5. EL JOVEN REY

Grecia parecía sumisa, pero en el legado de Filipo todavía quedaban viejas cuentas pendientes entre los reinos bárbaros del norte de Europa. Filipo había enfrentado a un rey tracio contra otro más allá de la frontera noreste de Macedonia e instaurado una red impresionante de nuevas ciudades a través de la actual Bulgaria, llegando a lugares situados tan al norte como el río Danubio y el Mar Negro. Había controlado la mayor parte del inmenso y abrupto interior, donde se encontraba la ruta que conducía a Asia, y había disfrutado de la rica recompensa de sus diezmos reales. Se trataba de la más brillante de sus conquistas, pero no estaba completa: tres años antes de morir, en otoño, Filipo regresaba de una conquista en las orillas del Danubio con un rico botín compuesto por ganado, muchachas, niños y camadas de yeguas cuando, en Tracia, la impetuosa tribu de los tribalos asaltó sus líneas, le arrebató el botín y lo hirió gravemente en el muslo. Las pérdidas fueron especialmente irritantes, pues las finanzas de Filipo atravesaban un momento delicado y las tropas esperaban la paga; Alejandro había participado en la marcha y ahora, en la primavera de 335, se disponía a vengar a su padre y a proteger los flancos de la ruta que habría de llevarlo hasta Asia. Sabía cuánto importaban las líneas de comunicación y, además, cualquier botín que pudiera recuperarse sería bienvenido en el tesoro.

Por primera vez, Alejandro estaba completamente solo. Antípatro se había quedado en Macedonia y Parmenión estaba probablemente en Asia con otros generales de probada valía. Alejandro conocía por experiencia la dureza de las tribus tracias y las dificultades del terreno; no los vencería mediante una experta utilización de armamento de diverso tipo, el principio básico de su éxito militar. Todas las unidades de Filipo iban a ser utilizadas, a excepción de los exploradores a caballo, con sus lanzas que había que manejar con las dos manos, pues estos ya se encontraban en Asia, donde las llanuras abiertas eran más apropiadas para ellos. Sólo se añadió al ejército la propia unidad de Alejandro, que, aunque pequeña, era muy significativa. A lo largo de su vida, Filipo se había hecho amigo personal del rey de los agrianos, una tribu de la montaña en el curso alto del río Estrimón, cerca de la frontera septentrional de Macedonia; unos mil lanzadores de jabalina de dicha tribu iban ahora con su rey para unirse a las tropas de refriega de Alejandro y, como complemento a los Portadores de Escudo de Filipo, mostrarían la ferocidad más admirable. Los gurkhas del ejército de Alejandro son el único punto en el que éste ya superaba al equilibrado contingente de su padre.

La marcha se planeó siguiendo el modelo de la expedición que Filipo había llevado a cabo cuatro años atrás; sus objetivos eran el Danubio y los tribalos, los enemigos de Filipo. Se enviaron órdenes para que la pequeña flota de largas naves de guerra remara desde Bizancio, donde estaban protegiendo los Dardanelos. Siguieron la orilla del Mar Negro dirigiéndose al norte, hacia la desembocadura del Danubio, y entonces remontaron el río para reunirse con el ejército de tierra. De entre los generales griegos, tan sólo Filipo había alcanzado el Danubio, pero Alejandro también había estado allí con él; emulando a su padre, ya pensaba de manera ambiciosa y, mientras se ocupaba de los sacrificios, que eran tarea obligada de todo general, encontró por casualidad apoyo a sus ideas. Mientras ofrecía una víctima a Dioniso en el famoso santuario de Crestonia, situado en el este de Macedonia y muy cerca de su ruta, el fuego despidió una llamarada inusualmente alta, una circunstancia muy extraña en ese santuario, y sus adivinos reconocieron rápidamente el tradicional augurio de un rey victorioso. El augurio de la llama no tardó en confirmarse en el campo de batalla.

