1. ASESINATO DESPUÉS DE LA BODA

Hace dos mil trescientos años, durante el verano de 336 a. C., el rey de los macedonios celebraba otra boda real. Para el rey Filipo el matrimonio no era nada nuevo, puesto que ya había convivido al menos con siete esposas de rango diverso, si bien hasta entonces nunca había sido él el padre de la novia; Filipo iba a entregar a su hija a un joven rey del Epiro que estaba bajo su protección y que vivía al otro lado de la frontera occidental de su reino. El matrimonio no tenía nada de romántico: el novio era el propio tío de la novia. Sin embargo, y con razón, a los griegos no les desagradaba la relación entre un tío y una sobrina, ni tampoco veían ningún peligro en ella; para Filipo, que por lo general había combinado sus pasiones con las responsabilidades políticas, éste era el momento apropiado para introducir a una hija en el seno de su propio círculo cortesano y forzar con el rey vecino una relación más estrecha que fuera objeto de aprobación.

La ocasión se preparó con toda magnificencia y con la intención de que los invitados la encontraran de su agrado. Durante mucho tiempo, los reyes macedonios habían reivindicado ser de ascendencia griega, aunque a los griegos casi nunca les había convencido esta insistencia de los norteños. Cuantas más inscripciones, nombres de persona y de meses del calendario y cultos se descubren y estudian, más evidente resulta que el rey y la «etnicidad» de la corte, o la «personal ascendencia común», eran históricamente correctas y, en efecto, griegas. Sin embargo, sus enemigos los llamaban «bárbaros». Dos años antes, Filipo había vencido al último de sus oponentes griegos y se había convertido en el primer rey que controlaba las ciudades de la península griega; estas ciudades, según había dispuesto, iban a ser sus aliadas, unas aliadas que compartían una paz común y que lo reconocían como caudillo, un título novedoso que confirmaba que su conquista era inherente a una ambición mucho mayor. Como caudillo de los aliados griegos, Filipo no pretendía quedarse y oprimir a las ciudades que había ocupado, sino marchar junto a dichos aliados contra un enemigo exterior. La primavera anterior a la boda, Filipo había hecho honor a este título y había enviado una avanzadilla del ejército al este para combatir al Imperio persa en Asia. Ahora, en pleno verano, esperaba llevar a cabo la invasión total; el consejo griego, que era su aliado, lo había elegido como comandante supremo, y la boda de su hija constituía su gran oportunidad para organizar una espléndida despedida. Se había invitado a amigos extranjeros procedentes de las conquistas, que abarcaban desde el Mar Negro hasta las costas del Adriático, y desde el Danubio hasta el extremo meridional de Grecia: los invitados griegos se desplazarían al norte para ver el reino macedonio desde dentro, y esta boda entre tío y sobrina podía ser de utilidad para persuadirlos de que su caudillo macedonio no era tan tirano como pretendían en sus protestas.

Sin embargo, los griegos y la opinión que éstos tenían de él no eran la única preocupación de Filipo. Otros recuerdos incómodos perturbaban la paz del hogar y le traían a la memoria su última boda, celebrada en Macedonia hacía más de un año; una boda que había provocado un cisma en la familia real debido a sus repentinas implicaciones. Cerca ya de la madurez, Filipo se había enamorado de Eurídice, una joven procedente de una noble familia macedonia, y había decidido casarse con ella, quizá porque ella esperaba un hijo suyo, quizá también porque la joven tenía poderosas relaciones en la corte y el ejército. Sus otras cinco mujeres habían contemplado el asunto con indiferencia, pero la reina Olimpia no podía considerarlo como una frivolidad más entre muchas otras del pasado. Como madre de Alejandro, el único hijo legítimo de Filipo, y como princesa del vecino Epiro, Olimpia se había ganado el mérito de ser reconocida como reina de Macedonia durante los últimos veinte años. Sin embargo, Eurídice era una macedonia y Filipo se había enamorado; los hijos de una muchacha macedonia, que no era una princesa epirota extranjera, podían alterar los planes de Olimpia en relación con los derechos de sucesión de su propio hijo, y tan pronto como las familias de las dos esposas coincidieron con motivo del banquete nupcial, el tío de Eurídice expresó en voz alta esta teoría. Empezó una trifulca, y Alejandro desenvainó su espada y amenazó a Filipo. Alejandro y Olimpia huyeron de la corte, y, si bien Alejandro tardó poco en regresar, Olimpia se marchó a su Epiro natal y se quedó allí. Mientras tanto, Eurídice dio a luz a una niña a la que Filipo puso el nombre de Europa; en otoño, Eurídice estaba de nuevo encinta. En esta ocasión, días antes de la despedida de Filipo con motivo del viaje a Asia, Eurídice le había dado un hijo varón; cuando los invitados extranjeros de Filipo llegaron para las celebraciones nupciales, la corte y la familia real eran conscientes de que iba a producirse un cambio en la balanza de la popularidad. El niño era la gota que colmaba el vaso: parecía imposible que a esas alturas Olimpia recuperara su antigua autoridad.

