El grueso del ejército cruzó los Dardanelos por una ruta más convencional, y cuando Alejandro se reunió con su comandante Parmenión, todas las esperanzas se centraban en un encuentro rápido con el enemigo. El ejército llevaba consigo provisiones para treinta días, una cantidad para la que los macedonios habían sido entrenados por Filipo; la mitad ya había sido consumida, por lo que debían conquistar o concertar los suministros habituales del mercado con un número suficiente de ciudades griegas para poder alimentar a las tropas. La base más probable de los persas era el castillo de su sátrapa, a unos trece kilómetros al este; antes de emprender la marcha en esta dirección, Alejandro pasó revista e hizo el recuento del conjunto de sus tropas.
Llevaba con él a unos treinta y dos mil hombres de infantería: nueve mil pertenecían a las seis brigadas de los Compañeros de a Pie macedonios, tres mil a los Portadores de Escudo, mil a las tropas de refriega extranjeras y sólo siete mil eran aliados griegos. Siete mil soldados de infantería bárbaros, procedentes de Tracia e Iliria y probablemente provistos de armamento ligero, aportaban una nota de valiosa ferocidad; los tracios, en particular, eran soldados para los que la decencia común significaba muy poco, y «pueden encontrarse interesantes paralelismos con el modo en que los británicos, los franceses y los americanos utilizaron a los pieles rojas a finales del siglo XVII».[4] Las victorias del verano anterior habían convencido a sus jefes de unirse a la expedición, incluidos los tribalos; sus cifras se incrementaron con los refuerzos y, hasta que fueron abandonados como guarniciones en la India, los tracios son un recordatorio de que no debe echarse la culpa de todas las atrocidades cometidas a Alejandro y sus macedonios.
Aparte de unos pocos griegos aliados, de los tracios ligeramente armados y los entrenados jinetes de Peonia procedentes de la frontera norte de Macedonia, el poder de la caballería residía en mil ochocientos Compañeros y mil ochocientos tesalios pesadamente equipados, menos de la mitad de los efectivos ecuestres del único estado griego que disponía de la nobleza y las llanuras necesarias para igualar a los jinetes macedonios. Juntamente con la vanguardia, que contenía a la mayoría de los exploradores a caballo macedonios, la caballería totalizaba unos seis mil hombres; la infantería de vanguardia contenía macedonios y muchos griegos mercenarios, y esto hacía que el cuerpo de infantería sumase unos cuarenta y tres mil hombres. En el contingente principal de Alejandro había también cinco mil griegos mercenarios, probablemente armados para desempeñar un cometido sencillo más que para prestar servicio en primera línea contra los persas en las llanuras abiertas, para lo cual su equipamiento no era el adecuado. La paga, al igual que la comida, pronto se convertiría en otro elemento de presión, a menos que se consiguiese una rápida victoria.
Cuando los dos ejércitos se juntaron, todas las ciudades, a excepción de unas pocas poblaciones pequeñas de la costa noroccidental del Imperio, se perdieron de nuevo en favor de Persia; sólo un aliado leal era todavía significativo, pero importaba más desde el punto de vista de los persas. Al oeste, la ciudad isleña de Cícico continuaba apoyando la nueva invasión: los persas habían intentado conquistarla, incluso disfrazando a sus soldados con los anchos cascos macedonios, pero Cícico había aguantado, y esta resistencia les costaba cara a los persas. El hecho más notable era que los sátrapas persas de la provincia del Helesponto eran los únicos gobernadores de Asia occidental que nunca habían acuñado sus propias monedas; cada año tenían que enviar al rey el tributo de la provincia en forma de dinero, y para hacer frente a esta necesidad los sátrapas sólo podían haber utilizado un sucedáneo local; lo más probable es que usaran la abundante moneda de Cícico, que poseía uno de los sistemas monetarios más ampliamente conocidos en el mundo griego. Sin embargo, la ciudad no pertenecía al rey persa, pues no formaba parte del Asia continental; era libre de cerrar sus puertas y, al barrarlas en favor de Macedonia, causó importantes inconvenientes al ejército persa, muchos de cuyos soldados habían sido contratados para la ocasión; se esperaban, por tanto, pagos regulares de dinero para la comida y los salarios. Su comandante se había forjado una reputación por pagar puntualmente el dinero de la pensión alimenticia, pero sin Cícico no podría continuar haciéndolo con tanta facilidad.