En un país tremendamente escarpado, la carretera corría a través de un estrecho desfiladero, quizá por el actual paso de Shipka; los hombres de las tribus habían acampado tras una línea defensiva de carros. Primero, como en Tesalia, Alejandro buscó un camino para rodearlos; no lo encontró, por lo que calculó las posibilidades de un ataque directo. Los carros parecían un parapeto defensivo, pero Alejandro se dio cuenta rápidamente de que también podían ser empujados colina abajo hacia sus compactas filas; se ordenó a los hombres que avanzaran y que los que tuvieran espacio para maniobrar se desplegaran si los carros empezaban a rodar, mientras que los que tuvieran escudos adecuados debían tenderse en el suelo y utilizarlos para cubrirse. Los carros rodaron y algunas filas se abrieron; otras se echaron al suelo, tal como se les había ordenado, y los carros retumbaron a través de los huecos o rebotaron sobre la barrera de escudos, «y ni uno solo de los macedonios perdió la vida», apuntó Ptolomeo,[3] el amigo de Alejandro, en el relato que hizo de este incidente. Cuando, cuatro años más tarde, Alejandro se encontrara de frente con los carros de guerra de los persas, los derrotaría como derrotó estos carros tracios; los grandes generales recuerdan las astucias que han funcionado antes, y Alejandro pronto demostraría que las había memorizado bien, tanto las que procedían de sus lecturas como las que eran fruto de la experiencia.

El boscoso paisaje de Tracia era un obstáculo mayor que sus desarmadas tribus, hasta el punto de que Filipo utilizó en una ocasión una jauría de perros para hacer salir al enemigo de los matorrales. Alejandro sopesó sus armas con precisión. Los arqueros y honderos de su padre hicieron que los bárbaros salieran de los bosques, y entonces la infantería cayó sobre ellos, incluso cuesta arriba, y la caballería los empujó o aguijoneó desde los flancos donde había claros. Al poco tiempo, había derrotado de un modo tan aplastante a los tribalos que su rey se retiró con unos pocos hombres leales a una isla en el Danubio, donde fue visto desde la otra orilla por las tribus nómadas. Alejandro envió el botín a Macedonia, pues recordaba las desgraciadas pérdidas de su padre, y avanzó hasta el río más largo de Europa para rematar su primera campaña en el exterior.

Sus barcos se reunieron con él, como se les había pedido, pero había muy pocos y eran demasiado frágiles para irrumpir en la isla de los tribalos, de modo que Alejandro renunció a imponerse en el mar, que, como Napoleón, nunca dominó, y decidió que sus tropas vadearan el Danubio para ofrecer un espectáculo de terror en la otra orilla. Se requisaron canoas de pescadores y se dieron órdenes para que las tropas rellenaran con barcia sus tiendas de piel y las cosieran unas con otras para hacer balsas; sobre estos improvisados transportes, cruzaron el río protegidos por la noche mientras los caballos nadaban junto a ellos. Desembarcaron con sigilo cerca de un trigal, resguardados por sus altas espigas, y fueron guiados a través de los cultivos por los Compañeros de a Pie, que allanaron el camino con las cuchillas planas de sus sarisas. En campo abierto, lanzaron una carga clásica, empujando hacia adelante con los Compañeros en el ala derecha y prestando apoyo con las sarisas en formación cuadrada en el centro. Los hombres de las tribus huyeron primero a un fuerte y después se retiraron galopando a las estepas. Alejandro sabía demasiado como para emprender la persecución de una retirada enemiga a través de una yerma tierra esteparia y, por tanto, regresó para contar el botín y hacer un sacrificio a «Zeus Salvador, a Heracles y el río Danubio, por haberle permitido cruzar por él».

El modo en que Alejandro atravesó el Danubio no se relacionaba sólo con la mansedumbre del río. Se sabía que los parientes nómadas de los habitantes de las tribus del Danubio rellenaban con barcia la piel de sus caballos cuando morían, pero no hay ninguna prueba de que las balsas rellenas de barcia de Alejandro fueran una costumbre local; pertenecían más bien a Oriente, al Éufrates, el Oxo y los ríos del Punjab, donde las pieles rellenas, que permiten transportar unos noventa kilos de peso, todavía son utilizadas como balsas kilik por los nativos. Ningún macedonio había visto jamás algo así en Asia, y sólo un general griego había descrito este método: el ateniense Jenofonte, que llevó a los Diez Mil griegos a través de Mesopotamia en el cambio de siglo y que dejó constancia de su marcha en sus memorias. Al enfrentarse con el Éufrates, le habían mostrado cómo cruzarlo en balsas de piel rellenas; en el Danubio, sin duda Alejandro convirtió en una baza lo que había leído en la historia militar.

