida a la avanzada de Filipo dos años antes, y todo inducía a pensar que se mostraría amistosa de nuevo. No obstante, Alejandro envió en primer lugar a todas las fuerzas griegas aliadas hacia el norte, al «país de Memnón» que quedaba detrás, y puede que, si éste era el estado del general Memnón, Alejandro esperara capturar a su enemigo personalmente. Las fuerzas griegas aliadas se reunirían con él más tarde, pues su ayuda era valiosa.
Al oír las noticias del Gránico, la guarnición contratada en Éfeso huyó. «Al cuarto día», Alejandro alcanzó la ciudad, restituyó por cuenta propia a los exiliados que habían sido expulsados e instauró una democracia en lugar de una oligarquía. Este momento, el primer contacto con una ciudad griega desde su victoria, era importante, en particular porque Éfeso ejemplificaba de lleno las luchas civiles. Dos años antes, Éfeso había sido gobernada por una junta pro persa; después, la avanzada de Filipo había expulsado a la junta y restaurado la democracia; un año más tarde la junta regresó, exiliando a los demócratas del año anterior; ahora Alejandro había inclinado la balanza y restaurado la democracia de un modo decisivo. Rebelándose a su vez, los habitantes de Éfeso se descontrolaron y empezaron a apedrear a las familias que habían gobernado gracias al apoyo persa, buena prueba del rencor que sentían por los tiranos. Alejandro tenía la experiencia necesaria para darse cuenta de que todas las clases son siempre tan vengativas como sus clases rivales, por lo que prohibió cualquier tipo de inquisición y venganza a sabiendas de que, en nombre de la restitución democrática, se sacrificarían vidas inocentes. «Fue por lo que hizo en Éfeso, más que en ninguna otra parte, por lo que Alejandro se ganó buena fama en esa época».
Las noticias pronto se difundieron, lo que dio poder a Alejandro. Dos ciudades cercanas le ofrecieron su rendición, quizás en términos democráticos, y se envió a Parmenión por tierra con el suficiente número de soldados para lograr que dichas ciudades mantuvieran su palabra. Alejandro empezó a sentirse más confiado a medida que se extendía su influencia, de modo que despachó a uno de los diplomáticos macedonios más experimentados «a las ciudades de Eolia que quedaban detrás y a todas las ciudades de Jonia que todavía estaban bajo dominio bárbaro». Sus disposiciones se hicieron famosas, y con razón: Alejandro iba a «derribar las oligarquías en todas partes y a instaurar democracias en su lugar: los hombres tendrían sus propias leyes y quedarían exentos del tributo que pagaban a los bárbaros». Alejandro, que con demasiada frecuencia es recordado sólo como un conquistador, estaba dando un cuidadoso golpe maestro.
Había resuelto de un plumazo las contradicciones que suscitaba su propia posición. Las democracias hicieron sobradamente justicia a la consigna de libertad de Alejandro y, al invertir el apoyo que prestaban los persas a los tiranos y los nobles, liberaron el odio de clase y el fervor de los demócratas reprimidos a fin de conquistar las ciudades de Eolia y Jonia. Alejandro no se había comprometido a dar un trato similar a las ciudades griegas que había más al sur, pero había garantizado el agradecimiento y la lealtad de los nuevos gobiernos griegos que dejaba tras él y a su alrededor. Había sólidos precedentes para su método. En Éfeso al menos, la avanzada de Filipo había instaurado una democracia; en un pasado más lejano, el rey persa Darío I había reconocido la fuerza del odio que sentían las ciudades griegas de Asia hacia sus tiranos y les había dado democracias después de que se rebelaran para protestar. Lejos de improvisar, Alejandro estaba explotando la corriente política más antigua del Asia griega y, sin duda, también las eternas aspiraciones de los griegos más humildes, dondequiera que vivieran; sólo cinco años antes, en el otro extremo del mundo griego, las ciudades griegas de Sicilia habían sido conquistadas por el aventurero corintio Timoleonte y por su promesa, de tinte similar, de liberarlas por medio de la democracia, un precedente que tal vez los macedonios tuvieron en cuenta. Demarato de Corinto, el apreciado compañero de Filipo, había luchado por la liberación de Sicilia y, puesto que acompañó a Alejandro a Asia, pudo haberle explicado lo que significaban las lealtades democráticas en una ciudad griega en el extranjero; se supone que el propio Alejandro prefería el gobierno de los aristócratas. Puede que este golpe maestro fuera obvio, pero otros lo pasaron por alto: así lo hicieron nada menos que los invasores espartanos sesenta años atrás, que dominaron o abandonaron cínicamente a las ciudades griegas de Asia a las que habían ido a liberar.