En otros lugares, Alejandro sólo podía confiar en la política de su padre de liberar las ciudades griegas de Asia. Sin embargo, la liberación siempre es una promesa dudosa, y ya se había visto cómo el contingente de avanzada la traicionaba; Alejandro no tardó mucho en topar con la desconfianza que suscitaba en los nativos lo que la libertad podía significar esta vez, pues los tres primeros días de marcha lo llevaron hacia el noreste, siguiendo la costa asiática, donde su objetivo era evidentemente Lámpsaco, una próspera ciudad griega situada junto al mar. Sin embargo, Lámpsaco fue más reticente a dejarlo entrar. Los sátrapas persas habían estado acuñando moneda en la ciudad y los generales habían recurrido a sus fondos, quizá porque Cícico estaba cerrada: los empleados de Persia no harían ningún movimiento en favor de Alejandro, y, por tanto, la primera ciudad griega que él acudió a liberar lo rechazó como a quien no se necesita. Posteriormente, cuando la victoria dio un mayor significado a su promesa de libertad, unos enviados acudieron a suplicarle que Lámpsaco fuera perdonada, pero hasta que Alejandro no mostrase su fuerza no podría ni subvertir ni convencer a los jefes de las ciudades griegas que, con demasiada frecuencia, habían oído y padecido la oferta de «libertad» por parte de invasores.
En consecuencia, Alejandro retrasó su liberación y se volvió hacia el sureste, en dirección al castillo del sátrapa local, esperando que la batalla se librara a lo largo del camino. Los pueblos que no eran importantes lo recibieron con su rendición, de manera amistosa en todas partes, pero aunque los jinetes de Alejandro exploraron los montes, no se encontró al enemigo por ninguna parte. El terreno daba paso a una generosa llanura, y los exploradores se dirigieron de nuevo hacia el mar cercano; allí no había nada de lo que informar, excepto de la bienvenida dispensada por algún pueblo más. Mientras tanto, en el sur, a sólo treinta y dos kilómetros de distancia, las tropas persas se estaban concentrando sin haber sido todavía avistadas.
Al recibir noticias de la invasión, el alto mando persa dejó la fortaleza a orillas del lago Dascilio y se desplazó a través de sus campos y bosques, densamente arbolados, hasta una zona montañosa más empinada en el oeste. Allí, en la pequeña ciudad griega de Zelea, el tirano local los acogió, y los persas discutieron sobre las posibles tácticas. Había dos alternativas: o bien enfrentarse directamente a Alejandro, o bien quemar las cosechas a su paso e intentar rechazarlo por la falta de víveres. El segundo plan era de Memnón, un griego de la isla de Rodas que había seguido a su hermano al servicio de los persas; Memnón había sobrevivido a los cambios que habían tenido lugar a lo largo de quince años y había brillado en el papel desempeñado como general contra la avanzada del ejército macedonio. Con la ayuda de la infantería griega mercenaria, hizo retroceder al enemigo tras las primeras victorias; una prueba de su don de mando puede verse quizás en una serie única de monedas persas sobre cuyos reversos está grabado lo que parecen ser mapas de los alrededores de Éfeso, escenario de la campaña de Memnón; cuando pagaba a sus tropas mercenarias, les estaba dando, al parecer, un práctico recordatorio de la geografía local en el reverso de sus pagas. Creador de los primeros mapas de campo que se utilizaron en la guerra griega, Memnón no era un general al que se pudiera despreciar; unos diez años antes había vivido también como exiliado en Macedonia y había visto por sí mismo el estilo del ejército de Filipo.
