3. INFANCIA Y JUVENTUD

Nacido en una época en que la biografía no se había desarrollado, Alejandro tiene la fortuna de que carezcamos de informaciones sobre sus primeros años. Si los niños consideran que la infancia es una época aburrida, pocas veces están de acuerdo con ello sus biógrafos, pues en nuestros días se considera que la infancia es el origen de muchas de las cosas que siguen y que las experiencias de juventud quizá son importantes y perduran. En la Antigüedad no disponían de teorías psicológicas y, hasta san Agustín, nadie escribió unas memorias en las que se tratase al niño como padre del hombre. La perspectiva vital estaba invertida, y la juventud se describía fundamentalmente a través de una serie de anécdotas que reflejaban, de un modo falso, las proezas del futuro adulto; reyes u obispos consumados eran recordados como reyes u obispos cuando eran jóvenes, y por eso se dijo del niño Alejandro, futuro conquistador de Persia, que en una ocasión asombró a los embajadores persas que había en la corte de su padre con preguntas precoces acerca de los recursos del país y de sus carreteras. Tales historias son aún más sospechosas por el hecho de estar de moda. Como mínimo, tres de los historiadores que tuvo Alejandro crecieron con él, y uno de ellos escribió un libro sobre su educación; otros libros pueden haber estado relacionados con su primer profesor de literatura, pero ninguna de sus obras se ha conservado; por lo general, la juventud de Alejandro se confía a lo romántico y lo extravagante, y se deja a merced de tres figuras famosas: su madre, su caballo y su tutor, que por sí mismas han inspirado un mundo de leyenda.

Alejandro era hijo de Filipo y Olimpia. Había nacido en 356 a. C., en un momento en que la expansión de su padre hacia el norte, el sur y el este ya se estaba demostrando diplomática y extremadamente fructífera. En relación con el día de su nacimiento, se apuntan tres fechas; la precisión documental sobre los nacimientos es una incorporación moderna a la historia y, en efecto, en otro tiempo a los griegos les pareció extraño que los persas celebraran los cumpleaños, pero, en el caso de Alejandro, el desacuerdo no sólo se debía a la ignorancia. De las tres fechas propuestas, la de mediados de julio —el día 20 o alrededor de este día— es la más plausible; posteriormente, uno de sus oficiales dio fe de una fecha en octubre, pero puede tratarse de una confusión con su cumpleaños oficial que, como en Persia, se acabó celebrando el día de su entronización. La tercera fecha, el 6 de julio, refleja una costumbre diferente, pues ese día estaba consagrado a Ártemis, diosa de la infancia y era, por consiguiente, especialmente auspicioso. En el mismo sentido, podía decirse que el nacimiento de Alejandro había coincidido con el incendio que destruyó el gran templo de la diosa en Éfeso porque Ártemis estaba fuera supervisando la llegada de Alejandro al mundo y había dejado el templo a su suerte, un hecho que provocó que los sacerdotes orientales de la diosa profetizaran el nacimiento de un desastre para los pueblos de Asia.

También había cierta controversia en relación con sus padres. Buena parte de esta polémica era debida a una leyenda póstuma, y posteriormente los persas encajaron a Alejandro en su propio linaje de reyes por medio de una breve historia según la cual Olimpia habría visitado la corte persa y el rey habría hecho el amor con ella, si bien después la había enviado de regreso a Macedonia porque su aliento olía terriblemente mal. Ahora bien, en esta discusión había algo más que mero romanticismo nacionalista. Se decía, probablemente por parte de los propios historiadores de la corte de Alejandro, que Olimpia propagó historias absurdas sobre el modo en que nació Alejandro y que remontaba sus orígenes a un dios: esto le causaría más tarde graves problemas en su vida, pero por el momento basta con recordar que Olimpia era una mujer divorciada que podría muy bien haber renegado del marido que la traicionó. Tanto el comportamiento de Olimpia en el pasado como su carácter, en sí mismo un problema, hacen que esta hipótesis sea muy plausible.

Olimpia era una huérfana bajo la custodia de su tío cuando Filipo la conoció; sus miradas se encontraron, según cuenta la leyenda, mientras ambos eran iniciados en una religión mistérica de divinidades de ultramundo en la isla de Samotracia; se enamoraron e inmediatamente se casaron. Debe de haber pocos lugares más teatrales para un idilio que una ceremonia nocturna a la luz de las antorchas en el enorme salón con tres puertas de Samotracia, y ciertamente el culto mistérico fue más tarde promovido por los macedonios y sus reyes de un modo patente, una moda que pudo haber iniciado el propio Filipo. Hay problemas de edad y de fechas que complican la historia; quizá Filipo y Olimpia se vieron por primera vez en Samotracia, pero otros sostienen, de forma más razonable, que se casaron sólo un año antes del nacimiento de Alejandro, cuando Filipo ya había extendido su poder hacia el sur y el noroeste de Macedonia y, por tanto, cuando un matrimonio político con una princesa epirota habría sido bien recibido. No obstante, la leyenda de su aventura amorosa en Samotracia encajaba con las opiniones populares sobre su persona, y éstas son más difíciles de juzgar.

Los antepasados reales de Olimpia se remontaban al héroe Aquiles, y se creía que la sangre de Helena de Troya corría por sus venas por línea paterna; no hay ningún retrato contemporáneo de Olimpia, pero las anécdotas sobre su comportamiento alocado se multiplicaron más allá de lo que es posible verificar. Principalmente tenían que ver con la religión. Hacía mucho tiempo que el culto a Dioniso, dios griego de las fuerzas vitales de la naturaleza, se había establecido en Macedonia, y las procesiones que comportaban el sacrificio de una cabra y la ingestión de su sangre, o incluso, en casos extremos, un sacrificio humano, no eran nada nuevo para las mujeres del país. Para los griegos, Olimpia era conocida como una bacante devota, es decir, como alguien que se deleitaba honrando al dios, y esto debe de ser cierto en sus exageraciones; ella misma encabezaba las procesiones y, algo que nunca había sucedido antes, en las monedas macedonias de Filipo, el retrato de Heracles, antecesor de los reyes, a menudo se combinaba con los racimos y las copas de Dioniso, una deidad honrada en Macedonia pero, probablemente, una referencia también a las preferencias religiosas de la reina. «Durante los ritos —se decía— Olimpia arrastraba grandes serpientes domesticadas para que las tocaran los fieles; éstas quedaban ocultas en la hiedra y las cestas ceremoniales, levantaban la cabeza y ellas mismas se enroscaban alrededor de los bastones y las guirnaldas de las mujeres para de este modo aterrorizar a los hombres». De nuevo, hay en todo esto algo de verdad, pues, según Cicerón, Olimpia tenía una serpiente como animal de compañía, además de que el manejo de serpientes es una práctica conocida en los ámbitos más extravagantes de la religión griega; cuando se excavó en Dodona el lugar donde había transcurrido la infancia de Olimpia, los arqueólogos quedaron muy impresionados por los reiterados indicios que testimoniaban la afición que sus gentes tenían a las serpientes. Gracias a recientes excavaciones arqueológicas, disponemos ahora de una prueba contemporánea, en un adorno de oro, de la adoración de que era objeto Dioniso por parte de las mujeres en Pela.

«Mientras otros sacrificaban decenas o cientos de animales —escribió el discípulo más inteligente de Aristóteles—, Olimpia los sacrificaba por millares». Teofrasto debió de conocer a Olimpia personalmente y, aunque fue el causante de su difamación, su observación confirma el fuerte vínculo que la madre de Alejandro mantenía con el ritual religioso, como sugieren cartas y relatos de dudosa autoridad. En Alejandro, este ejemplo no se desperdiciaría. El misticismo salvaje de su madre se combinaba también con un temperamento pendenciero y con la fama, merecida al menos en parte, de cometer atrocidades; es cierto que Olimpia se peleó con los oficiales reales y con otras mujeres de la familia, y, sea cual sea la verdad sobre el asesinato de Filipo, Olimpia demostró que ella, como cualquier otro macedonio, era capaz de asesinar a los rivales que la amenazaran en el seno de la familia. En Grecia, las habladurías amplificaron los métodos y el número de estos asesinatos, en tanto que en Macedonia no resultaban algo inexplicable, pero en este caso el chismorreo desmedido se basaba en la verdad. Cuando Alejandro oyó que su madre se había estado peleando con Antípatro en su ausencia, dicen que se quejó de que ella reclamara tan alto precio a su paciencia a cambio de los nueve meses que lo llevó en su vientre. No puede haber ninguna duda de que la madre de Alejandro era violenta y testaruda. Sin embargo, pocas veces lo era sin que mediara alguna provocación.

Podemos hacer conjeturas sobre la influencia que ejerció el carácter altamente emocional de Olimpia en el crecimiento de Alejandro, pero nunca podremos demostrarlas. Durante los últimos once años de su vida, Alejandro nunca la vio; ella todavía se preocupaba por él, y, por ejemplo, quiso enviar una ofrenda a Atenas, a la diosa de la Salud, cuando oyó que su hijo se había recuperado de una grave enfermedad asiática; aunque intercambiaban correspondencia, no se ha conservado ninguna carta de importancia. Cuando Alejandro era un bebé, Olimpia lo entregó a una nodriza macedonia de alta cuna, si bien todavía se tomó un interés maternal en su educación; los primeros años de vida de Alejandro apenas pueden rastrearse más allá de los diversos tutores que tuvo, pero fue Olimpia quien inició la elección de los mismos. De su propia familia escogió a Leónidas, y, del noroeste de Grecia, un área cercana a su tierra natal pero no famosa por sus conocimientos, vino Lisímaco, un hombre de mediana edad. Sus respectivos recibimientos muestran un divertido contraste: Lisímaco fue muy querido por Alejandro, al que posteriormente siguió a Asia, donde un día su alumno arriesgó la vida para salvarlo. Leónidas era severo, mezquino y entrometido. Creía en el ejercicio duro y se dice que hurgaba en los baúles donde Alejandro guardaba sus ropas para asegurarse de que no había escondido en su interior nada lujoso o excesivo, y también le reprochaba a su pupilo que fuera demasiado generoso con las ofrendas sacrificiales. Sin embargo, a los veintitrés años, Alejandro era capaz de replicar. Ya había derrotado al rey persa y, desde el Líbano, le envió a Leónidas una gran cantidad de valioso incienso, enfatizando su regalo con un mensaje: «Te hemos enviado incienso y mirra en abundancia para que dejes de ser tacaño con los dioses»; no hay nada peor que un anciano tacaño, y Alejandro utilizó el humor y la generosidad para ponerlo de manifiesto.

