6. MIRADA HACIA ORIENTE

Como idea, una campaña griega contra Persia no era nada nuevo. Durante más de sesenta años había figurado entre los temas de los oradores profesionales y los panfletistas, y, a través de las elocuentes cartas del anciano ateniense Isócrates —quien, según él mismo admitió, escribía para alardear y no era tomado en serio—, se había instado repetidamente a Filipo y a otros extranjeros para que la emprendieran. Estas expediciones sobre el papel no tenían en cuenta el equilibrio de poder en una Grecia dividida, y tampoco conciliaban las exigencias y recompensas de un líder extranjero con las esperanzas de los aliados griegos, que estaban obligados a luchar en calidad de subordinados; su consejo era puramente teórico, y, como le dijo una vez Catalina la Grande a Diderot, el consejo de los teóricos «existe seulement sur le papier qui souffre tout». La realidad se demostraría muy distinta, y los griegos sólo se convencieron de que la campaña se iba a llevar a cabo cuando Alejandro se preparó para ponerse en camino.

Diez años antes del reinado de Filipo, se había alardeado de que Asia sería más fácil de conquistar que Grecia, lo que dependía de la idea que se tenía de dónde terminaba Asia. Sin duda alguna, el sometimiento de Grecia era el primer paso, y el más delicado, y resultaba fundamental para cualquier invasor que pretendiera cruzar el Egeo. Como heredero del consejo griego de su padre, Alejandro fue el dictador de Grecia en todo salvo en el nombre. Hay tres factores reconocidos que sustentan una dictadura: la policía, un mito y un ejército. Al marchar hacia Asia, Alejandro arregló los asuntos políticos griegos con ayuda de los tres.

Su madre Olimpia iba a actuar como reina de Macedonia, mientras que su hermana Cleopatra lo haría como reina del Epiro; Antípatro fue nombrado general para Grecia y Europa, con doce mil soldados de infantería y mil ochocientos soldados de caballería macedonios, y tenía el poder de reclutar más tropas en tiempos de crisis, tanto en Macedonia como entre los aliados griegos. Personalmente, Antípatro y Olimpia nunca se habrían adaptado a la situación, pero Grecia contaba con los métodos de vigilancia de Filipo para simplificar su tarea; al menos tres ciudades estratégicas habían sido acuarteladas, y en otros lugares estaban esos gobiernos favorables que habían sido mantenidos en el poder por medio de los tratados de Filipo. Se había acordado una «paz común» entre las ciudades griegas, cuyo Consejo presidencial impedía las revoluciones internas y el regreso de los exiliados indeseables a ningún estado miembro. Se habían creado «supervisores de la estabilidad común» para comprobar que ninguno de los tres mecanismos tradicionales de agitación social —la redistribución de la tierra, la liberación de los esclavos y la abolición de las deudas— se implantara en la constitución de las ciudades aliadas. Desde un punto de vista externo, el balance político era convenientemente malo; Tebas se había desmoronado, Esparta era detestada por sus vecinos, que la temían debido a su historia pasada, y, de los principales poderes griegos, sólo quedaba Atenas. Los roces que Alejandro había tenido con Atenas habían quedado sin resolver, pero en cuanto dominó los Dardanelos y sus ciudades, «el granero del Pireo», controló la ruta del trigo desde el Mar Negro, de la que Atenas dependía para el suministro de alimentos y de la que, por tanto, era su principal dueña. Se trataba de una relación desigual. Aunque el consejo griego aliado garantizaba la estabilidad de las ciudades griegas, los atenienses estaban tan temerosos de que Filipo y Alejandro pudieran interferir en las leyes de su ciudad que designaron una comisión para que recomendara protección para su democracia. Sin embargo, Filipo y Alejandro ya habían considerado que esta ciudad fuertemente amurallada era vital para sus planes, y las actividades que llevaron a cabo al respecto fueron muy reveladoras, pues fue pensando en Atenas como se decantaron por la utilización del mito.

En las monedas de oro, Alejandro hizo representar en una cara a la diosa Atenea y, en la otra, la figura de la Victoria sosteniendo un símbolo naval y con el aspecto de la estatua de la Victoria de la Acrópolis de Atenas. Es muy posible que durante el primer otoño de su reinado Alejandro hubiera contribuido a restaurar dos de las estatuas de bronce de la Acrópolis, y esta publicidad deliberada se adecuaba al tema de la Victoria y la Invencibilidad, así como a las esperanzas que había depositado en Atenas con relación a la invasión de Asia. La victoria, parecían decir sus monedas, estaba próxima y se conseguiría mediante una flota en combinación con los atenienses; Macedonia era dueña de la mejor madera para barcos en los Balcanes, pero sólo gracias a las ciudades griegas que le servían como puertos poseía algunos barcos de su propiedad, mientras que los astilleros de Atenas albergaban más de trescientos cincuenta barcos de guerra, aunque a la ciudad le resultaba demasiado costoso proveerlos de hombres; sin embargo, todavía era una flota mucho más poderosa que cualquier otra fondeada en el Egeo, y había el terrible peligro de que los barcos cayeran en las ricas manos de los persas. El mito de una victoria naval significaba buscar el apoyo de esta flota, y, pese a que los acontecimientos negaron este mito, la flota ateniense permaneció finalmente neutral ante las tentativas de acercamiento de los reyes espartanos y los almirantes persas durante los siguientes nueve años. «Atenas, ¿sabes qué peligros soporto para ganar tus elogios?»; el vicealmirante de Alejandro lo recordaba pronunciando estas palabras, y el mito de la Victoria fue parte de su calculada política. Dicha política se apoyaba además en la consigna de la invasión total.