Su plan era sensato y, cuando se adoptó un año más tarde, casi se demostró que era acertado. Sin embargo, aunque Memnón se había casado con una mujer persa, era un griego aconsejando a los persas sobre cómo luchar contra los griegos y hubo profundas objeciones a su política. Memnón les pedía a los sátrapas que incendiaran una tierra que era altamente productiva; además, ellos y sus compañeros iranios se habían apoderado de las mejores tierras para crear sus propios estados. Alrededor de Zelea, por ejemplo, donde estuvieron discutiendo, se extendían los bosques y campos de los antiguos reyes lidios que ahora los persas mantenían para practicar su deporte favorito, la caza; en unos relieves de mármol procedentes del lugar donde se encontraba el castillo del sátrapa, todavía se los puede ver disfrutando de la caza a caballo, mientras que el castillo se alza sobre los lagos y reservas de caza cuyos árboles y animales supusieron una revelación para los ojos griegos; la región todavía es famosa por sus pájaros exóticos. Los persas cultivaban la tierra tan bien como cazaban. Por la costa, los nobles persas vivían en el interior de unas haciendas en las que trabajaban centenares de siervos locales; los castillos privados, de gran altura, servían como espaciosos graneros, hasta el punto de que un oficial de la zona podría haber abastecido con cereales a un considerable ejército durante casi un año. Estando así las cosas, Memnón consideró oportuno proponer una devastación, pero él no era más que un extranjero hablando de los cotos de otros. Él mismo era propietario de una gran hacienda, pero se trataba de un regalo reciente; otros habían visto antes cómo sus antiguos hogares ardían, y el recuerdo era de lo más desagradable. También era dudoso que los súbditos quisieran ayudar quemando sus propias cosechas.
De un modo audaz, pero equivocado, el mando persa rechazó el plan de Memnón y ordenó el ataque a discreción que Alejandro había esperado. Desde Zelea, la ciudad de la que Homero había dicho «que está al pie del monte Ida, donde los hombres son ricos y beben las oscuras aguas del Esopo», el ejército persa descendió por el oeste hasta la llanura, mientras que a unos cuarenta y ocho kilómetros de distancia, una mañana de mediados de mayo, Alejandro todavía estaba marchando sin haberse dado cuenta de ello, con la infantería en doble fila, la caballería a cada lado y el séquito con los pertrechos situado prudentemente en la retaguardia. Pasó un día antes de que los exploradores a caballo regresaran galopando a través de la maleza de los campos abiertos: el ejército persa, le informaron finalmente, estaba esperando para la batalla en la otra orilla del río Gránico.
Después de la ansiosa búsqueda llevada a cabo durante los últimos seis días, Alejandro debió de recibir la noticia con alivio. Sin embargo, algunos de los oficiales no se mostraron tan confiados; no alcanzarían el río hasta la tarde, y el mes, observaron, era el mes macedonio de Desio, durante el cual los reyes nunca iban a la guerra. Con todo, sus escrúpulos eran irrelevantes, pues probablemente la prohibición había surgido de la necesidad de recoger la cosecha durante ese mes; sin embargo, Macedonia disponía ahora de esclavos y trabajadores suficientes para hacer este trabajo sin la ayuda del ejército. Alejandro rebatió a los oficiales de un modo propio de él, ordenando que se modificara el calendario y que se insertara un segundo mes de Artemisio en el lugar del de Desio. Seguiría adelante costara lo que costara y, a primera hora de la tarde, el ejército alcanzó el río Gránico y pudo inspeccionar al enemigo: el examen justificó la decisión de prescindir de la fecha.
