2. MACEDONIA:
EL PAÍS Y SUS GOBERNANTES

La búsqueda de Alejandro empieza de un modo misterioso, por no decir dramático. Cuando Filipo fue asesinado, la corte macedonia sólo podía esperar que tuviera lugar otra de las luchas familiares que habían ido debilitando el reino durante los últimos cien años; tales luchas raras veces aparecen relatadas con detalle, pero a menudo las pistas pueden encontrarse en los lugares más insólitos y, todas juntas, sugieren una pauta que quizás engaña por su pobreza, pero que concuerda con el modo en que los reyes macedonios siempre habían tenido que comportarse. Ahora bien, una pauta necesita, en primer lugar, un contexto.

Situada en la frontera septentrional del mundo de habla griega y lindando con las tribus de Europa, la Macedonia de Filipo era un amplio mosaico de reinos ensamblados gracias a la conquista, el matrimonio, los sobornos y los atractivos que ofrecía su fortuna en alza. En la época del nacimiento de Alejandro, parecía una tierra de contrastes imposibles; después de trece años, la energía de Filipo no había eliminado totalmente las diferencias de intereses que tanto habían preocupado a los reyes anteriores. Todavía era un territorio formado por tierras bajas y tierras altas, que Filipo y sus antepasados gobernaron desde las llanuras del sureste, un terreno pantanoso dominado por cuatro grandes ríos cuyas aguas riegan los cultivos y los pastos de invierno con su limo rico y ligero. Territorio cenagoso, aunque densamente arbolado, estos pantanos y sus colinas fronterizas fueron una tierra para colonizadores, y Filipo y sus antepasados acometieron esta tarea con el temple necesario. El drenaje canalizó las inundaciones de los ríos en favor de la irrigación; se abrieron caminos entre los densos bosques de pinos y, por medio de una técnica local, los troncos se hervían para extraer la resina, que después se vendía a los constructores griegos de barcos en los astilleros del sur, que carecían de ella; en la frontera oriental del reino de Filipo, se confiscaron viejas minas de oro y se consiguió que rindieran mil veces más gracias a los numerosos nuevos esclavos y a las técnicas griegas de extracción; se cazaban a caballo bueyes salvajes, osos y leones, por deporte y también para obtener alimento; los macedonios que vivían cerca de la costa habían llegado a dominar en sus ríos el arte de la pesca de la trucha con mosca, y habían introducido la higuera y el olivo en unas tierras en las que estos árboles daban fruto dos veces al año. «Maravillosa Emacia», así es como Homero había llamado a estas ondulantes llanuras que constituían un hogar apropiado para los rebaños de ganado; una antigua danza macedonia imitaba la vida de los ladrones de ganado, sin duda el oficio de muchos granjeros locales. El ganado nunca había abundado en Grecia, donde salvo en los sacrificios religiosos apenas se consumía carne; la dieta de los macedonios, más rica en este alimento, puede que no sea irrelevante para explicar su resistencia en el campo de batalla.

Estas llanuras constituían la envidia de todo visitante griego que cruzara la frontera meridional por el angosto valle del Tempe y las faldas del monte Olimpo. Tendría que pasar por el puesto fronterizo de Heracleon, ciudad de Heracles, y detenerse en la ciudad portuaria de Dio, así llamada por el dios griego Zeus, antepasado de los reyes macedonios, un lugar donde cada año se celebraba un festival de las artes en honor a Zeus y las nueve Musas griegas que duraba nueve días. En ese lugar, el visitante podía atravesar las puertas de la ciudad, flanqueadas por un muro de ladrillo, y descender por la pendiente pavimentada de un camino sagrado, situado entre un teatro, varios gimnasios y un templo con pilares dóricos; como era de suponer, los pueblos que había en los alrededores estaban vinculados con el mito de Orfeo, el famoso aedo de la leyenda griega. El visitante aún se encontraba en un mundo de dioses griegos y sacrificios, de juegos griegos y lengua griega, aunque puede que los nativos hablaran griego con un acento norteño que articulaba la «ch» como «g» y la «th» como «d», y que pronunciaba el nombre del rey Filipo como «Bilipo».

Siguiendo la costa, el visitante descubriría la llanura, no menos rica, y se encontraría con las ciudades de actitud más desafiantemente griega. Las siguientes dos ciudades costeras a orillas del Golfo Termaico habían sido levantadas originariamente por emigrantes griegos y, desde entonces, habían estado esperando una oportunidad para liberarse de la corte macedonia que había acabado controlándolas. A veces lo lograron, y, en medio de sus vicisitudes, siguieron siendo pueblos de mucho temple: sus líderes eran hombres ricos, y la clase media podía equiparse por sí misma para la guerra; cultivaban la espléndida tierra que había a su alrededor, mientras que los ingresos suplementarios, que los hacían tan deseables, procedían del mar y sus comerciantes. Una reconocida ruta comercial corría por el oeste desde la costa hasta Macedonia, y las ciudades costeras tenían tribunales, con un sistema legal que hacía que los mercaderes griegos estuviesen contentos de ser juzgados por ellos; se cobraban impuestos portuarios sobre el comercio que pasaba por allí, y los ricos acaparaban el valioso derecho de recaudarlos una vez al año. No eran los últimos campeones de la cultura griega en la frontera de un mundo bárbaro: los palacios macedonios de Pela y Egas se encontraban en el interior pero muy cerca, y estaban conectados con la costa por medio del río, la vía más rápida y barata que conocía la Antigüedad para el transporte pesado. Por lo tanto, los palacios eran accesibles y el mecenazgo que procuraban a los artistas griegos más destacados había hecho que su aspecto externo no fuera menos civilizado que el de las ciudades de la costa, que por otro lado codiciaban.