De sus otros profesores griegos no se sabe nada seguro; en cuanto a Alejandro, la primera vez que aparece en la historia contemporánea tiene ya diez años. Esta aparición es en sí misma poco corriente y constituye una prueba de que los profesores estuvieron ocupados con su trabajo: hay que buscarla en el discurso de un político ateniense. En la primavera de 346, la corte de Filipo estaba atestada de embajadores de toda Grecia, siendo los de Atenas los más prominentes de todos; con ellos, tras muchas negociaciones, Filipo estaba preparando la firma de un acuerdo de paz y una alianza. Los embajadores cenaron con él, y, tras la cena, vieron a Alejandro por primera vez: «Alejandro entró —dijo el embajador Esquines— para tocar la lira, y también recitó y debatió con otro chico». El recuerdo fue revivido sólo un año después en Atenas, cuando los embajadores habían empezado a discutir entre ellos por las acusaciones vertidas en público de que uno u otro ateniense había flirteado secretamente en Macedonia con el muchacho Alejandro. En estas calumnias, la representación que había hecho Alejandro ante los embajadores después de la cena se utilizó como un double entendre sexual; estos difusos cargos de homosexualidad constituyen una observación interesante sobre su sociedad, y, diez años más tarde, cuando un Alejandro ya crecido marchó sobre Atenas y pidió la rendición de sus líderes políticos, debieron parecer una lejana ironía.

La poesía y la música continuaron atrayendo la atención de Alejandro a lo largo de toda su vida; sus certámenes musicales y literarios fueron famosos en toda Asia, y su predilección por los actores, los músicos y los escritores cordiales no necesita ilustrarse con ningún ejemplo. En música, sobre todo, su interés tuvo quizás un carácter más popular que instruido. Disfrutaba con las vehementes obras de Timoteo, un poeta y compositor que en una ocasión había visitado Macedonia, y sabemos que era capaz de tocar un instrumento porque aparece descrito con precisión en un relato muy conseguido, si no original: cuando Alejandro preguntó a su profesor de música qué sucedería si tocaba una cuerda en vez de otra, el profesor le dijo que no importaba en absoluto en el caso de un futuro rey, pero que sí importaba para alguien que quisiera ser músico. Para los macedonios, la música era uno de los lujos de la vida, y cuando Alejandro hace su siguiente aparición, más o menos a la edad de once años, lo hace en el más puro estilo macedonio.

«Un hombre que haya amado la caza —había escrito recientemente el general griego Jenofonte— ha sido un verdadero hombre». En la corte de Filipo ningún macedonio habría rebatido esta última afirmación, pues la caza constituía el elemento central de la vida en Macedonia. Todavía deambulaban osos y leones por las tierras altas, mientras que en otros lugares había ciervos en abundancia; para practicar este deporte, los macedonios se agrupaban en sociedades de cazadores que tenían al héroe Heracles como patrón, honrado bajo un apropiado título relacionado con la caza. Alejandro permaneció fiel a este pasatiempo local. Si tenía alguna afición favorita, ésta era la caza: cuando era posible, le gustaba cazar pájaros y zorros todos los días; le entusiasmaba que le mostrasen magníficos perros, y estaba tan encariñado con un perro indio de su propiedad que lo conmemoró bautizando con su nombre una de las nuevas ciudades que fundó. Alejandro también necesitaba un caballo, tanto para la guerra como para divertirse. Tenía unos doce años cuando encontró uno, pues a esa temprana edad topó por primera vez con su negro caballo Bucéfalo, con el que un día cabalgaría hasta la India y más lejos aún, en la leyenda y el recuerdo distante: Bucéfalo, el primer unicornio de la civilización occidental; Bucéfalo, el devorador de hombres cuyo dueño conquistaría el mundo; Bucéfalo, nacido de la misma simiente que su dueño, que relinchaba y hacía fiestas con sus patas delanteras cuando avistaba al único hombre en quien confiaba.

La historia de la llegada de Bucéfalo es una leyenda irresistible; probablemente fue referida por el futuro maestro de ceremonias de Alejandro, un hombre propenso a fantasear pero que solía estar presente en los banquetes reales, donde con frecuencia habría oído la historia. El corintio Demarato, el más apreciado de los amigos griegos de Filipo, le había comprado el caballo a un criador tesalio por el elevado precio de, se decía, 13 talentos, o sea, tres veces más de lo que se pagó por otros caballos conocidos en la Antigüedad, y después de comprarlo se lo entregó como regalo a Filipo; Bucéfalo debía de ser joven para ser tan caro, y la fecha del regalo es un detalle interesante. Posteriormente, los oficiales de Alejandro creyeron que Bucéfalo había nacido el mismo año que su dueño, pero por entonces el caballo estaba envejecido, por lo que las fechas que proponen sólo pueden ser una suposición; hay que tener en cuenta que los griegos nunca supieron calcular la edad de un caballo adulto observando sus dientes. La llegada de Bucéfalo puede datarse mejor a partir de la persona que hizo el regalo que del propio caballo, pues cuando Alejandro tenía doce años Demarato navegó hasta Sicilia como general, donde se quedó luchando unos cuatro o cinco años; seguramente había entregado a Bucéfalo antes de su partida y, por tanto, Alejandro todavía era un muchacho, una probabilidad que hace que la leyenda sea aún más sorprendente.

Al llegar a Macedonia, Bucéfalo fue conducido a la llanura para ser inspeccionado por Filipo, pero el caballo se resistía, se erguía y se negaba a hacer caso de ninguna orden, y Filipo mandó que se lo llevaran. Alejandro lo vio de un modo diferente. Prometiendo dominar al animal, corrió hacia él, lo cogió por el ronzal y lo volvió de cara al sol; por medio de un convincente truco de habilidad en el manejo del caballo, se había dado cuenta de que Bucéfalo se asustaba de su propia sombra, por lo que le dio palmadas, lo acarició y lo tranquilizó, saltó sobre él, lo montó y finalmente cabalgó con él entre los vítores y aplausos de los cortesanos y las lágrimas de alegría de Filipo, del que se dice que predijo que Macedonia nunca contendría a semejante príncipe. Bucéfalo estaría ya siempre junto a Alejandro, que lo amó durante los veinte años siguientes; incluso le enseñó a arrodillarse con todos sus arreos ante él, de manera que Alejandro podía montarlo con más facilidad llevando puesta la armadura, un truco que los griegos aprendieron de los persas.

Alejandro pasó sus primeros años en Pela, sabiendo ya música y conociendo el arte de montar, y los contrastes de la vida macedonia resultaban más agudos aún por el hecho de encontrarse en la corte de Pela. Los reyes macedonios, que sostenían que sus antepasados griegos se remontaban hasta Zeus, habían proporcionado desde hacía mucho tiempo alojamiento y mecenazgo a los artistas más distinguidos de Grecia: Píndaro y Baquílides, los poetas líricos; Hipócrates, el padre de la medicina; Timoteo, compositor de versos corales y músico; Zeuxis, el pintor; Quérilo, el poeta épico, y Agatón, el dramaturgo. Todos ellos escribieron y trabajaron para los reyes de Macedonia durante el siglo anterior. El más memorable de todos ellos era Eurípides, el autor de tragedias, que dejó Atenas al llegar a la vejez y se fue a vivir a la Pela del rey Arquelao, donde fue nombrado Compañero honorífico; se decía que había muerto atacado por una jauría de perros que pertenecían a un noble de la Lincéstide. «Loudías —escribió Eurípides acerca del principal río de Pela—, dador generoso y padre de la prosperidad de los hombres, cuyas valiosas aguas riegan una tierra muy rica en caballos». Alejandro podía citar de memoria las obras de Eurípides, y parece que mandó a buscarlas, junto con las de Sófocles y su gran predecesor, Esquilo, para leerlas en su tiempo libre en el lejano Irán. Quizá fue Macedonia la tierra que dejó la marca más profunda en su visitante, pues probablemente fue allí donde Eurípides escribió las Bacantes, la obra más perturbadora y poderosa de toda la literatura griega; su tema era el culto a Dioniso, y fue quizás el culto desenfrenado que los macedonios rendían al dios, que Olimpia posteriormente mantuvo, lo que puso en marcha su imaginación. Quizá también su paisaje verde y exuberante, que movió al poeta trágico a escribir algunas de las pocas líneas de la poesía griega en las que se percibe un sentimiento romántico hacia la naturaleza.

La acogida de estos artistas sólo era una parte de un plan mucho más amplio para fomentar el establecimiento de colonos griegos. Los reyes habían recibido a muchos refugiados griegos, en una ocasión a un pueblo entero; habían dado la bienvenida a los políticos exiliados de ciudades como Atenas, que podían ser útilmente sobornados con propiedades en las tierras bajas. A finales del siglo V, algunos nobles macedonios habían escapado buscando refugio en Atenas. Unos treinta años antes del nacimiento de Alejandro, Pela fue invadida por los griegos vecinos y, cuando Filipo era joven, más de cincuenta Compañeros fueron llevados como rehenes a Tebas. Cada uno de estos intervalos en la cultura griega debió de dejar su marca, aun cuando otros contactos no tuvieron un carácter tan positivo: «Mientras estábamos en Macedonia —explicó el ateniense Demóstenes a su audiencia, de regreso de su embajada a la Pela de Filipo—, fuimos invitados a otra fiesta en casa de Jenofronte, hijo de Fédimo, que había sido uno de los Treinta; por supuesto, no asistí». El orador jugaba con todos los prejuicios de su público democrático: Macedonia, una fiesta y, lo que era peor, un hijo de los Treinta, pues los Treinta Tiranos habían sido la junta militar más severa de la historia de Atenas, a la que tiranizaron por poco tiempo en el cambio de siglo. «Jenofronte compró una cautiva al griego Olinto, atractiva pero nacida libre y modesta, como probaron los acontecimientos. Al principio la forzaron discretamente a beber, pero cuando se animaron —o así me lo contó Yatrocles a la mañana siguiente—, la obligaron a que se recostara y les cantara una canción». El vino se apoderó de ellos, los sirvientes salieron presurosos para ir a buscar látigos, la mujer perdió el vestido y acabaron dándole una paliza. «El asunto estuvo en boca de toda Tesalia, y también de Arcadia». Demóstenes había dado su opinión: la Pela en la que creció Alejandro constituía un hogar agradable para un miembro de la junta militar, y la corte que auspiciaba el arte griego también recibía a aristócratas persas en el exilio e invitaba al filósofo Sócrates, aun cuando éste había sido condenado en la democrática Atenas debido al círculo de discípulos de noble cuna, excesivamente conservador, que frecuentaba.