«No hay mayor bendición para los griegos —proclamó la ciudad griega de Priene cincuenta años después de Alejandro— que la bendición de la libertad». Semejante actitud no tenía en cuenta en absoluto a los habitantes nativos de Asia, muchos de los cuales eran siervos al servicio de los griegos y sus ciudades, pero hubo una ciudad de la que Alejandro sacó el máximo provecho. El anuncio de su liberación marcó el fin de una era y así es como se interpretó. Entre aquellos a los que restituyó, el clima imperante era el de la peculiar exultación de los políticos que regresan al poder cuando ya no contaban con ello; muchas ciudades jónicas empezaron a elaborar sus calendarios oficiales con unas fechas totalmente nuevas, y, a partir de entonces, la libertad se identificaría con el gobierno democrático, como si los dos siglos de tiranías persas hubieran constituido un interludio ilógico. El vocabulario de la política cambió y, en contrapartida, es probable que los nuevos gobiernos, bien en aquel momento o más adelante, rindieran a Alejandro honores que por otra parte estaban reservados a los dioses. El momento en que empezó a sondearse una cuestión que se plantearía abiertamente en los años posteriores no puede datarse con precisión. En Éfeso, quizá poco después de su visita, cuando Alejandro pidió que la reconstrucción del templo de Ártemis se dedicara en su propio nombre, los ciudadanos se negaron «porque no es propio de un dios honrar a otro», lo que prueba, de ser cierto, que la gente ya lo veneraba. Una vez más, Apeles, el artista de la corte, pintó para el templo de Éfeso un retrato de Alejandro sosteniendo el rayo de Zeus; esto también sugiere que Alejandro había sido identificado como un nuevo Zeus, aunque la fecha de la pintura no es segura. Se decía que Lisipo, el escultor de la corte, protestó porque consideraba que la lanza de un héroe habría sido más apropiada que el rayo de Zeus; sin embargo, Lisipo era rival de Apeles y estaba orgulloso de la estatua que había hecho de Alejandro, en la que éste sostenía precisamente una lanza. No era un efesio humilde, proscrito por creer en la democracia y que ahora regresaba milagrosamente a su ciudad natal por cortesía de un rey de veintidós años. Alejandro no era el primer griego que era honrado como un dios por motivos políticos; también la breve liberación de varias ciudades griegas de Asia llevada a cabo por su padre había sido recompensada con honores religiosos que casi llegaban a la adoración; la exultación del momento la hizo, por tanto, natural, pero una prueba de la profunda gratitud que sintieron las ciudades la constituye el hecho de que la adoración divina que profesaron a Alejandro no fue algo temporal ni una reacción forzada. Durante más de cuatro siglos, esta adoración persistiría de forma espontánea y se completaría con templos, sacerdotes y juegos sagrados; los ricos llegarían a valorar los diversos oficios religiosos que se le tributaban, pero unos pocos oligarcas de la época debieron de ver su inicio únicamente con disgusto y resentimiento.
Junto al hecho de garantizar la democracia, Alejandro había abolido en sus ciudades griegas el pago de tributos, un privilegio más generoso de lo que ningún otro señor les había concedido nunca. Sin embargo, al igual que los gobiernos modernos, Alejandro tenía el suficiente sentido político para ponerle otro nombre al impuesto que decía haber suprimido; en vez de un tributo, algunas ciudades griegas, si no todas, tuvieron que pagar una «contribución», probablemente un pago temporal hasta que Alejandro pudiera financiar por entero la flota, el ejército y las guarniciones con el botín conseguido. En Éfeso, seguirían satisfaciendo el tributo; éste tenía que pagarse a Ártemis, la diosa de la ciudad, a la que desde hacía mucho tiempo los iranios habían identificado con la diosa del agua Anahita, y los excedentes se utilizaron presumiblemente para costear la reconstrucción de su magnífico templo; se puso a un oficial iranio a cargo de la recaudación de los fondos y la administración del templo, una tarea de responsabilidad que le iba bien a la naturaleza oriental del culto, y en honor a la diosa Alejandro encabezó una procesión de su ejército formado en orden de batalla. Después dejó la ciudad para ir a Mileto, una ciudad jónica situada en la costa, cuya rendición había prometido su gobernador en una carta. Al llegar a las primeras colinas de la ciudad, el camino serpenteaba a través de campos de heno; por ahí transportó Alejandro el equipaje más ligero en carromatos, mientras que la maquinaria y el equipo pesado fueron enviados por mar, siguiendo la costa, utilizando los navíos de transporte de su flota. En el camino, Parmenión y sus tropas se unieron a él y marcharon a través del valle del río Meandro, recibiendo la rendición de pequeñas ciudades en las que pudieron instaurar democracias y solicitar contribuciones.
En Mileto, una ciudad jónica, las esperanzas de Alejandro iban a verse defraudadas; la ciudad se alzaba sobre un prominente cabo y, tan pronto como su comandante de guarnición oyó que la armada persa que acudía en su ayuda estaba en camino, cambió de parecer acerca de la rendición. Era una noticia preocupante, puesto que el apoyo naval persa podía mantener indefinidamente abierta esta destacada posición; como tantas otras veces, la solución de Alejandro se basó en la rapidez. Capturó la parte exterior de la ciudad, colocó la flota griega aliada en el puerto para bloquear el anclaje de los persas, se instaló al pie de la muralla de la ciudad y la sitió para conseguir su sumisión por medios lentos pero tradicionales. Tres días más tarde, apareció la flota persa, que se encontraba en Egipto; constaba de cuatrocientos imponentes barcos, en opinión de los oficiales de Alejandro. Por primera vez en Asia, Alejandro se encontraba en inferioridad numérica. Puesto que ahora mantenía una fuerte posición defensiva, sólo necesitaba seguir bloqueando el puerto de la ciudad para impedir el ataque y continuar con el asedio del modo habitual; sin embargo, la visión de los navíos persas impulsó una vez más a Parmenión a brindarle su consejo; después de la conversación que habían mantenido en el Gránico, este episodio despierta una inquietante desconfianza.