La guerra, había anunciado Filipo, «iba a ser declarada a los persas en favor de los griegos, para castigar a los bárbaros por el anárquico tratamiento que dieron a los antiguos templos griegos»: Filipo iba a luchar como un cruzado de los griegos, y eligió esta consigna por sus numerosas y sutiles implicaciones. Históricamente, ésta se remonta a los oscuros días de 480, cuando el rey persa Jerjes invadió Grecia y dejó un reguero de sacrilegios que sólo finalizó con las estrepitosas derrotas en Salamina y Platea: sin embargo, no se trataba de un mero eco del pasado, pues la cruzada griega disimulaba a la perfección una empresa macedonia liderada por macedonios y, sobre todo, adulaba los intereses de Atenas. En 480, fueron los templos de la Acrópolis los que Jerjes incendió y, durante más de treinta años, los dejaron sin restaurar como un recuerdo de guerra para sus aliados; Atenas condujo a estos aliados a una liga protectora que rápidamente degeneró en imperio, pero su consigna también había sido una cruzada de venganza contra el sacrilegio persa. Al revivir el viejo tema político, Filipo apelaba directamente a la memoria viva de Atenas en relación con su pasado imperial, y el tono de los discursos contemporáneos y de los decretos confirma que en 480 todavía valía la pena invocar la pasada gloria y el «espíritu Dunkirk»; desde su derrota a manos de Filipo, los horizontes de Atenas se habían estrechado en el espacio y habían retrocedido en el tiempo, y el clima político que imperaba combinaba el sentimentalismo con amargos esfuerzos por comprometerse. Una cruzada griega contra los «bárbaros» de Persia implicaba justicia y religión, y prometía también un botín abundante del que los griegos dependían para la guerra; coloreaba el modo en que los aliados griegos veían la empresa macedonia, y este colorido contribuyó a lograr lo más básico de la expedición. La pequeña ciudad griega de Tespias había ayudado encantada a provocar la ruina de su dominante vecina Tebas, y por ello envió un escuadrón de caballería para que se uniera al ejército de Alejandro; cuando estos soldados de caballería regresaron de Hamadán ricos y victoriosos, hicieron una dedicatoria del botín, no como griegos que habían servido a los intereses macedonios de Alejandro, sino como vengadores de la virtud de sus antepasados frente a los insultos de los bárbaros asiáticos. La cruzada griega era un mito, pues los macedonios luchaban con la ayuda de los bárbaros tracios e ilirios, mientras que los griegos figuraban principalmente como rehenes de Alejandro y aliados de los persas; tan sólo setecientos atenienses acompañaron al ejército de tierra, ocupando un mero séptimo lugar entre los participantes griegos. Sin embargo, el mito no estaba anticuado ni carecía de efectividad real.

Para los líderes macedonios, el mito tenía otros atractivos además del glamour. Gracias a la cruzada empezaría la venganza en casa, pues la consigna permitía la utilización de aliados griegos contra los focos conflictivos de resistencia griega, ya fueran griegos «traidores» al servicio persa o tebanos rebeldes cuya ayuda prestada a los persas de Jerjes en 480 no se había olvidado; no se decía, por descontado, que los macedonios y sus aliados tesalios también habían ayudado a Persia cuando esta ayuda más importaba. El mito era algo más que una flexible llamada a las armas; creaba un clima que sus líderes podían compartir, y una de las razones por las que Filipo eligió Corinto como centro del consejo griego era, seguramente, porque Corinto había sido el punto de encuentro de la famosa «Alianza helénica» que provocó la derrota de Grecia frente a los persas en 481-479 y que después había acarreado una guerra de liberación y venganza contra Asia. Corinto era también la única ciudad griega que recientemente había rechazado a los bárbaros en el mundo griego. En Sicilia, como le habían contado sus amigos a Filipo, Corinto había apoyado a su propio Timoleonte para liberar triunfalmente las ciudades griegas de la amenaza de Cartago, un espejo en el oeste de los propósitos declarados de Filipo en el este. Ésta era también la actitud de Alejandro; sin duda los intereses de los aliados griegos seguían siendo secundarios para él, pero un clima de venganza griega y de retribución religiosa respaldaría sus acciones; por otro lado, no contradecía las ideas griegas sobre una expedición de estas características el hecho de que Alejandro alojara a los nobles persas en su corte a cambio de la rendición, ni que designara a «bárbaros» para que asumieran el mando allí donde éstos conocían el entorno y la lengua. Todavía era posible castigar a los persas gobernando a través de ellos, y la venganza por lo sucedido en Grecia en el pasado no excluía la ambición de ser el futuro rey de Asia. Parte de la fascinación que despierta Alejandro proviene de ver cómo este segundo objetivo llegó a convertirse en dominante, pero es erróneo restar importancia al tema de la cruzada como si se tratara de mera publicidad que se adoptó cínicamente y en la que nunca se creyó. El énfasis en el papel de los aliados griegos era una formalidad cortés, pero la exhortación a vengar el pasado sacrilegio sólo se mantuvo porque fue tomada en serio.