«Nadie iría a Macedonia para ver al rey, pero muchos irían incluso más lejos para ver su palacio…», se dice que comentó Sócrates cuando rechazó una invitación para escapar de la sentencia de muerte dictada por Atenas y retirarse a la ciudad macedonia de Pela. A finales de siglo reinaba Arquelao, cuyo mecenazgo de la cultura griega excedió incluso el ejemplo de sus antecesores; su energía hizo que la capital del reino se trasladase, de manera que pasó de Egas, en el noreste, a Pela, un lugar con más fácil acceso al mar y bien situada en las carreteras que recientemente se habían construido en el reino. En aquellos días, Pela era una ciudad emplazada a orillas de un lago, situada junto al río Loudías y dotada con un puerto natural en el que el río se desplegaba como un manto de agua y barro. Hacia 380 Pela era conocida como la ciudad más grande de Macedonia; sin duda Filipo la mejoró y, durante los veinte años que siguieron a la muerte de Alejandro, Pela se convertiría en una ciudad en auge gracias a los beneficios obtenidos en la conquista del mundo. Una ciudad que alardeaba de templos y palacios de casi cien metros de largo, con dos o tres grandes patios cada uno, cuyas columnatas de pilares griegos sostenían frisos ricamente pintados; las paredes eran de ladrillo y se alzaban sobre umbrales de mármol, y había suelos de mosaico con teselas formando dibujos. Era un lugar donde podían celebrarse banquetes en escenarios que resultaban acordes con el gusto griego más opulento; las casas que había en la ciudad eran espaciosas y estaban construidas alrededor de un patio central abierto, con vestíbulos también abiertos, y disponían de una segunda planta que, en el lado norte, albergaba los dormitorios y proporcionaba una sombra que era bien recibida en verano. Actualmente, conocemos muy bien estas casas palaciegas gracias a recientes hallazgos arqueológicos; probablemente datan de poco después de la muerte de Alejandro. Este, por su parte, se había criado en el antiguo palacio de Arquelao, en la más occidental de las dos colinas de Pela, y sus pesados pilares de mármol seguían tanto la moda griega como las últimas casas que se encontraban en la parte baja de la ciudad. Era una mansión refinada, probablemente al estilo de los palacios que siguieron; uno de los suelos de mosaico, de época posterior, debe probablemente su diseño de centauros a una pintura que Arquelao encargó a un maestro griego. Estos famosos mosaicos de teselas, obra también de artistas griegos, se diseñaron probablemente poco después de la estancia de Alejandro en Pela, pues uno de ellos muestra una escena de caza desde su propio carro, otro al dios Dioniso, antepasado de los reyes, otro a un león-grifo atacando a un venado, quizás el sello real del reino o, como mínimo, el emblema de Antípatro, el hombre que Alejandro dejó como general al mando en Macedonia. Aunque son muy admirados, estos mosaicos rozan la vulgaridad; puede que el antiguo palacio de Arquelao también contuviera mosaicos, pues los primeros que conocemos en la península griega se encontraron en la ciudad de Olinto, al norte de Grecia, hasta donde había llegado la influencia de los palacios de Macedonia, y sus diseños fueron desarrollados por escuelas de pintores griegos cuyo mecenazgo promovió Arquelao. Excepto para un amante de los jardines, no hay mejor prueba para calibrar el grado de civilización de un hombre que su gusto por la pintura: en la Macedonia de Alejandro, que con demasiada frecuencia es recordada sólo por las conquistas llevadas a cabo, las tumbas con columnas de la nobleza ofrecen, en sus fachadas arquitectónicas, los primeros trampantojos conocidos en la historia del arte, y, en el palacio de Egas, es muy posible que el patio central se trazara como un jardín secreto. En la nueva ciudad de Filipos, los colonos macedonios de Filipo —la «escoria del reino», como los denominaron los críticos— plantaron rosas salvajes para aliviar el carácter inhóspito de un hogar situado en la lejana costa de Tracia.

Al otro lado de estas llanuras civilizadas de la costa y las tierras bajas, donde el Jardín de Midas lo volvía todo verde, si no oro, se alzaban las cordilleras de los montes Barnous y Bermio, con sus pasos bloqueados por la nieve, y detrás, al oeste y el noroeste, las tierras altas, un mundo de cañadas repletas de árboles y lagos gigantescos que se encontraba muy alejado de los lujos de la costa y el palacio. En esta región los hombres siempre habían vivido en tribus, no en ciudades, y a menudo los pueblos, situados a orillas de los lagos, estaban construidos sobre pilotes de madera y sólo disponían de un único fortín de mampostería, que se alzaba en una cima cercana y protegida del agua, para refugiarse en caso de invasión. Entre los oficiales de Alejandro y entre los macedonios posteriores, la distinción entre unos y otros permaneció en los títulos tribales por medio de los cuales identificaban sus hogares; los habitantes de las tierras altas eran hombres de las tribus y no disponían de ninguna de las ciudades a las que los habitantes de las tierras bajas reclamaban pertenecer. Cada uno de sus reinos estaba cerrado como una cápsula por el paisaje, y, sobre los acantilados que servían de defensa, el gobierno tribal de jefes de poblado perduró durante siglos, sobreviviendo durante mucho tiempo a la dinastía de los reyes de las tierras bajas y a sus intentos de construir ciudades fronterizas. La madera, los minerales, la pesca y el pastoreo de las tierras altas mantenían a una densa población cuyas familias reales reclamaban, cada una de ellas, ser descendientes de un héroe griego distinto. En el lejano suroeste, junto a la Tesalia griega, los hombres de una tribu de Tinfea adoraban a su propia forma primitiva de Zeus; hasta que Filipo los conquistó, no fueron más aceptados entre los macedonios que los cercanos oréstidas, que honraban a su fundador Orestes y se unieron formalmente a las tribus occidentales del Epiro. En el lejano norte, alrededor de los lagos de Prespa y Gastona, y a caballo del principal camino-corredor de Europa, vivían los reyes de la Lincéstide, hombres ricos y rebeldes que remontaban sus orígenes a los famosos reyes Baquíadas de la griega Corinto, una camarilla familiar tan cerrada como cualquiera en la historia griega del siglo VII. Estos Baquíadas habían sido expulsados de Corinto y embarcados hacia el norte, a Corfú, desde donde es posible que establecieran su hogar en la península de la Lincéstide, en el filo de los reinos ilirios de Europa, y que impulsaran el comercio corintio de mercancías que después apareció en el noroeste de Macedonia. Sus supuestos descendientes no los habían defraudado. Como otros habitantes de las tierras altas, los lincestas vestían la ruda capa de lana del moderno pastor valaco y hablaban un primitivo dialecto griego que los habitantes del sur ya no podían comprender. Trabajaban la tierra con carretas tiradas por bueyes y con la ayuda de sus mujeres, y quizá no sea una coincidencia que, en las listas de las propiedades confiscadas a ricos atenienses a finales del siglo V, el precio más elevado que se pagó por un esclavo correspondiera a una mujer macedonia. La madre de Filipo había sido una noble lincesta y no había aprendido a leer ni a escribir hasta entrada la madurez; su pariente Leónato es uno de los dos únicos amigos de Alejandro que es de familia lincesta, y se lo recordaba por su belicosidad y porque le gustaba tanto la lucha, que se decía que llevó consigo entrenadores y camellos cargados con fardos de arena cuando marchó a Asia.