Posteriormente los rumores exageraron las cifras de un modo ridículo, pero no hay duda de que en el Gránico el ejército persa era sensiblemente más pequeño que el de Alejandro, quizás unos treinta y cinco mil hombres frente a sus cincuenta mil. Excepto en el caso de Memnón, los comandantes eran aristócratas iranios, la mayoría sátrapas o gobernadores de las tribus de Asia occidental, algunos de ellos parientes reales u Honoríficos del rey persa. Sin embargo, ninguna unidad de Persia, la provincia que gobernaba el Imperio, estaba presente, y la caballería, su fuerza tradicional, procedía de las reales colonias militares que, como compensación por los servicios prestados, hacía mucho tiempo que se habían establecido en las ricas llanuras cercanas a la costa de Asia, lejos de sus hogares allá por el mar Caspio o el Oxo; otros jinetes procedían de las tribus montañesas de Capadocia y Paflagonia, cuyos caballos eran famosos pero cuyos gobernadores iniciaron una rebelión contra el Imperio poco rígido de los persas hacía menos de treinta años. Algunos de ellos llevaban una pesada armadura con las protecciones de metal que Jenofonte había observado y que confirman las esculturas persas; los flancos de los caballos y las piernas de algunos jinetes estaban protegidos con anchas placas de metal, mientras que de las sillas de montar de otros jinetes sobresalían, como alerones, los protectores para las piernas que los resguardaban contra los golpes de espada. Los petos y arreos para la cabeza de los caballos también eran de metal, mientras que los jinetes ricos llevaban una armadura recubierta de plata y un yelmo revestido de metal, precursores de las catafractas de cota de malla de los persas sasánidas, a quienes el ejército romano puso el sobrenombre de «muchachos caldero» por el casco y el metal de su armadura. Estos jinetes tenían muy poca movilidad, pero, situados al borde de la orilla de un río, donde era más probable un empujón que una justa, la pesada armadura resultaba más útil que la capacidad de maniobra; no obstante, era un punto a favor de Alejandro que los miembros de la caballería de los persas estuvieran armados con jabalinas arrojadizas, mientras que sus Compañeros llevaban lanzas más fuertes y ofensivas de madera de cornejo. Ahora bien, esto sólo resultaría favorable si sus hombres podían disponer de espacio para cargar, y el lecho de un río no parecía el lugar más adecuado.
En la infantería, los persas no habían mandado llamar a los arqueros, pero habían contratado a casi ciento veinte mil griegos de las habituales fuentes de reclutamiento. Por el momento estaban posicionados tras la línea de batalla, pero Memnón era un experimentado comandante de mercenarios y, si la batalla se libraba de inmediato, indudablemente los haría avanzar; a los Compañeros les resultaría difícil romper su sólida formación a menos que pudieran tomarla por el flanco, y, hasta que no la hubieran roto, los Compañeros de a Pie no podrían atacar con sus sarisas. La lucha prometía ser dura.
Había un elemento que descartaba la esperanza de una justa medición de fuerzas: el río que corría entre los dos ejércitos. Alineadas en la otra orilla, las tropas persas mantenían una espléndida posición defensiva; una parte del curso del río Gránico fluía rápido y bajo entre los escarpados terraplenes de lodo que las historias de Alejandro mencionan expresamente como producto del azar; su anchura era de unos dieciocho metros, y el tramo constituido por una escarpada pendiente al pie del monte Ida apenas dejaba libertad de movimientos para que las tropas subieran o bajaran por ahí. El ejército macedonio había marchado recorriendo probablemente unos dieciséis kilómetros al día y necesitaba tiempo para desplegarse en orden de batalla, fundamentalmente porque las órdenes se transmitían de boca en boca a través de las líneas. Cuando estuvieran preparados para llevar a cabo la estrategia de Alejandro, la tarde estaría ya muy avanzada. Mientras cabalgaba a lo largo de la orilla del río sobre su segundo caballo, pues Bucéfalo estaba cojo o lo consideraba demasiado valioso para arriesgarlo de este modo, la silueta de Alejandro, con el yelmo adornado con dos plumas blancas, recortaba una estampa singular. Sin embargo, el tipo de estrategia que eligió es una cuestión más controvertida.
De acuerdo con uno de sus oficiales, que escribió poco después de la muerte de Alejandro, no había ninguna duda. El anciano Parmenión se había acercado hasta él para darle su consejo: sería más prudente, se rumoreaba que había dicho, acampar durante la noche a la orilla del río, pues la infantería del enemigo era inferior en número y no se atrevería a acampar cerca de la ribera. Al alba, los macedonios podrían cruzar el río antes de que los persas hubieran formado, pero por el momento no debían arriesgarse a una batalla, puesto que sería imposible conducir las tropas a través de aguas tan profundas y con tantos escalones y terraplenes. «Fracasar en el primer ataque sería peligroso para la batalla que tenemos entre manos y perjudicial para el desenlace de la campaña en su conjunto».