También Alejandro fomentó este clima, que fue cuidadosamente relatado en la historia que se escribió sobre él, pues el líder de la guerra vengativa de los griegos necesitaba su propio cronista; con la ayuda de Aristóteles, el hombre idóneo para esta lucrativa tarea estaba a punto de llegar. Calístenes, sobrino segundo de Aristóteles, ya era conocido entre los griegos cultos por su obra las Helénicas, que abarcaban desde la Paz de Antálcidas hasta la Guerra Sagrada. Había trabajado con Aristóteles y aprendido de él, y ambos habían elaborado conjuntamente una lista de los vencedores de los Juegos Píticos de Delfos, una tarea que es fruto de la pasión por la cronología y que contrasta con el frívolo desprecio que muestra por los hechos históricos en otros escritos que nos resultan más familiares. Calístenes era un hombre de espíritu académico; le interesaba el origen de los nombres de los lugares y tenía teorías sobre la fecha de la caída de Troya; como su mentor Aristóteles, utilizaba los primeros poemas griegos como una prueba de carácter histórico; tenía conocimientos de botánica y geografía, y quizá también de astronomía; teorizó sobre la influencia del mar en los terremotos y apoyó sus argumentos no sólo en observaciones propias, sino en el hecho de que Homero había llamado al dios del mar «sacudidor de la tierra». Tenía bien aprendido a Heródoto, como correspondía a un autor que debía describir una marcha a través de Asia, y era un hombre que pertenecía plenamente al mundo griego; en la controversia vigente sobre los orígenes de los faraones egipcios del delta del Nilo, Calístenes se puso del lado de los que argumentaban absurdamente que su antepasado era un ateniense. Como sucede a menudo, los intereses académicos iban decididamente de la mano de una sarta de tonterías, principalmente por querer mantener actitudes que compartían Aristóteles y sus discípulos: Calístenes encontró una explicación convincente para el estallido de la guerra de Crisa en la causa, absurdamente personal, del secuestro de una heredera; admiraba la represiva constitución de Esparta, una opinión común entre los intelectuales griegos que no tenían que vivir allí; estaba de acuerdo con Aristóteles en el mito de que el filósofo Sócrates mantuvo dos esposas, y, peor aún, sostenía que Esquilo, el más grande de los trágicos griegos, escribió sus obras cuando estaba borracho. Cuando quería podía ser perverso, pero su conciencia nunca se vio perturbada por el hecho de que su hogar natal de Olinto, en la frontera oriental de Macedonia, hubiera sido reducido a ruinas por el mismo Filipo a cuyo hijo ahora adulaba. Presumiblemente por mediación de Aristóteles, Calístenes fue primero a la corte, y Alejandro le encargó que escribiera sus hazañas de un modo adecuadamente homérico; como Aristóteles, ya había demostrado que sabía cómo componer un panegírico, e hizo que su presencia fuera bien recibida ayudando a preparar la apreciada copia de la Ilíada para Alejandro.

«La fama de Alejandro —dicen que observó Calístenes, lo cual es muy plausible— depende de mí y de mi historia». Esto es verdad, y una de las dificultades que plantea la búsqueda de Alejandro es que esta historia sólo sobrevive en unas diez citas informativas de otros autores. Los modelos literarios para estos trabajos eran más panegíricos que históricos, y Calístenes escribió utilizando un estilo retórico y fluido. El tono del libro era extremadamente favorable, ya que fue escrito para complacer a Alejandro, el cual era presentado como el glorioso igual de los dioses, expresado en los términos de la cultura griega que dominaba la perspectiva de Calístenes. Su punto de partida y su conclusión son desconocidos, y no parece que enviara su trabajo por entregas para mantener informados a los griegos. Es muy posible que hiciera hincapié en el tema de la cruzada griega, aunque ningún extracto conservado lo menciona; sin duda era del agrado de Alejandro que Calístenes estuviera perfectamente familiarizado con los poemas de Homero y fuese capaz de coronar sus hazañas gloriosas con citas de la Ilíada. «Un hombre que intenta escribir con corrección —señaló Calístenes— no debe perder de vista al personaje que está describiendo, pero debe intentar adecuar sus palabras al hombre y a sus acciones»; gracias a sus esfuerzos, Alejandro todavía puede ser visto como él deseaba que lo vieran, y este deseo es el camino que más nos acerca a su personalidad. Otros historiadores, ya fueran funcionarios o autores literarios, debieron de leer a Calístenes para ampliar las explicaciones que dieron de los acontecimientos, si bien no estuvieron dominados por sus puntos de vista; por lo que se desprende de los hechos que son comunes a todos ellos, la historia de Calístenes parece haber sido un informe detallado y adulador de la ruta y las proezas de Alejandro; no sólo las personalidades, sino también las estadísticas relativas al número de enemigos y bajas se distorsionaron en buena medida para resaltar las hazañas del nuevo cruzado de Homero. En definitiva, Calístenes fue el promotor del mito personal de Alejandro, de manera que la búsqueda de Alejandro es al mismo tiempo una búsqueda del sobrino académico de Aristóteles.

Para los hombres que se enfrentaban a la invasión de Asia, estos toques de exageración heroica no estaban totalmente fuera de lugar. A los griegos que únicamente conocían la costa occidental de Asia Menor, el Líbano y las costas de Egipto, la conquista de Asia podía parecerles sin duda tan fácil como la de Grecia. En la sociedad estrictamente jerarquizada de Persia, incluso un noble de rango menor podía ser llamado «esclavo» de sus superiores, que eran el rey o los nobles de las Siete Familias. «Mana bandaka, mis esclavos», de este modo se dirigía el Gran Rey a sus sátrapas, aunque su imperio nunca había sido el imperio esclavista de un señor todopoderoso. Los gobiernos centralizados son víctimas del tiempo y la distancia, y, en un imperio en el que una carta real podía tardar tres meses en ir desde Frigia hasta el golfo Pérsico, el poder tenía que ser local para evitar que se debilitara a causa de las montañas y la lentitud de los caminos. Los griegos habían visto cómo las satrapías de Asia occidental se convertían en los dominios privilegiados de las familias influyentes o en los reinos sometidos de los gobernadores nativos, quienes conocían el lenguaje y a los aldeanos y jefes de tribu de las montañas, siempre presentes. Al Gran Rey le convenía permitir que el Imperio pasara por estos gobernadores locales, ninguno de los cuales sentía estima alguna por unos vecinos que eran sus iguales; esto también parecía convenirle a un invasor, que podía enfrentar un interés contra otro y viajar a través del imperio gracias a su propia falta de coordinación. Ahora bien, para un invasor que quisiera controlar sus conquistas no resultaba fácil. Cuando no hay ningún cimiento que sostenga el conjunto del edificio del imperio, la derrota del centro nunca es definitiva y la libertad sigue floreciendo en una periferia que no se relaciona entre sí.

