En Macedonia, Alejandro ya había demostrado una rapidez digna de su héroe homérico. A mediados de otoño llegó el momento de que el nuevo rey desplegase su autoridad en el exterior, pues Filipo había dejado un legado extranjero que abarcaba desde el Danubio y la costa de Dalmacia hasta los cabos meridionales de Grecia y las islas del Egeo. El trono macedonio estaba asegurado y Grecia era lo que primero requería su atención de heredero.
Cuando le preguntaron a Alejandro cómo se las arreglaría para controlar a los griegos, respondió: «No dejando para mañana lo que debería hacerse hoy». Tan pronto como los asuntos de palacio se resolvieron a su favor, puso esta austera pero admirable filosofía en práctica. Capitaneando a los soldados macedonios de los que se había hecho amigo, se encaminó al sur y marchó desde Egas hasta las estribaciones contiguas del monte Olimpo, es decir, en dirección a la frontera con la griega Tesalia, donde hacía tiempo que su padre había sido reconocido como gobernante. Al valle del Tempe se accedía a través de un desfiladero de unos ocho kilómetros de largo, tan estrecho que la caballería sólo podría pasar en fila india; el paso estaba custodiado por los hombres de las tribus locales de Tesalia, y si la historia de la guerra griega tenía alguna lección que enseñar era que los desfiladeros montañosos eran impenetrables para la caballería y la infantería en formación y que su travesía no debía emprenderse confiadamente, ni siquiera con las modernas unidades ligeras de peltastas. Alejandro improvisó una audaz alternativa: ordenó que cortaran escalones en una de las laderas del cercano monte Osa y, ascendiendo por ellos, condujo a sus macedonios con los métodos propios de un alpinista. Rodearon el desfiladero y los nobles de Tesalia dieron la bienvenida al hombre al que no habían conseguido detener. Alejandro no olvidó una estratagema que podría servirle de nuevo en su carrera.
Al igual que su padre Filipo, Alejandro fue rápidamente reconocido como soberano de los tesalios, un honor excepcional para un extranjero; el reconocimiento tenía una importancia crucial, tanto para las finanzas como porque le daba derecho a disponer de la disciplinada caballería tesalia. De regreso, les recordó a sus súbditos la realeza que los vinculaba a él a través del héroe Heracles, antepasado de los reyes macedonios, y también a través de Aquiles, a quien la familia de su madre decía que se remontaba su descendencia. El reino de Aquiles había estado en Tesalia y, a modo de tributo personal, Alejandro le dedicó ahora la región a su héroe. La diplomacia de su padre le había legado una extensa herencia, pero Alejandro la interpretó a su propia manera heroica; el modelo se retrotraía a sus primeros años.
Si bien era el soberano de Tesalia, Alejandro también era, por derecho hereditario, el caudillo de los aliados griegos, pues Filipo les había arrancado el juramento de que el cargo de caudillo, recientemente creado por él, pasaría a sus descendientes. Sin embargo, su muerte provocó el inicio de disturbios en todas las ciudades aliadas que tenían algún motivo de queja, por lo que Alejandro sólo podía conseguir su legítimo reconocimiento mediante un avance tremendamente rápido. Marchando a través de las Termópilas, las angostas Puertas de Grecia, Alejandro se hizo con las tribus de la Grecia central y reunió al consejo de Delfos, una institución con más prestigio que poder. Puesto que él los controlaba, hizo que ratificaran su caudillaje; en Tebas y Atenas, donde las noticias del asesinato de Filipo habían llegado con mucha rapidez gracias a los agentes del norte, se produjeron disidencias que ocasionaron que la gente aprobara honrar a Pausanias con un santuario. Pero Alejandro se dirigió al sur a toda velocidad, a la frontera; asustó a Tebas hasta que se rindió y, en Atenas, consiguió que los granjeros y el ganado se agruparan en el interior de las murallas por miedo a la invasión. Los atenienses aprobaron honores exagerados para Alejandro, incluyendo la ciudadanía; Alejandro los aceptó y atravesó después el istmo, al sur de Corinto, para convocar al consejo griego aliado del que ahora era caudillo, tanto por el ejemplo dado como por derecho. Les había demostrado a sus tropas el valor de la velocidad, y no sería la última vez que lo hiciera. Este era el hombre al que los políticos atenienses habían vaticinado que nunca abandonaría Pela.