Durante cien años al menos, la mayoría de estas tribus de las tierras altas se conocieron formalmente como la Alta Macedonia, pero sus simpatías para con los reyes de las tierras bajas era superficial y ni mucho menos antigua. La Lincéstide, por ejemplo, fue duramente hostigada tanto por sus vecinos ilirios del norte como por los antepasados de Filipo en la llanura, y sus jefes a menudo habían preferido los intereses ilirios a los de la corte de Egas. Sin embargo, podía conseguirse cierto equilibrio. Los habitantes de las tierras bajas necesitaban la lealtad de las tierras altas, pues sus tribus controlaban los pasos y los ríos hasta los que se habían aventurado los bárbaros europeos del norte y el noroeste para invadir las llanuras por el mar. Los habitantes de las tierras altas también necesitaban a los de las tierras bajas por una razón más mundana: las ovejas. Los rebaños de ovejas eran el eterno vínculo entre los paisajes del interior en la Antigüedad. En verano, los habitantes de las tierras altas los apacentaban en sus cañadas y valles, pero en invierno los conducían a las llanuras para el pastoreo y, por tanto, la vida ambulante del pastor era también una vida de incesantes disputas. En primavera, las ovejas pateaban las cosechas de los habitantes del llano, y en verano se las oía a través de las montañas, sin que les preocupase demasiado de quién era la propiedad de este eventual hogar; de la Oréstide nos ha llegado una inscripción que regulaba los derechos de los terratenientes frente al pastoreo de verano y que ponía límites a la tala de madera en esta época por parte de los pastores. Para favorecer a los terratenientes de las tierras bajas, Filipo intentó desalentar el pastoreo de ovejas y extender la instauración de cultivos, lo cual resultaba más apropiado para las llanuras. Si lo conseguía, habría roto un vínculo natural entre las tierras altas y el llano; por tanto, Filipo intentó poner en práctica métodos más formales para unir esos dos mundos a su entorno.

Allí donde fue posible, sus antepasados de las tierras bajas expulsaron totalmente a las tribus de las colinas, como las que había en Pieria, en torno a Dio, o las de Eordia, por ejemplo, «con el este, el oeste y el norte amurallados por precipicios que eran como la torre del homenaje de un castillo». En otras partes tomaron esposas políticas, la mayoría de las veces de Elimea, en el sudoeste, donde los nobles eran ricos y los hombres de las tribus muy resistentes en la batalla. Filipo también mantuvo a una amante elimiota, fundó ciudades en las fronteras de las tierras altas y trasladó a la fuerza a población de las tierras bajas con la excusa de protegerla. Necesitaba esta nueva fuerza en las fronteras, pues al mismo tiempo estaba desplazando el antiguo poder de la nobleza de las tierras altas, así como a sus jóvenes hijos, a la corte de Pela, donde los sobornó para que se asentaran en exuberantes estados que procedían de los pastizales conquistados por Filipo en el este y el sudeste. Así, los jefes de las tierras altas se encontraron vinculados de un modo más estrecho con una corte y un rey al que servían como señores feudales en estados conquistados; los primeros meses de Alejandro conforman el estudio de una nueva sociedad macedonia en la que lentamente se habían ido destruyendo los antiguos vínculos de la realeza y el territorio local con el fin de agruparlos de un modo más cohesionado alrededor del rey. En parte, el interés que tienen estos meses es que permiten ver hasta qué punto las antiguas tradiciones continuaron determinando las lealtades de los hombres.

Durante mucho tiempo, para los reyes de las tierras bajas esta ruptura con las viejas raíces había sido una necesidad en aras de la supervivencia. Entre los ilirios, al otro lado de la frontera septentrional, como también en la actual Albania, los nobles todavía querían ir a la guerra con sus camarillas de criados y parientes; sin embargo, en el ejército que Filipo heredó, lo que hasta entonces había agrupado en brigadas a los habitantes de las tierras altas era la geografía desperdigada de las tribus, no la estrecha alianza de los clanes. Los nobles locales y la realeza todavía iban al frente de estas brigadas tribales pero ya habían sido despojados de sus comitivas privadas, y, durante los últimos doscientos años, se habían unido al séquito del propio rey, al que servían como Compañeros honorarios, o incluso, en ocho casos al menos, como Escoltas. Por tanto, cuando Alejandro llegó al poder se encontró con más de sesenta Compañeros nobles, algunos de ellos ancianos, cada uno de los cuales había heredado el puesto que ocupaba durante el reinado de su padre: nominalmente estaban ahí para asistirlo y aconsejarlo, pero, si bien era quizás una coincidencia que la palabra macedonia que significaba consejero pudiera derivarse de la palabra que se utilizaba para designar a un hombre de cabello cano, ciertamente resultaba significativo que los reyes hubieran extendido de manera profusa los regios títulos honoríficos a las miles de personas de inferior condición que estaban a su cargo y con las que deseaban mantener la amistad. El nombre de escoltas reales se aplicaba ahora también a los tres mil Portadores de Escudo, que, aunque de rango inferior, eran nuevos hombres del rey; el nombre de Compañero se extendió a las unidades formadas por pequeños terratenientes, que constituían la caballería real. En otro tiempo había habido un escuadrón real de caballería, de carácter especial, pero, al igual que los Regimientos del Rey del ejército británico que se reclutaban entre los escoceses, toda la caballería pasó a llamarse entonces caballería del rey; incluso los hombres de las tribus que constituían la infantería de las tierras altas fueron conocidos como compañeros de a pie del rey con el fin de vincular a los nuevos amigos a la corona. Sólo los antiguos Compañeros, que eran nobles, salieron perdiendo con esta extensión de su título, pues dicha proliferación se dirigía contra ellos. Como advirtieron estos nuevos círculos de hombres del rey, era entre los nobles donde se encontraban los enemigos que Alejandro más había de temer.