Alejandro rechazó el consejo: su oficial escribió que replicó a Parmenión diciendo que «sabía que éste era el caso, pero que se sentiría avergonzado si, tras haber cruzado el Helesponto con facilidad, la insignificante corriente del Gránico le impidiera cruzarlo allí mismo y en aquel preciso momento. Consideraba que posponer el ataque no era digno de la gloria de sus macedonios o de su propia capacidad de reacción ante los peligros. Además, si los persas no sufrían el ataque inmediato que temían, eso contribuiría a que pensaran que ellos eran un contrincante fácil para sus hombres». Parmenión fue enviado para dirigir el ala izquierda, mientras que él mismo se desplazó a la derecha; hubo una larga pausa y entonces, para probar su punto de vista, lanzó a los exploradores a caballo, seguidos por los Compañeros, contra la caballería enemiga que estaba alineada en la otra orilla; mediante un despliegue de heroicidad personal contra los generales persas que le hizo perder la lanza y que casi le costó la vida, Alejandro abrió un paso para los Compañeros de a Pie y el camino para lograr una victoria vespertina.
Probablemente esta conversación con Parmenión sea una ficción, pues resulta sospechoso lo a menudo que Parmenión aparece como el «consejero» de Alejandro, no sólo en las historias de los oficiales sino también en las leyendas, tanto las griegas como las judías, en las que por lo general el consejo es refutado y eso sirve para resaltar la osadía y la inteligencia de su señor. Es más relevante que, cuatro años después de la batalla, Parmenión fuera asesinado por orden de Alejandro debido a la conspiración de su hijo. De los pocos retazos que se conservan de la historia oficial de Calístenes puede deducirse que el papel de Parmenión en la gran batalla campal de Gaugamela fue duramente criticado, probablemente de manera injusta. La historia sobre Parmenión que se utilizó en Gaugamela podría muy bien haberse aplicado en el Gránico, de nuevo quizá por obra de Calístenes, o quizá por uno o por ambos de sus historiadores posteriores, es decir, Ptolomeo, el amigo de Alejandro, y su viejo apologista Aristóbulo. Si Calístenes fue quien empezó a contar dicha historia, entonces esta «refutación» de Parmenión debió de producirse para agradar a Alejandro, posiblemente porque se escribió después de que Parmenión fuera asesinado y se pensaba que su memoria había de desacreditarse. Sin embargo, el episodio no sólo era un recurso para resaltar la audacia de Alejandro; también era fraudulenta, pues otros describieron una batalla que se libró exactamente como Parmenión había sugerido, y, por diversas razones, probablemente estaban en lo cierto.
Alejandro, escribió un historiador que no le debía nada, acampó para pasar la noche a orillas del Gránico. No hubo ninguna conversación con Parmenión, sino que, al alba, Alejandro cruzó el río sin encontrar oposición, probablemente porque, en efecto, los persas habían establecido su campamento en una colina, unos dos o tres kilómetros más abajo; no era una práctica habitual de los persas iniciar una marcha antes de la salida del sol, y su costumbre universal de acampar tranquilamente a distancia, e incluso de manear a sus caballos frente al campamento, ya había sido subrayada por Jenofonte como una buena oportunidad para los atacantes. Habiendo iniciado una marcha furtiva y sigilosa al amanecer, Alejandro abrió en abanico la primera línea y se enfrentó con una carga precipitada de la caballería persa, que saltó sobre los caballos al conocer la noticia de que estaban cruzando por sorpresa y se puso a galopar a la cabeza de la infantería. Contra ellos, Alejandro mostró un heroísmo digno de Aquiles, derribando a varios sátrapas y recibiendo el impacto de una enorme cantidad de armas sobre su escudo troyano, si bien, en el flanco izquierdo, la gallardía de Parmenión y la caballería tesalia obtuvo un apretado segundo lugar, un hecho que los oficiales evitaron mencionar. Tras un prolongado zarandeo y después de hacer buen uso de la cimitarra, la caballería persa huyó tras perder a varios sátrapas y generales; cuando despuntaba el alba, la primera línea de Alejandro cayó sobre el campamento enemigo y rodeó a la infantería griega contratada por los persas, que intentó oponer resistencia. Inferiores en número, los mercenarios consiguieron herir al caballo de Alejandro, pero muchos de ellos fueron asesinados y apenas dos mil fueron hechos prisioneros. Alejandro no podía permitirse el lujo de contratarlos, por lo que decidió dar un escarmiento al resto de los griegos rebeldes; a juzgar por las cifras de sus oficiales, esto significa una masacre de más de quince mil hombres.