Tras ver el ejemplo audaz de las primeras tropas de los Balcanes que cruzaron el Danubio, las tribus situadas a lo largo del río enviaron presentes de amistad y los tribalos se rindieron en su isla; posteriormente, más de dos mil se unieron a Alejandro en Asia. Incluso los llamados celtas de la Europa occidental, que habían vivido en el curso alto del río cerca de las costas del Adriático, enviaron emisarios para suplicar una alianza. Alejandro les preguntó, según escribió su amigo Ptolomeo, «qué era lo que más temían en el mundo, esperando que le contestarían que a él, pero replicaron que lo que más miedo les daba era que el cielo cayera sobre sus cabezas», una vieja creencia celta que ya había sido descrita por Heródoto; no sería la última vez que un macedonio describiera una tribu desconocida a través de los ojos de Heródoto. Sin embargo, la presencia de los celtas era más grata que su terquedad, pues Macedonia estaba sirviendo a la historia de un modo que sus súbditos griegos no podían reconocer en ese momento; al haber cruzado los Balcanes, Macedonia actuaba como una barrera contra la presión de los inquietos habitantes de las tribus de Europa, y una Macedonia fuerte garantizaba la seguridad de la vida urbana de los griegos en el sur. Durante otros cincuenta años, las hordas galas no entrarían en tropel en Grecia desde Europa ni amenazarían su civilización, y, cuando lo hicieran, sería durante una época de pasajera confusión en la familia real macedonia. Las conquistas europeas de Filipo y Alejandro formaban parte de una perspectiva más amplia, esencial para la seguridad, si no para la libertad de Grecia. Pero había otro corredor que comunicaba con Europa y, tan pronto como Alejandro recibió a los celtas, se enteró de que también aquél estaba dando problemas.

Al oeste y el noroeste de las tierras altas macedonias vivían las tribus de los ilirios, cuyos poblados controlaban la ruta principal hasta Grecia de los invasores procedentes de Europa y cuyos reyes eran peligrosos por mérito propio. Cuando Filipo se hizo cargo del reino, estas tribus ya habían invadido gran parte de Macedonia, asesinando al rey y reclamando un costoso tributo. Filipo los expulsó y dispersó hacia el norte, a las costas del Adriático, acosándolos en todas las estaciones del año; había poblado la frontera noroeste con nuevas plazas fuertes, desarraigando a sus súbditos «como un pastor que mueve a sus rebaños desde los pastos de invierno a los de verano», pero nunca había garantizado su seguridad, y los ilirios resultaron ser uno de los fracasos de su reinado. El rey, al que había llegado a respetar, se llamaba Bárdilis, quien había exigido a Macedonia el pago de tributos en dos ocasiones y tenía fama de ser un hombre extraordinariamente rico; hacía poco que había fallecido a la edad de noventa años y ahora era su hijo el que amenazaba a Alejandro con una guerra en la frontera.

En pocas semanas, el Danubio pasó al olvido, y Alejandro se adentraba en los pantanos ilirios y las zonas fronterizas. Tras acorralar al hijo de Bárdilis en una fortaleza a finales de verano, Alejandro se instaló en una estrecha cañada para sitiarlo, pero se encontró con que un rey vecino se presentaba debidamente pertrechado, desplegándose a lo largo de los pasos que bloqueaban su huida. Era una situación muy desagradable. Alejandro andaba escaso de comida y sus partidas de reconocimiento habían tenido que ser rescatadas debido al hostigamiento que sufrían; no podía retirarse sin presentar batalla, pues el hijo de Bárdilis saldría del fuerte y caería sobre su retaguardia con tropas que ya habían demostrado su gusto por los sacrificios humanos. La ruta de huida era un valle estrecho y boscoso entre el pie de una escarpada montaña y un río que corría más abajo, el cual sólo era lo bastante ancho como para dar cabida a una fila de cuatro hombres. Atrapado, Alejandro recurrió a un imprudente farol.