Aun durante su ausencia, Olimpia seguía teniendo dos razones para ser respetada por Filipo: su hijo Alejandro y su condición de princesa del vecino Epiro. Sin embargo, la primera razón, su hijo, ya no era única, y la segunda, su realeza epirota, iba a verse desbaratada con la boda de despedida organizada por Filipo. Era una cuestión obvia, aunque compleja. Olimpia era la madre de la novia y la hermana mayor del novio, pero el matrimonio iba rotundamente en contra de sus intereses; por esa razón Filipo lo había organizado. El hermano de Olimpia, el novio, también era el rey del Epiro; con motivo del nuevo matrimonio de Filipo, en su huida Olimpia acudió a él para vengarse. No encontró ninguna ayuda en su hermano, cuya juventud había transcurrido en la corte macedonia; allí los rumores sugerían que en otro tiempo Filipo había sido su amante y que él debía el reino a las intrigas que Filipo había urdido apenas cinco años atrás. Al acceder a casarse con su sobrina y convertirse en yerno de Filipo, el hermano de Olimpia exacerbó el agravio que se le había hecho a la reina. La tradición política exigía que Filipo estuviese vinculado a sus vecinos y súbditos del Epiro a través del matrimonio, y, durante los últimos veinte años, Olimpia había satisfecho esta obligación al ser ella misma una princesa epirota. Ahora bien, si su hermano, el rey del Epiro, se casaba con alguien de la familia de Filipo, ella ya no sería necesaria para la vida política o privada del caudillo macedonio. Durante las celebraciones en la vieja capital real de Macedonia, los invitados a la boda iban a ser testigos de algo más que de la despedida de su señor. Iban a asistir al último repudio de la reina Olimpia, planeado para afianzar el reino natal de Filipo y sus fronteras antes de que él partiera hacia Asia.

Los invitados fueron a Egas, donde se encuentra el palacio más antiguo de Macedonia, en un lugar que, durante mucho tiempo, escapó de las pesquisas de los investigadores modernos. De hecho, el palacio fue descubierto hace mucho, sólo que el nombre se aplicó mal. Egas no se encuentra en la verde y pronunciada ladera de la moderna Edesa, junto a las cordilleras del Bermio y el Barnous, donde las cascadas de agua se precipitan en los huertos que hay más abajo y donde ningún arqueólogo ha encontrado prueba alguna, excepto la muralla de Egas ubicada allí por los mapas griegos modernos. Este palacio de Egas es el palacio de Vergina, situado más al sur y conocido desde hace mucho tiempo, donde mil años antes del nacimiento de Filipo empiezan a construirse tumbas macedonias y donde las estribaciones septentrionales del monte Olimpo todavía provocan que las nubes retrocedan cuando entran en la dorada llanura de la Baja Macedonia, una característica del clima que un griego que visitó la Egas de Filipo observó como una peculiaridad local. Hoy en día, el palacio de Vergina muestra los mosaicos y el trazado de la planta de la época de los últimos reyes, pero el palacio ancestral de Filipo debía de encontrarse junto a él, siendo fácil de alcanzar desde la frontera griega a la que viajaron los invitados a la boda utilizando embarcaciones y caballos; un pequeño canal fluvial los habría llevado hasta el límite de la primera llanura de Macedonia, por lo que no habrían visto mucho más de esta tierra que, sin embargo, conocían por sus bosques de abetos blancos, sus caballos criados en libertad y sus reyes, unos hombres que rompían su palabra y que nunca disfrutaban de una muerte pacífica.