Según esta versión, la batalla se libró y se ganó exactamente de la forma en que Parmenión, de acuerdo con los oficiales de Alejandro, le había aconsejado erróneamente. Visto de manera retrospectiva, ¿les dio la impresión que esta astuta táctica, que tuvo lugar al amanecer, no era tan digna de un héroe ni tan aguerrida, por lo que inventaron una que sucedía por la tarde para sustituirla, y echaron la culpa de la batalla que realmente tuvo lugar a la excesiva precaución de Parmenión? En la búsqueda de Alejandro, los diversos vestigios que quedan de los recuerdos de sus amigos deben cotejarse con el esquema que sigue la narración de un autor literario, puesta por escrito durante los quince años siguientes a la muerte de Alejandro a partir de lo que habían oído y leído de los participantes. Sin embargo, dicho esquema es equivocado en relación con otras batallas de Alejandro y con la secuencia de otros acontecimientos. Frente a la versión de Ptolomeo, que fue testigo ocular, en este caso no deberíamos aceptar esta segunda versión.
Sobre las secuelas de la victoria no hay ningún margen de duda, y poco de lo que lamentarse. Como caudillo de hombres, Alejandro proyectó un hechizo personal que estaba firmemente basado en el esfuerzo, y los acontecimientos en el Gránico pusieron de manifiesto el notable modo en que comenzó. Memnón y varios sátrapas escaparon, pero Alejandro enterró a los líderes persas, un gesto griego de piedad que habría afligido a sus destinatarios, pues muchos persas no creían en la inhumación por razones religiosas. Con un estilo más acertado, Alejandro «mostró gran preocupación por los heridos, visitándolos a todos, uno a uno, interesándose por sus heridas y preguntándoles cómo las habían recibido». Humano hasta el fin, «les dio la oportunidad de que alardearan y le explicaran cómo habían actuado en la batalla». Veinticinco hombres de la caballería de los compañeros murieron en la carga que Alejandro capitaneó, por lo que a la mañana siguiente ordenó que fueran enterrados con gran magnificencia y decretó que sus padres e hijos debían quedar exentos de los impuestos, las obligaciones del servicio y los reclutamientos básicos; a Lisipo, su escultor oficial, se le encargó que realizara estatuas de bronce de cada uno de ellos para erigirlas en la fronteriza ciudad macedonia de Dío. Y en lo que respecta a los griegos mercenarios al servicio de los persas, se enterró a miles de muertos, pero los prisioneros fueron encadenados y enviados a realizar trabajos forzados a Macedonia «porque habían luchado como griegos contra griegos, a favor de los bárbaros, contrariamente a los decretos comunes de los aliados griegos». Bajo la cobertura del mito del padre de Alejandro, Macedonia consiguió mano de obra, y, con un pretexto legal, se dio ejemplo para disuadir a cualquier reemplazo griego futuro de unirse a la causa del enemigo.