La guerra era el estado natural de toda ciudad griega. En teoría, se consideraba que cada ciudad estaba en guerra con las otras, excepto para casos particulares en los que se había jurado una alianza temporal, y la teoría, por lo general, se confirmaba en la práctica. La Grecia con la que Filipo se había mostrado más hábil y que Alejandro había intimidado era una sociedad obsesionada por la inestabilidad y envenenada por la revolución. No era una sociedad decadente, que de algún modo habría traicionado los ideales de la llamada edad de oro de la Atenas de Pericles cien años antes; era un mundo más estable, tanto por el equilibrio de poder entre sus estados como por el hecho de abrir el acceso a los cargos a quienes no pertenecían a las tradicionales clases dirigentes. Al ser más estable, también era más diverso. Sin embargo, era asimismo una prueba viviente de que los griegos habían fracasado a la hora de producir, para toda esta diversidad, alguna forma política o económica que pudiera mantener unida a la comunidad u ofrecer a la mayoría de sus ciudadanos una vida con un poco de comodidad, situados como estaban en un paisaje desesperadamente pobre en el que la tecnología disponible para hacerle frente resultaba ridícula. Durante los últimos veinticinco años, el equilibrio de poder en Grecia se había debilitado a causa de las enemistades que enfrentaban a los estados y a la agitación que había entre las diferentes clases, y se había convertido en un precario equilibrio de debilidades. Filipo había explotado esta situación en su calidad de extranjero sin vínculos, y lo que finalmente propuso —una paz común entre aliados griegos «libres e independientes»— fue concebido para frenar la disensión, tanto entre las ciudades griegas como en el interior, en beneficio propio. Filipo ya había instaurado gobiernos amigos allí donde era necesario, y, por mor de la estabilidad, Alejandro los congeló en el poder por medio de la prohibición absoluta de los disturbios revolucionarios; en nombre de la independencia, como habían hecho los espartanos cincuenta años atrás, desmanteló los imperios locales de los estados más grandes, en los que se había basado buena parte de su mutua agresión, y esta medida le valió popularidad entre muchos otros estados vecinos más pequeños. Se redactaron elaboradas disposiciones para que las disputas entre ciudades fueran objeto de un arbitraje, pero las cláusulas detalladas de esta paz común entre aliados hoy por hoy no pueden recuperarse; aunque pudiéramos hacerlo, resultarían tan aburridas como cualquier otra constitución desaparecida del pasado. Los únicos puntos que importaban eran que Filipo y sus macedonios mantenían el control, a pesar de la consigna de reivindicar la libertad griega, y que no pretendían exprimir a Grecia para conseguir tributos ni buscaban más colaboración que una hosca aquiescencia en relación con sus objetivos en Asia.
«Los pactos sin espada no son más que palabras y carecen de fuerza para proteger a los hombres»; esto es lo que escribió Thomas Hobbes en la Inglaterra del siglo XVII, y, como Platón y Aristóteles, Hobbes estaba desarrollando su filosofía política en un mundo real de revoluciones y estabilidad precaria. Los tres vieron la necesidad de la autoridad a su alrededor, y Filipo y Alejandro, en no menor medida que Cromwell, apreciaron una verdad escrita con mayúsculas en las filosofías políticas de su tiempo. En cuatro estados clave, las guarniciones macedonias hicieron que los griegos mantuvieran sus pactos, y si bien una de ellas fue retirada por Alejandro para apaciguar a los nativos, que ya se habían rebelado para expulsarla, en Tebas se mantuvo una segunda guarnición a pesar de las protestas similares de los tebanos. Los acontecimientos le demostrarían muy pronto que tenía razón; mientras tanto, una reunión del consejo aliado de su padre lo confirmó como general supremo para la expedición a Asia, y, de este modo, el último eslabón de la herencia griega de Filipo se forjó sin problema en beneficio de Alejandro: «Por medio de su autoridad, tiene a su disposición tanta fuerza y poder como el terror es capaz de provocar, y puede conformar las voluntades de todos para mantener la paz en casa y para que se ayuden mutuamente contra los enemigos exteriores». Más que ninguna de las cláusulas de la alianza griega que forjó Filipo, es el ideal soberano de Hobbes el que mejor sintetiza al líder macedonio de los griegos.
Sólo un estado griego se opuso con firmeza a su autoridad: los espartanos enviaron a Alejandro un mensaje diciendo que la costumbre de sus padres no era seguir a otros, sino dirigirlos. Este comentario, de una testarudez espléndida, no fue tan mal recibido como hubieran podido esperar. Debido a su pasada historia en el sur de Grecia, Esparta se había ganado la inquieta aversión de sus vecinos más pequeños, que recordaban cómo los llamamientos de los espartanos a la libertad o la independencia habían conducido de manera persistente a su sometimiento. Durante treinta y cinco años el poder espartano había estado desmembrado, pero cuando empezó a mostrar signos poco gratos de recuperación, Filipo jugó con astucia con los miedos de sus vecinos más pequeños sobre la posibilidad de otra tiranía espartana. Aunque había quienes en los estados más poderosos llamaban a Filipo y Alejandro los tiranos de Grecia, sus pequeños y vulnerables vecinos no veían la ascensión de Macedonia como la muerte de la libertad griega. Un concepto como éste suscita muchas preguntas. En el sur de Grecia, algunos enemigos de Esparta se habían mostrado inquietos ante la muerte de su protector Filipo, pero la continuada oposición de Esparta a Alejandro les recordó que su mejor esperanza de protección seguía residiendo en un líder macedonio.