Los invitados se encontraron con que la boda que los había llevado hasta allí había sido planeada en su propio estilo griego. Se celebraron banquetes y competiciones atléticas, hubo premios para artistas de todo tipo y recitales ofrecidos por famosos actores atenienses, los cuales habían gozado durante mucho tiempo del favor de Filipo en calidad de invitados y enviados a su corte. Durante varios días, el vino oscuro y fuerte de Macedonia corrió con generosidad, y las ciudades griegas aliadas, que sabían dónde radicaba su ventaja, agasajaron a Filipo con coronas de oro. Fueron recompensadas con excelentes noticias, que afectaban tanto al interior como al exterior. En Grecia, hacía tiempo que el oráculo de Delfos había abrazado la causa de Filipo, y la profecía sobre la invasión parecía de lo más favorable a la luz de los despachos que llegaban del este. Su fuerza expedicionaria había sido bien recibida por los súbditos griegos de Persia que se encontraban en la lejana costa de Asia Menor; en Egipto, había levantamientos protagonizados por los nativos, y se rumoreaba que en el lejano palacio de Susa un eunuco real había envenenado al anterior rey de los persas, que después le había ofrecido el trono a un príncipe al que también envenenó y, luego, a un cortesano de menor rango conocido ahora como el rey Darío III. El fin de la dinastía real por medio de un doble envenenamiento no alentaba precisamente a los gobernadores persas a defender la periferia occidental de su Imperio, y era probable que ello propiciase un triunfo mayor en Asia. Se trataba de una agradable perspectiva y, cuando la ceremonia nupcial hubo concluido, Filipo, caudillo de los griegos, anunció un espectáculo en el que él mismo iba a participar; a la mañana siguiente, en el teatro de Egas, los juegos empezarían con una procesión solemne y las gradas deberían ser ocupadas a la salida del sol.

Al amanecer, las imágenes de los doce dioses griegos del Olimpo, realizadas por los artesanos griegos más hábiles, serían escoltadas ante el público; en la vida urbana del mundo clásico, pocas celebraciones perdurarían durante tanto tiempo como las largas y lentas procesiones en honor de los dioses, y era lógico que Filipo se mantuviera fiel a esta arraigada tradición. Sin embargo, Filipo añadió un elemento que no era tan habitual, pues hizo que se entronizase una estatua suya entre las de los inmortales: fue una comparación atrevida que, al parecer, no resultó odiosa a sus escogidos invitados. Con anterioridad, los griegos habían recibido honores iguales a los de los dioses, e incluso en las ciudades griegas había pistas de que Filipo habría sido adorado en vida por sus poderes benéficos. Los súbditos, agradecidos, creían que estaba especialmente protegido por Zeus, antepasado de los reyes macedonios, y era fácil relacionar su retrato, en el que lucía una barba negra, con el del rey de los dioses, por lo que exponerlo de manera prominente en los templos locales no parecía un atrevimiento excesivo. Puede que el entronizamiento sagrado de su estatua fuera una innovación del propio Filipo, pero su objetivo explícito era complacer a sus invitados griegos, no conmocionarlos con un acto impío. Filipo lo consiguió, pues su ejemplo en Egas se convirtió en una costumbre que pasó a los reyes macedonios, a los que posteriormente se adoraría en la Asia griega, de éstos a Julio César y, después, a los emperadores de Roma.

Cuando las imágenes fueron llevadas a la arena, Filipo ordenó a los escoltas que se apartaran. No habría sido adecuado aparecer en público entre hombres armados, pues eso constituía el distintivo de un tirano, no de un caudillo aliado. Sólo lo acompañaban dos jóvenes príncipes: Alejandro, el hijo que había tenido con Olimpia, y otro Alejandro, el rey del Epiro cuya boda se acababa de celebrar. Entre su hijo y su yerno, el rey Filipo empezó a avanzar, con el cuerpo envuelto en una túnica blanca que dejaba al descubierto las numerosas heridas recibidas tras veinte años de lucha, exhibiendo la negra barba y su condición de tuerto, él, un hombre al que los visitantes griegos habían alabado por su belleza apenas diez años atrás.