En la zona de terreno abierto donde se encontraba, Alejandro agrupó a su infantería alineándola en una formación de ciento veinte en fondo y situó una parte de la caballería a cada lado. Las sarisas tenían que sostenerse en alto y, cuando se diese la orden, las primeras cinco filas las bajarían preparándose para la carga y las agitarían de manera precisa de izquierda a derecha; todas las tropas avanzarían, pasando de un lado a otro para alcanzar la delantera de los portadores de sarisas, formarían en cuña a la izquierda y cargarían contra el enemigo. Los escudos entrechocarían y el grito de guerra Alalalalai resonaría en la cañada. Cuando empezaron a avanzar con paso rápido, el grueso principal del enemigo salió huyendo presa del pánico desde las cimas de las colinas, asustados por la entrenada disciplina y el estruendo del grito de guerra.

La tarea siguiente era proteger las pendientes más bajas de la montaña de las pocas guarniciones que quedaban. Una tropa de Compañeros llegó al galope, desmontó y presentó batalla, pero las guarniciones huyeron de nuevo a su llegada y la montaña pasó a manos de Alejandro y de sus tropas de refriega formadas por agrianos, arqueros y Portadores de Escudo. Mientras defendían la ladera de los ataques del enemigo, situado más arriba en la montaña, el resto del ejército vadeó el río por un lado de la angostura, sin dejar de emitir el grito de guerra y formando rápidamente en la otra orilla para disuadir a los atacantes; Alejandro reforzó la retaguardia con sus leales encargados de realizar escaramuzas y sólo se unió a ellos cuando le pareció seguro. Más griterío y un sólido ejercicio de la infantería ahuyentaron lo peor del peligro, y cuando Alejandro se vio finalmente forzado a vadear él mismo el río, dispuso catapultas en la otra orilla para que lo cubrieran mientras cruzaba. Resistiendo con sus tropas de asalto, cubierto por su artillería y amenazando con las tropas pesadas, escapó del desastre mediante una retirada calculada con inteligencia. Tres días más tarde, se deslizaba de noche por el río y lanzaba dos brigadas de Compañeros de a Pie y a sus valiosísimos arqueros y agrianos contra un enemigo que había acampado tranquilamente y que no esperaba verlo de nuevo. Muchos fueron masacrados, otros muchos capturados, y los reyes ilirios huyeron desprestigiados hacia el norte.

Sin embargo, noticias poco gratas lo previnieron de perseguirlos más lejos. Habían transcurrido las primeras semanas de septiembre y, al pasar rodeando la frontera septentrional, Alejandro dio por supuesto que los griegos le obedecerían y que la avanzadilla de Filipo seguía estando segura en Asia. Se equivocaba en ambos puntos. En Asia, Átalo había sido asesinado, y Olimpia, quizás a raíz de estas noticias, se había vengado con sus propias manos en Macedonia y había mandado asesinar a Eurídice, que era sobrina de Átalo, además de la muchacha que la había suplantado en el corazón de Filipo; para rematarlo, había ordenado también el asesinato de su hija Europa. Tal vez los efectos de estos asesinatos todavía sean visibles en la doble tumba real que hay en Vergina, cuya cámara frontal albergaba los huesos incinerados de una mujer joven, en la veintena, envueltos en una magnífica tela «regia» de oro y púrpura y acompañados por la corona de oro más fabulosa de todas las maravillas conocidas de la joyería griega. Es muy probable que esta dama no sea otra que Eurídice, que fue colocada en la cámara frontal cuando Filipo ya había sido depositado en la cámara posterior. La tumba doble de Egas no sólo es una maravillosa proeza arquitectónica y un receptáculo arqueológico, cuyos contenidos todavía no se han publicado en su totalidad: también es una prueba de un drama real de venganza, amor y celos digna de cualquiera de los relatos trágicos de las «dinastías» legendarias representadas como obras griegas en el teatro recién excavado, que fue el escenario del asesinato de Filipo y que se encuentra muy cerca del propio palacio.

En Asia, los acontecimientos también eran persistentemente dramáticos. Quizás a causa de la desaparición de Átalo, el contingente de avanzada había titubeado y el vigor de los generales persas lo había hecho retroceder; como parte de una coherente estrategia, se dijo que se habían enviado 300 talentos a Demóstenes, el más hostil de los políticos atenienses, y que había esperanzas de que los griegos se rebelasen contra sus jefes. En efecto, la rebelión se produjo, pero no dependió en absoluto de Persia o de los políticos atenienses.