Así pues, a Alejandro le convenía dejar sola a Esparta, de modo que lo que hizo fue dedicarse a conversar con un filósofo griego que encontró en los suburbios de Corinto. Diógenes, fundador de la escuela cínica, estaba visitando Corinto y, puesto que creía devotamente en la vanidad de las riquezas del mundo, vivía en un tonel de madera: al pasar por ahí, Alejandro lo vio y le preguntó a aquella lamentable figura si había algo que quisiera. «Sí —contestó Diógenes—, que te apartes un poco, pues me tapas el sol». Más tarde, uno de sus discípulos se unió a Alejandro como almirante y escribió un pintoresco relato, incluyendo la historia de su encuentro con Diógenes, pero es probablemente invención suya el que Alejandro llegase a comentar: «Si no fuera Alejandro, querría ser Diógenes». Y, en efecto, si bien por caminos diferentes, ambos compartieron el hecho de estar dotados de una extraordinaria resistencia física.
Puesto que empezaba el invierno, Alejandro dejó Corinto y regresó al norte, no sin detenerse para hacer una ofrenda al oráculo de Delfos. Su visita marcó el inicio de un tema nuevo y persistente. La clase sacerdotal siempre había recompensado los favores que le había hecho Filipo, pero, según contaban, a Alejandro le negaron la consulta del oráculo porque había ido en un día desfavorable. Ante esta negativa, agarró a la sacerdotisa de las manos y la arrastró hasta el santuario; durante el forcejeo, ella reconoció que Alejandro era invencible. Estos «días desfavorables» no se conocen hasta la época romana, por lo que la historia del forcejeo y la negativa es probablemente una calumnia romana que denigraba la invencibilidad de Alejandro frente a la de sus propios emperadores. No obstante, el tema es rico en consecuencias. Las tropas creerían que, de algún modo, el oráculo de Delfos le había garantizado la invencibilidad, tal vez porque el propio Alejandro fomentó la leyenda en el mismo Delfos. Cuando más tarde fue propuesto para recibir honores divinos en Atenas como un dios invencible, debía de saberse que éste era su título favorito. Ningún hombre, sólo un héroe, había sido llamado invencible antes que él, y únicamente por un poeta, pero ese héroe era Heracles, antepasado de los reyes macedonios. Alejandro resaltó el tema de la Victoria en sus monedas, sus dedicatorias y en los nombres de las ciudades que fundó; como resultado de sus hazañas, un Heracles el Invencible, más nuevo y poderoso, entró a formar parte de la religión griega y romana. En Irán, sus Sucesores continuaron con los títulos que él había iniciado, y la idea de la Invencibilidad pasó de la Grecia oriental a Julio César y, finalmente, al Sol, cuya adoración creció para rivalizar con la de Cristo. Cuando Alejandro empezó a subrayar el poderoso vínculo que lo unía a la Victoria y al héroe Heracles, cuya ayuda nunca dejó de reconocer, nació un nuevo concepto de realeza divina. Fue el primero, aunque no el último, de sus legados a la religión, y también reflejaba la confianza que a veces tenía en sí mismo; al volver a Macedonia, convocó al ejército de su padre para llevar a cabo el entrenamiento y la instrucción militar: más que de cualquier invocación a la Victoria, su invencibilidad siempre dependió de este ejército. A los mariscales de campo de nuestro tiempo el ejército macedonio les ha parecido la fuerza más envidiable de la historia. Su diseño es fascinante y conduce directamente a Filipo, la razón más inmediata de por qué Alejandro se convirtió en Magno.
A lo largo de veintitrés años, Filipo unificó una Macedonia en expansión a través de la guerra. La resistencia física era algo obligado y se reflejaba en numerosas anécdotas: Filipo colocando a sus jinetes detrás de las líneas para que ejecutaran a cualquiera que abandonara la batalla; Filipo negándose a permitir que hubiera mujeres en el campamento; o Filipo amonestando a un macedonio por lavarse con agua caliente porque, en Macedonia, sólo se permitía bañarse con comodidad a las mujeres que acababan de dar a luz. La disciplina se complementaba con el saqueo y los diezmos en el exterior, y con las nuevas tierras de labranza y las viejas minas de oro que se confiscaron en las fronteras orientales de Macedonia y que se transformaron para producir un sólido excedente de monedas de oro; de este modo podía mantenerse un ejército permanente, al que Filipo enseguida se dispuso a enseñarle cómo marchar; un ejército de este tipo era un lujo que, entre los griegos, sólo Esparta se podía permitir. Mientras que los hombres que componían la infantería de los ejércitos formados por ciudadanos griegos se llevaban, cada uno de ellos, un sirviente para ir a la guerra, Filipo sólo permitía un ayudante para cada diez soldados; prohibió los carruajes para los oficiales y los obligó, por ejemplo, a marchar cuarenta y ocho kilómetros diarios en pleno verano o a transportar provisiones de harina para treinta días sobre sus espaldas cuando salían hacia el campamento de verano. Para el transporte dependían de unas pocas mulas y carretas tiradas por bueyes, las menos posibles. El ejército llevaba consigo manos de almirez para moler el grano, y la dieta regular de pan y aceitunas se complementaba sólo con los animales procedentes de los saqueos, aunque Macedonia también era rica en pescados y frutas, especialmente higos, cuyo alto contenido en azúcar se pensaba que era apropiado para los soldados. El ejército aprendió a vivir al aire libre en cualquier estación del año, incluso cuando, paralizado por el invierno búlgaro, tuvo que sobrevivir en los hoyos de almacenamiento de los nativos. Por primera vez, la distancia dejó de ser importante en la guerra balcánica.