Puesto que en Macedonia el poder era personal, los nobles lo habían ejercido a través de los vínculos tentaculares de la familia. La justicia que impartían consistía, presumiblemente, en un sistema de venganzas de sangre que enfrentaban a las familias unas contra otras. Los reinos antiguos no conocían los tribunales ni ningún código legal escrito; confiaban en la venganza, atenuada por un precio fijado en sangre. Para una nobleza preocupada por este poder familiar y por la propiedad, el matrimonio no era una cuestión romántica, sino una expresión de buena voluntad entre las casas de dos grandes familias. Ni la edad de las novias ni su grado de afinidad constituía un obstáculo mayor que para otras clases altas en Grecia. Los reyes Baquíadas, de quienes decían descender los nobles lincestas, se habían casado entre ellos de un modo que llegó a ser célebre, por lo que debía de tolerarse un elemento de endogamia entre los Compañeros de Filipo que pertenecían a las tierras altas. Este laberinto de matrimonios y vínculos de sangre podía imponer rígidos deberes de ayuda y venganza, como todavía sucede hoy en día entre los pastores del noroeste de Grecia, y estos deberes no siempre son obvios para los foráneos. Alejandro era el heredero de una banda de nobles a quienes la manera de actuar de un miembro de la mafia les habría parecido más normal que la de un moralista.

Una vez más, durante mucho tiempo los reyes de las tierras bajas intentaron reemplazar estas lealtades locales a través de su propia autoridad central. En el caso de aquellos crímenes que podían costarle la vida al acusado, la justicia que aplicaban no era la venganza de la sangre, sino un alegato público ante el pueblo. Sólo si la audiencia estaba de acuerdo, el rey y sus agentes infligían un castigo. Por supuesto, sus métodos todavía eran rudos, pues ejecutaban tanto al acusado como a sus parientes. Los casos urgentes de asesinato todavía se conducían de un modo privado, y ni siquiera los alegatos públicos tenían un carácter democrático. La audiencia expresaba su voluntad entrechocando las espadas, no levantando la mano para que los votos pudieran contarse. Era el rey quien decidía para qué veredicto las habían hecho sonar más alto. Lo mismo sucedía con el matrimonio, pues el rey podía tomar esposas de familias rivales y desposar a sus leales con mujeres de la gran familia que él presidía. También podía promover matrimonios entre sus cortesanos y, si le parecía que aquéllos ofrecían un futuro prometedor, las esposas que proponía no podían ser rechazadas. Era asunto del rey permanecer como un centro rival de poder, al margen de los vínculos de la tribu y la familia. Filipo y sus antepasados debilitaron estos vínculos hasta que no pudieron seguir dictando el comportamiento de la gente; cuando Alejandro subió al trono, se sintieron presionados por una cuestión más amplia: nada más y nada menos que por las esperanzas que despertaba el propio Alejandro.

La sangre real de Alejandro inspiraba respeto, pero no era el único príncipe que disfrutaba de ella. En la práctica, el trono no siempre había pasado al hijo mayor, y la costumbre de que el rey debía ser de sangre real era vana, pues los nobles podían aclamar a un niño pequeño y después gobernar a través de él, mientras que muchos otros podían invocar la sangre de su realeza local. El benjamín de Filipo y Eurídice era uno de estos peligros, pues había nobles, como su tío abuelo Átalo, que esperarían poder gobernar en su nombre. Aunque era posible una regencia, era poco probable que se produjera mientras otros príncipes con la edad adecuada estuvieran vivos. En este aspecto, el principal rival de Alejandro era su primo Amintas, que de hecho había sido un niño-heredero del reino veintitrés años atrás. Su tío Filipo fue designado regente y continuó gobernando como rey cuando demostró sus extraordinarios poderes de conquista y diplomacia, pero Amintas, que tenía unos veinticinco años cuando Filipo murió, había sobrevivido; además, como signo del continuado favor del que gozaba, acababa de casarse con una hija que Filipo había tenido de una amante iliria. Frente a Alejandro, Amintas tenía la decisiva ventaja de la edad y, hasta donde importaban los derechos, de que podía reclamar que se le devolviese el reino que en su día había sido demasiado joven para heredar. Junto a Amintas estaban los príncipes de las tierras altas, que podían conducir a sus tribus a la independencia; y estaba, en última instancia, Arrideo, el hijo de Filipo y una amante de Tesalia que las habladurías describían como una frívola bailarina. Sin duda la madre de Arrideo no era de sangre real, por lo que su baja cuna hacía que su estatus se viese disminuido; también era un poco retrasado, y buena prueba del nerviosismo que sentía Alejandro es que varios meses antes de la muerte de Filipo temió ser sustituido por él como último recurso.

Como preludio a la invasión de Asia planeada por Filipo, el gobernador nativo de Caria se había puesto en contacto con él. Caria era un país situado al sur, en la costa oeste del Imperio persa, y resultaba muy valioso para un invasor con una flota tan débil como la de Filipo. La diplomacia, como siempre, debía sellarse con el matrimonio, y Filipo decidió ofrecer a su hijo Arrideo a la hija del gobernador cario. Era un trato tan delicado como los otros que había hecho, pues un hijo retrasado constituía un precio bajo para una alianza de este tipo, aunque sin la intervención de Alejandro habría funcionado. Éste acababa de regresar de sus meses de exilio voluntario, pero no se había adaptado al hecho de que su padre se hubiese divorciado de Olimpia. Pensando que el honor que se le hacía a Arrideo constituía otra amenaza a su herencia, reunió a sus amigos y envió a Tésalo, un famoso actor griego que era amigo suyo, para que defendiese su causa en la corte caria: Alejandro no era un idiota bastardo; él era un hijo legítimo y el heredero, y por tanto los carios debían aceptar su matrimonio en lugar del otro. El gobernador de Caria se alegró, pues aquello era mucho más de lo que podía esperar, pero las noticias del ofrecimiento llegaron primero a Filipo, que se puso en marcha hacia los cuarteles de Alejandro, lo acusó de entrometido y exilió a los amigos que lo habían ayudado a inmiscuirse en el asunto; presintiendo problemas, el gobernador cario se asustó y finalmente ofreció a su hija a un aristócrata persa. Un brillante golpe maestro de la diplomacia de Filipo fracasó por culpa del nerviosismo de Alejandro y porque éste no pudo entender que su padre nunca habría desaprovechado a su heredero con un incidental matrimonio oriental.