Tres años antes, Filipo había castigado con dureza en el campo de batalla a la ciudad de Tebas, en la Grecia central, por su oposición. Tebas había sido su aliada, pero después cambió de bando porque sus esperanzas se vieron defraudadas; tras la derrota de los griegos, la ciudad vio cómo vendían a los prisioneros como esclavos y cómo enterraban a sus muertos sólo después de haber pagado por este privilegio. En la ciudad, se ejecutó o exilió a los tebanos prominentes y sus propiedades se confiscaron; una guarnición macedonia sitió la fortaleza de Tebas y un Consejo de trescientos tebanos, muchos de los cuales ya habían sido enviados al exilio por sus conciudadanos, copó los puestos de autoridad situándose por encima de unos hombres que los detestaban por su deuda con Macedonia. Lo peor de todo era que, en nombre de la independencia, Filipo había prometido restablecer las pequeñas ciudades de los alrededores de Beocia; Tebas había intentado tiranizar de forma permanente estas ciudades tebanas para conseguir más tierra y poder, y podrían escribirse unos doscientos años de historia de Tebas en torno al tema de la dominación de sus vecinos pequeños y reacios. Ahora iban a ser independientes por orden de un macedonio.

Por tanto, no era a Alejandro a quien se iba a echar la culpa del último levantamiento tebano. La severidad de Filipo funcionaba por sí misma independientemente del nombre de Alejandro, y la causa fue el retorno secreto de los tebanos a los que Filipo había expulsado tres años atrás. Hablaban de libertad y alegaban que Alejandro había sido asesinado en una batalla cerca del Danubio. La noticia sonaba demasiado convincente como para no creerla, y cuando describieron la mala conducta de la guarnición macedonia, a la que los tebanos no habían podido expulsar el otoño anterior por ser excesivamente lentos, dos de sus jefes fueron detenidos y asesinados. Ahora se trataba de una rebelión abierta, pero su discurso sobre la libertad era muy poco desinteresado; entre los exiliados que regresaron había antiguos oficiales de la liga a través de la cual Tebas había dominado a sus vecinos y, si bien protestaban contra la tiranía de Macedonia, también estaban indignados porque sus dulces días de dominio local habían terminado.

Alejandro reaccionó a las noticias con la rapidez y gravedad que merecían. No perdió tiempo regresando a Macedonia, sino que a marchas tremendamente forzadas irrumpió en la frontera occidental de Macedonia, a través de las doradas llanuras que hay cerca de Trikkala, marchó a través de las colinas y los pasos de montaña y se plantó delante de Tebas en catorce días. Tebas había estado esperando la llegada de las tropas atenienses y a los ejércitos de ciudadanos de las ciudades griegas del sur, pero sólo los arcadios se movilizaron para unirse a ellos; otros estados estaban probablemente a un paso de permanecer neutrales, o incluso de ayudar al caudillo macedonio del que eran aliados bajo juramento. Cuando un ejército macedonio, más de treinta mil hombres en plena forma, fue avistado desde las murallas de la ciudad, los tebanos no podían dar crédito a lo que veían: este «Alejandro» —supusieron— tenía que ser Antípatro, o quizás Alejandro de la Lincéstide, que había sido puesto al frente de Tracia. Sin embargo, como les enseñaría la experiencia, se trataba de Alejandro y, en una semana, dio comienzo lo que podría denominarse «el desastre más rápido y de mayores proporciones» que nunca había sufrido una ciudad griega.