Este entrenado ejército se mantenía equilibrado gracias a las tácticas de Filipo, pero las grandes tácticas no nacen tanto de la originalidad como de una hábil utilización de las costumbres contemporáneas, y el ejército de Filipo, a diferencia de la diosa Atenea, no nació perfectamente armado de la cabeza de su padre. La sociedad griega pocas veces había analizado sus capacidades en escritos de carácter técnico, pero había atendido mejor las habilidades bélicas que otras artes tan básicas como la minería o la silvicultura, y los escritos de hombres como el general Jenofonte eran una fuente accesible de ideas, tanto en lo que se refiere a los peligros de Oriente como al equipamiento de los caballos que tanto le gustaban. Las tácticas de la infantería se aprendían mejor a través del ejemplo y la discusión, y, paulatinamente, habían pasado en los últimos sesenta años de la aristocracia rural de Grecia a una nueva raza de profesionales comunes y corrientes, hijos de zapateros o comerciantes, que ofrecían sus servicios fuera y pasaban la mayor parte de su vida en un campamento militar. Macedonia estaba cerca de su teatro de operaciones y, al evaluar el ejército de Filipo, la influencia de la teoría griega y de los profesionales resulta crucial; Filipo había heredado de su predecesor máquinas para atacar lugares fortificados, pero contrató a su propio ingeniero griego, Poliído de Tesalia, y patrocinó sus inventos. «Un conjunto de pruebas circunstanciales sugiere que el principio de torsión se inventó bajo los auspicios de Filipo II», que fue el primero que aplicó el resorte de un nervio o una crin a una ballesta, recientemente descubierta, duplicando su alcance y su fuerza. Poliído también diseñó un sistema de murallas dentadas y una torre de asedio de treinta y seis metros y medio de altura, y fue el maestro de los discípulos que luego inventarían una maquinaria todavía más poderosa para la sección de asedio de Alejandro. Ningún macedonio podría haberlo hecho por sí mismo.
En el campo de batalla, la caballería y la infantería eran las dos unidades básicas de Filipo, que él equilibró de un modo coherente. En el ala derecha, la caballería repartía golpes como un martillo, y, en el centro, la infantería continuaba arrollando como una pesada prensa; ésta era su táctica habitual, y también la de Alejandro, y se compensaba mediante la combinación de distinto armamento. Ello ya les proporcionaba ventaja. Puesto que la infantería griega se desviaba hacia la derecha, es decir, por el lado en el que sostenían el escudo, los generales solían situar las unidades más potentes a sus respectivas izquierdas, con el resultado de que nunca combatían. La izquierda y la derecha de los macedonios estaban igualmente equilibradas para desbaratar la formación del enemigo, y la infantería nunca se apartaba del centro; Filipo pudo haber aprendido la estrategia del general tebano Pámenes, que lo hospedó durante su juventud, transcurrida en Tebas. La caballería, como fuerza de choque, tenía el honor de decidir la batalla campal, generalmente al galope; este método es espectacular, aunque muchos no lograban controlarlo debido a que las unidades de caballería son un grupo indisciplinado de sangre joven y de caballeros que sólo responden a un ejemplo gallardo. Alejandro les proporcionó esta gallardía, incluso más que su padre, y su liderazgo convirtió a los Compañeros en la unidad de caballería más lograda de la historia, incluida la de Gengis Khan. Pero para su adiestramiento necesitaban primero una tierra adecuada.
En el sur de Grecia, el escaso pastoreo de verano y la falta de hombres lo bastante ricos como para poseer caballos habían impedido que la caballería desarrollara un estilo o que llegara a constituir un contingente decisivo. Ahora bien, la nobleza feudal de Macedonia estaba formada por hombres nacidos para cabalgar, y el clima europeo de cañadas y llanuras proporcionaban pastos abundantes. También las tierras altas habían apacentado buenos caballos, y, gracias a que Filipo había conquistado fértiles prados al otro lado de la frontera oriental en los diez primeros años de su reinado, poseía una amplia superficie de acres de tierra en la que instalar a los nobles y a una nueva clase de terratenientes en los nuevos pastos para caballos, hasta el punto de poder decirse que ochocientos Compañeros soldados de caballería disfrutaban de estados tan extensos como el total de las tierras que poseían los diez mil hombres más ricos de Grecia. Estados fértiles significaban más caballos y rentas para un grupo más amplio de jinetes, y el número de los Compañeros soldados de caballería se incrementó, pasando de unos seiscientos cuando Filipo fue entronizado a cerca de cuatro mil al final de su reinado. En cuanto a los caballos, se multiplicaron y diversificaron con el saqueo de yeguas procedentes del norte bárbaro, un cruce que tal vez los hiciera más veloces. Para cualquier ojo acostumbrado a los equinos de sangre árabe, los caballos de la Antigüedad son corpulentos y pesados, y los dibujos sobre monedas y pinturas revelan que los de raza macedonia se volvieron más robustos aún durante los cien años anteriores a Alejandro. A la mayoría de los caballos griegos de batalla se les practicaba la castración, y la técnica de atar dos tacos de madera a los testículos era tan moderna y efectiva como podía esperarse en un mundo bien provisto de eunucos. No obstante, es casi seguro que Filipo y sus cortesanos mantenían sementales cuidadosamente guardados, del mismo modo que más tarde los romanos o los normandos llevarían registros de los antecedentes y del pedigrí de los caballos, lo que constituía la clave para su mejora.