Parmenión aconsejó a Alejandro que atacara, tanto porque esperaba que la flota griega se haría con el triunfo, como porque estaba convencido de ello gracias a un augurio del cielo: un águila se había posado en la orilla, junto a la popa de los barcos de Alejandro. Si ganaban, la victoria sería una gran ayuda para la guerra en general; si perdían, el desastre no sería muy grave, pues los persas ya eran dueños del mar. Él mismo en persona iría a bordo de la capitana y compartiría el peligro.
Sin embargo, Alejandro consideró que
la opinión de Parmenión estaba equivocada y que su interpretación del augurio era poco probable. No tenía sentido luchar con unos pocos barcos contra muchos más, especialmente porque los chipriotas y los fenicios que estaban en el bando enemigo formaban una unidad experimentada, mientras que su propia flota no estaba entrenada del todo: en una posición insegura, no deseaba rendir la experiencia y la osadía de los macedonios a los bárbaros. La derrota en el mar supondría un serio golpe a la gloria inicial de la guerra, sobre todo porque los griegos se rebelarían si se sentían alentados por la noticia de un desastre naval.
En cuanto al augurio, «el águila estaba en efecto a su favor, pero puesto que se había posado en tierra, en su opinión eso significaba que derrotaría a la flota persa por tierra».
Esta negativa a luchar en el mar estaba justificada desde un punto de vista táctico. Habría sido una insensatez arriesgarse a una batalla naval contra tantos barcos, muchos de los cuales eran técnicamente superiores a la flota griega de Alejandro. Eran un contingente experimentado, aun cuando sus tripulaciones procedieran de Chipre y Fenicia, áreas en las que la cultura griega había dejado su huella y donde la rebelión contra Persia era reciente. Es muy improbable que el experimentado Parmenión propusiera nunca una aventura de este tipo, excepto, claro está, en las páginas de la historia cortesana, donde primero Calístenes y después Ptolomeo, el amigo de Alejandro, pudieron fabricar su «propuesta» como un complemento al mito de Alejandro. Los acontecimientos pronto explican por qué inventaron semejante discusión; en cuanto al águila, pájaro de Zeus, era un augurio apropiado para un rey al que Zeus protegía, y también el símbolo de las primeras monedas de oro que Alejandro acuñó en Asia.
Al principio, Mileto optó por rogar que se la dejara permanecer neutral, pero Alejandro se negó de un modo tajante y destrozó las calles a su paso con la ayuda de las máquinas de asedio. Muchos ciudadanos milesios «se postraron ante Alejandro y le imploraron como suplicantes, poniendo a la ciudad y a ellos mismos en sus manos»; sin duda, se trataba de hombres corrientes que anhelaban el retorno de la democracia. Sin embargo, unos pocos milesios lucharon a muerte junto a las guarniciones de mercenarios griegos hasta que se vieron forzados a lanzarse al agua y nadar o remar a una isla para salvarse; ciertamente, se trataba de los ciudadanos ricos que habían dominado la ciudad con el apoyo persa. Incluso en la isla, se prepararon para resistir heroicamente, hasta que Alejandro intervino y les ofreció el perdón, «apoderándose de él la piedad porque le pareció que eran hombres nobles y sinceros». Alejandro enroló a trescientos de ellos en su ejército, sin estigmatizarlos por más tiempo como traidores; a diferencia de las hordas que castigó en el Gránico, les hizo una promesa a cambio de su rendición y la cumplió, ya que la cifra de trescientos soldados no había de constituir una carga para el tesoro de su ejército.
Mercenarios aparte, fuera del mar iba a obtenerse una rotunda victoria. Como todos los navíos de guerra en el mundo antiguo, los buques de guerra persas eran como «pretenciosos botes oxonienses de ocho remos», y el espacio del que disponían a bordo para almacenar provisiones era tan pequeño que se veían forzados a estar diariamente en contacto con una base en tierra. Debido al movimiento, los alimentos no podían cocinarse, y el agua dulce debía recogerse situando a los navíos cerca de la desembocadura de algún río. Con la perspicacia que le caracterizaba, Alejandro se había anticipado a los persas y había enviado varias unidades por tierra para rechazarlos. Frustradas y sedientas, las tripulaciones salieron navegando hacia la isla de Samos, donde se abastecieron de alimentos, puede que con la ayuda de los atenienses resistentes. Al regresar a Mileto todavía no habían resuelto el problema del agua, y por eso, en interés de sus estómagos, dejaron la lucha y pusieron rumbo al sur. Tras haber conseguido esta victoria en tierra, como había profetizado, Alejandro tomó una decisión que iba a determinar su ruta durante los próximos dos años; a excepción de una veintena de barcos atenienses que llevarían el equipo de asedio siguiendo la costa y servirían como rehenes para propiciar la obediencia de sus conciudadanos, Alejandro disolvió toda la flota.
Ya en la Antigüedad, los méritos de esta orden tan audaz fueron objeto de vehementes discusiones, y, desde una fecha temprana, los historiadores que habían servido a Alejandro se sintieron obligados a defender la sensatez de su rey. Por consiguiente, al principio del asedio insertaron un diálogo con Parmenión sobre la conveniencia del ataque naval como preámbulo de la desarticulación de la flota. Del mismo modo que Parmenión fue introducido en la historia que transcurría a orillas del Gránico con el fin de resaltar el valor de Alejandro y minimizar la prudente verdad, en Mileto fue utilizado al revés, subrayando la prudente lógica de Alejandro y suavizando el verdadero riesgo que pronto iba a correr al disolver a la armada aliada.