Las gentes que tienen que importar todo su arte nunca pierden por completo su desparpajo. «Juegan, beben y despilfarran el dinero —escribió acerca de los Compañeros de Filipo un escritor de panfletos que estaba de visita—, de un modo más salvaje que los bestiales Centauros, y no se privan de la sodomía por el hecho de llevar barba». Teopompo, el autor de estas líneas, se dedicó a escribir calumnias, no historia, y sin duda su juicio es exagerado. A Filipo lo llamó «el hombre sin precedentes en Europa», un comentario que se refería más a sus presuntos vicios que a su energía y habilidades diplomáticas. Pero Teopompo tenía algo de razón, pues los macedonios, sobre todo los de las tierras altas, eran en efecto una compañía ruda, tan bárbaros como los rústicos estilos de su alfarería autóctona, que aun careciendo de méritos artísticos, persistió mucho después de las conquistas de Alejandro. El joven Alejandro tuvo que arreglárselas entre ellos solo, pero amigos y leyendas muestran que, en la corte, la educación griega lo atraía más. Su reinado y su mecenazgo vieron una edad de oro de la pintura griega, muchos de cuyos grandes maestros procedían de las ciudades gobernadas por sus amigos, y, desde una época temprana, hay relatos que demuestran que Alejandro sabía cómo tratarlos. En una ocasión, cuando acordó con Apeles, su pintor favorito, que bosquejase un desnudo de Campaspe, su primera amante griega, Apeles se enamoró de ella, y Alejandro lo encontró con la muchacha a la que estaba pintando. Entonces Alejandro le dio a Campaspe como regalo, el más generoso que podía hacer cualquier patrón y que permanecería como modelo para mecenas y pintores a lo largo del Renacimiento y en la Venecia de Tiépolo.

A medida que la fortuna de Filipo aumentaba, la corte de Pela se volvía cada vez más cosmopolita, un cambio que contribuye en gran medida a explicar el repentino éxito de su hijo. De las minas de oro recién conquistadas en la frontera oriental entraba un repentino flujo de oro para atraer a artistas griegos, secretarios, médicos de la escuela de Hipócrates, filósofos, músicos e ingenieros, en la mejor tradición de la monarquía macedonia. Venían de todo el mundo egeo: un secretario del Helesponto, pintores de Asia Menor, incluso un adivino de la distante Licia que escribió un libro sobre la correcta interpretación de los augurios; también había, como cabía esperar, los bufones de la corte, esos «complementos necesarios de la monarquía absoluta», y los aduladores que escribían a cambio de un salario. Mientras Alejandro crecía, podía hablar con un hombre que había vivido en Egipto o con un sofista, o con un secretario de las poblaciones griegas de los Dardanelos: a finales de la década de 350, el sátrapa persa exiliado Artabazo llevó a su familia a Pela desde el Asia Helespóntica, y fue allí donde Alejandro habría conocido a su hermosa hija, Barsine. Unos diez años mayor que Alejandro, nunca podría haber supuesto que, tras dos matrimonios con sendos hermanos griegos que estaban al servicio de los persas, regresaría a manos de este muchacho formando parte del botín de la victoria sobre los persas y que sería honrada como su amante, mientras que su padre Artabazo se rendiría más tarde cerca del mar Caspio y sería recompensado con satrapías iranias en el Imperio de Alejandro. La visita de Barsine abrió una senda muy extraña para el futuro. Ningún otro contacto fue más útil que esta familia bilingüe de generales persas a los que finalmente Alejandro incorporó al personal que estaba a su servicio en Asia.

En Pela, entre los griegos, Alejandro hizo amigos para toda la vida: trabó amistad con el cretense Nearco, versado en las cuestiones del mar, y con Laomedonte de Lesbos, que conocía una lengua oriental, mientras que, de la zona más occidental del mundo griego, Demarato, un viejo amigo de la familia, regresó de Sicilia con noticias sobre las recientes luchas de los griegos por la libertad. Seis de los catorce griegos conocidos como los Compañeros de Alejandro fueron por primera vez a Macedonia durante el reinado de Filipo, y hubo otros, con menos talento en la guerra, con los que mantuvo una amistad duradera. Aristónico, por ejemplo, el flautista de su padre que murió más tarde en Afganistán, «luchando no como un músico, sino como un valiente», y cuya estatua Alejandro erigió en Delfos; o Tésalo, el actor trágico cuya interpretación de Edipo había ganado premios en Atenas y que siguió siendo su amigo íntimo desde la infancia hasta su muerte.

Este grupo de amigos griegos del rey fueron escogidos por su mérito; la aristocracia macedonia de los Compañeros del rey estaba asegurada por nacimiento, y la creciente presión de los griegos foráneos fue una de las preocupaciones habituales en la corte de Filipo y Alejandro. Bajo Alejandro, los macedonios se definieron tajantemente a sí mismos como una clase distinta frente a los griegos, si bien no en términos de raza, pues los macedonios proclamaban ser de linaje griego, y algunos emigrantes griegos, como el cretense Nearco o como Andróstenes, hijo de un político ateniense exiliado, empezaron a ser reconocidos como macedonios cuando recibieron estados cerca de la costa, en las tierras bajas. La distinción era una cuestión de prestigio, y por eso hacía que las diferencias fueran más agudas; el secretario Éumenes, el médico Critóbulo o el soldado de caballería Medeio siguieron siendo simples griegos contra los cuales nunca dejó de flotar en el ambiente una atmósfera de superioridad macedonia. Por tanto, Alejandro se convirtió en un macedonio que vivía en un rudo mundo macedonio, más aún teniendo en cuenta que su padre había traído la vida de las tierras altas de Macedonia directamente a su círculo cotidiano: había decretado que los hijos de los nobles de las tierras altas sirvieran y fueran educados como pajes en Pela. El plan beneficiaba en gran medida a Filipo, pues los pajes eran valiosos rehenes en relación con la conducta que mantenían los nobles, sus padres, y, mientras ellos crecían, a los nobles se les daban nuevos estatutos y rentas de las granjas recién conquistados en las tierras bajas para fomentar su aprecio por su segundo hogar. Alejandro también se aprovechó de esto; hombres de dos mundos, los pajes se convirtieron en oficiales más propensos a ser leales, pues llegaban a las tierras bajas a los catorce años y se volcaban de un modo natural, por amistad, hacia un príncipe de su misma edad. En cuatro casos conocidos, los hijos de la nobleza de las tierras altas realojados en Pela serían futuros miembros de la guardia personal de Alejandro, esa camarilla íntima formada por siete u ocho de sus amigos más dignos de confianza. El hecho de haber tendido este puente entre los contrastes de Macedonia fue una de las consecuencias más importantes para la época que vino después.

En cuanto pajes reales, se educaba a estos jóvenes y se los situaba en el núcleo de los principales asuntos. Cenaban y escuchaban al rey sentados a su mesa, vigilaban su dormitorio, lo ayudaban a montar su caballo y lo acompañaban en la caza o en la guerra; en contrapartida, sólo el rey podía azotarlos. Su vida todavía era ruda y desinhibida, pero tenía un componente nuevo: ni siquiera en los pueblos que Filipo estaba construyendo en las tierras altas había signos de vida refinada, pero en Pela, en cambio, los hijos de la Alta Macedonia podían entender sin problema el argumento de una obra griega, aprender un poema griego, escuchar a oradores griegos, moverse entre pintores y escultores griegos, discutir sobre estrategia moderna y conocer su historia y teoría, ser atendidos por un médico griego y ver a los ingenieros griegos trabajando. Como los señores de la guerra del Japón en el período de Heian, que absorbieron todas sus habilidades de China, los nobles macedonios debían a Grecia la ampliación de sus horizontes. Antes habían sido montañeses de renombre, diplomáticos, por ejemplo, o intrépidos jefes de caballería, y habían estado en contra de la larga tradición de la cultura griega. Los macedonios de otras épocas ya se habían destacado: Antípatro, el anciano virrey de Alejandro, escribió una historia militar y editó su correspondencia, y el propio Filipo era un orador que en público hacía alarde de una gran desenvoltura. Pero el grupo de la edad de Alejandro dio lugar a una nueva variedad. Ptolomeo, al igual que el cretense Nearco, escribió una ingeniosa historia, más valiosa por su actitud hacia Alejandro que por su rudimentario estilo literario, y Marsias, hermano de Antígono el Tuerto, es autor de tres libros sobre temas macedonios. A Hefestión, el favorito de Alejandro, dos filósofos griegos le dedicaron montones de cartas, mientras que Lisímaco escuchó atentamente al gurú Brahmin en la India y se interesó por la botánica y los árboles. Aunque la madre de Filipo no aprendió a leer y escribir hasta alcanzar la madurez, Peucestas aprendió a hablar persa y mostró una marcada inclinación por las costumbres y vestidos de los persas que llegó a gobernar. Como correspondía a la nueva generación que planeaba invadir Persia, la gran historia de las Guerras Médicas de Heródoto fue leída y disfrutada por los amigos de Alejandro; uno de los visitantes griegos de Filipo había elaborado una versión reducida de la misma, quizás a instancias de Filipo, y Alejandro la conocía lo bastante como para citar y seguir sus historias; tanto Ptolomeo como Nearco estuvieron influenciados por el modo en que Heródoto veía a las tribus extranjeras del norte y el este, aunque ninguno de los dos podía aspirar a su estilo. Mientras que lo propio de sus padres de las tierras altas era la cerámica tosca, los primitivos brazaletes de hueso y las espadas arcaicas con empuñaduras chapadas en oro, esta nueva generación poseía dinero y gusto por la pintura y los suelos de mosaico; sus madres habían llevado joyas de oro de estilo basto y primitivo y se habían incorporado a las batallas contra los bárbaros, pero los amigos de Alejandro mantuvieron amantes atenienses e introdujeron a sus mujeres en los brazaletes y collares de elegancia oriental, y a sus artistas en el arte de las alfombras iranias, cuyos dibujos copiaban en la decoración de los frisos. La dura vida de la guerra, la caza y la bebida persistía, pero había más cosas para los oficiales de Alejandro de lo que habitualmente se creía; en Babilonia, Hárpalo ayudaría a supervisar el mayor tesoro del mundo y se ocuparía de cultivar nuevas plantas para un jardín oriental, mientras que uno de los hijos de Antípatro se convertiría en un marginado, fundaría una comunidad en el monte Atos e inventaría un alfabeto. Nada podía quedar más lejos de las costumbres de las tierras altas de los contemporáneos de su padre; una vez más, Alejandro huía de una vida puramente macedonia.