Las defensas del Compañero jinete eran modestas. En las obras de arte, nunca es mostrado portando un escudo, aunque su mozo de cuadra podía llevarlo. Vestía el habitual peto de piel o de metal de diseños variados, equipado con protectores para los brazos con vistas al combate cuerpo a cuerpo cuando tenía que utilizar la espada o una curvada cimitarra. No disponía de estribos y se sentaba sobre una tela que se sujetaba con una correa alrededor del cuello del caballo y que, a veces, estaba acolchada con fieltro para proporcionarle un asiento mullido y una protección blanda para las rodillas. Sobre la túnica, atada con un cinturón, lucía una larga y suelta capa macedonia y un faldón con flecos de piel o de metal para proteger sus partes nobles; los zapatos eran característicamente macedonios y, como las sandalias, dejaban el pie al descubierto, sin defensas. El yelmo parecía un sueste de metal acanalado y, a veces, llevaba una cubierta metálica para el cuello: Jenofonte había recomendado estos elementos en sus libros sobre caballería, y el yelmo distintivo, al que se refirió particularmente diciendo que permitía lograr una visión más amplia, fue inventado en la griega Beocia, donde Filipo pasó los primeros años de su vida como rehén. Sin embargo, en cuanto a la propuesta de Jenofonte de utilizar escudos de metal para las piernas y armadura para los caballos, los Compañeros no hicieron caso.
Las técnicas de escaramuza y retirada fueron desarrolladas por los aristócratas y los hombres de las tribus en las vastas llanuras de Sicilia y en el norte bárbaro, y estas fluidas maniobras tuvieron eco en las tácticas griegas por las armaduras más ligeras, las jabalinas y un uso más distanciado de la caballería. Filipo no hizo concesiones a esto. En las pocas ocasiones en las que los encorsetados jinetes de Macedonia fueron avistados por los ejércitos griegos en los últimos cien años, estos jinetes siempre los dejaron asombrados por el simple impacto de sus cargas, de modo que Filipo no rechazó esta melodramática forma de ataque. Los estribos aún no se habían inventado, de manera que, ante un choque, las piernas de los jinetes no tenían dónde apoyarse; las lanzas que llevaban no resistían el embate y los jinetes tampoco podían sostenerlas bajo el brazo. Sin embargo, los Compañeros salían al encuentro del enemigo y lo atacaban con lanzas. Las lanzas que llevaban iban equipadas con una hoja de metal y estaban hechas de cornejo macho, una madera cuya resistencia alabó Jenofonte; eran finas, pero, si se clavaban en la espalda o el costado del enemigo y después el lancero tiraba de ellas mientras cabalgaba, podían ser extraídas del cuerpo de la víctima sin romperse. Se utilizaban principalmente como una amenaza para dispersar la línea, por lo que los hombres las agitaban y empujaban contra un enemigo desconcertado por sus bravuconadas. Todas las heridas que Alejandro recibió de la caballería procedían de dagas y espadas, no de lanzas. Sin embargo, el enemigo tampoco tenía estribos, y los experimentos realizados demuestran que un golpe rápido derribaría a un hombre que no los llevase, sobre todo si cargaba con una pesada armadura.
Se supone que los jinetes se estabilizaban sujetándose a las crines, pero, para que una carga fuese efectiva, ni siquiera este recurso era tan fundamental como el estribo; Filipo había reclutado una fuerza de exploradores a caballo, cuyo modo de cabalgar resultaba más ventajoso para efectuar reconocimientos y regresar después para cargar en la primera línea con una lanza tan larga que se necesitaban ambas manos para sostenerla. Guiaban a los caballos con la presión de sus rodillas, como cualquier jinete moderno, y, lejos de ser un experimento inútil, su técnica a dos manos sobrevivió no sólo entre la caballería rusa en África, sino también entre los nómadas escitas de las estepas meridionales de Rusia. Los estribos han sido al arte de montar lo que la escritura a la memoria: sin ellos, los hombres simplemente habrían tenido que agarrarse con fuerza y cabalgar mejor de como lo hacen hoy en día la mayoría de jinetes.