A los persas, el mundo les parecía tanto más extremadamente hostil cuanto más lejos se desplazaban fuera de los círculos de Parsa, su provincia natal. Puesto que la corte viajaba sin cesar de un palacio a otro para atender a su itinerante rey, no necesitaban recordar la fatigadora presencia de la periferia independiente del imperio. «Tomando una lámina hecha con una piel de buey reseca y curtida, la dejó en el suelo y pisó uno de sus extremos —dijeron que había hecho un filósofo indio que habló en la India con los oficiales de Alejandro—, y, cuando lo pisó, los otros extremos se levantaron del suelo. Después paseó alrededor del resto de la lámina, apretando fuerte cada esquina para mostrar cómo obtenía el mismo resultado, hasta que se detuvo en el centro y el conjunto de la piel se hundió. Esta fue su manera de probar que Alejandro debía presionar fuertemente en el centro de su Imperio y nunca alejarse mucho de él». El Gran Rey sabía que el centro era lo que más importaba, pero no estaba dispuesto a renunciar a su periferia sin luchar. Nunca había reconocido a Egipto como un reino independiente, aunque éste sólo había estado sometido al imperio durante los últimos setenta años. El canal de Suez, creación de los faraones, se había vuelto inservible, y los reyes marineros de Chipre y Fenicia tenían un considerable historial de rebeliones recientes; en dos ocasiones en vida de Filipo, los sátrapas y las dinastías locales de Asia occidental habían amenazado con desertar del Imperio; en una ocasión, amenazaron incluso con marchar hacia el Éufrates y tomar Babilonia. Entre 336 y 335 hubo un «rey» babilonio rebelde en la propia Babilonia. Contra cada uno de estos peligros occidentales se había enviado a los generales del rey para que reclutaran ejércitos de tamaño variable: tras repetidos intentos, que a veces fueron espectaculares, los ejércitos pisotearon la periferia del Imperio y pusieron las cosas en su sitio. Si bien el recuerdo de la revuelta seguía ahí para ayudar a Alejandro, el Asia occidental había acabado regresando a su alianza con el rey.

La preocupación de los persas por el oeste no se explica con facilidad si no es por el deseo de conservar un Imperio ancestral. Como reino intermedio entre China y el Mediterráneo, Irán no tiene un interés natural por el mar Mediterráneo; los observadores egeos, que habían crecido entre los recuerdos de las invasiones de Grecia realizadas por los persas, olvidaron fácilmente que el Imperio existía gracias a los iranios que vivían en él y que éstos querían tres cosas de él. Querían protección para sus estados y castillos rurales contra las tribus de las montañas y los bosques, y querían seguridad ante los temidos nómadas de Asia central, a los que la sequía y la necesidad de pastos podían forzar a entrar a través del Oxo o por el sur desde el mar Caspio; querían también una corte con un ceremonial que señalara la majestad única de su rey y que lo situara por encima de su aristocrático círculo de iguales honorarios. Estos ideales de seguridad y ceremonial dependían de los alimentos y los metales preciosos, sin los cuales no podía haber ni guarniciones ni honores cortesanos; de ahí el elevado valor del Creciente Fértil de Babilonia, de cuyas tierras de labranza artificialmente regadas procedía un tercio de la comida anual consumida en la corte y una gran cantidad de la plata sin refinar que poseía, productos que eran transportados al este para los palacios de los persas y los cortesanos desde el mundo más agreste de la meseta de Irán. Incluso entre los griegos, que conocían poco el Imperio oriental de los persas, había quienes pensaban que el Éufrates o los ríos que delimitaban Asia Menor eran la frontera natural del dominio persa. Sin embargo, a los persas les había supuesto un gran gasto y muchos problemas su desacuerdo con esto último; los reyes que habían preparado grandes expediciones contra Occidente habían tenido que permitir que los antiguos territorios conquistados en el Punjab regresaran a los rajás locales, que las tierras que están al otro lado del Oxo fueran gobernadas por nobles aliados desde unos fuertes construidos en rocas inaccesibles, y que todos los recuerdos del dominio persa se debilitaran en el curso bajo del río Indo. No obstante, mientras las tierras de labranza de Babilonia estuvieran aseguradas, Egipto, las flotas de Levante y las ciudades del Asia griega habían de ser irrelevantes para las necesidades de la corte irania.

La geografía puede ayudar a explicar las prioridades del Gran Rey, pues Irán y las «satrapías superiores» al este del río Tigris era una tierra con dos paisajes principales, ninguno de los cuales resultaba adecuado para el paso de grandes ejércitos. Quedaba la posibilidad ilimitada de las estepas del desierto, en el centro y el norte del Imperio, donde los hombres avanzaban al ritmo de los rebaños y donde el único movimiento rápido era el del veloz correo de los mensajeros y el de los grupos de trabajo del rey en las postas del agreste Camino Real. La comida se concentraba en unos pocos oasis cuya agua los iranios siempre adoraron. Si un hombre se perdía en el desierto, no podía ir muy lejos sin la ayuda del camello bactriano, resistente tanto a los inviernos en la montaña como al calor del verano. «Cuando se avecina el viento del desierto, sólo los viejos camellos lo saben de antemano», escribió un viajero chino que los había visto; «en una ocasión, los camellos permanecieron en grupo, gruñendo y enterrando sus bocas en la arena. Los hombres también se cubrieron la nariz y la boca con un paño y, aunque el viento amainó con rapidez, habrían encontrado la muerte si no hubieran tomado esta precaución». El desierto no era un terreno deseable para una administración rigurosa, pero al menos era más accesible que las montañas que formaban un anillo a su alrededor.