Los movimientos de Alejandro fueron decisivos y muy lamentados, y, como en muchas otras ocasiones, la controversia sobre lo sucedido se manifiesta en la delicadeza con que se trató en las diversas historias. Ptolomeo, su amigo y oficial, destacó su reticencia a atacar la ciudad y los repetidos intentos de retrasar el ataque con la esperanza de que Tebas enviaría embajadores; sin duda había cierta división entre los tebanos que deseaban parlamentar y los instigadores que no lo deseaban en absoluto; otros historiadores coincidían en la cuestión de la demora de Alejandro, pero cuando Alejandro pidió la rendición de los jefes rebeldes, los tebanos, según dijeron dichos historiadores, le respondieron pidiendo a gritos, desde lo alto de una torre, ayuda para liberar a los griegos de su tirano, y acto seguido Alejandro puso irrevocablemente en marcha los planes para atacar. Tres días más tarde entablaba batalla con el ejército tebano fuera de las murallas, y fue muy duramente acosado, pues los tebanos se habían estado entrenando en los gimnasios de la ciudad; hasta que Antípatro no condujo al frente de reserva a la acción, los macedonios no empezaron a recuperar terreno. Mientras volvían a formar, Alejandro descubrió en la muralla una puerta trasera que los tebanos habían dejado sin protección, y eso cambió el curso de la batalla. Alejandro hizo que Pérdicas y su regimiento se apresuraran a tomarla y, una vez que hubieron entrado en la ciudad por la retaguardia de los tebanos, su defensa fue inútil; las guarniciones macedonias que hasta entonces habían estado bloqueadas dentro de sus fortalezas ayudaron en el saqueo, y éste no conoció límites.

Ptolomeo lo planteó con más malicia: lejos de atacar intencionadamente, Alejandro continuó demorándose, y sólo cuando Pérdicas actuó sin recibir órdenes y decidió por su cuenta atacar la empalizada tebana, empezó a librarse la batalla. Así pues, Pérdicas intentó una incursión extraoficial y fue «gravemente herido» y «casi abandonado»; sólo cuando los tebanos condujeron a sus hombres hacia el campo de Alejandro, éste se sintió obligado a cargar para rescatarlo. Por casualidad, algunos de los macedonios lo habían seguido con tanta rapidez que se vieron atrapados dentro de la propia ciudad; casi no encontraron oposición y, con la ayuda de la guarnición macedonia, la ciudad cayó en sus manos, más por casualidad que siguiendo un plan despiadado. Esta astuta apología es muy interesante. Ptolomeo escribió después de la muerte de Alejandro y tenía poderosas razones para calumniar a su rival y enemigo Pérdicas, y por eso explicó la captura de Tebas como si se hubiera producido a causa de la insubordinación y como si las represalias de su líder se debieran al azar. Alejandro también se hacía pasar por protector de la libertad de Grecia y tenía motivos para ocultar la oposición griega a los macedonios.

Y todavía hubo acuerdo en otro hecho, cuyo significado es importante. En el brutal saqueo de la ciudad, los aliados griegos de Alejandro de las ciudades vecinas a Tebas se destacaron por ser peores que cualquier tracio y, dada su historia pasada, el entusiasmo que pusieron estaba plenamente justificado. En Grecia, Filipo había apoyado repetidas veces a las pequeñas ciudades contra sus vecinos más poderosos; ahora que Alejandro desmantelaba el poder de Tebas, eran esas pequeñas ciudades las que se unían a él incondicionalmente como aliados. El saqueo de Tebas no puede reducirse a un mero ultraje a la libertad de los griegos, ya que los propios tebanos habían violado esta libertad a través del dominio local que ejercían, y lo que hicieron sus compatriotas griegos fue devolver a Tebas con creces, en nombre de Alejandro, todo lo que habían sufrido por su culpa en el pasado. Con gran habilidad, Alejandro encomendó el destino de la ciudad a la decisión de esos aliados griegos, probablemente en una reunión celebrada en ese mismo momento, más que en un pleno del Consejo de los «aliados» que tenían en toda Grecia. Votaron por la total destrucción de Tebas, como sabía que harían. Así pues, la ciudad fue destruida, se entregaron como recompensa todos los terrenos privados a los aliados para que los cultivaran, y se cree que treinta mil tebanos fueron convertidos en esclavos, incluyendo a mujeres y niños, que se vendieron a un precio razonable teniendo en cuenta el exceso de oferta que la cifra suponía en el mercado local. Se exoneró a los sacerdotes, pues se habían opuesto a la rebelión, así como a todos los amigos y representantes de los intereses macedonios, incluyendo a los descendientes del poeta Píndaro, que le había dedicado poemas al rey de Macedonia ciento cincuenta años atrás. Se pidió especialmente que su casa fuera perdonada.