El botín se trató con la misma astucia y sofisticada aparatosidad. El excedente se envió a Olimpia, en cuanto reina de Macedonia, pero se eligieron trescientas armaduras persas para consagrarlas en Atenas a Atenea, la diosa de la ciudad, y se ordenó que se añadiera la siguiente inscripción: «Alejandro, hijo de Filipo, y los griegos, excepto los espartanos, de los bárbaros que viven en Asia». Por esta sencilla fórmula debe reconocerse a Alejandro el mérito de una de las consignas más brillantes y diplomáticas de la historia antigua; se denominaba a sí mismo Alejandro, no rey Alejandro, ni caudillo, ni general, sino meramente el hijo de Filipo, en un estilo impecablemente humilde; de los griegos, escribió, no de los macedonios ni de los agrianos, ni de las tribus de Europa que habían ganado una batalla en la que los griegos sólo habían destacado de un modo prominente en el bando enemigo; de los bárbaros, cuyos ultrajes Alejandro estaba vengando pero a cuyos líderes, sin embargo, había enterrado; de una victoria, sobre todo, de los griegos «excepto los espartanos», tres palabras que resumen las emociones de toda la historia griega de los doscientos años anteriores. Por un lado, no había espartanos presentes: ninguno de los soldados griegos mejor entrenados, ninguno de los espartanos que habían hecho retroceder a Jerjes hacía mucho tiempo en las Termópilas, a los que nada importaban las flechas que oscurecían el sol porque «Esparta no consideraba que la costumbre de sus padres fuera seguir, sino dirigir»; sin embargo, tampoco había ninguno de los espartanos a los que las ciudades más pequeñas del sur de Grecia todavía temían y detestaban, cuya impopularidad había sido hábilmente explotada por Filipo y cuya sombra había oscurecido la historia de las democracias, no sólo en Atenas, sino también en todo el mundo griego; los espartanos, que habían ido a liberar a los griegos de Asia setenta años antes y que cínicamente los habían entregado al rey persa; era un mensaje con un significado claro y dice mucho el hecho de que su destinataria fuera Atenas, la ciudad cuya cultura Alejandro y su padre habían respetado, pero cuya mala conducta habían temido y combatido durante dos décadas.
Dicen los historiadores que mil años separan la victoria lograda en el Gránico de la caída de Troya, que según calculó Calístenes ocurrió en el mismo mes en que tuvo lugar la invasión de Alejandro: mil años, por tanto, entre un Aquiles y la llegada de su émulo a las llanuras de Némesis, diosa de la venganza, como Calístenes denominó el lugar de la batalla. Era, en efecto, el comienzo de una nueva era, aunque ninguno de los que regresaron de aquel lugar podía darse cuenta de hasta qué punto lo era; no se trataba de una nueva filosofía o una nueva ciencia, sino del vasto alcance geográfico de la conquista y la incidental expansión del modo de vida de un pueblo.
Podemos figurarnos fácilmente
la total indiferencia de los espartanos
ante esta inscripción. «Excepto los lacedemonios»,[5]
es evidente. No eran los espartanos
quienes se dejaban conducir y gobernar
como dóciles siervos. Además,
una expedición panhelénica que no estaba
mandada por un rey de Esparta
les parecía indigna de preocuparse.
Evidentemente «excepto los lacedemonios».
Una actitud como otra. Se comprende.
Y así, excepto los lacedemonios sobre el Gránico;
y también en Isos; y por fin en la decisiva
batalla, donde fue destruido el inmenso ejército
que los persas habían concentrado en Arbela,
que desde Arbela avanzó hacia la victoria y fue destruido.
Y es de esa gigantesca expedición panhelénica,
la victoriosa, la ilustre,
la renombrada, la glorificada
como ninguna otra lo fuera nunca,
de tal expedición, de quien nacimos nosotros;
un mundo griego inmenso, nuevo.
Nosotros: los alejandrinos, los de Antioquía,
los seléucidas y tantos otros
griegos de Egipto y de Siria,
y los de Media, y los de Persia, y de otros sitios.
Con nuestros opulentos estados,
con la acción sutil de nuestros gobernantes.
Y nuestra común Lengua Griega
conocida por todos desde Bactria hasta la India.
¡Hablar ahora de los lacedemonios![6]
K. KAVAFIS
«En el año 200 antes de Cristo»