El asunto con los carios puso de manifiesto la juventud de Alejandro e hizo sonar la primera nota de la fatal discordancia que seguiría al asesinato de Filipo. La secuencia de acontecimientos resultaba bastante familiar. Filipo, como cualquier otro rey macedonio, había empezado su reinado con una purga familiar de rivales, algo necesario y habitual en cualquier monarquía antigua, ya fuera persa, griega, romana o egipcia, que ciertamente Alejandro no iba a descuidar. Una vez que estos asuntos de palacio empezaran a estabilizarse, el heredero llamaría a cuantos plebeyos y soldados tuviera a su alcance; por lo general, su apoyo era importante y podía utilizarse para rematar la purga de rivales, aunque ningún rey macedonio fue proclamado nunca por el mero hecho de ser secundado por los plebeyos; valía la pena tener ese apoyo, pero la familia y los nobles contaban mucho más. No era fácil que a estos últimos los conquistara un hombre más joven.

A la edad de veinte años, con sus jóvenes amigos en el exilio, Alejandro había puesto de manifiesto hasta qué punto necesitaba un apoyo más práctico para su herencia, y, de repente, en el teatro de Egas quedó claro dónde podría encontrarlo. Mientras su padre yacía muerto, el primero que se pronunció a su favor fue Alejandro, un príncipe homónimo de las tierras altas lincestas, que se puso el peto y siguió al rey que había elegido a palacio: había en este gesto algo más que el primer signo de la lealtad de las tierras altas, pues este Alejandro era yerno del anciano Antípatro, uno de los dos oficiales más respetados de Filipo y un noble lo suficientemente poderoso como para designar al nuevo rey. Este homenaje tan inmediato era sospechoso, y el vínculo lincesta a través del matrimonio se fue a pique a causa de otras incertidumbres; la secuencia de acontecimientos no puede fecharse, pero, tan pronto como Alejandro fue aclamado, los dos hermanos del lincesta fueron asesinados con el cargo de complicidad en el asesinato de Filipo.

Alrededor del Alejandro lincesta, y no por última vez, los vínculos de dos familias macedonias entraban, al parecer, en conflicto, hasta el punto que el lincesta tuvo que elegir entre sus hermanos y su matrimonio; posiblemente se apresuró a tributar el homenaje porque conocía las conspiraciones de sus hermanos y porque su vinculación con la familia de Antípatro bastaba para mantenerlo a salvo. Los tres hermanos eran hijos de un hombre con el nombre lincesta de Aéropo, y sabemos que casi dos años antes un tal Aéropo se había enfrentado a Filipo y había sido enviado al exilio por la ofensa trivial, según contaban, de haber estado coqueteando con una flautista en vez de estar en la formación. Es probable que dos de sus hijos hubieran jurado vengar a su padre pero que no hubieran podido alistar en la empresa a un hermano que se había casado fuera de su círculo. En vez de eso, puede que se unieran a la conspiración de Pausanias y que fueran los hombres que lo habían estado esperando con los caballos; tal vez, pero las acusaciones de los enemigos nunca son una prueba de culpabilidad, y es posible que los dos hermanos lincestas fueran más unos rivales que unos asesinos. Para los seguidores de Alejandro, esa distinción apenas era importante; un reguero casi invisible de amigos y relaciones sugiere que sus arrestos estuvieron tan justificados como la antigua historia de Macedonia hizo que parecieran.

Cuando Filipo murió, escribió un biógrafo cuatrocientos años después del acontecimiento, «Macedonia estaba herida y miraba a los hijos de Aéropo, junto con Amintas», y el pasado de Amintas sugiere que esta informada opinión puede ser correcta. Amintas, antiguo niño-heredero del reino, se había casado recientemente por mediación de Filipo con una mujer que era medio iliria. Puede que esto lo ayudara a vincularlo con la tribu de los lincestas, situada en el noroeste; además, al igual que Alejandro, Amintas podía señalar a una abuela de sangre lincesta. Sólo dos hechos más pueden imputársele, ambos tentadores: en alguna fecha, posiblemente cuando era muy joven, es probable que Amintas viajara a la Grecia central y visitara la famosa cueva de Trofonio, a la que habría accedido mediante un ceremonial que se celebraba antes de afrontar el descenso para consultar el oráculo y ofrecerle un presente en su propio favor, tal como indica una inscripción. De manera sorprendente, Amintas fue registrado como «rey de los macedonios», tal vez porque conservaba aún su título cuando Filipo lo suplantó, o posiblemente porque su visita había tenido lugar cuando Filipo todavía era su regente. Amintas reaparece como delegado macedonio en relación con una ciudad fronteriza en disputa, también en Beocia, y este honor fue compartido por otro macedonio que desertó a Persia cuando Alejandro fue entronizado. Es probable que esta coincidencia sea irrelevante por lo que toca a las lealtades que mantenía en 336, puesto que el honor compartido le había sido concedido al menos dos años antes, quizá diez. Sin embargo, otra dedicatoria en el santuario de la misma ciudad fronteriza nombra a un griego contemporáneo, probablemente un general de Tesalia que se sabe que había luchado en el contingente de avanzada de Filipo mucho antes de que también él desertase a Persia. Es discutible que se puedan utilizar estas inscripciones locales para vincular a los dos desertores con el «rey» Amintas. Puede que sus amigos fueran los dos hermanos lincestas que abogaron por él, tal vez porque lo consideraron un rey más apropiado para su tribu. Sin embargo, tal vez los desertores fueron desplazados de un modo diferente, quizá a través del golpe siguiente, dirigido contra el contingente de avanzada en el que uno de ellos, quizá los dos, servían. No obstante, hubo otro lincesta que también desertó; tal vez se trataba del hijo de uno de los hermanos sospechosos. Por tanto, los vínculos entre Amintas, los lincestas y la deserción siguen siendo poco claros, aunque esta buena disposición de los macedonios para luchar contra sus compatriotas constituye una prueba de la gravedad del asunto.