Por consiguiente, Alejandro se estaba estableciendo entre amigos aventureros en un mundo que se ensanchaba. Su padre Filipo poco más podía hacer aparte de guiar el proceso, pues durante los años que marchó entre los Dardanelos y las costas de Dalmacia, luchando, fundando ciudades y negociando siempre por el control sobre las ciudades griegas del sur, sólo pudo designar al tutor griego más conveniente para un hijo que ya había dejado atrás al séquito de su niñez. El puesto era codiciado, y los candidatos que aspiraban a él constituían una muestra de la nueva influencia de Filipo. Durante mucho tiempo, cuando era un niño, y también más tarde como político, el padre de Alejandro había mantenido estrechos vínculos con los discípulos de Platón; en Atenas, el orador y maestro más famoso de la época había intercambiado una continuada correspondencia con él, de manera que, como contrapartida a sus aduladoras cartas, podía esperar que el puesto de tutor recayera en alguno de sus antiguos alumnos. Se tanteó a los candidatos de las lejanas islas del Egeo y de las ciudades de Jonia, donde fueron sondeados con el usual enfrentamiento académico, pero, mientras los aspirantes entonaban alabanzas hacia Filipo, el rey preparó su plan; desde la isla de Lesbos mandó llamar al discípulo más brillante de Platón, Aristóteles, hijo de Nicómaco, «de piernas delgadas y ojos pequeños», y cuyas publicaciones filosóficas eran desconocidas hasta entonces.

«Le enseñó a escribir griego, hebreo, babilonio y latín. Le enseñó la naturaleza del mar y de los vientos; le explicó el recorrido de las estrellas, las revoluciones del firmamento y la duración del mundo. Le enseñó justicia y retórica, y le previno contra las mujeres libertinas». Esta, sin embargo, sólo es la opinión de un poeta francés medieval, pues en las obras de Aristóteles que se han conservado éste nunca menciona a Alejandro ni alude directamente a su estancia en Macedonia. Según Bertrand Russell, Alejandro «debió de aburrirse con el viejo y prosaico pedante», pero esto también es la suposición de un colega filósofo.

Aristóteles se habría sentido atraído por Macedonia debido a ciertas conexiones de carácter personal, pues su padre había ejercido como médico en la corte del rey Amintas III; Filipo también había mantenido relaciones amistosas con su antiguo patrón, Hermias, que conservaba una formidable tiranía local en la costa occidental de Asia y había casado a su hija con el filósofo. Posteriormente, se dijo que Aristóteles aceptó el trabajo a fin de persuadir a Filipo para que reconstruyera en Estagira su pueblo natal, que se encontraba en ruinas y que ahora había sido anexionado a la frontera oriental de Macedonia; sin embargo, esta historia se contaba de demasiados filósofos en la corte como para que resulte especialmente convincente, por lo que la destrucción de Estagira fue, con toda seguridad, un error de la leyenda; puede que el motivo hubiese ganado crédito como respuesta a los que se quejaron, probablemente de manera injusta, de que Aristóteles llegó incluso a desdeñar a sus conciudadanos. En privado, Aristóteles recibió una gran suma por sus servicios, y este hecho, así como su testamento, prueban que murió como un hombre rico: según los rumores, Filipo y Alejandro también financiaron sus investigaciones sobre historia natural, asignándole guardabosques para catalogar los animales salvajes de Macedonia. Puesto que es posible demostrar que las observaciones de sus asombrosas obras sobre zoología se hicieron casi exclusivamente en la isla de Lesbos, el rumor es falso.

«En opinión de Aristóteles —dijo el más fidedigno de sus biógrafos—, el hombre sabio debe enamorarse, intervenir en la política y vivir en la casa de un rey». Esta afirmación, si es auténtica, sugiere que la visita a Macedonia le habría dejado a Aristóteles un grato recuerdo. Los críticos se quejaron de que el filósofo se hubiese ido a vivir a un «hogar de barro y cieno», en alusión al emplazamiento de Pela a orillas de un lago, a pesar de que, al poco tiempo, Alejandro y sus amigos fueran enviados a la ciudad de Mieza, en las tierras bajas, donde pudieron estudiar en un apacible refugio con grutas y paseos umbrosos que se creía que estaba consagrado a las Ninfas; recientemente se han encontrado rastros del entorno escolar cerca de la moderna Naousa, pero estamos lejos de saber cuánto tiempo duró este interludio y con qué continuidad se enseñó a los muchachos. Dos años después, Alejandro estaba involucrado en asuntos de gobierno, y aunque es sabido que Aristóteles permaneció en Macedonia el siguiente verano, posiblemente ya no estaba allí en calidad de tutor.

Tanto si fue por poco tiempo como si no, Alejandro pasó esas horas escolares con una de las mentes más infatigables y de intereses más amplios que jamás han existido. Hoy en día Aristóteles es recordado como filósofo, aunque además de obras filosóficas también escribió libros sobre las constituciones de ciento cincuenta y ocho estados distintos, editó una lista de los vencedores en los juegos de Delfos, se ocupó de temas de música, medicina, astronomía, magnetismo y óptica, hizo observaciones sobre Homero, analizó la retórica, esbozó las formas de la poesía, consideró las partes irracionales de la naturaleza humana y puso la zoología en una correcta trayectoria experimental, en una serie de compendios que constituyen obras maestras, cuyos hechos se convirtieron en arte gracias al amor de un raro observador de la naturaleza; le intrigaron las abejas y empezó el estudio de la embriología, aunque la disección de cuerpos humanos estaba prohibida y sólo tuvo ocasión de procurarse y examinar fetos procedentes de abortos. El contacto entre el mayor cerebro de Grecia y su mayor conquistador es un tema irresistible, y su mutua influencia ha despertado desde siempre la imaginación.

«Los jóvenes —escribió Aristóteles— no son el auditorio más adecuado para la ciencia política; no tienen experiencia de la vida y, puesto que todavía siguen a sus emociones, sólo escucharán sin un propósito, de manera vana». Probablemente quien habla aquí es un hombre que intentó inculcarle la filosofía a Alejandro y fracasó, pues no hay ni la más pequeña prueba de que Aristóteles influyera en Alejandro, ni en sus objetivos políticos ni en sus métodos. Sin embargo, escribió panfletos para él, quizás a petición suya, aunque no se ha conservado ninguno que pueda fecharse: sus títulos, Sobre el reino, En defensa de las colonias, y posiblemente también la Asamblea de Alejandro y los Méritos de las riquezas, parecen temas adecuados para un hombre que habría de convertirse en el más rico de los reyes y en el fundador de ciudades más prolífico del mundo; sin embargo, Aristóteles ya había demostrado que era capaz de adular a sus patronos, y puede que estas obras hubiesen sido más un halago a los logros de Alejandro que un medio para aconsejarle nuevas ideas. Mucho se ha dicho del supuesto consejo de Aristóteles de «tratar a los bárbaros como a plantas y animales», pero puede que el consejo pertenezca a la ficción. A pesar de que Aristóteles compartía el punto de vista común de sus contemporáneos griegos de que la cultura griega era superior a las costumbres del este bárbaro, no se lo puede condenar como a un racista recalcitrante; Aristóteles se interesó por la religión oriental y alabó abiertamente la constitución por la que se gobernaban los cartagineses. Cuando Alejandro nombró a orientales para ocupar altos cargos en su Imperio, se ha dicho muchas veces que la práctica le demostró la estrechez de miras de su tutor en relación con los extranjeros, pero sus diferencias no son tan agudas. El pensamiento político de Aristóteles se basaba en la vida de una ciudad griega, y fueron estas mismas ciudades griegas las que su discípulo diseminó desde el Nilo hasta las faldas del Himalaya, donde perduraron y fueron importantes durante mucho más tiempo que ninguna etapa monárquica, y a menudo se ha criticado a Aristóteles por no haber sido capaz de prever su supuesta importancia. Alejandro no sólo siguió siendo un griego en el mundo oriental a través de las ciudades que fundó, sino también a través de la cultura, y aunque la política y las amistades lo llevaron a incluir a orientales en el gobierno de su Imperio, nunca adoptó la religión persa y es probable que nunca llegara a aprender de manera fluida una lengua oriental.