Filipo no llegaría a reunirse con su público. En la entrada del teatro, un joven escolta desobedeció sus órdenes y se quedó detrás de sus compañeros oficiales sin ser visto; cuando Filipo se aproximó, el joven se abalanzó sobre él, lo agarró y lo apuñaló hundiéndole una corta daga celta entre las costillas. Después corrió, aprovechando la ventaja que le proporcionaba la total sorpresa de los presentes ante lo sucedido; los escoltas reales que no se habían lanzado a perseguirlo se dirigieron apresuradamente hasta donde yacía Filipo. Pero ya no había esperanza: Filipo estaba muerto, y Pausanias, el escolta real procedente del montañoso reino oriental de la Oréstide, había cumplido su venganza.

A las puertas de la ciudad había caballos y colaboradores concertados de antemano que lo esperaban, de modo que parecía que Pausanias lograría escapar. Sólo unas cuantas zancadas más y se habría reunido con ellos, pero, en su prisa por saltar una valla, calculó mal, tropezó y cayó, pues una de sus botas quedó atrapada en la rama de una vid. De inmediato, tres de sus perseguidores se abalanzaron sobre él; eran nobles de las tierras altas, y uno de ellos incluso del mismo reino que Pausanias. Sin embargo, los vínculos territoriales no contaban en ese caso para nada, y, según dicen algunos, lo ejecutaron allí mismo y en ese mismo momento; otros afirman, lo cual resulta más plausible, que lo llevaron a rastras de vuelta al teatro, donde pudo haber sido interrogado acerca de sus cómplices, y que después fue condenado a muerte. Siguiendo el habitual castigo que entre los griegos recibían los ladrones y los asesinos, le colocaron cinco argollas de hierro sujetas a una tabla de madera alrededor del cuello, los brazos y las piernas, y lo dejaron morir públicamente de inanición antes de bajar su cadáver para darle sepultura.

«El toro está engalanado; el final está cerca, el sacrificador está en camino». El repentino asesinato de Filipo les pareció un verdadero misterio a sus invitados y, en cuestión de misterios, se consideró que el oráculo délfico era el que, una vez más, había dicho la única verdad. El oráculo, dijeron después, había dado esta respuesta a Filipo la primavera anterior a su asesinato; Filipo pensó que el toro simbolizaba al rey persa, que el sacrificador era él y que el verso del oráculo confirmaba la victoria cuando invadiera Asia. Para Apolo, dios del oráculo, el toro era Filipo, engalanado para la boda de su hija, y el sacrificador Pausanias; la respuesta se convirtió en la verdad, pero un oráculo no es una explicación y, en Historia, y sobre todo cuando se trata de la historia de un asesinato, no sólo es importante saber qué es lo que sucedió. También es importante saber por qué.

Entre muchas habladurías y confusión, sólo se conserva una explicación contemporánea de los motivos que tenía Pausanias. El asesinato de Filipo, escribió el filósofo Aristóteles, fue un asunto personal, y puesto que Aristóteles había vivido en la corte macedonia, donde fue tutor de la familia real, su juicio merece ser tenido en cuenta: Pausanias asesinó al rey «porque había sido objeto de abusos por parte de los seguidores de Átalo», que era tío de Eurídice, la nueva esposa de Filipo, y que gozaba por tanto de alta estima por parte de Filipo. Otros parecían conocer la historia con mayor detalle y, al cabo de unos cincuenta años, el relato se había ampliado y se había vuelto más inverosímil: contaban que Pausanias había sido amante de Filipo, hasta que los celos lo involucraron en una riña con Átalo, un noble al que no se podía insultar a la ligera. Átalo invitó a Pausanias a cenar, consiguió emborracharlo y lo entregó a los encargados que cuidaban sus mulas para que abusaran sexualmente de él a su antojo; Pausanias se habría dirigido a Filipo en busca de venganza, pero Filipo no iba a volverse contra el tío de su nueva novia, por lo que desoyó sus quejas. Poco después, Átalo fue enviado a Asia para dirigir la invasión, y, según dijeron, Pausanias tuvo que volverse contra el único blanco que le quedaba en Macedonia: en un ataque de venganza irresponsable, asesinó al rey que lo había decepcionado.