«Alejandro consideró —escribieron sus oficiales— que, puesto que ahora ocupaba Asia con la infantería, ya no necesitaba una flota». Esto hace tan poca justicia a la capacidad de previsión de Alejandro que sólo puede tratarse de publicidad piadosa; pues, lejos de no necesitar una flota —y no hablemos de una flota griega—, siete meses más tarde Alejandro se vería forzado a ordenar que los barcos aliados acudieran para hacer frente al contraataque persa que siempre había temido. La flota griega aliada había empleado al menos treinta y dos mil hombres al exorbitante coste de 160 talentos al mes y, pese a los tesoros de Sardes y las esperanzas de recaudar tributos y contribuciones, Alejandro estaba seriamente preocupado por sus finanzas; probablemente los aliados griegos no estaban obligados a costear el mantenimiento de las tripulaciones, una imposición que sólo se intentó con posterioridad en un caso especial. La primavera siguiente, Alejandro enviaría 600 talentos a Macedonia para Antípatro y un suplemento de 500 para financiar el reclutamiento de una segunda armada aliada, pero puede que no dispusiera de este excedente en Mileto y, en cualquier caso, las tácticas, tanto como el dinero, pesaron en la decisión de disolver la flota. Inferior en número e incapaz de arriesgarse a un combate frontal contra unas tripulaciones mejores, «Alejandro pensó que si capturaba las ciudades costeras podría desbaratar la flota persa, dejándola sin ningún lugar donde reclutar tripulaciones o que utilizar como puerto marítimo en Asia». En vista de la antigua dependencia de los barcos de guerra respecto a sus bases en tierra para los suministros diarios, Alejandro calculó esta estrategia con astucia. A menor escala, ya había funcionado en Mileto, y, si la repetía, finalmente obligaría a los barcos chipriotas y fenicios a rendirse y unirse a su bando. Posteriormente, sus amigos calificarían esta estrategia de segura y exenta de riesgo, pero se necesitaron dos años de fe y paciencia para conseguirlo. Durante este tiempo, la flota persa amenazó todo el Egeo, recuperó la posibilidad de utilizar muchos puertos que Alejandro pensaba que había cerrado y, de haber tenido más suerte, podrían haberlo forzado incluso a regresar a la costa asiática. A corto plazo, era una estrategia sumamente peligrosa. Sin embargo, las finanzas y las cifras hacían que fuera la única opción sensata. Alejandro tuvo la previsión y la audacia de proseguir con ella hasta su azaroso final.
Así pues, anclado en tierra como su águila, Alejandro se preparó para dejar Mileto y seguir la costa meridional. Puesto que era una ciudad jónica, a Mileto se le dio una democracia, «libertad» y la exención de pagar el tributo, pero, según era la costumbre, todos los prisioneros extranjeros fueron esclavizados y vendidos. Más allá de la gratitud debida, los restituidos demócratas acordaron que el magistrado honorario de la ciudad para el primer año de su nueva era debía ser Alejandro; con todo, Alejandro no se entretuvo, pues las primeras colinas de la satrapía de Caria se alzaban ante él y era allí donde podía esperar que Memnón se uniría a los persas que venían del Gránico y a su flota indemne. Desde la victoria de Alejandro, los persas apenas se habían dejado ver; probablemente fue durante las últimas semanas cuando un hijo fugitivo de Darío intentó conseguir la ayuda de Alejandro, sólo para ser asesinado por orden de su propio padre. Tales traiciones en la familia real eran más de lo que se podía desear, pero en Caria parecía inevitable una ofensiva mayor mientras Memnón estuviese vivo para supervisarla.
Como en Jonia, las ciudades griegas todavía seguían alineándose en la costa cada vez más recortada de Caria, pero sus habitantes tenían una importancia secundaria para los nativos que habitaban en los bosques de pinos y en las parcelas de tierra llana. En las últimas dos décadas, muchos de estos nativos fueron introducidos en el estilo de vida urbana helenizada por las dinastías locales, que también habían gobernado como sátrapas de los persas. Este mecenazgo voluntario de la cultura griega se convirtió en una cuestión política, puesto que alentó a la familia que gobernaba en Caria a tratar de conseguir la independencia cuando el Imperio persa parecía debilitarse. Incluso en las alejadas zonas del interior se construyeron templos con columnas en honor a los dioses griegos, y, en las cuatro ciudades principales, se aprobaron decretos conservando el protocolo griego. Los nombres griegos y la lengua griega ya se habían implantado en las áreas más accesibles, de modo que Alejandro ya no se enfrentaba a serias barreras de lenguaje; las barreras eran más bien políticas. Unos veinte años atrás, muchos pueblos se habían fusionado con la reconstruida ciudad de Halicarnaso, una capital helenizada de origen griego, y el helenismo siempre fomentaba la independencia respecto a Asia; sin embargo, Caria no compartía lo bastante la cultura griega como para ser conquistada con otra promesa de democracia y con la consigna de la venganza griega. En Caria no había odio de clases que explotar, y Alejandro necesitaba una línea de ataque que pudiera apelar a los asuntos políticos de los nativos sin involucrarse él mismo en un esfuerzo demasiado prolongado. Al cruzar la frontera, encontró precisamente lo que buscaba: a una noble dama en apuros.