Por tanto, en nombre de sus aliados griegos, Alejandro destruyó uno de los tres grandes poderes de Grecia que lo había amenazado. Se decía que los hombres recordaban cómo en una ocasión Tebas había secundado a Persia en los lejanos días de la invasión de los persas, y resultaba conveniente revivir con astucia ese recuerdo en un momento en que Alejandro iba a invadir el Imperio persa con la excusa de vengar las antiguas ofensas contra los griegos. Aunque el consejo aliado no hubiera votado la inmediata destrucción de Tebas, sin duda habría decretado la aprobación de un acto que le asustaba demasiado condenar; sólo los arcadios se habían movilizado para ayudar a Tebas, si bien ajusticiaron rápidamente a sus propios jefes y se sintieron aliviados de que sus tropas no hubiesen cruzado el istmo. Otros obraron de un modo parecido, pero quedaba el centro del poder de Atenas, y fue ahí donde intervino Alejandro.

A pesar de los rumores, incluso de los testigos, de la «muerte» de Alejandro en el Danubio, Atenas no había enviado tropas para apoyar la causa tebana. Alejandro todavía controlaba los puertos de los Dardanelos a través de la flota y el contingente de avanzada, y posiblemente sus barcos ya retenían la flota que traía el grano desde el Mar Negro, del que Atenas dependía para el suministro de alimentos. El paso a ofrecer abiertamente ayuda a Tebas por parte de Atenas habría sido el bloqueo más riguroso de esta tabla de salvamento, por lo que Atenas había permanecido neutral, aun cuando Demóstenes envió dinero y armas procedentes de los regalos que le había hecho el rey persa. Además, los atenienses habían odiado a Tebas durante al menos doscientos años; su acercamiento se remontaba sólo a los últimos cuatro años, mientras que Tebas, por su parte, había votado destruir a una indefensa Atenas sólo setenta años atrás, un hecho que no se olvidaba fácilmente. En el momento del saqueo, la ciudad estaba celebrando un festival religioso, y ningún ejército griego habría interrumpido los honores a los dioses para emprender una marcha hacia la guerra. Recién terminada su devastadora acción en Tebas, Alejandro estaba sin embargo ansioso por darle una lección a Atenas. No podía arriesgarse a asediar sus grandes murallas, lo cual no resultaría nada fácil, y no quería ultrajar a una ciudad cuya flota y reputación necesitaba utilizar contra Persia, por lo que simplemente ordenó la rendición de los generales y los políticos que de forma más evidente se habían opuesto a él. La lista de víctimas fue objeto de discusión, pero una embajada de Atenas lo persuadió mediante súplicas para que moderara sus términos, y Alejandro se contentó con que sólo Caridemo abandonara Atenas. Quizá sea cierto que Alejandro cambió de opinión; el objetivo habría sido mantener el decoro legal, pues Caridemo era el único de los enemigos de Alejandro que no había nacido en Atenas, y quizá no lo habían hecho ciudadano plenamente honorario, por lo que podía ser forzado al exilio sin que se infringieran las leyes de la ciudad. En la práctica fue un grave error, pues de este modo el general ateniense más experimentado entró al servicio del rey persa, y hubo otros dos ciudadanos atenienses, sospechosos a los ojos de Alejandro, que lo siguieron por decisión propia. Alejandro tenía que haberlos detenido, ciudadanos o no, mientras podía; un año más tarde, estaban alentando la resistencia en Asia, y su fuga, más que la destrucción de Tebas, debió haberle parecido lamentable al bando macedonio.

Con este broche de terror, Alejandro regresó a Macedonia a finales de octubre, dejando las cuatro fronteras aseguradas y estando en disposición de planificar una invasión de Asia a gran escala. Como su padre, hizo preceder su partida de una gran pompa. El festival anual de Zeus y las Musas debía celebrarse en la ciudad fronteriza de Dio, y, aquel año, Alejandro invitó a amigos, oficiales e incluso a embajadores de las ciudades griegas aliadas para compartir con ellos el festival. Se alzó una enorme tienda en la que cabía un centenar de sofás y, durante nueve días, la corte estuvo de fiesta y disfrutó de la cultura y las artes, totalmente despreocupada de un tesoro cuya deuda monetaria casi había sido liquidada gracias al botín conseguido en Tebas y el Danubio. Todo el ejército recibió regalos y animales para los sacrificios, que se comieron después de haber ofrendado una parte a los dioses. Los oficiales recibieron presentes de acuerdo con su influencia y más estados como un soborno a cambio de su lealtad.