Alejandro emprendió contra Amintas la acción tradicional, aunque no sabemos exactamente cuándo la llevó a cabo; la muerte de Filipo no puede fecharse en un mes concreto de ese verano, aunque al parecer julio es el que goza de más consenso, y sólo se sabe que la entronización de Alejandro se resolvió antes de octubre. En estos tres meses, puede muy bien ser que sus amigos de la nobleza estuviesen inquietos; tan pronto como fue posible, Alejandro hizo ejecutar a los dos lincestas y, presumiblemente, muy poco después hizo asesinar también a su rival Amintas, aunque su muerte no puede fecharse con precisión y sólo sabemos que se produjo en los diez meses siguientes al asesinato de Filipo. Puede que fuera una cacería, debió de ser un drama, y estas tres muertes sólo eran una cara de la historia.

Incluso sin este «rey» Amintas, Alejandro todavía estaba expuesto a dos frentes diferentes y necesitaba apelar a tres grupos separados: el ejército y los plebeyos de Macedonia, los nobles de palacio, y el contingente de vanguardia, formado por unos diez mil hombres, que se encontraba en Asia. Las principales líneas de oposición confluían ahora en los tres comandantes supremos que estaban aislados en Asia, algo que resultaba una ventaja si, en su ausencia, Alejandro actuaba con rapidez. Uno de ellos era el noble Átalo, cuyo interés en las intrigas de palacio pasaba por su sobrina Eurídice y su pequeño hijo. Otro era también un Amintas, probablemente hijo de uno de los lincestas ofendidos; el tercero era Parmenión, que rondaba los sesenta años y era el general más respetado del reino. «Los atenienses eligen a diez generales cada año —se rumoreaba que Filipo había dicho una vez— pero yo sólo he encontrado uno: Parmenión». Con Antípatro de su parte, Alejandro sólo necesitaba a uno de los otros dos comandantes, y, puesto que no podía tener tratos con Átalo, que estaba vinculado a la familia de la segunda esposa de Filipo y era aborrecido por haber comentado en el pasado que Alejandro ya no era el verdadero heredero, era de esperar que Alejandro se volviese hacia Parmenión. Aun así, los lazos que había entre dos familias apartaban al anciano general de las aspiraciones de Alejandro; la hija de Parmenión estaba casada con Átalo, y su hijo Filotas era conocido por la amistad que había mantenido con el «rey» Amintas, una razón que explica tal vez por qué Filotas permaneció en la periferia y no en el centro del círculo de jóvenes amigos de Alejandro.

Alejandro tenía una ventaja y la utilizó de manera decisiva: a diferencia de sus principales enemigos, estaba en casa, en Macedonia, con las tropas y en la corte. Antes de que Átalo pudiera contrariarlo, dio órdenes para que ejecutaran a su hermanastro, el hijo de Eurídice; perdonó a las mujeres y al retrasado Arrideo, puesto que nadie habría gobernado nunca a través de ellos, y acto seguido se presentó ante el ejército como el único heredero decidido a serlo. Alejandro les dijo que el gobierno cambiaba sólo de nombre y que el ejemplo de Filipo permanecería en todo; sin embargo, habría una pequeña rebaja de los impuestos, y de este modo el ejército de su padre lo aceptó a pesar de las dudas. En casa estaba a salvo y podía organizar el funeral de Filipo para complacer a los hombres de su padre. Filipo yacería en una capilla ardiente, tras las puertas tachonadas y la fachada con columnas de un mausoleo macedonio situado cerca del antiguo palacio de Egas, sede de la dinastía real. Desde 1977, esta fase final de los honores que se rindieron a Filipo ha despertado una nueva fascinación gracias a los sensacionales hallazgos efectuados en Vergina (antigua Egas) por el arqueólogo Manolis Andronicos. La pieza central es una tumba doble cuya cámara posterior contiene los huesos calcinados y los objetos funerarios de un varón, evidentemente de linaje real, que a tenor de los huesos se encontraría en la cuarentena. Reconstrucciones independientes de los huesos del cráneo dieron como resultado un rostro que presentaba heridas atestiguadas en la cara de Filipo II y rasgos sugerentes que recuerdan los de Filipo en los retratos que aparecen en sus monedas. Los argumentos arqueológicos contra esta particular datación no se sustentan de manera satisfactoria: el ocupante es un rey, sólo de mediana edad, y Filipo II o el retrasado Filipo III, su hijo, son los únicos candidatos. En la fachada de la doble tumba tenemos una espléndida pintura de una escena de caza en la que, a la derecha, un anciano con los mismos rasgos que Filipo II presenta en las monedas y en un busto de marfil en miniatura, arremete contra una presa en el «gran juego» a caballo, rodeado por jóvenes miembros de su séquito. Seguramente se trata de los pajes reales, el cuerpo que, según se ha dicho de manera explícita, Filipo II había instituido. Dicha escena de caza no tiene una relevancia especial para un hombre corto de luces como Filipo III, que fue asesinado en el otoño de 317. Todavía la tiene menos la figura central de toda la escena, evidentemente un retrato del joven Alejandro. La tumba nos permite completar los últimos ritos de Alejandro para con su padre: la cremación, el lavado de los huesos, la acción de envolverlos en una tela valiosa y de colocarlos en una magnífica urna de oro. En la cámara mortuoria se encontraron asimismo algunas de las armas de Filipo y varias copas de plata, un maravilloso escudo con incrustaciones de marfil, seguramente para uso ceremonial de la realeza, y un lecho funerario decorado de manera similar. La destreza de los griegos es insuperable y da testimonio del buen gusto de los reyes y de su mecenazgo. A partir de las breves descripciones que poseemos de los funerales que posteriormente celebró la realeza macedonia, podemos representarnos la armadura de Filipo y el modo en que el escudo ceremonial fue llevado en procesión militar antes de proceder a su sepultura, encabezada sin duda por Alejandro. Por tradición, los juegos funerarios de Filipo incluirían duelos entre guerreros, y puede que también la ejecución de los nobles acusados de su asesinato, después, el ejército sería purificado mediante un antiguo ritual, presidido por Alejandro, entre las dos mitades del cadáver de un perro. El ritual los vincularía a Alejandro y, aunque el «rey» Amintas todavía no hubiese sido detenido, empezaba a quedar claro que sus esperanzas eran infundadas. Uno de los diplomáticos más experimentados de Filipo también fue ejecutado, quizá por el bien de todos ellos; en cuanto al ejército, era indiferente a los asesinatos familiares que marcaban el inicio de cada reinado.