Pese a que la política no fuera el tema, un muchacho no podía evitar aprender de Aristóteles la curiosidad. Y, para el muchacho de catorce años que era Alejandro, Aristóteles debió de parecerle menos un filósofo abstracto que un hombre que conocía las costumbres de las sepias, que podía explicarle por qué los torcecuellos tienen lengua o que los erizos copulan de pie; Aristóteles era un hombre que había practicado la vivisección a una tortuga y que había descrito el ciclo vital de un mosquito del Egeo. La medicina, los animales, la naturaleza de la tierra o la forma de los mares: eran intereses que Aristóteles podía contagiarle y que Filipo ya había tratado, y cada uno de ellos formó parte del Alejandro adulto. Alejandro prescribió curas para la mordedura de serpientes a sus amigos, sugirió que una nueva variedad de ganado debía enviarse por barco desde la India hasta Macedonia y compartió el interés de su padre por la canalización y el riego, así como por la recuperación de las tierras yermas; sus agrimensores midieron a pasos los caminos de Asia, y él destinó a su flota para que explorara el mar Caspio y el océano Indico; su tesorero experimentó con plantas europeas en un jardín babilonio y, gracias a los hallazgos de la expedición, el discípulo más inteligente de Aristóteles pudo incluir el baniano, la canela y una mata de mirra en libros que marcan el inicio de la botánica. Alejandro fue algo más que un hombre duro y ambicioso; tenía el amplio arsenal de intereses de un hombre curioso, y, durante los días que pasó en Mieza, hubo temas suficientes para que dichos intereses salieran a la luz. «Es el único filósofo —dijo amablemente un amigo refiriéndose a él— al que he visto siempre armado».

A Aristóteles, el encuentro pudo haberle parecido más irritante. Así escribió:

[Los jóvenes] están a merced de sus veleidosos deseos. Son apasionados e irascibles, y siguen sus impulsos: están gobernados por sus emociones. Luchan por el honor, especialmente por la victoria, y por el deseo mucho más que por dinero. Son de naturaleza simple y confiada porque no han visto otra cosa. Sus esperanzas vuelan tan alto como las de un borracho, sus recuerdos son cortos. Son valientes pero convencionales y, sin embargo, se avergüenzan con facilidad. Como todavía no están escarmentados por la vida, prefieren lo noble a lo útil: los errores que cometen son a gran escala, fruto del exceso. Les gusta reír, se compadecen de un hombre porque siempre creen lo mejor de él… a diferencia de los viejos, piensan que ya lo saben todo.

Tras este confidencial análisis debe de haber recuerdos de Alejandro y de sus compañeros. «A los niños hay que castigarlos…»; «los más jóvenes no se están quietos por sí mismos —escribió Aristóteles—, pero la educación sirve de musiquilla para distraer a los mayores». Por lo visto, la disciplina tampoco era nada fácil en Mieza.

Alejandro no fue el único alumno macedonio de Aristóteles. El filósofo entabló amistad con Antípatro, un hombre cuya amplia inteligencia se olvida a menudo, y los hijos de Antípatro habrían ido a Mieza para tomar lecciones; lo mismo habrían hecho los pajes reales, y quizá también Hefestión, el hijo de Amintor, a quien Aristóteles dedicó una gran cantidad de cartas. Hefestión fue el hombre al que Alejandro amó, y, durante el resto de sus vidas, su relación siguió siendo tan íntima como ahora irrecuperable: Alejandro sólo fue derrotado una vez, dijeron los filósofos cínicos mucho después de su muerte, y fue por los muslos de Hefestión. Sólo hay una estatua que se le ha atribuido: de cabellos cortos y nariz larga, no parece excesivamente imponente, aunque su aspecto no debía de constituir su atractivo. Filipo había estado fuera en demasiadas campañas como para dedicar personalmente mucho tiempo a su hijo, y no siempre es descabellado explicar la homosexualidad de los jóvenes griegos como la necesidad de un hijo de reemplazar a un padre ausente o indiferente por medio de un amante mayor. No conocemos la edad de Hefestión, pero si se descubriera podría poner su relación con Alejandro bajo una luz inesperada: puede que fuera el mayor de los dos, como el héroe homérico con el que lo comparaban sus contemporáneos, un Patroclo mayor para el Aquiles de Alejandro.

En la Grecia antigua, una homosexualidad moderada era una alternativa sexual aceptable a las esposas y las prostitutas. Era una costumbre, no una perversión, y Heródoto dijo abiertamente que los persas la habían aprendido de los griegos, del mismo modo que los emigrantes ingleses la pusieron de moda entre la elegante sociedad australiana. El deseo homosexual extremo y promiscuo, así como la prostitución masculina, eran tan absurdos o aborrecibles como a menudo parecen serlo en nuestros días, pero entre dos jóvenes, o un joven y un adulto, estas relaciones no resultaban algo extraño; la homosexualidad, como había escrito Jenofonte recientemente, también formaba parte de la educación, en la que un hombre joven aprendía de un amante mayor. Estas relaciones amorosas podían costar caras, pero si era posible idealizarlas no eran censurables en absoluto.

Puede que la nobleza macedonia fuera más extremista: muchos griegos creían que la homosexualidad había sido introducida por los invasores dorios, que se creía habían azotado Europa en su marcha hacia el sur alrededor del año 1000 a. C., instaurando los estados de Creta y Esparta. Es irrelevante que esta creencia fuera probablemente falsa. Los griegos cultos la aceptaban por lo que veían a su alrededor y actuaban de acuerdo con lo que creían; se consideraba, e incluso se esperaba, que los descendientes de los dorios fueran abiertamente homosexuales, especialmente entre las clases dirigentes, y durante mucho tiempo los reyes macedonios habían insistido acerca de su linaje puramente dorio. En Grecia, las habladurías sostenían que para los macedonios tener efebos era lo habitual, y también se decía que el rey Arquelao había besado al poeta Eurípides. Cuando Teopompo, el panfletista griego, regresó de su visita a la corte de Filipo, se extendió del modo más virulento al hablar sobre la homosexualidad de los nobles, descalificándolos como hetairai y no hetairoi, es decir, como prostitutas y no como compañeros. Teopompo suscitó la desconfianza debido a lo desmesurado de sus insultos, pero es probable que, aunque magnificara el asunto, no todo fuera invención suya; de ser así, probablemente Alejandro habría crecido en una corte donde las convenciones de edad no eran tan respetadas y donde la homosexualidad era practicada con una determinación añadida. La relación masculina más intensa que mantuvo Alejandro fue con Hefestión, una relación que se presentaba según el modelo de la que en Homero mantenían Aquiles y Patroclo: hacia 350 a. C. ésta se entendía como una relación de tipo sexual, aunque los poemas de Homero no lo dicen claramente. En fuentes posteriores, Alejandro y Hefestión son descritos de manera explícita como «amante» y «amado», y sus contemporáneos daban este hecho por seguro. El sexo habría formado parte de su relación, aunque no sabemos exactamente quién hizo qué a quién. Tampoco sabemos, lo que es importante, hasta dónde llegaba Alejandro en sus relaciones. Ciertamente, esto no le impidió tener primero una amante y después una esposa: quizá, como sucedía en el caso de muchos otros griegos jóvenes, se trataba de un affaire de la niñez, pero se apoyaba en un amor real que era mucho más fuerte y profundo que el mero sexo casual. Más tarde, Alejandro planeó los matrimonios de sus oficiales de manera que sus propios hijos se convirtiesen en primos hermanos de los de Hefestión. Cuando Hefestión murió, la pena que sintió fue inmensa y las conmemoraciones que planeó, sorprendentemente extravagantes, incluyendo la promoción de un culto de carácter heroico a Hefestión. Éste llegó a dirigir la caballería de Alejandro del modo más hábil y a servirlo como su «segundo en el mando», como se veía al quiliarca. Excavaciones recientes realizadas en Macedonia afirman haber descubierto un busto esculpido de Hefestión: su aspecto es convenientemente distinguido, un amante adecuado en el asunto amoroso que se consideraba el más extravagante de la Antigüedad hasta que lo superó la pasión del emperador Adriano por el joven Antínoo, unos cuatrocientos años más tarde. A los treinta años Alejandro todavía era el amante de Hefestión, aunque hacia esa edad normalmente la mayoría de los griegos más jóvenes ya habían dejado a un lado esa costumbre y un hombre mayor habría renunciado o se habría decantado por otros chicos más jóvenes. La relación de Alejandro y Hefestión era sólida; Hefestión acabaría dirigiendo la caballería de Alejandro con mucha habilidad y convirtiéndose en su visir antes de morir como un héroe divino y de merecer un culto póstumo.

«El sexo y dormir —se dice que comentó Alejandro— son lo único que hace que sea consciente de que soy mortal»; la impaciencia en el dormir la compartía con su tutor, y hay muchas historias que ilustran la continencia de la que hacía gala y su consideración hacia las mujeres: una cuenta que Alejandro perdió los estribos con un hombre que le ofreció niños pequeños; otra, que Alejandro castigó a los Compañeros por violación; una tercera, que ayudó a un soldado que carecía de medios económicos para cortejar a una mujer libre. Puede que el tema sólo esté cerca de la verdad, pero a los filósofos les gustó difundirlo y, en realidad, no puede decirse nada más sobre el hecho de que Alejandro respetara a las mujeres en vez de abusar de ellas. No fue ni casto ni mojigato. Según Teofrasto, discípulo de Aristóteles, Filipo y Olimpia se lamentaron en alguna ocasión de la falta de interés de su hijo por el sexo, por lo que alquilaron a una cara prostituta de Tesalia y le pidieron que lo provocase; sin embargo, Alejandro rechazó con testarudez sus insinuaciones, como si fuera impotente. Si sus padres trataron de forzarlo a estar con una chica, puede que fuera duramente difamado en caso de rechazarla; no obstante, es sabido que Teofrasto rebosaba de prejuicios contra Alejandro y Olimpia, y que la acusación de impotencia es una calumnia, puesto que Alejandro fue padre de tres o cuatro hijos. Otras historias son más concisas: cuando Alejandro oyó que su hermana tenía una aventura amorosa, se dice que comentó que no veía por qué ella, por el hecho de ser una princesa, no había de disfrutar. Para un hombre que durmió al menos con un hombre, cuatro amantes, tres esposas, un eunuco y, según creían los rumores, una amazona, el comentario era bastante honesto.