Al oeste, los montes Zagros; al este, el Hindu Kush; al norte, los impenetrables bosques de Gurgán y la cordillera de Elburz; y al sur, el refugio de la Persia propiamente dicha, una provincia que Artajerjes III, contemporáneo de Filipo, nunca había visitado durante su reinado: estas cordilleras eran la guarida de los habitantes de las cuevas y los pastores de las montañas, las tribus de los bosques y los nómadas; en aquellos territorios, los ejércitos se veían obligados a abrir caminos si querían seguir adelante, y la nieve y el barro hacían que las estaciones fueran inusualmente cortas. En las afueras de los palacios persas, los viajeros podían encontrar nómadas a los que el rey dejaba tranquilos a cambio de un paso seguro por sus rutas de migración, más antiguas y básicas que cualquier imperio centralizado. A las tribus de las colinas también se las dejó en libertad, de modo que ahora tenían menos motivos de queja contra sus gobernantes. El Imperio persa se extendía como una neblina baja a través de las llanuras y los valles, pero cuando alcanzaba una montaña sólo podía detenerse y manifestar su propio poder lo más firmemente posible al pie de la misma. No fue la menor de las expresiones del poder de Persépolis, centro ritual del Imperio, el hecho de alzarse en una llanura rodeada por cadenas montañosas que el rey nunca había controlado.

Para la supervivencia del Imperio, los reyes confiaban en estas audaces manifestaciones de su poder, a su vez carentes de compromiso: era mucho más fácil realizarlas en el Imperio occidental. El Camino Real era más liso y rápido: no había un Hindu Kush o un desierto inevitable que bloqueara las pocas rutas de que disponían las autoridades. Desde el punto de vista político, la diferencia se sintetizaba en los diferentes sistemas de suministro de agua, el corazón de la vida en Asia. En el Alto Irán, las ingeniosas «minas de agua» o qanats subterráneas alimentaban las aldeas y permanecían bajo el control de la nobleza local. El poder, como el agua, se distribuía a través de estas aristocracias, y el alcance del poder real era amplio. Sin embargo, al oeste, en Babilonia, el agua estaba centralizada en los largos canales reales. Los oficiales ocupaban el centro y se multiplicaban: se vinculó a jueces y funcionarios a las guarniciones provinciales y a los tribunales de los sátrapas para que hicieran respetar la ley del rey en las disputas públicas, a la que otorgaban prioridad sobre los códigos legales de sus súbditos. La burocracia del rey trabajaba con unos sistemas de escritura que los iranios iletrados no podían leer; su detallado testimonio todavía se está recuperando, y, si bien el número de documentos no se amplió durante los setenta años posteriores a la marcha de Alejandro, éstos no pueden seguir siendo infravalorados. Los impuestos concretos que se cobraba a los colonos del rey, la consideración que merecían las peticiones en la corte del sátrapa, el sistema unificado de pesos y medidas, los elaborados documentos para los viajeros del Camino Real que eran merecedores de recibir raciones diarias en los puntos regulares de suministro…, estas huellas de un gobierno tan intrincado plantean preguntas acerca de los intérpretes, los escribas y los funcionarios civiles que sólo las nuevas tablillas de arcilla y los papiros egipcios permitirán responder. Sería erróneo omitir, a falta de pruebas detalladas, una burocracia que, por una cuestión de principios, enviaba la misma cantidad de medias raciones a las madres que habían tenido una hija recién nacida entre el personal del rey y a las que habían tenido un hijo varón, y que destinaba exactamente el mismo número de mujeres que de hombres a cada grupo de trabajo local.

A pesar de los escribas y los códigos legales, el poder en la corte persa era personal y dependía del acceso que se tenía al rey. La política en Persia era la política que hacían la puerta de palacio y el portero, el copero, el eunuco y las novias del harén real: del mismo modo que el rey recibía su poder por la gracia del buen dios Ahura Mazda, el cortesano recibía su rango de manos del rey y era distinguido con el honor de una capa púrpura, un broche o un collar de oro, o con el derecho a besar al rey en la mejilla o verlo cara a cara. También en Persia los antiguos títulos de la corte habían adquirido nuevas facetas; los iguales honorarios se habían convertido en un escuadrón entero del ejército, y los parientes reales constituían un grupo de prestigio en el que no todos los miembros podían reivindicar una relación consanguínea con el rey; había los mismos banquetes que en Pela, cuyo gasto era minuciosamente controlado y cuyas celebraciones proporcionaban al rey y a sus consejeros un contacto diario. «Y el rey dio un festín para toda la gente que estaba presente en Shushan, el palacio, tanto para los grandes como para los pequeños; fueron siete días en el patio del jardín del palacio real, donde había tapices blancos, verdes y azules sujetos con cuerdas de fino lino y con púrpura a anillas de plata y pilares de mármol; las camas eran de oro y plata sobre un pavimento rojo y azul, y de mármol blanco y negro». No hay evocación más intensa del funcionamiento de la corte persa que la ficción histórica del Libro de Ester de la Biblia.