Desde Asia, el panorama parecía mucho menos satisfactorio que antes. Átalo había perdido al hijo de su sobrina, el único príncipe que había en su familia; el viejo estadista estaba en peligro, Olimpia regresaba y las tropas se estaban retirando atraídas por las promesas de Alejandro. Átalo era popular entre sus hombres y, atrapado en Asia, sólo podía esperar. No se sabe con seguridad cuántos meses esperó, pero, según sus enemigos, pronto recibió una carta de Atenas sugiriéndole una rebelión común; Átalo envió la carta a Alejandro, una prueba demasiado insustancial de su inocencia, y Alejandro aprovechó la oportunidad. Persuadiendo a una parte de sus recién ganados militares de que Átalo era peligroso, designó como caudillo a un amigo griego y les ordenó que fueran al este y arrestaran a Átalo, o que lo ejecutaran si oponía resistencia. Este griego, Hecateo, fue un seguidor de importancia crucial; amigo posteriormente de Antípatro, puede que fuera la primera contribución del viejo general al reinado de Alejandro. Se dirigió al Helesponto, donde después gobernó como tirano local, cruzó a Asia y, cuando Átalo se resistió, lo mató. El único hombre que todavía importaba contempló el golpe con la más grata indiferencia: Parmenión permitió la muerte de su yerno Átalo porque prefirió la causa de sus propios tres hijos, que estaban atrapados en una corte que se había protegido contra él. Otros huyeron hacia el alto mando persa, pero un griego, un lincesta y un macedonio de alto rango no constituían ninguna pérdida en comparación con lo que se ganaba con Parmenión.

Con la muerte de Átalo finalizó la primera fase de la entronización de Alejandro. Su madre y sus amigos íntimos podían regresar, y Alejandro podía comprometerse con las tribus de las tierras altas a través de su nueva camarilla de cortesanos; los lincestas vieron cómo se favorecía a su Alejandro, y los oréstidas podían buscar un vínculo con la epirota Olimpia y disfrutar del honor de que tres nobles oréstidas fueran Compañeros íntimos de Alejandro; de Eordia vinieron dos amigos de la infancia que serían futuros Escoltas; Elimea vio ascender su nobleza con la caída de Átalo, y quizás era un elimiota el hombre al que se honró como uno de los amigos de Alejandro que regresaron: el viejo rey de los tinfeos prometió su apoyo ayudado por los jóvenes nobles tinfeos, de los que Parmenión pronto se haría amigo. Cada reino de la montaña tenía su representante para el futuro y, sobre todos ellos, Parmenión y Antípatro estaban ejerciendo la misma influencia que antes. Sin embargo, en el ejército, cuando pensaban en el rey, todavía había quienes dudaban de Alejandro.

Es difícil no formarse una imagen de Alejandro: Alejandro marchando a través del desierto de Libia para plantear misteriosas preguntas al oráculo de Siwa; Alejandro recibiendo a la reina persa cautiva y a sus hijas; o Alejandro borracho, atravesando con una lanza a un Compañero insolente en un momento de cólera ciega. Más difícil es estar seguro de cuál era su aspecto, pues las únicas descripciones son póstumas y están diseñadas para ajustarse a una determinada visión de su carácter, o, por el contrario, derivan de sus muchas estatuas y retratos. A Alejandro le gustaba controlar estas cuestiones de manera oficial; ya de adulto, sólo se sentaría para ser pintado por Apeles, esculpido por Lisipo o grabado sobre joyas por Pirgóteles; se conservan algunos originales y otros pueden recuperarse a través de copias, pero todos son estilizados cuando no son oficiales, y como una vez señaló Napoleón, «certes, Alexandre n’a jamais posé devant Apelles». Ninguno de estos retratos lo muestra con todas sus imperfecciones.

Sin embargo, hay algunos rasgos que son demasiado inusuales o que constituyen un lugar demasiado común como para ser invenciones de los artistas. La piel del cuerpo era blanca, pero la de la cara era de un rojo curtido; a diferencia de su padre y de los anteriores reyes macedonios, llevaba el rostro bien afeitado, una moda que los enemigos consideraban afeminada pero que era común entre los cortesanos de Filipo y que se convirtió en un precedente para todos los sucesores de Alejandro. Llevaba la raya en medio y el cabello le caía a los lados, dejándole la frente despejada; la melena enmarcaba su cara y se deslizaba con profusión sobre el cuello, un estilo que contrastaba profundamente con el pelo cortado al rape de los atletas y los soldados, y que, en la Antigüedad, ya era vilipendiado como un signo de moral relajada. En el mosaico de Pela que tiene como tema la caza del león, Alejandro aparece con el pelo rubio y los ojos oscuros, mientras que en una temprana copia de una pintura contemporánea hecha para un comprador romano, sus ojos de color marrón oscuro son apropiadamente latinos, mientras que sus cabellos de tono castaño oscuro muestran un mechón más claro, lo que resultaba más realista. No hay nada que objetar al testimonio que proporcionan, aunque leyendas posteriores afirmaron que el ojo izquierdo de Alejandro era negro y el derecho, verde-azul, un color doble que pretendía sugerir poderes mágicos de hechicería. La intensidad líquida de su mirada era famosa e indiscutible, sobre todo porque el propio Alejandro creía en ella; Lisipo, el escultor, fue quien mejor la captó. Sus sucesores lo imitarían, no sólo en el porte sino también en los retratos que hicieron de Alejandro, donde se exageraban los ojos y se lo representaba mirando hacia arriba para sugerir su reconocida divinidad; junto con esa famosa mirada iba la inclinación del cuello y la cabeza, que se acentuó en el arte y también en la vida, y que fue, de nuevo, un ejemplo para sus sucesores; es erróneo explicar que esta forma de ladear la cabeza se debiera a una herida, pues de haber sido así los artistas oficiales no la habrían acentuado. Y en cuanto al cuerpo, un discípulo de Aristóteles dijo que olía particularmente bien, hasta el punto de que sus ropas estaban perfumadas; puede que se trate de un cumplido a su divinidad, ya que la dulce fragancia era lo que distinguía a los dioses, pero es más probable que el comentario se refiriese a la sospechosa afición de Alejandro a los ungüentos y las especias dulces.