Los años en los que Aristóteles estuvo cerca de Alejandro no sólo fueron memorables por los primeros amores y el placer físico. Hay una curiosa anécdota sobre los progresos de Alejandro: se trata de una carta que le escribió el anciano ateniense Isócrates, que mantenía correspondencia con Filipo y había confiado en que éste le daría la tutoría a uno de sus discípulos. «Escucho en todas partes —escribió poco después de la llegada de Aristóteles—, que sientes un gran afecto por tus compañeros de estudios filosóficos y por los de Atenas, y que es un afecto sensato, no irreflexivo». Y a estas frases corteses añadía el sano consejo de evitar las sutilezas académicas y emplear el tiempo en el arte de la discusión práctica. El consejo era un malicioso insulto contra Aristóteles, cuya escuela filosófica dedicaba tiempo a este árido debate, pero la cortesía que introdujo tiene cierta relevancia; la ampliación de intereses que tan perceptible era entre los amigos de Alejandro constituía, en sí misma, una ampliación a través de la cultura griega, y aquí Aristóteles se alza como el símbolo de un proceso que le dio a Alejandro el fruto más valioso. Una vez más, los hijos de los nobles de las tierras altas entraban en contacto con un mundo de pensamiento civilizado que había sido negado a sus padres; se decía que Ptolomeo, un noble de Eordia, se sonrojaba cuando le preguntaban el nombre de su abuela, y sin embargo murió como faraón de Egipto, presidiendo un reino burocrático y un sistema de monopolio estatal que exigía unas habilidades que no tenían nada que ver con la vida tribal de las tierras altas. Lo mismo podría decirse de Pérdicas y Seleuco, así como de los otros gigantes de la era de los sucesores; la joven nobleza aprendía poco a poco lo que significaba adaptarse; además, al explicar el extraordinario éxito de Alejandro, hay que reservar un lugar destacado a sus oficiales, cuya amplitud de miras en esos días de juventud no pudo sino contribuir a engrandecer la carrera de su caudillo. La propia generación de Alejandro terminó compartiendo sus ambiciones y apoyándolas, con una autoconfianza nueva que podía llegar a ser alarmante y con una inteligencia que, a menudo, iba más allá de la mera belicosidad. Curiosamente, el único macedonio que se adaptó a un estilo de vida persa era también un hombre de Mieza.

Aunque Aristóteles se alza como un símbolo de los nuevos horizontes, en realidad el filósofo añadió más a la leyenda que a los hechos de la vida de Alejandro; para Oriente, en especial el Oriente árabe, ambos constituían una pareja fascinante, y sus hazañas eran tan interminables como el propio mundo: Aristóteles y el valle de los diamantes, la piedra maravillosa o el pozo de la inmortalidad; Aristóteles como visir de Alejandro o como el mago que le dio una caja con modelos de cera de sus enemigos y, de este modo, aseguró su éxito. En sus propios escritos, el filósofo no dejó nada que pusiera a Alejandro a nuestro alcance, mientras que las anécdotas sobre Pela, Olimpia, Hefestión y Bucéfalo constituyen un estudio en sí mismos, aunque son demasiado inconexas para enmarcar su personalidad. Da la impresión de que cualquier búsqueda sobre el joven Alejandro está abocada al fracaso, pero, aun así, la cuestión de su personalidad es algo que no puede pasarse por alto, pues la personalidad de Alejandro es, probablemente, su contribución más extraordinaria a la historia. Como conquistador, Alejandro se dedicó menos a cambiar que a heredar o restaurar; sin embargo, como hombre, inspiró y pidió lo que pocos líderes desde él se han atrevido a considerar posible. De su infancia sólo quedan algunas leyendas: Alejandro lamentándose de que Filipo no le dejara nada glorioso que lograr; Alejandro desdeñando una pregunta imposible de Aristóteles con una sensata respuesta práctica; o Alejandro negándose a competir en las carreras hasta que todos sus oponentes fueran reyes; estas leyendas son pintorescas, pero la mayoría son inventadas y no contribuyen en absoluto a dilucidar la cuestión de su personalidad.

Embarcarse en una búsqueda centrada en lo personal a partir de los desperdigados vestigios que sobreviven de su infancia puede parecer, sin lugar a dudas, una empresa imposible, y, de hecho, se ha afirmado con frecuencia que los juicios vertidos sobre la personalidad de Alejandro son más deudores de los juicios psicológicos que se hacen de él que de él mismo. No obstante, hay un delicado hilo del que se puede tirar. Empieza en los relatos que hablan de su juventud y conduce, a través de la propaganda que él mismo diseñó y de su imagen popular, al modo en que Alejandro deseaba ser visto; en la búsqueda de Alejandro es erróneo sugerir que hay que separar al hombre del mito, pues a veces el mito es obra suya y constituye la clave más certera para llegar a su pensamiento. En tal caso, hay vestigios contemporáneos que apoyan dicho punto de vista, y la adulación de la que Alejandro fue objeto ayuda a darle cuerpo; hay razones, muchas de ellas relacionadas con la propia Macedonia, para asumir que Alejandro quería que su modelo fuese tomado en serio. Desde cualquier punto de vista se trata de un hecho poco corriente, pues no depende del poder o del provecho, sino del poeta Homero.

«“Llévate a este hijo mío —se pone en boca del rey Filipo, dirigiéndose a Aristóteles, en el ficticio Romand d’Alexandre— y enséñale los poemas de Homero”, y en efecto, ese hijo suyo se fue y estudió durante todo el día, por lo que leyó la Ilíada de Homero de un tirón». En el fondo, esta encantadora ficción está cerca de la realidad, pues el tema de la Ilíada de Homero, y sobre todo de su héroe Aquiles, es el vínculo que une las figuras y leyendas de la juventud de Alejandro. A través de su madre Olimpia, Alejandro descendía de Aquiles; su primer tutor, Lisímaco, debe parte del favor del que gozó toda su vida al hecho de haber dado a su discípulo el sobrenombre de Aquiles; los contemporáneos compararon a su amado Hefestión con Patroclo, el compañero íntimo del héroe de Homero; Aristóteles le enseñó los poemas de Homero y, a petición suya, le ayudó a preparar un texto especial de la Ilíada que Alejandro valoraba por encima de todas sus posesiones; según uno de sus oficiales, solía dormir con una daga y con su ejemplar de la Ilíada debajo de la almohada: lo denominaba su libro de viaje sobre la excelencia en la guerra. El segundo año de la campaña, cuando el rey persa había sido derrotado de forma aplastante, «le llevaron [a Alejandro] un cofre que por lo visto era el más valioso de los arcones para guardar tesoros que poseía Darío, y Alejandro preguntó a sus amigos qué era lo que ellos consideraban tan particularmente valioso como para ser guardado allí. Sus amigos expresaron diversas opiniones, pero Alejandro dijo que pondría allí la Ilíada y la mantendría en lugar seguro». Ahora bien, la Ilíada estaba entre los poemas griegos más antiguos, pues al menos era trescientos años más vieja que Alejandro y, aparentemente, la distancia que la separaba del mundo de Alejandro era similar a la que hoy separaría a Shakespeare de un rey actual.

Al tener que decidir cómo entendía Alejandro todo esto, es peligroso tomar la propaganda demasiado en serio o llevar una cuestión de adulación demasiado lejos. Los sobrenombres homéricos eran populares en Grecia: Néstor para un hombre sabio, Aquiles para uno valiente, y, para el heredero de Filipo, revivir la atmósfera de la Ilíada no era un asunto irrelevante. Los poemas de Homero eran ampliamente conocidos en Macedonia. Uno de los hijos de Antípatro citaba a Homero con fluidez, y se ha hallado cerámica pintada con escenas del saqueo de Troya. A Filipo ya se lo había comparado con el rey Agamenón, caudillo de los aliados griegos que lucharon durante diez años alrededor de Troya, y el estilo de su infantería se relacionó con el de Agamenón; la guerra de Troya había sido citada por Heródoto como primera causa de la antigua enemistad entre Grecia y las monarquías de Asia, y los propagandistas de Filipo continuaron estableciendo paralelismos entre una nueva invasión griega de Asia y la expedición descrita por Homero. La historia pasada atestiguaba que Agamenón y la guerra de Troya eran temas que a un invasor griego de Asia le venía bien imitar y evocar. Pero Alejandro estrechó su vínculo con Aquiles, un héroe más joven y apasionado, y no precisamente un símbolo de liderazgo majestuoso. En esta elección había también un trasfondo público, pues Aquiles era un héroe de Tesalia y el heredero de Filipo gobernó a los tesalios, un pueblo esencial para su ejército y para el control de la Grecia meridional. Aquiles también era un héroe griego conmovedor, útil para un rey macedonio cuyos antepasados griegos no lograron que los griegos dejaran de calificarlo de bárbaro; en el mismo sentido, el gran Kolokotronis, héroe de la libertad de Grecia, se vestiría y desfilaría como un nuevo Aquiles cuando liberó a Grecia de los turcos en la década de 1820. Sin embargo, se decía que «Alejandro era un émulo de Aquiles, con quien mantenía una rivalidad desde muy joven»; la propaganda y la política no determinan al héroe elegido por un joven muchacho, de manera que, si puede probarse que Aquiles forma parte de la juventud de Alejandro y que no se trata de una invención posterior, entonces el personaje todavía puede estar a nuestro alcance.

La prueba es difícil, pero una vez más no es imposible: depende de una famosa broma ateniense. El año del asesinato de Filipo, Alejandro estuvo luchando cerca del Danubio y, de regreso a Atenas, su enemigo político Demóstenes lo ridiculizó tratándolo de simple Margites; este confuso insulto vuelve a aparecer en el libro de historia de un cortesano macedonio, y la anécdota debió de ser recordada y repetida con frecuencia. Ahora bien, Margites era una de las figuras más extremas en la poesía griega. Era el antihéroe de una parodia de la Ilíada de Homero (que erróneamente se creía que era del propio Homero), y era conocido como un tonto famoso, incapaz de contar más allá de diez y tan ignorante de las cosas de la vida que, entre muchas otras, sólo se convenció de hacer el amor con una mujer cuando le dijeron que eso curaría una herida en sus partes nobles. Al llamar a Alejandro el nuevo Margites, Demóstenes quería decir que Alejandro estaba muy lejos de Aquiles y que no era más que un bufón homérico; Demóstenes y Alejandro se habían conocido en Macedonia, cuando el segundo aún era un niño, y la broma no tenía sentido a menos que las pretensiones homéricas de Alejandro fueran conocidas antes de que invadiera Asia.