En esta corte, el rey era una figura de una majestad sobrehumana, de una santidad que derivaba de su posición y que no dependía de la fuerza de sus logros. Sabemos pocas cosas de Darío III, el oponente de Alejandro, pero las que conocemos son sugestivas. Su padre y su madre eran hermanos, y Darío se casó también con su hermana, que se convirtió en su segunda esposa. Puede que este tipo de incesto se hubiera convertido en un símbolo necesario de la familia real persa, que subrayaba su superioridad sobre los tabúes de las familias corrientes. Sus efectos psicológicos todavía son inciertos. Darío era apuesto, al menos, y tenía fama de valiente, pues se decía que se había distinguido en un combate singular contra la tribu más sediciosa del Irán central. Naturalmente, había griegos que difamaban a este endogámico rey diciendo que era hijo de un esclavo, o que había sido correo del Camino Real; de hecho, su tío era descendiente de una rama de la familia real y se había hecho un nombre como sátrapa de la montañosa Armenia; quizá mientras desempeñaba este oficio se casó con su primera esposa, procedente de la vecina Capadocia. Cabe destacar cómo este salvaje reino tribal, tan a menudo rebelde, lucharía por su causa repetidamente y se convertiría en el refugio de los nobles iranios durante las conquistas de Alejandro y en la época de los sucesores. Desde esta pequeña y respetada satrapía, Darío había progresado hasta llegar al trono por medio de envenenamientos. Su amigo, el visir Bagoas, poseía la influencia y la severidad suficientes para fabricar un rey o para destruirlo, y fue con su ayuda como Darío eliminó a los rivales de su familia y, a falta de otros adultos en la realeza, se hizo con el reino. El joven hijo del gran Artajerjes III todavía estaba vivo, y debió de haber persas que lo preferían a él antes que a Darío, cuya sangre real era tan remota. No es posible hacerse una idea de las habilidades de Darío, pues no disponemos de ninguna prueba sólida; sin embargo, es probable que la manera en que ascendió al poder ayudara a la dispersión de la corte y debilitara las lealtades de algunos gobernadores provinciales. No en vano Alejandro lo acusó públicamente de ser un mero usurpador.

La reciente rebelión en Asia occidental y esta intriga real en la corte persa no podían quitarle méritos al masivo poder que el rey debía de ser capaz de movilizar. La flota de Alejandro totalizaba apenas ciento sesenta barcos, un número despreciable para una expedición griega cuando sólo Atenas controlaba cuatrocientos; desde Chipre y Fenicia el rey persa podía manejar más de trescientos barcos de guerra con entrenadas tripulaciones nativas y con técnicas más poderosas que cualquiera de las conocidas en Grecia. Los gastos monetarios de Alejandro ya igualaban los ingresos de su padre, y un endeudamiento extra de 800 talentos se había acumulado como resultado de la invasión; los reyes persas recibían más de 10.000 talentos en metales preciosos como tributo anual, probablemente después de la deducción de los gastos de las provincias, y sus palacios albergaban reservas de metal valoradas en 235.000 talentos, algunos en monedas, la mayoría en lingotes que probablemente servían como moneda al este de Babilonia y al norte del río Oxo. El ejército de Alejandro ascendía a unos cincuenta mil hombres, seis mil de los cuales eran soldados de caballería; la población de Asia ascendía a millones, y sólo el territorio y los problemas de abastecimiento limitaban la cifra de hombres que integraban los ejércitos del Gran Rey. Unos ciento veinte mil hombres o más podían desplegarse para una batalla decisiva, treinta mil de los cuales podían ser soldados de caballería de las tribus nómadas y de los colonos feudales del rey; en cuanto a los caballos, había ponis para arrastrar los carros, famosos sementales en el noroeste de Asia y Media, y tribus de jinetes en Armenia, Capadocia y el Alto Irán, mientras que sólo en los campos de alfalfa de Nisa, cerca de Hamadán, pastaban doscientos mil resistentes caballos de guerra. En su juventud, todo noble persa aprendía a montar, decir la verdad y disparar con el arco; Alejandro apenas tenía mil arqueros y honderos, y sólo contaba con un millar de lanzadores de jabalina, mientras que la provincia de Persia podía proporcionar treinta mil entrenados honderos y arqueros, cuyo arco compuesto podía matar en un radio de más de ciento ochenta metros.

Sólo en la infantería el Gran Rey estaba en desventaja. Tenía a sus entrenados guardias de a pie de palacio, en número de diez mil, pero el caluroso clima, la falta de una clase de pequeños terratenientes y la tradición de formar arqueros y jinetes entre sus colonos significaba que el Imperio no tenía infantería pesada aparte de los iguales honorarios de la corte. La infantería griega había servido en los ejércitos de los faraones egipcios durante los últimos trescientos años, y el rey persa los había contratado; se decía que cincuenta mil griegos, tantos como todo el ejército de Alejandro, exagerando un poco, habían luchado contra la cruzada emprendida por él; la mayoría de ellos fueron contratados para la ocasión, algunos de ellos retenidos como guarniciones y ninguno prestó un servicio permanente al este del Éufrates. No hay muestra más elocuente de cuál era la dura realidad en la antigua Grecia. Cincuenta años de revoluciones griegas y guerras civiles habían hecho crecer las hordas de exiliados, que de todos modos la diplomacia de Filipo había fomentado. La pobreza continuada y salvaje de Grecia siempre había comportado la realización de servicios retribuidos en Asia, la forma más razonable de sobrevivir y mejorar socialmente que tenían los hombres sin tierra; era, además, una forma mucho más segura que las azarosas empresas del comercio marítimo o la vida temporal del trabajo remunerado en un mundo bien provisto de esclavos. Los más imaginativos se convertían en piratas, el resto en mercenarios; hijos sin herencia, terratenientes aburridos o incompetentes, mercaderes fracasados o hijos bastardos, todos ellos podían mirar por un nuevo comienzo, por su sustento y por una aventura si decidían luchar en Asia. Algunos estaban desesperados por el hambre, otros por el exilio; algunos se habían embarcado para luchar contra los macedonios, a los que odiaban, a otros simplemente les gustaba servir como soldados o se quedaron como veteranos de recientes campañas en Egipto y Levante. Muchos habían sido incapaces de asentarse, otros no deseaban hacerlo; su implacable vagabundeo había provocado el horror de los hacendados griegos, y, entre la opinión griega conservadora, nadie se quejaría si Alejandro, el caudillo griego, invadía a los bárbaros para hacer la guerra, a pie, a griegos que amenazaban la seguridad de los terratenientes.