Ada, antigua reina de Caria, había llevado una vida dependiente en grado sumo y plagada de tristezas. Nacida en una familia de gobernantes en la que las mujeres conservaban ciertos derechos de sucesión, vio cómo en la década de 350 su famoso hermano Mausolo civilizaba y extendía su reino natal, hasta que ella finalmente se doblegó a las presiones de la política familiar y se casó con el único hijo de Mausolo, resignándose a tener un marido que era unos veinte años más joven y, probablemente, poco dado a responder con pasión a las insinuaciones de su tía, cuya edad rondaba la madurez. Aunque no tuvieron hijos, la pareja permaneció fiel, hasta que primero el hermano de Ada y después su sobrino-marido fallecieron, y Ada acabó siendo viuda, heredera de un reino que no constituía un legado precisamente atrayente para una mujer de mediana edad. Por otro lado, Pixódaro, su hermano más joven, estaba vivo y era un intrigante. Jubiló a Ada y la desterró, adoptó el título de sátrapa y se dedicó de lleno a la política exterior con la energía propia de los hombres. Pixódaro era quien había intercambiado mensajeros con el rey Filipo, tres años antes, para negociar un matrimonio entre su hija y uno de los hijos de Filipo, el plan que Alejandro frustró debido a su exceso de ansiedad. En su lugar, Pixódaro casó a su hija con un administrador iranio y, poco después, también él falleció; por primera vez en cincuenta y siete años, la satrapía de Caria fue heredada por un iranio, que resultó ser ese yerno llamado Orontóbates que debía su matrimonio y su posición a una torpeza juvenil de Alejandro. Mientras envejecía confinada en la misma fortaleza, la reina Ada tenía razones para reflexionar sobre las tristezas de su pasado.
Entonces, de manera extraña, la esperanza renació a partir del laberinto de su historial familiar. Aquel Alejandro que se acercaba era el mismo, pero ahora ya no era un muchacho nervioso de diecinueve años. Ada dejó la ciudadela de Alinda y fue a encontrarse con él en la frontera, pues deseaba conservar al menos lo poco que todavía controlaba. Ada conocía los convencionalismos de la familia del macedonio; sabía también que ella era de sangre real y que no tenía hijos, que los años pasaban. Por tanto, llegó allí con una propuesta tentadora; rendiría su fuerte con la esperanza de la restitución, pero también le pediría a Alejandro que se convirtiera en su hijo adoptivo.
Alejandro no tardó en reconocer la oportunidad que le caía llovida del cielo, si bien se trataba de algo poco habitual, y recibió a Ada con respeto. A través de Ada, Alejandro podía mostrarse ante los carios como el protector de sus intereses locales, que eran más débiles, frente a Persia; el apoyo a un miembro de su helenizada dinastía encajaba con la liberación de los griegos residentes. La adopción gozó de popularidad, y, durante varios días, las ciudades cercanas a Caria le enviaron coronas de oro; Alejandro «le confió a Ada su fortaleza de Alinda y no desdeñó el nombre de hijo». Su nueva madre regresó presurosa y encantada, y «continuó enviándole manjares y exquisiteces cada día, hasta ofrecerle finalmente cocineros y panaderos considerados maestros en su arte». Educadamente, Alejandro puso algunos reparos: «Dijo que no los necesitaba; para el desayuno, la preparación era una marcha nocturna; para el almuerzo, un desayuno frugal»; fue una diplomática forma de evadirse de la hospitalidad asiática, y su madre respondió rebautizando la fortaleza caria con el nombre de Alejandría en honor a su hijo recientemente adoptado.
Los asuntos culinarios no eran la única preocupación de Ada. Confirmó las noticias, que no auguraban nada bueno, de que Memnón y los fugitivos persas del Gránico se habían reunido de nuevo en Halicarnaso, la capital costera de Caria; Memnón había sido ascendido por medio de una carta real a la «jefatura del Asia inferior y de su flota», y, como garantía de su lealtad, había enviado a sus hijos al interior, a la corte de Darío. Con barcos, soldados imperiales y una poderosa guarnición de soldados mercenarios, Memnón había bloqueado Halicarnaso confiando en la línea de murallas circundantes y en la ciudadela del sátrapa, obra del hermano mayor de Ada. Lo que Alejandro podía esperar, por tanto, era tener que enfrentarse a un importante asedio, de manera que llevó por barco el equipo necesario al puerto abierto que se encontraba más cerca y tanto él como el ejército marcharon hacia el sur para reunirse con el equipo por el camino que discurría por el interior.