Por si fuera poco, hay muchos indicios de que los demás tomaban en serio dichas pretensiones, no sólo el propio Alejandro. Es por ello que empezó la expedición a Asia con un peregrinaje a Troya para honrar la tumba de Aquiles, llevándose del templo troyano la armadura sagrada para que lo acompañara a la India; su propio historiador en la corte, que escribía para agradarle, recogió este tema y estableció paralelismos con los poemas de Homero en los informes sobre sus progresos en la costa asiática; en el arte, los efectos fueron más sutiles, pues si bien la apariencia de Alejandro se ajustaba de un modo deliberado a la de un héroe griego juvenil, sus rasgos habrían de influir también en los retratos de Aquiles, hasta el punto de que apenas podía distinguirse a ambos héroes fuera de su contexto; Lisipo, escultor de la corte, retrató a Alejandro sosteniendo una lanza homérica, y en las monedas del pequeño pueblo de Tesalia que afirmaba ser el lugar de nacimiento de Aquiles, las pinturas del joven Aquiles llegaron a parecerse a Alejandro. La comparación importaba, y se sabía que importaba: cuando el pueblo de Atenas quiso suplicar por el regreso de los prisioneros griegos de Alejandro, enviaron como embajador al único hombre llamado Aquiles que conocemos en la Atenas del siglo IV; los embajadores anteriores habían fracasado, pero un Aquiles le gustó al otro y, en esta ocasión, los prisioneros atenienses fueron puestos en libertad. Los detalles más pequeños son los que siempre resultan más reveladores.

Por tanto, la emulación existía y se consideraba importante, pero otra cosa es cómo se percibía. Tanto si estaban escritos como si eran cantados o dictados, los poemas de Homero eran, como mínimo, trescientos años más antiguos que Alejandro, y su código heroico de conducta, cuando los hombres luchaban por la gloria personal y no conocían mayor castigo que la vergüenza y la desgracia pública, pertenecía probablemente a una sociedad que, como mínimo, era seiscientos años más antigua. En este mundo de héroes, cuyos últimos antecesores eran los palacios en ruinas de Troya y Micenas, ninguna otra figura es más convincente que la elección de a Aquiles por parte de Alejandro; al igual que Alejandro, Aquiles es joven y arrogante, un hombre movido por la pasión y también por la acción, y con un corazón que, aunque a menudo es despiadado, todavía puede responder a la nobleza indiscutible del otro. En la guerra no conoce igual, e incluso cuando se enfurruña en su tienda, con el negro odio llenándole el corazón, su reputación ensombrece la batalla en la que se niega a entrar. Como sus compañeros héroes, lucha en nombre de una gloria personal, cuyo primer ideal es la proeza y cuyo incumplimiento es la vergüenza y el deshonor, pero el éxito y la posición no son sus únicos estímulos: ahí están también el respeto por un padre de más edad, el amor ciego por su compañero favorito y por una amante que su caudillo le ha arrebatado, así como una aflicción que no sólo es la autocompasión de un héroe que se ha visto privado de su premio. Entre todas las figuras poéticas, el Aquiles de Homero es un hombre de emociones inteligibles. Sobre todo, es una figura trágica, pues su madre-diosa Tetis, que conoce su infelicidad desde mucho antes de que él se la cuente, todavía tiene la sensatez de preguntárselo para que él se lo vuelva a decir: «Son dos las Parcas que a la meta me llevan de la muerte; si quedándome aquí, por ambos lados de la ciudad de los troyanos lucho, se me acabó el regreso, mas mi gloria será imperecedera; en cambio, si a mi casa yo me llego, a la querida tierra de mis padres, se acabó para mí la noble fama, mas durará mi vida largo trecho, ni habría de alcanzarme raudamente la meta de la muerte».[2] Con determinación, Aquiles elige la fama en vez del regreso; como Alejandro, murió siendo un hombre joven.

Así era el héroe de Alejandro. Y si en efecto él se tomaba la emulación al pie de la letra, aspirando a lo que había leído, entonces su ambición y su carácter todavía pueden sacarse a la luz. A simple vista, no parece en absoluto razonable la emulación de un poema que se refiere a una edad de reyes y proezas que tuvo lugar mil años antes. Sin embargo, la rivalidad con el mundo de Homero no era un sueño intrascendente; los poemas homéricos todavía eran considerados por muchos griegos como una fuente de enseñanzas éticas y, por lo que sabemos de la vida política en la Atenas de Alejandro, el código de combate de la Ilíada no había sido en modo alguno superado. Se trataba de una sociedad que confiaba implacablemente en sí misma, y lo que todavía estaba implícito en la Atenas democrática estaba escrito de un modo más profundo en el norte. En la aristocrática Tesalia, en la frontera de los reyes macedonios, los cuerpos de los asesinos todavía eran arrastrados por un carro alrededor de la tumba de la víctima, al igual que el Aquiles de Homero arrastró al difunto Héctor por el polvo en memoria de su víctima, Patroclo. No obstante, la ética de Homero pertenece a una tradición incluso más antigua. Para los héroes homéricos, la vida no era tanto una etapa como una competición, y la palabra para esta lucha en el exterior por conseguir el honor, philotimon, todavía es fundamental en el modo de vida de los griegos modernos; es un ideal extrovertido, no un ideal moral, y depende más de las emociones y las luchas que de la razón y el castigo; pertenece a un estilo de vida al aire libre donde la fama es el medio más seguro para conseguir la inmortalidad. Es una actitud que tiene hondas raíces en Grecia, y es esta palabra, philotimon, la que se utiliza para describir las ambiciones homéricas de Alejandro. El Aquiles de Homero resume las dudas y conflictos de philotimon, la lucha emuladora de un héroe por la gloria; el ideal es de carácter imperecedero y, considerando que Macedonia era el escenario, su sentido habría permanecido vigente.

Gracias a Aristóteles y al delicado arte griego de Pela, es fácil hacer demasiado hincapié en un único aspecto de los contrastes que presentaba el entorno macedonio de Alejandro. Pela también era una sociedad palaciega, pero los reyes y los palacios habían desaparecido unos trescientos años atrás del mundo griego; era el centro de una aristocracia tribal a la que los caudillos de las tierras altas habían acudido desde su mundo carente de ciudades, y, en ambos aspectos, Pela era más arcaica de lo que sugieren su mecenazgo del arte y el intelecto griego. «Idomeneo —había dicho el Agamenón de Homero juzgando a un héroe en términos de la antigua edad heroica—, yo a ti te estimo sobre todos los dánaos de rápidos corceles tanto en la guerra como en una empresa de diferente especie, o en el banquete, cuando, justamente, los más nobles de entre los argivos mezclan en la crátera para sí mismos chispeante vino». Los caballos y la fiesta, los banquetes y la lucha: ésos eran los campos en los que el héroe llevaba a cabo sus hazañas, pero, en Macedonia, los reyes y los nobles continuaban obrando cada uno a su manera. En otra época, según una vieja costumbre macedonia, un macedonio no podía hacerse merecedor de un verdadero cinturón hasta que no hubiese matado a un hombre en la batalla, y, en los días de Alejandro, el combate singular no sólo formaba parte de la ceremonia de los funerales reales, sino que era una costumbre recurrente de los oficiales, que luchaban, competían en justas y se alanceaban en duelos dignos de cualquier héroe homérico. La caza prometía una gloria similar, y Alejandro la ejercitó a fondo, practicándola desde el Líbano hasta las montañas de Afganistán; según la costumbre, un macedonio no podía reclinarse en la cena hasta que hubiera matado un jabalí, otro vínculo con el mundo de los poemas de Homero, pues sólo en la sociedad homérica, y no en la Grecia contemporánea, los griegos cenaban sin reclinarse.

Durante las cenas, el rey entretenía a los nobles y a los amigos que eran sus invitados personales con un estilo ceremonial que recordaba los grandes banquetes de la vida homérica. Las malas lenguas sostenían que los macedonios estaban borrachos antes de que llegase el primer plato, pero este modo de beber era más un desafío que una orgía indiscriminada. Se brindaba formalmente por los éxitos conseguidos en la batalla, y un noble ofrecía a otro una copa que no podía rechazar y que tenía que ser igualada por una cuestión de honor. Estos festines reales eran una parte vital del holgado entramado que constituía el reino. Unían al rey y a los nobles en una relación formal, al igual que los festines en las salas de palacio habían confrontado cotidianamente a los reyes homéricos con sus consejeros y aristócratas vecinos. Era una relación personal, gobernada por el favor y la amistad; las antiguas tradiciones homéricas de presentes majestuosos, generosidad y respeto piadoso por los amigos ancestrales todavía estaban vigentes en la época de Alejandro, que siempre respetó los vínculos anteriores de los reyes macedonios, tanto si se trataba de poetas griegos fallecidos desde hacía mucho tiempo, de un general ateniense o de los parientes de sus antepasados míticos, incluso cuando el intervalo transcurrido fuese de más de cien años.

Esta manera de honrar a los amigos invitados había sido fundamental para los vínculos personales que modelaban la vida de los reyes de Homero; otros vínculos —los de tipo familiar y las enemistades de sangre— también encontraban su paralelismo en el hogar macedonio de Alejandro. Sin embargo, los propios nobles compartían un honor diferente y no menos evocador, pues en la corte del rey de las tierras bajas ellos lo servían como sus Compañeros, y, para cualquier amante de Homero, los Compañeros son una parte inolvidable de la vida heroica. En términos generales, los Compañeros podían ser socios en alguna empresa común, como los compañeros que remaban junto a Odiseo o los reyes que luchaban junto a Agamenón antes de partir hacia Troya, pero también realizaban un servicio en un sentido más estricto. En la Ilíada cada rey o héroe tiene su propio grupo personal de Compañeros, unidos por el respeto, no por el parentesco. Serviciales e inquebrantables, cenan en su tienda o escuchan cómo el héroe toca la lira; se ocupan de su carro con montura de bronce y conducen sus ungulados caballos a la batalla; luchan a su lado, le sostienen la espada y, cuando es herido, lo llevan de regreso a su bando. Son los hombres a los que el héroe ama y cuya pérdida lo entristece: Patroclo para el pensativo Aquiles, Polidamante para el desenfrenado Héctor. Con el declive de los reyes y los héroes, es como si los Compañeros se retiraran al norte y sólo siguieran existiendo en Macedonia, en la periferia de Europa. Expulsados de allí cuando las conquistas de Alejandro pusieron a los macedonios de actualidad, se alejaron aún más de un mundo que cambiaba y escaparon de él retirándose a las ciénagas y bosques de los germanos; sólo reaparecieron después, como vasallos de los primeros reyes germanos y formando parte de las comitivas de los condes en los duros inicios de la caballería andante.