Con todo, había un aspecto técnico que ayudaba a los Compañeros a conseguir la victoria. Su unidad básica no era un bloque, sino una formación en cuña, afilada como el vértice de un triángulo. La caballería nunca había sido capaz de cargar contra un frente compacto de infantería pesada por medio de un ataque frontal, por lo que los Compañeros rompían o confundían a la caballería del ala enemiga y cambiaban entonces de dirección para cortar diagonalmente los flancos de la infantería en movimiento por el centro. La formación en cuña acababa en punta y, por tanto, era más penetrante; sin duda estaba adaptada para realizar en diagonal cambios en el recorrido, «porque todos sus miembros fijaban la vista en el líder del escuadrón, como una bandada de grullas que volara en formación», y por tanto seguían el ejemplo de un conspicuo jefe de instrucción. Los giros controlados no eran fáciles, ni siquiera en una cuña. Las riendas y bridas de que disponían los Compañeros eran modernas en apariencia, pero, puesto que no existían las hebillas, no podían ajustarse con rapidez para adecuarse a las circunstancias; no había cadenas de freno, de manera que los bocados, especialmente la variedad «erizo» con púas, eran muy severos. Sin embargo, las bocas de los caballos se insensibilizaban y no había artilugios para que mantuvieran la cabeza baja cuando los bocados apretaban demasiado. No obstante, Alejandro todavía podía arreglárselas para alcanzar con sus Compañeros el ala derecha, hacer un amago de intervenir por la derecha y atravesar el centro en cada batalla campal. Probablemente lo que le permitía hacerlo era la fluida formación en cuña descubierta por los brillantes jinetes de los bárbaros escitas y tracios, la cual Filipo, quien repetidamente había combatido en el norte contra ella, copió.
Los Compañeros golpeaban y penetraban por la derecha; los Compañeros de a Pie, en el centro, estaban dispuestos para ser un sólido apoyo en el ataque. Unos nueve mil en número, luchaban espalda contra espalda en seis brigadas cuyas filas centrales se conocían, al parecer, con el nombre de Compañeros Ciudadanos, un título cuyo propósito es oscuro. Iban increíblemente armados para causar un terror masivo. Llevaban la pica macedonia, la «sarisa», un arma de lo más extraordinaria; la variedad más larga medía unos cinco metros y medio y, en la punta, llevaba una cuchilla de hierro que medía unos treinta centímetros, con el acostumbrado remache de metal en el extremo, que ayudaba a equilibrarla y permitía clavarla en el suelo, bien para descansar o como defensa ante una carga frontal enemiga. Tenía que sostenerse con ambas manos y, como la lanza de la caballería, estaba hecha de madera de cornejo macho, un árbol de la familia de las cornáceas cuyas puntas y pinchos a menudo se cortaban debido a su dureza. El cornejo macho crecía abundantemente en diversas variedades, no sólo en las colinas de Macedonia sino también en Grecia y las colinas occidentales de Asia que Filipo planeó conquistar; su forma más común, el Cornus mas, tiene unas ramas aparentemente delgadas que se despliegan, y en la actualidad es un arbusto admirado por los jardineros entendidos por sus flores primaverales, de color amarillo pálido. Probablemente los silvicultores macedonios los podaban para que sacaran tallos bajos y gruesos. Las sarisas más largas se fabricaban uniendo dos ramas escogidas en un tubo central de bronce que ayudaba a equilibrar el centro de gravedad.
A causa de la longitud de la sarisa, las puntas de metal de las cinco primeras filas sobresalían, quizás en una serie escalonada, más allá de la primera línea de Compañeros de a Pie. No sabemos con seguridad si las filas del centro también llevaban sarisas o si sólo se incluían para dar peso a la formación; podía pedírseles que se abrieran en abanico y ampliaran el frente, por lo que probablemente también blandían sarisas. De ser así, podían mantenerlas verticales en formaciones en fondo e interceptar el vuelo de los proyectiles enemigos, mientras que las filas traseras podían dar media vuelta, bajar las lanzas y ponerlas en posición horizontal para formar un rectángulo compacto. La maniobra tenía que ser perfecta, pues los Compañeros de a Pie estaban en desventaja si se dividían, y tras las sucintas órdenes de maniobra se ocultaban años de complicado entrenamiento. Podían marchar en columnas, en rectángulos o en cuña, ampliando la primera línea mediante la reducción de su profundidad a filas o pelotones básicos de ocho hombres, o apretándola y estrechándola a dieciséis, treinta y dos o incluso, en un momento de crisis, a ciento veinte hombres. Las primeras filas eran las mejor pagadas y estaban formadas por las tropas más experimentadas de la unidad. Marcando el ritmo, podían girar sobre sus talones y avanzar en ángulo, y, si ponían las sarisas en posición vertical, podían contramarchar o dar una vuelta completa; si después las bajaban y las ponían en horizontal, podían dar media vuelta. Ante una carga enemiga, clavaban las sarisas en tierra y se preparaban de manera conjunta, dejando menos de un metro de distancia entre cada hombre, de tal modo que los pequeños escudos atados a sus espaldas quedaban contiguos. Ahora bien, nunca eran tan efectivas como cuando desplegaban su poder sobre la infantería enemiga, a la que previamente la caballería había desviado. Nadie que se enfrentase a ellos olvidaría nunca la visión que ofrecían. Tenían tiempo para rugir el estruendoso y antiguo grito de guerra griego, Alalalalai; las capas escarlatas se hinchaban, y las sarisas, que vibraban al agitarlas en el aire —arriba y abajo, a izquierda y derecha—, parecían, a los ojos de los aterrorizados observadores, las púas de un puercoespín de metal.