Como su padre, Alejandro era un joven muy apuesto. La nariz, como subrayan las estatuas y las pinturas, era recta; la frente era prominente y el mentón, aunque corto, sobresalía un poco; la boca revelaba emoción y los labios se representaron a menudo con una mueca de desdén. Sin embargo, el arte no podía mostrar su actitud general y, para sus súbditos, esto era más importante. Caminaba y hablaba deprisa, así que esto es lo que hicieron sus sucesores; según contaron sus contemporáneos, se creía que tenía la apariencia de un león y, a menudo, también el temperamento. Para un joven de cabellos ondulantes y mirada penetrante la comparación resultaba adecuada, con mayor razón aún porque Alejandro había nacido bajo el signo de Leo y era conocido sobre todo a partir de los retratos que aparecían en sus monedas, los cuales lo mostraban con el tocado de piel de león de su antepasado Heracles, un adorno que podría haber llevado en la vida cotidiana. Posteriormente, la comparación se exageró; llegaría a decirse que su cabello era leonado y que incluso sus dientes eran afilados como los de un cachorro de león.

Sin embargo, el problema es su estatura, pues ninguna pintura la delata más de lo que los cuadros de Van Dyck revelan la pequeña estatura de Carlos I. Ciertamente era más bajo que Hefestión, el hombre al que amaba, y es muy posible que fuera más pequeño que la mayoría; cuando se sentaba en el trono del rey persa, necesitaba una mesa para apoyar los pies, no un taburete, y aunque el trono se había diseñado para que fuese alto, esto sugiere una cortedad de piernas confirmada. La única cifra en relación con su estatura nos la proporciona el ficticio Román d’Alexandre, donde se dice que media tres codos (o un metro y treinta y siete centímetros); probablemente esta cifra no es correcta y no puede confirmar su proverbial baja estatura, aunque a la leyenda le gustaba jugar con el tema de que el mayor conquistador del mundo se reducía a tres codos terrestres. Sólo en el mito germano Alejandro era recordado como rey de los enanos, pero sería precipitado explicar su ambición sobre la asunción de que era extraordinariamente bajito. Sin embargo, físicamente Alejandro había heredado toda la resistencia de su padre contra las heridas y el clima.

A los macedonios, este nuevo rey les habría parecido, por encima de todo, joven. El cabello largo, la barba rasurada y la energía nerviosa pertenecían a la verdadera esencia de la juventud, y había muy pocas cosas en el pasado de Alejandro que indicaran que la audacia se templaría ahora con la discreción. Dos años antes, Alejandro había galopado a la cabeza de la carga de caballería que había derrotado al ejército de los enemigos griegos de Filipo y, tras la batalla, se había ido a Atenas, la ciudad a la que tanto afectaron sus últimas políticas en Grecia, formando parte de un grupo de tres enviados. Había acompañado a su padre en una marcha por el Danubio y, dos años antes, cuando tenía dieciséis años, había empuñado el sello del reino mientras su padre estaba en Bizancio. Y lo que es más notable, había conducido a un ejército a la victoria contra una tribu de Tracia que se había rebelado y había fundado su primera ciudad, Alejandrópolis, para conmemorar este gallardo éxito. Alejandro estaba decididamente comprometido con esta conducta, pero se necesitaba algo más que promesas para mantener unida la herencia de Filipo.

Las tribus de Iliria amenazaban el norte y el oeste; en el este, muchas de las nuevas ciudades de Filipo apenas podían contener a los tracios a lo largo de las orillas del Danubio y de la lejana ribera del Mar Negro. La avanzadilla del ejército, dividida a causa de una pelea, había empezado a ser duramente presionada en Asia; al sur, sólo unos pocos estados griegos no habían visto la muerte de su caudillo aliado como el inicio de una nueva independencia. Los problemas en el interior de Macedonia se habían resuelto con tanta rapidez y crueldad que, después de todo, las tierras altas no desertaron y los dos generales más respetados de Filipo hicieron oídos sordos a sus familias para prometerle su apoyo. Sin embargo Olimpia estaba de regreso, y no era amante de la paz. Puede ser significativo que los dos generales macedonios en los que Alejandro más confiaba, Pérdicas y Crátero, procedieran de la Oréstide, el montañoso reino que en otro tiempo había estado políticamente muy cercano al de Olimpia. Hay razones para suponer que Ptolomeo, su íntimo amigo y futuro historiador, también había nacido en la Oréstide. De ser así, puede que la camarilla personal de Alejandro hubiese recaído de un modo excesivo en amistades derivadas de su madre, y, a partir del posible papel desempeñado por su madre en el asesinato de Filipo, estas alianzas no debieron de ser del agrado de todos los cortesanos. La acuciante pregunta sobre las habilidades del nuevo rey seguía en el aire, y la respuesta sólo podía vislumbrarse a partir de los recuerdos que se tenían de sus primeros años. Los hombres mirarían hacia atrás y, en la búsqueda de Alejandro que llevamos a cabo, es el momento de que también nosotros emprendamos esta dirección.