En la Macedonia de Alejandro había Compañeros selectos que todavía asistían al rey en la batalla, pero su rango se habían ampliado para incluir a los nobles de las tierras altas y las tierras bajas, mientras que los amigos extranjeros de Grecia y de otras partes incrementaron su número hasta llegar al menos a cien. No todos los Compañeros eran amigos del rey; cenaban con él, lo aconsejaban y no habían perdido en absoluto su orgullo aristocrático; cada año se celebraba un festival en su honor y, cuando morían, eran enterrados en tumbas subterráneas, abovedadas, tras una fachada de afiladas columnas griegas y dobles puertas forradas de bronce. Era un estilo grandioso, y los macedonios se lo llevaron consigo a Oriente. Sus raíces eran más antiguas y estaban más a tono con el nombre de Compañeros, pues las tumbas abovedadas de Macedonia recuerdan los túmulos funerarios de la real Micenas, antecesora del mundo heroico de Homero.

Entre estos Compañeros turbulentos y de noble cuna, el rey macedonio tenía que forzar el respeto a su voluntad y, una vez más, sus métodos recogían el estilo de la realeza de Homero. La costumbre y la tradición sustentaban aquello para cuya definición no había ninguna ley, y, al igual que en los poemas de Homero, las proezas excepcionales podían justificar que un hombre fuera más allá de las convenciones: los reyes empezaban con la baza de su noble nacimiento y, como los reyes de Homero, podían reivindicar que eran descendientes de Zeus, un aspecto de primera importancia tanto para Alejandro como para su padre. Sin embargo, la noble cuna necesitaba apoyarse al menos en un éxito. No había ninguna constitución ni derechos que protegieran al rey; su gobierno era personal y su autoridad tan absoluta como podía lograr que fuera; acuñaba sus propias monedas, vinculaba a sus gentes con tratados, dirigía las cargas en la batalla, repartía el botín y se ocupaba de realizar los necesarios sacrificios y rituales anuales de purificación, esperando «dirigir por la fuerza», según una frase favorita de Homero, y acometía sus deberes con la energía apropiada de un rey rodeado de reyes menores. Era una posición difícil, y si la edad o el éxito se volvían en su contra era depuesto o asesinado. Ninguno de los antepasados de Alejandro murió en la cama. El pueblo llano, la mayoría hombres salvajes de las tribus, respetaba la ascendencia de los reyes y era consultado, sobre todo a modo de contrapeso frente a los nobles turbulentos: si la voluntad de estos últimos le desagradaba, un rey fuerte la desafiaría. Como el rey Agamenón de Homero, Alejandro desdeñó en dos ocasiones la opinión de sus soldados reunidos en asamblea. La recompensa de Agamenón fue una plaga de nueve días que cayó desde el cielo; en una ocasión Alejandro fracasó, pero en otra asustó tanto a sus hombres que logró un acuerdo en tres días.

En este mundo de tradición y proezas en el que se movía el rey, donde todo el poder era personal y el gobierno todavía tenía lugar entre Compañeros, el éxito y los logros eran los mecanismos de la autoridad, por lo que el infatigable ideal de un héroe homérico era una reivindicación muy real de ambos elementos. En las cartas que los eruditos griegos enviaban a Filipo, la temática de la gloria personal en la batalla o el combate se repite deliberadamente; semejante gloria es divina, digna de los antepasados reales, y es la recompensa apropiada de un rey macedonio; y Filipo, como un nuevo rey Agamenón, estaría a la cabeza de los griegos en el saqueo y la venganza de los bárbaros del este. Dicha gloria constituyó el principal estímulo para los reyes de Homero, pero allí donde Filipo fue exhortado a seguir a Agamenón, Alejandro señaló a Aquiles para él, más glorioso, más individual, y no tanto un rey y un caudillo. Entre sus macedonios, este ideal combativo tenía sentido, pero Alejandro llegó a gobernar a muchos otros hombres aparte de sus macedonios; por consiguiente, parte de su carrera es la historia de un Aquiles que eligió, no siempre felizmente, hacer frente a los problemas de un Agamenón.

Desde la posición de un nuevo Aquiles sería un error buscar la paz o una nueva filosofía. Su emulación era una respuesta a los valores de su propia sociedad. El miedo, el provecho y la gloria habían sido señalados como los tres estímulos básicos de los hombres por el observador griego más perspicaz, y era al último de los tres al que un héroe dedicaba su vida; todos estaban de acuerdo en que la gloria que se conseguía mediante la realización de hazañas era el camino más directo al cielo, y por eso la emulación homérica de Alejandro conducía, a través de sus proezas, al culto libre que le rindieron sus contemporáneos como dios viviente. Era un viejo ideal, que también Aristóteles había compartido, pero también tenía su lado débil. Un héroe dirige más gracias a su reputación que a la majestad heredada, y no puede permitir que sus proezas sean desafiadas o superadas demasiado a menudo. Si fracasa, una parte de la culpa suele atribuirse a los demás o a causas externas a él, pues el desprestigio comporta la pérdida del título mediante el cual vive y gobierna. Quien se empeña en alabar el valor de otro hombre sobre el de su señor es un atrevido. La generosidad de Alejandro fue elogiada en numerosas ocasiones, pero dicha generosidad subrayaba la excelencia incomparable de sus propias riquezas y posición. La calumnia de los rivales y un gusto por mofarse de los fracasos de los otros son el reverso natural del despliegue de generosidad del héroe. El propio historiador de Alejandro denigró las proezas de Parmenión, probablemente después de su muerte; los aedos entretenían a los oficiales más jóvenes humillando a los generales que murieron ordenando la única derrota grave de la carrera de Alejandro; se dice que el propio Alejandro añadió ciertas pinceladas a una sátira cómica contra un amigo íntimo, escenificada para divertir a la corte poco después de que éste hubiera desertado a Atenas. Sin embargo, estas lisonjas y calumnias no son, por sí solas, una prueba de que un déspota y la verdad nunca puedan gobernar juntos. Pertenecen, de un modo más sutil, a la necesaria ética del héroe. «Ser siempre el mejor y mantenerse alejado, por encima de todos los demás»: se estaba de acuerdo en que éste era uno de los versos de Homero favoritos de Alejandro. La excelencia personal y echar la culpa a los otros del fracaso siempre habían sido los principios de la vida política, pero eran más pronunciados en una sociedad gobernada por un ideal heroico.

Alejandro todavía está vivo a gracias a Homero. Sólo hay constancia de un sueño que tuvo una vez, pero éste difícilmente podría ser más apropiado. En Egipto, cuando levantó la nueva Alejandría, se dice que un venerable anciano con el aspecto del propio Homero se le apareció en sueños y recitó unos versos de la Odisea que lo aconsejaron sobre el lugar en que debía emplazar la ciudad. Más tarde se creyó que Alejandro, incluso en sus sueños, vivía los poemas que amaba, y, para cualquier amante de Homero, su ideal no es, después de todo, tan extraño. Pues, de todos los poemas, la Ilíada de Homero todavía es el más inmediato, un mundo cuya realidad nunca decae, no sólo cuando se contempla a través de la nueva dimensión de los símiles que hay en el poema —donde los reyes celebran banquetes bajo los robles y los niños construyen castillos de arena, donde las madres mantienen alejadas a las moscas de los bebés que duermen y las ancianas miran desde sus porches cómo danzan las procesiones nupciales—, sino también a través de un progreso lento de la narrativa, rica en frases rituales y repetidas, decepcionantemente simple pero infinitamente verdadera, en la que los héroes luchan por la gloria sabiendo que la muerte es ineluctable, en la que una mujer de blancos brazos ríe bajo las lágrimas y regresa para calentarle el baño a un marido que sabe que nunca volverá de la batalla, en la que los dioses y las diosas no son seres más lejanos por el hecho de ser poderosos: uno llora lágrimas de sangre por la muerte de su héroe favorito, otro construye juguetes, otra soborna al Sueño con la promesa de una de las jóvenes Gracias y después hace el amor con Zeus, su marido, sobre una alfombra de azafrán y jacintos. Sólo Homero posee esta magia, y si todavía hoy en día llega directamente al corazón, con mucha más intensidad debieron de haber penetrado sus versos el corazón de Alejandro, que vio los ideales que el poema proclama en torno suyo y eligió vivirlos, no como un lector distante sino más bien en el espíritu de un caballero en marcha, viviendo las baladas que reflejaban su propio lugar en el mundo.

Contaban que, en una ocasión, cuando llegó un mensajero con noticias y éste apenas podía disimular su satisfacción, Alejandro lo detuvo con una sonrisa: «¿Qué puedes contarme que merezca tanta excitación —preguntó—, excepto quizás que Homero ha vuelto a la vida?». Alejandro no podía hacer revivir a su poeta favorito, pero su emulación homérica aún da una última vuelta de tuerca, más extraordinaria quizá de lo que él nunca supo. En su caballería servía un regimiento de las tierras bajas cuyos antepasados se habían anexionado a la frontera oriental; según Aristóteles, habían emigrado de la antigua Creta varios cientos de años atrás. En las mismas tierras bajas vivían también refugiados griegos cuyos antepasados les habían ofrecido un lugar para vivir: venían del antiguo pueblo de Micenas, pues su pueblo natal estaba en ruinas. Sin embargo, las sociedades palaciegas de Creta y Micenas eran los gigantes de esa edad heroica que, siglos después, Homero utilizaría como tema para sus poemas; sus únicos descendientes vivían, por casualidad, en Macedonia, y ante la llamada de un nuevo Aquiles se prepararían para llevar a cabo la última emulación homérica de Grecia, para marchar muy lejos, hasta el Oxo y el Punjab, en busca de las mismas proezas que una vez convirtieron a sus reyes en el famoso tema de un cantar.