El escudo en forma de botón de los Compañeros de a Pie se convirtió en el emblema nacional de Macedonia, aunque puede que la unidad no fuera una creación enteramente macedonia. Los Compañeros de a Pie habían luchado en filas de a diez antes del reinado de Filipo, y, si bien fue él quien introdujo las sarisas y la formación compacta en múltiplos de ocho, es muy significativo que Filipo hubiera pasado su juventud como rehén en la ciudad griega de Tebas, donde los dos generales más osados de la época, Epaminondas y Pelópidas, ya estaban experimentando con las formaciones en fondo y los frentes de batalla oblicuos que Filipo y Alejandro fomentarían más adelante. En cuanto a las largas picas, se las comparó con las de la infantería de Homero; sin embargo, un paralelismo más acertado se encuentra en Egipto, donde los nativos siempre habían luchado con largas lanzas y escudos de mimbre. En los últimos cuarenta años, algunos capitanes atenienses profesionales habían estado aconsejando a los faraones sobre sus ejércitos, y, como resultado, uno de ellos dobló la longitud de las lanzas griegas. Otro ateniense, Ifícrates, hizo lo mismo en las llanuras abiertas de Asia; era un amigo muy conocido de la familia real macedonia, especialmente de la madre de Filipo, a la que sirvió probablemente poco después de que los Compañeros de a Pie fueran reclutados por primera vez. Caridemo, otro profesional ateniense, a menudo hizo campaña en las fronteras de Macedonia, y se dice que fue gracias a él que Filipo aprendió la estrecha formación escudo contra escudo que los Compañeros de a Pie utilizaban para la posición defensiva. Sin embargo, la ciudad de Tebas sería destruida por su antiguo ejército visitante y, siguiendo órdenes de Alejandro, Caridemo fue obligado a exiliarse a Asia, donde aconsejó a los persas cómo luchar contra las tropas a las que en el pasado había ayudado a adiestrar.
La infantería armada con sarisas fue lo que más ambicionaron todos los estados griegos en la época que siguió, y los Compañeros de a Pie se convirtieron en la unidad más famosa de Macedonia. No obstante, su formación tenía muchos problemas, y quienes la vieron en acción con Alejandro lo sabían. En las batallas campales, los Compañeros de a Pie o bien actuaban poco o se separaban de la formación cuando se encontraban en terrero desnivelado; antes de invadir la India, abandonaron totalmente la sarisa. Sólo eran una fuerza de batalla decisiva si la caballería cargaba primero contra el enemigo, pero no podían mantener el paso cuando la caballería empezaba a galopar; una vez que se partía el muro formado por sus sarisas, ya fuera por el carácter agreste del terreno o por incompetencia, los hombres que había en su interior eran extremadamente vulnerables. Probablemente siempre habían llevado grebas en las piernas y petos de piel o de metal, una defensa costosa pero necesaria contra los proyectiles, al menos en las primeras filas; los yelmos también estaban hechos de metal y, puesto que tenían ocupadas ambas manos con la sarisa, los escudos debían ser pequeños, de unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro, y los llevaban colgando de una correa alrededor del hombro izquierdo y la parte superior del brazo. A menudo eran de bronce y tenían forma convexa, como un botón, llevaban tachuelas y estaban pintados con dibujos geométricos; contra la infantería pesada eran una pobre protección cuando la línea se había roto. Sin duda, las sarisas resultaban casi inútiles en el combate cuerpo a cuerpo, y las dagas cortas que los Compañeros de a Pie llevaban sobre la cadera eran, como mucho, un último recurso.
Tanto los Compañeros como los Compañeros de a Pie eran tropas pensadas para territorio abierto y para cualquier tipo de clima. Los caballos de los Compañeros, como toda la caballería antigua, no tenían herraduras claveteadas, y las botas de piel que se ponían en las patas cuando se veían obligados a cabalgar sobre la nieve helada pronto se volvían tan finas como la propia pezuña. Sin embargo, el territorio agreste abundaba en Grecia, Tracia y Asia, y Filipo era un planificador demasiado versátil como para no tener en cuenta la cojera, las filas rotas y la imposibilidad de realizar cargas; a partir de tres unidades diferentes, creó una unidad de escaramuzas que también podía luchar en primera línea. No había otras tropas que lucharan tan duro ni con tanta frecuencia. En una fecha temprana, Filipo contrató arqueros de Creta, la famosa cuna griega del tiro con arco, y a ellos se añadieron los honderos de Rodas; sus piedras arrojadizas han sido encontradas en las ruinas de una de las ciudades saqueadas por Filipo, con inscripciones convenientemente groseras a modo de mensaje. La flor y nata de las tropas eran los tres mil soldados de infantería que Filipo había concebido como hombres del rey y a quienes había dado el nombre de Portadores de Escudo Reales, que antiguamente se habían limitado a los mozos de cuadra del rey y los escoltas. Constituían la fuerza de infantería más selecta de la Antigüedad, y merecen el prestigio que con demasiada frecuencia se reserva a los hombres armados con sarisas.