El asedio de Halicarnaso es el preludio de uno de los principales temas relacionados con los logros de Alejandro como general. En nuestros días, Alejandro es recordado por las batallas campales y por la extraordinaria extensión que abarcó su marcha, pero, entre sus contemporáneos, quizá dejó una huella más profunda como asaltante de ciudades amuralladas. Ni antes ni después de Alejandro llegaría a dominarse con tanto éxito este arte. Filipo fue constante en el arte del asedio sin salir victorioso, y ésta es la prueba más clara de las diferentes cualidades que tenían padre e hijo, pues mientras Filipo fracasó obstinadamente, el recuerdo de Alejandro como asediador fue único en el mundo antiguo. Aunque un asedio implica hombres y máquinas, una compleja coordinación en la que pronto empezaron a destacar los métodos de Alejandro, también es el examen más duro para evaluar la personalidad de un general. Alejandro era imaginativo, impertérrito y, por ello, más propenso a tener suerte. En Halicarnaso no confió en el armamento técnico ni en las innovaciones; las catapultas, la única novedad destacable, se utilizaron para repeler las incursiones del enemigo más que para abrir una brecha en las murallas, probablemente porque no estaban equipadas con resortes de torsión hechos con tendones. Alejandro fue desafiado por la ciudad más firmemente fortificada que se conocía entonces en Asia Menor, una ciudad que se alzaba «como un teatro» en niveles semicirculares desde su bien protegido puerto, que contaba con un arsenal que le proporcionaba armas y con un prominente castillo para proteger a su gobernador. Puesto que los persas defendían con su flota la parte que daba al mar, Alejandro se vio forzado a atacar desde el noroeste o el oeste, donde las murallas exteriores, aunque de piedra sólida, descendían hasta un nivel accesible del terreno. El desafío era poco prometedor y no es fácil determinar por qué salió victorioso, aun haciendo justicia a su estilo tan personal.
Se han conservado dos descripciones del asedio, y ambas se complementan de un modo sumamente interesante; la primera, escrita por los oficiales de Alejandro, de nuevo minimiza las dificultades, lo que confirma la manera en que los contemporáneos desarrollaron posteriormente el mito de la invencibilidad; la segunda, que probablemente se basó en los recuerdos de los soldados y en las adulaciones publicadas por Calístenes, subraya insistentemente la resistencia de la ciudad y observa que los sitiados estaban dirigidos por dos generales atenienses con los conmovedores nombres democráticos de Trasibulo y Efialtes, cuya rendición Alejandro había exigido el pasado otoño; aunque fueron perdonados, cruzaron a Asia para oponer resistencia al hombre que se suponía iba a vengar las pasadas injusticias de su ciudad. Se estaba de acuerdo en que había un tercer líder, un desertor macedonio que probablemente era el hijo de uno de los lincestas asesinados durante la ascensión al trono; constituían un poderoso equipo, pero ninguna de las historias deja claro que la etapa principal de su defensa había de durar dos meses, incluyendo los días de la canícula de agosto.
Al principio, las arremetidas de Alejandro fueron leves, probablemente porque sus máquinas de asedio todavía no habían acabado de recorrer el lento camino por carretera desde el puerto que se encontraba a unos nueve kilómetros y medio de la retaguardia, desde la única dársena que no estaba ocupada por la flota persa. Alejandro acampó en un terreno llano, a poco menos de un kilómetro del sector noreste de la muralla, y ocupó primero a sus hombres en un infructuoso intento de apoderarse de un puerto marítimo situado a unos veinte kilómetros al oeste de la ciudad, que falsamente había ofrecido su rendición; después hizo que rellenaran la zanja, de casi catorce metros de ancho y siete metros de profundidad, que hacía que la muralla noroeste de Halicarnaso fuera inaccesible para las torres de asedio rodadas. Los excavadores y los encargados de rellenar la zanja se protegieron con cobertizos provisionales hasta que ésta estuvo nivelada y las torres de asedio, recién llegadas por la carretera, pudieron rodar hasta su posición; inmediatamente, las catapultas quitaron de en medio a los defensores, se bajaron los arietes desde las torres de asedio a las murallas y muy pronto dos contrafuertes y una apreciable extensión de muralla se vinieron abajo. Sin dejarse intimidar, los asediados realizaron una incursión nocturna dirigidos por el lincesta renegado; arrojaron antorchas a las máquinas de asedio, que eran de madera, y los vigilantes macedonios fueron desagradablemente sorprendidos en la oscuridad antes de poder ponerse la armadura. Una vez hecho el trabajo, los sitiados se retiraron para reparar el agujero de la muralla exterior y levantar una barrera semicircular de ladrillos en un terreno empinado. También terminaron de construir una torre altísima que estaba repleta de ballestas.
El siguiente incidente se adscribió de manera unánime al efecto euforizante del alcohol. Una noche, dos o más soldados del batallón de Pérdicas se dejaron llevar por la insolencia y el vino, y animaron a sus compañeros a realizar una demostración de fuerza contra el nuevo muro semicircular. El terreno era desfavorable, los sitiados estaban alerta y, entre ráfagas de proyectiles procedentes de las catapultas, Memnón dirigió tal contraataque que el propio Alejandro se vio forzado a rescatar al alborotado regimiento. Y si bien los sitiados se retiraron, lo hicieron del modo que quisieron: Alejandro tuvo que admitir la derrota y pedir la devolución de los macedonios muertos, el signo convenido de que una batalla se había perdido. En su historia, el rey Ptolomeo dejó constancia del inicio de esta incursión de borrachos sabiendo que eso desacreditaba a Pérdicas, el rival con el que se enfrentó tras la muerte de Alejandro, aunque Ptolomeo eliminó la derrota que siguió porque no estaba dispuesto a revelar un fracaso de su amigo; por consiguiente, no se contó que, en el interior de la ciudad, el exiliado ateniense Efialtes exortó a sus compañeros sitiados a que no devolvieran los cadáveres a los enemigos: tan intenso era su odio hacia los macedonios.