Hemos de guardar reservas ante cualquier estadística persa, pero hay una cifra que no puede ser refutada; los persas gobernaban un Imperio de vastos horizontes, demasiado amplio para que los griegos conocieran su extensión. Para Aristóteles, el límite del mundo se extendía hasta el otro lado de las montañas del Hindu Kush, en Afganistán, y, aunque sabía que el mar Caspio no era un océano, se imaginaba que desde el Mar Negro hasta el golfo Pérsico Asia se estrechaba, sin que eso se hubiera comprobado. Sin embargo, bajo una misma alianza, las atalayas persas vigilaban a los comerciantes de pieles de zorro del alto Oxo y las caravanas con especias de los jeques árabes del Hadramut; la madera de teca del Punjab, los bosques poblados de tigres de Gurgán, la madera de cedro del Líbano, y los pinos de tea en las faldas del monte Ida hacían que los deseos del Rey de Reyes se satisficieran en un radio de ocho mil kilómetros. Los sacerdotes del desierto de Libia enviaban sales aromáticas a su mesa, y el lapislázuli procedente de las minas azules de Badajshán adornaba su palacio; durante doscientos años, el Imperio persa había mantenido y abierto caminos para las culturas de Oriente, transportando hierro a través de los territorios de los negros del Sudán que habían invadido y llevando constructores griegos de puentes desde el Egeo hasta el Éufrates, así como melocotones, pavos reales y las diosas del agua de los nómadas iranios a los templos y pueblos de la Asia Menor griega. Mientras, los reyes persas trasladaban su corte del palacio de invierno al palacio de verano; se encontraban en el centro de su Imperio, a tres meses de distancia de las costas del Egeo, aunque todavía en estrecho contacto con los asuntos urgentes gracias al Camino Real y a su sistema, envidiablemente rápido, de señales de fuego, por medio de cuyas hogueras y almenaras las noticias podían viajar desde Sardes hasta Susa en menos de una semana. Más adelante, las montañas terminaban en una extensa pradera cubierta de hierba y el desierto daba paso a verdes arrozales que brillaban como espejos; la lengua era tan variada como los numerosos paisajes del Imperio y, para uniformizarla. Los gobernadores persas gobernaban en una lengua oficial que no podían hablar ni escribir correctamente. Sin mapas y sin intérpretes preparados, era en esta variedad donde Alejandro quería encontrar un lugar donde vivir.

Sin embargo, lo que más impresiona y causa perplejidad es el nivel de su organización. Es sabido que Alejandro llevó consigo a agrimensores griegos, hombres entrenados en recorrer grandes distancias que medían a pasos los caminos de Asia y registraban su longitud; uno de ellos, un cretense, se había destacado por haber realizado una famosa carrera a través del sur de Grecia transmitiendo de ciudad en ciudad las noticias acerca del saqueo de Tebas llevado a cabo por Alejandro. Había médicos griegos de la escuela hipocrática que ofrecían sus servicios a los enfermos y heridos, y los exploradores griegos buscaban minerales, ya fueran los rubíes de la India o el oro rojo de Kirman, pues Alejandro tenía la aguda visión de su padre para los recursos minerales. Sobre los cocineros, los mozos de cuadra y los peleteros, la historia no ha dejado ni una palabra; son conocidos los ingenieros griegos y fenicios, pero los soldados carpinteros que diseñaban las tablas de madera para los barcos y se ocupaban del mantenimiento de los carros del ejército nunca son mencionados, pese a que debían de contarse por millares. Como el número de sirvientes era limitado, los héroes olvidados de la expedición deben buscarse, como siempre, entre los suministros. Incluso aunque se pagara dinero a cada individuo para que éste comprase lo que pudiera y después lo cocinara él mismo, las tareas de organización eran formidables. El pan, la fruta y el queso eran el alimento básico de los soldados, y aunque el ejército llevaba molinillos para moler el grano sobre la marcha, el propio grano tenía que conseguirse en un mercado acordado con los comerciantes privados, los sátrapas o las ciudades de la zona. En este aspecto, Alejandro seguramente recibía ayuda de las reservas de grano y los almacenes de alimentos que acumulaban quienes estaban en la cúspide de la pirámide social de Asia, bien fuera para proceder a su redistribución o para hacer frente a un año de mala cosecha: los hombres de Alejandro podían comerse el excedente de Asia a su paso. Los invasores apenas podían demorarse para recoger ellos mismos la cosecha del enemigo, pero durante los primeros cuatro años no se sabe que el ejército hubiera pasado nunca hambre. Era fundamental que el transporte fuera eficiente pero, excepto cuando tenía lugar por vía acuática, era lento y costoso; la flota podía transportar la comida del ejército siguiendo la costa y los ríos, pero, tierra adentro, los suministros de una semana para cincuenta mil hombres raramente podían acarrearse, y el interminable séquito de carros tirados por bueyes o de mulas y alforjas habría sido impensable excepto en la superficie allanada de una carretera. De todos los amigos que tenía Alejandro en Asia, el Camino Real, que corría de posta en posta desde Sardes hasta Susa, era con diferencia el más valorado; por esta única carretera, que los persas heredaron y mejoraron, éstos abrieron su Imperio a la invasión, pues Alejandro no tenía guías más precisas a través de Asia que el relato de Heródoto, las memorias de Jenofonte sobre la marcha que él mismo llevó a cabo y el consejo directo de los amigos y guías locales. Sin embargo, Alejandro sólo tenía que seguir el Camino Real y sus postas para alcanzar un día un palacio; es más correcto decir que Alejandro conquistó las principales rutas de Asia que decir que conquistó Asia.