Los Portadores de Escudo eran tropas con dos funciones. Debido a que los Compañeros de a Pie llevaban escudos pequeños en el hombro izquierdo, su flanco derecho habría quedado expuesto si los Portadores de Escudo no se hubieran situado allí y no se les hubiese ordenado protegerlos apiñando los amplios escudos circulares de los que recibían su nombre. Servían, por tanto, como parte del bloque de los Compañeros de a Pie, conectándolos con el ala de los jinetes. Al parecer, según se desprende de las esculturas, al ser tropas de primera línea llevaban yelmos con penacho, grebas de metal y petos, y luchaban con espadas y, presumiblemente, con lanzas. No obstante, también servían como tropas de asalto para realizar incursiones nocturnas, escaladas y marchas forzadas de cincuenta kilómetros diarios, y la evidencia indiscutible de los relatos confirma que eran más ligeras y rápidas que los Compañeros de a Pie; sin duda no disponían de sarisas, y es probable que dejaran atrás sus pesados escudos y armaduras cuando se adelantaban para realizar misiones de comando. Como tropas con un doble propósito, su forma física era extraordinaria. Cuando muchos de ellos ya habían cumplido los sesenta años todavía podían cubrir casi cincuenta kilómetros a través del desierto en un día de verano; eran los primeros en subir las escaleras en las ciudades sitiadas o los fuertes de montaña en el Hindu Kush; los primeros también en atacar con fiereza a los elefantes y destruir los carros con hoces de los persas. Tras la muerte de Alejandro no emprendieron el camino de la jubilación, sino que decidieron las batallas más importantes de los sucesores, mostrando a improvisados Compañeros de a Pie cómo sus líneas podían ser despedazadas por hombres lo bastante viejos como para ser sus abuelos; habían sido instruidos exclusivamente para la guerra, y les encantaba.
Había, pues, arqueros y honderos para una provocación de largo alcance; catapultas que disparaban flechas para cubrir a los hombres y para despejar las murallas; Compañeros para cargas devastadoras; Compañeros de a Pie para derrotar a la infantería desbaratada; Portadores de Escudo para misiones peliagudas y para proteger las sarisas y a la caballería en un sólido y bien flanqueado frente de batalla: Filipo había entrenado al primer ejército permanente y equilibrado de los Balcanes y podía añadir a sus súbditos extranjeros, ya fuera la caballería pesada de los tesalios, con sus formaciones en forma de diamante, los jinetes con armamento ligero, los lanzadores de jabalina de las tribus tracias o la infantería griega mercenaria que servía contra sus compañeros griegos sin ningún signo de reticencia. Sin embargo, el equilibrio era algo vano sin la libertad de poder emprender una campaña cuando fuera necesario, y ésta fue la última, aunque no la menor, de las innovaciones de Filipo.
En los estados griegos, los ejércitos estaban formados por ciudadanos que se reclutaban a medida que se necesitaban; pero, puesto que los ciudadanos también eran terratenientes, el ejército no podía ir a la guerra durante los meses de la recolección. Sólo en Esparta, donde un millar de aristócratas había terminado tiranizando a un numeroso cuerpo de siervos griegos, existía suficiente mano de obra en las haciendas como para apostar por un ejército permanente; por medio de la conquista y el saqueo, Filipo había elevado Macedonia a la situación de Esparta. Se ha hecho demasiado hincapié en el aparente aumento de la tasa de natalidad de Macedonia entre la entronización de Filipo y la muerte de Alejandro. Las cifras son engañosas y están influenciadas también por los amplios límites del reino y, tal vez, por el reclutamiento de nuevas tribus y clases. Las brutales importaciones de prisioneros son mucho más relevantes, pues todos aquellos que no se vendían eran convertidos en esclavos, como era habitual en un mundo agrícola y sin mecanizar en el que el tiempo libre no existía, el talento griego para la literatura, la democracia directa y el bienestar de los ciudadanos siempre dependió de la explotación de mano de obra esclava. Filipo llevó a su tierra unos diez mil esclavos para que trabajasen en las minas y en las tierras de sus estados feudales. Algunos de ellos, como observaron los visitantes atenienses en Pela, fueron enviados a los propios viñedos de Filipo. El efecto general que tuvo la llegada de esta mano de obra esclava fue liberar a los militares macedonios de las obligaciones del calendario de los terratenientes y los silvicultores.
«No establece diferencias —se lamentaba uno de los enemigos de Filipo— entre el verano y el invierno; no reserva una parte del año para la inactividad». El ejército de Filipo no sólo estaba equilibrado, sino que también estaba respaldado por suficientes esclavos como para hacerlo móvil. A finales de otoño, Alejandro había hecho que se apresurase cuando atravesaba Grecia; la primavera siguiente, en el mes de la cosecha, lo dirigiría hacia el Danubio, a través de Iliria, y de nuevo hacia el sur para llevar a cabo la venganza en Grecia, en una marcha tan versátil y rápida como cualquiera de las que había hecho su padre. El ejército sólo carecía de un elemento, un líder con talento natural. A los veintiún años, Alejandro demostraría que, después de todo, el tema de su invencibilidad podía llegar a ser una cuestión fundamental.