También era el momento de promover matrimonios entre las familias nobles de las tierras altas y las tierras bajas. Parmenión y Antípatro tenían hijas en edad casadera y sugirieron a Alejandro que también él debería casarse y tener un heredero antes de invadir Asia; Alejandro se negó, quizá porque estaba receloso debido al embrollo matrimonial de su padre, quizá porque no quería arriesgarse a tener un heredero a través del cual sus ancianos generales podrían intentar gobernar. Dio la hija de Antípatro a uno de sus Escoltas y la de Parmenión a un noble elimiota cuyos hermanos destacaban en los mandos del ejército. A éstos siguió la celebración de otros matrimonios, algunos con el fin de cerrar viejas heridas, otros para crear la clase de oficiales del futuro, pero Parmenión y Antípatro no se quedaron sin su recompensa.

Antípatro, que se acercaba a los sesenta años, permanecería como general para los Balcanes y Europa; Parmenión, que ya había cumplido los sesenta y cinco, sería comandante segundo del ejército, con autoridad sobre toda el ala izquierda en el frente de batalla. Uno de sus hijos, Filotas, dirigiría la caballería de los compañeros, y otro a los Portadores de Escudo; un sobrino, o un primo, capitaneaba a la mitad de los exploradores a caballo, mientras que el líder de las brigadas de a pie elimiotas era ahora su yerno. Otros tres oficiales de infantería y un destacado coronel de caballería puede que ya se hubieran convertido en íntimos amigos suyos, y todavía no se ha probado que Alejandro fuese forzado a promover a los amigos y a la familia de Parmenión en contra de sus propios deseos. El alto mando reflejaba la influencia de Parmenión, lo que no era de extrañar, y nada sugiere que el rey y su segundo estuvieran ya enfrentados entre sí.

De haber habido algo, sería lo contrario. Entre los nobles Compañeros había muchos que se oponían a una invasión de Asia, pero sólo Parmenión instó a Alejandro a seguir adelante, quizá porque ya había visto el país por sí mismo. Sin embargo, había una alternativa en el lejano oeste; Alejandro preguntó por ella haciendo planes para una guerra en dos frentes a la vez. Mientras el ejército principal se encontrara cruzando los Dardanelos en Asia, una flota de transporte y doce barcos de guerra navegarían con la caballería y la infantería al sur de Italia bajo el mando de su cuñado, el rey Alejandro del Epiro, hermano de Olimpia, que de este modo dejaba sola a su mujer con una niña pequeña y un hijo después de tan sólo dos años de matrimonio. Por medio de los Compañeros griegos, Alejandro conocía el equilibrio político de la Grecia occidental; los colonos griegos de Tarento le habían pedido que los ayudara contra los habitantes de las tribus vecinas, y él había ordenado a su cuñado que interviniese a favor de los asentamientos griegos en Italia. Los problemas de piratería en el Adriático ya habían llamado la atención de Alejandro, y había mantenido correspondencia con Roma acerca de cómo limpiar los mares; en tres años, Roma, que los discípulos de Aristóteles describieron como una ciudad griega, sellaría una alianza con la invasión de su cuñado y la causa macedonia en Italia parecía haberse consolidado.

El despliegue de los ejércitos de Macedonia a través de las ciudades griegas para ir a enfrentarse a los bárbaros en ambas orillas del mundo mediterráneo fue un momento soberbio, y sin duda no faltaron cortesanos recelosos. Cuando Alejandro terminó de repartir los presentes de tierras y dinero entre los amigos, su fiel Pérdicas, líder de una de las dos brigadas oréstidas, se sintió obligado a preguntarle: «¿Y para ti, mi señor —cuentan que dijo—, qué dejas?». «Mis esperanzas», contestó Alejandro. Merece la pena tener en cuenta cómo debieron de valorarse estas esperanzas.