La campaña que Alejandro aceptó de su padre se anunció como una marcha contra los bárbaros, y, de todas sus falsedades, ésta, como descubrió, sería la peor. Habían pasado más de doscientos años desde que los persas dejaron de ser nómadas y se transformaron en una corte reinante; la tienda de audiencias del Gran Rey y su acceso ritual todavía recordaban aquellos viejos días de nomadismo y la vida autosuficiente de los rebaños en movimiento. Pero desde que abandonaron el modo de vida más gratificante de la historia, los persas se habían convertido en una sociedad que muchos envidiaban como civilización; la vida rural de los hacendados era rica y los hombres tenían tiempo para plantar árboles y atender sus reservas de caza, para cazar y criar pájaros ornamentales. En las cortes y castillos de los sátrapas, los hombres podían mantener un jardín privado y adornar sus logias con quincunces y canales; «allí donde está el rey persa, su preocupación es crear jardines magníficos, llamados paradeisoi, rebosantes de las flores y frutos más escogidos de la tierra… ¡qué espléndidos son incluso los árboles, qué rectas sus hileras, cómo están perfectamente alineadas en ángulos rectos, qué embriagador el perfume de las flores!». Los jardines griegos de hortalizas y plantas aromáticas nunca alcanzaron un arte tan elevado, y, de hecho, los maceteros encontrados en los alrededores de uno de los templos de Atenas estaban hechos con el peor gusto local. De manera similar, ningún griego escribió nunca una obra en prosa que mereciera ser leída como ficción hasta que la influencia de los romances persas y las historias de amor despertaron su imaginación. Los discípulos de Aristóteles escribieron que los reyes persas habían prometido recompensas a los inventores de nuevos placeres y, de este modo, la derrota se aceleró por culpa de su sensualidad; había harenes, ciertamente, pero también tinturas de color púrpura y alfombras de diseños muy hermosos, especias, cosméticos, alta cocina, danzas fantásticas, pieles de armiño y leopardo moteado, arneses de oro y marfil, y anillos con incrustaciones de calaíta y lapislázuli; algunos recordaban que, cuando un sátrapa visitó a los griegos, se llevó sirvientes persas por considerar que eran los únicos hombres que sabían cómo preparar una cama confortable. La sociedad que los griegos llamaban esclavista era también expresiva y espiritual; la desnudez era escandalosa, la justicia, severa, y las mujeres eran cortésmente respetadas; hacia mediados del siglo IV a. C. los iranios veneraban a Anahita y habían extendido su adoración; era la diosa más sugestiva antes de la aparición de la Virgen María, y se había desplazado al oeste desde su tierra natal como diosa del agua del Oxo, llegando a dominar a la cazadora Ártemis, diosa de los griegos en Asia. Es aún más notable, aunque se trata de una cuestión controvertida, cómo la sabiduría filosófica de su profeta Zoroastro pudo haber influido en los intelectuales más admirados entre los propios griegos.

«No estamos viviendo vidas normales, humanas —escribió un político ateniense durante las conquistas de Alejandro—, sino que hemos nacido para transmitir una paradójica lección a los tiempos futuros. Pues el rey persa, que se atrevía a escribir que él era el amo de todos los hombres, desde la salida hasta la puesta del sol, está luchando ahora, no para ser señor sobre otros, sino por su propia vida». En Grecia, para el hombre corriente, la cruzada de Alejandro coincidía con una realidad más cruda. En el mundo mediterráneo, las cosechas habían padecido sequías de verano durante siete años consecutivos, y los conflictivos piratas del mar, la política y los nuevos centros de demanda no habían previsto otras áreas productoras de cereales para resolver la desesperada búsqueda de alimento. Para la mayoría de los griegos de la época, Alejandro sólo era un nombre en medio del hambre y la supervivencia precaria, la lucha constante que condicionaba cualquier gloria que le correspondiese a Grecia. No obstante, la «era de la paradoja» era cierta, y fue sentida como cierta entre los persas, cuyo pasado la hacía aún más dolorosa.

Cuando un persa permanecía de pie en el gran templo que albergaba el fuego sagrado, contemplando la llama elevándose veloz desde una plataforma de troncos dispuesta como el trono del Gran Rey, sentía que el eterno fravashi o espíritu del rey estaba presente en cada movimiento del fuego, agitándose, sin extinguirse jamás. Cuando la veía, se sentía seguro en un Imperio destinado a durar para siempre; en una temporada normal, el precio que costaba la comida de los trabajadores del rey nunca varió respecto a los índices conocidos en Irán hasta la Edad Media, y el sistema monetario de los gobernadores locales nunca decayó en relación con el valor que los reyes fijaron primero. Era un mundo tan estable como el clima y los nobles permitían, y, fuera de Babilonia, un persa podía incluso arrendar una de sus casas de campo por un período de tiempo tan largo como sesenta años. Para sus antepasados, los macedonios sólo eran conocidos como yona takabara, los «griegos que llevan escudos en la cabeza», una alusión a sus anchos cascos; se habían encontrado con ellos por primera vez hacía ciento setenta años, cuando el rey macedonio prometió a Darío I los obsequios de sometimiento, la tierra y el agua, o tin min, como eran conocidos en el lenguaje burocrático del Imperio. En la tumba de Darío I estos macedonios aparecían tallados bajo el trono del Gran Rey, ayudándolo a sostenerse, en una postura de sumisión; en la tumba del rey Artajerjes III, que murió casi dos siglos más tarde, el mismo año de la victoria de Filipo sobre los griegos, las antiguas esculturas se repitieron indiscriminadamente, entre ellas los yona takabara que hacía mucho tiempo que se habían perdido para el Imperio. «Si ahora preguntaras —reza la inscripción que hay bajo las esculturas— cuántas son las tierras que el rey Darío ha dominado, observa a quienes sostienen este trono; sólo entonces lo sabrás, y sólo entonces sabrás lo que debes saber: la lanza de los persas ha llegado muy lejos». En menos de cuatro años, la lanza de los yona takabara llegaría mucho más lejos, al corazón del Imperio persa. Sería la última, aunque no la menor, de las jactancias de los persas.