Inquieto por este contratiempo, Alejandro golpeó las murallas y utilizó las catapultas con una furia como nunca antes había desplegado. Los persas hicieron otra incursión, y de nuevo, cubiertos por sus compañeros desde la zona más alta, la estratagema les salió bien. Era sólo el preludio. Unos pocos días después, planearon la incursión más ingeniosa dividiéndose en tres grupos sucesivos, según dispuso Efialtes. La primera oleada arrojaría antorchas a las torres de asedio de Alejandro en el sector noreste; la segunda correría hacia la puerta más occidental y se apoderaría de los guardas macedonios situados en el flanco, mientras que la tercera esperaría con Memnón y presentaría batalla cuando hubieran conseguido que avanzara un número conveniente de oponentes. Según los oficiales, estas incursiones se repelieron «sin dificultad» en las puertas oeste y noroeste; de hecho, las dos primeras oleadas hicieron su trabajo de un modo magnífico, y el propio Alejandro se vio obligado a soportar el castigo de sus ataques. La entrada de la tercera oleada en la batalla sobresaltó incluso a Alejandro, y sólo una famosa ofensiva librada escudo contra escudo por uno de los batallones de veteranos más experimentados de Filipo impidió que los macedonios más jóvenes se asustaran y se fueran directos al campamento. Sin embargo, Efialtes murió luchando gloriosamente a la cabeza de sus mercenarios griegos, y, puesto que los sitiados cerraron las puertas de forma prematura, muchos de sus hombres se vieron atrapados fuera, quedando a merced de los macedonios. «La ciudad estuvo a punto de ser capturada —escribieron los oficiales—, de no haber sido porque Alejandro retiró al ejército, pues todavía deseaba salvar Halicarnaso si sus ciudadanos mostraban algún gesto de amistad». La noche había caído y, presumiblemente, los hombres estaban algo alborotados; si Alejandro hubiese pensado que podía atacar con éxito, con ciudadanos o sin ellos, como en Mileto, lo habría hecho.
Esa noche, los persas que estaban al mando decidieron abandonar la parte exterior de la ciudad: la muralla estaba rota, Efialtes había muerto y las pérdidas eran numerosas; ahora que su guarnición había menguado, quizá temían también la traición por parte de algún grupo dentro de la ciudad. «En la segunda guardia de la noche», sobre las diez, prendieron fuego a la torre de asedio, a los arsenales y a todas las casas cercanas a las murallas, dejando que el viento hiciera el resto. El sátrapa Orontóbates decidió preservar los dos promontorios que había en la entrada del puerto, confiando en sus murallas y su dominio del mar.
Cuando la noticia llegó al campamento de Alejandro, éste se apresuró a ir a la ciudad, dando órdenes, dijeron sus oficiales, de que todos los incendiarios fueran ejecutados, pero que los ciudadanos de Halicarnaso que estuvieran en sus casas debían ser perdonados. Cuando el amanecer le mostró la magnitud del daño, Alejandro «arrasó completamente la ciudad», un detalle que se recuerda en ambas versiones, pero que evidentemente es una exageración, puesto que los famosos monumentos de la ciudad quedaron indemnes. Probablemente Alejandro sólo despejó un espacio desde el que asediar los dos bastiones que le quedaban a Orontóbates, pues se ordenó que unos tres mil soldados continuaran el asedio y se acuartelaran en la ciudad. Dado que Halicarnaso se había mostrado terca, no había razón para darle una democracia o reivindicar su libertad. Era una ciudad griega, pero no era una ciudad jónica o eolia, y no se le había prometido nada; sus promontorios iban a resistir otro año entero y a servir a la flota persa como base de suministros. No obstante, Caria, al final, había caído; Ada, la madre, fue nombrada sátrapa y se le dieron tropas bajo mando macedonio para que se ocupasen de realizar aquellos trabajos que resultaran demasiado extenuantes para una mujer anciana. Por tanto, bajo una mirada femenina, el principio de Alejandro de dividir el gobierno de las provincias entre un sátrapa nativo y un general macedonio se introdujo por primera vez.
El asedio de Halicarnaso deja una impresión desigual. Alejandro perseveró y, desde un punto de vista personal, luchó con su habitual valor, pero su victoria, sólo de carácter limitado, no se debió tanto al ingenio audaz o a las sutilezas mecánicas como al hecho de sobrepasar en número a un enemigo que hizo repetidas incursiones. No obstante, se abrió una importante brecha en un punto de aprovisionamiento para la flota egea, si no es que se abrió del todo, y, puesto que el otoño estaba muy avanzado, la mayoría de generales se hubiese relajado. Sin embargo, cosa típica en él, Alejandro no hizo nada de esto.
Antes de avanzar, dio órdenes de que todos los macedonios que se habían casado «poco antes de iniciarse la campaña asiática» fueran enviados de regreso a Macedonia con el fin de que pasasen el próximo invierno con sus esposas. «De todas sus acciones, ésta le valió mucha popularidad entre los macedonios», además de que contribuyó a que hubiera más nacimientos en su tierra natal y fomentó la aparición de nuevos refuerzos. Conducidos por el esposo de una de las hijas de Parmenión, los maridos regresaron a sus hogares y Alejandro disminuyó sus efectivos, destinando a Parmenión para que tomara a su cargo los carromatos de suministros, los aliados griegos y dos escuadrones de caballería, los llevara de regreso por la ruta a Sardes, y lo esperara allí, al este del Camino Real. El equipo de asedio fue enviado a Trales, e, infatigable como siempre, Alejandro anunció que iría hacia el sur, a la costa de Licia y Panfilia, «para controlar el litoral e inutilizarlo para el enemigo».
Así pues, al poner en marcha sus tácticas en tierra firme, Alejandro dio para siempre la espalda a las ciudades griegas de Asia que había ido a liberar. Por supuesto, la libertad de estas ciudades dependía de él y sólo abarcaba hasta donde él quería; a menudo podía llegar a extremos importantes, y también las apoyó en la planificación de nuevas edificaciones: construyó aquí un paso elevado, realizó allí un nuevo trazado de calles; en la ciudad jónica de Priene, centro del festival panjónico, dedicó el nuevo templo de la ciudad a Atenea, contribuyendo probablemente a su financiación. Del mismo modo que había honrado a Zeus en Sardes o a Ártemis en Éfeso, dio su apoyo a los dioses locales de las ciudades griegas hasta en los más pequeños detalles del culto y la decoración. Al igual que los proyectos que concibió para reconstruir Troya, algunos de los planos de sus edificios se retrasaron o sólo se llevaron a cabo por decisión local, pero, al menos en el Asia griega, la cruzada griega se convirtió en una guerra sagrada de venganza y restitución. Su fervor no debe ser minimizado.
Otros planes tuvieron un futuro más dilatado y calculado. Parece ser que con Alejandro se inició una ingeniosa política allí donde el favor real había recompensado la lealtad con estados, pues ahora los habitantes fueron forzados a vincularse al territorio «libre» de una ciudad griega y convertirse en ciudadanos honorarios. El resultado fue un sistema de mecenazgo local. Bajo los persas, estas concesiones de tierras se habían hecho sin restricciones y habían creado una nobleza provincial separada del rey y una clase de terratenientes ausentes que vivían lejos de su localidad. Alejandro y los sucesores dispusieron que sus favoritos deberían ser ciudadanos del lugar, capaces de informar y defender los intereses del rey en los asuntos urbanos, mientras que las ciudades griegas se beneficiaron de un rico benefactor local y de una superficie adicional de tierra. Al vincular los estados del campo a la vida urbana, se estableció un equilibrio de intereses, y dicho equilibrio perduró. Como de costumbre, la vida urbana fue lo primero que Alejandro implantó en su Imperio.
La vida rural, como siempre, cambió menos. Los pueblos coloniales pertenecientes a las provincias militares de los reyes persas permanecieron en sus viejos emplazamientos. Las mismas torres de los nobles, quizás ahora en manos macedonias, vigilaban el paisaje desde Pisidia hasta la llanura de Cícico, y su nombre todavía se conserva en la palabra Burgaz, el nombre turco común del lugar; allí la tierra todavía era labrada por siervos a los que nadie liberó, aunque muchos de ellos vivían con cierta comodidad en sus propias casas. Sin embargo, a través de esta continuidad, empezó a aflorar una nueva corriente. En el valle del Caico, por ejemplo, los colonos de la lejana Hircania, que habían luchado con sus sátrapas en el Gránico, vivían en un territorio denominado la llanura Hircaana, donde Ciro se había asentado dos siglos antes; sin embargo, con los años, sus pueblos se fusionaron en una ciudad y se mezclaron con los macedonios. Mantuvieron el tradicional culto al fuego, pero cuando aparecen en la historia romana son representados como ciudadanos vestidos y armados al estilo de los macedonios occidentales.
Después de Alejandro, la fuerza de la cultura griega estaría garantizada en Asia occidental; el reconocimiento de las ciudades de que se asistía a una nueva era significaba algo más que una anécdota en sus calendarios, pues fueron muchos los que sintieron que Alejandro era lo que decía ser: un salvador de los griegos frente a la esclavitud persa y un vengador, en nombre de la libertad griega, del sacrilegio cometido por los persas. Por tanto, fue entre los iranios del antiguo Imperio donde, al paso de Alejandro, este clima se dejó sentir con más intensidad. Repetidamente, en los siguientes cien años, sabemos que los iranios que vivían en Asia Menor se unieron a las asambleas y magistraturas de las ciudades griegas, cuyo futuro Alejandro había asegurado; era una vida de deberes cívicos que contrastaba con el aislamiento de las regiones del pasado. Sólo su religión se conservó como un sólido referente en un mundo cambiante. La adoración de la diosa del agua Anahita fue continuada por los magos, que se reunían para leer los textos sagrados en celebraciones de fe irania en el interior del Asia griega. Un iranio ya no podía estar seguro de encontrar sus torres en el campo, pero todavía podía encontrar un espacio en la adoración de su diosa; se dejó que un eunuco iranio se encargase de llevar los asuntos del templo de Ártemis en Éfeso, y, en vida de Alejandro, en una pequeña ciudad caria, dos iranios se convirtieron en ciudadanos de honor con el fin de servir como sacerdotes de Anahita, a quien los griegos veían como Ártemis, una tarea para la que su experiencia resultaba apropiada y que pasó de padre a hijo durante otras tres generaciones. Estos sacerdocios demostrarían ser el único refugio seguro en un mundo de deberes cívicos, el resto del cual mantenía pocas semejanzas con su pasado. Pero, puesto que Alejandro se dirigió hacia el sur, a Licia, dejando las ciudades griegas en manos de una incontestada flota persa, todavía estaba lejos de ser cierto que los días de la política de las satrapías en Irán no se habían interrumpido sólo de forma pasajera.