El resentimiento de Pausanias puede ser cierto, pero la historia que Aristóteles apadrinó no es una explicación completa ni suficiente. Aristóteles se refiere a ella de pasada, en un libro de filosofía en el que el asesinato de Filipo es uno más entre una serie de acontecimientos de la época, y es posible demostrar que el filósofo trató el episodio de un modo demasiado superficial; Aristóteles conocía bien Macedonia, aunque sólo como funcionario de la corte, y, en el asunto de Pausanias, no es difícil criticar su opinión. Aun cuando Pausanias hubiera estado tan trastornado como lo están la mayoría de los asesinos, era extraño que eligiese a Filipo para vengar un ultraje de tipo sexual infligido por otro hombre y que, supuestamente, había tenido lugar muchas semanas antes; en el caso de Grecia, las malas lenguas han querido explicar demasiados crímenes recurriendo a la homosexualidad, de manera que es difícil que un ejemplo más resulte convincente. Es probable que hubiera otros motivos que justificaran el origen de la historia; pocas semanas después de la muerte de Filipo, Átalo sería asesinado en Asia por orden de Alejandro, heredero de Filipo y antiguo alumno de Aristóteles. Posiblemente los amigos del nuevo rey habían culpado del crimen cometido por Pausanias a la arrogancia de un enemigo, Átalo, que ya no podía replicar; oficialmente, puede que hicieran circular la historia de que Átalo había violado a Pausanias, y Aristóteles los creyó, involucrando a Átalo en un asesinato del que no era responsable; es fácil demostrar que otros enemigos del rey fueron calumniados de manera similar, y, para los amigos de Alejandro, no había otro nombre más odioso que el de Átalo.

Es posible proponer un enfoque diferente si partimos de la fecha que se eligió para el asesinato y de quienes se beneficiaron de él. Ambos son argumentos de carácter muy general, pero están respaldados por unos hechos relacionados con el entorno de Pausanias que no dependen en absoluto de Átalo ni de historias de amor no correspondido. Pausanias era un noble de las lejanas marcas occidentales de Macedonia, cuyas tribus no fueron anexionadas al reino hasta que Filipo ocupó el trono; no era en modo alguno un auténtico macedonio, pues los miembros de su tribu habían pagado previamente tributo al Epiro, al otro lado de la frontera, y ellos se denominaban a sí mismos con un nombre epirota. Ahora bien, el Epiro era la tierra natal de Olimpia y un lugar de refugio: Olimpia podía reivindicar sus antiguos vínculos de realeza con el pueblo de Pausanias, al que incluso habría tenido acceso durante su exilio, y puede que no encontrara difícil influir sobre un noble que Filipo había reclutado fuera del círculo de sus amistades locales. El misterio radica en el momento del asesinato, pues no hay duda de que un macedonio que buscara venganza no habría asesinado a Filipo durante una boda familiar y ante un público extranjero; Pausanias, según dicen algunos, era uno de los siete escoltas reales, y, de ser esto cierto, habría tenido muchas oportunidades para asesinar a Filipo en privado. Sin embargo, para los intereses de Olimpia, el asesinato se planificó y ejecutó en una fecha inmejorable; Filipo fue asesinado durante la boda diseñada para deshacerse de ella, pocos días después del nacimiento del hijo varón de Eurídice y a las pocas horas de haberse producido el enlace familiar que hacía que su ascendencia epirota se convirtiese en algo irrelevante. Tan pronto como Filipo muriera, su propio hijo Alejandro podría apoderarse del reino antes de que lo hicieran sus rivales y restaurar su anterior influencia. Oficialmente, el arrebato de Pausanias podía atribuirse a la acusación vertida contra Átalo; puede que Olimpia supiera que esta acusación había partido de una instigación más desesperada.

Sobre la conveniencia del asesinato, se dice que Olimpia no albergó ninguna duda:

La misma noche que regresó a Macedonia, puso una corona de oro sobre la cabeza de Pausanias, pese a que ésta todavía colgaba de su estaca de asesino; pocos días después, hizo bajar el cuerpo y lo incineró sobre los despojos de su difunto esposo. Allí construyó un túmulo para Pausanias y vio cómo la gente ofrecía en ese lugar sacrificios anuales tras habérsele inculcado la superstición. Utilizando su nombre de doncella, dedicó a Apolo la daga con la que Filipo había sido apuñalado: todo esto se hizo de un modo tan público que parecía que lo que Olimpia temía era que pudiera pensarse que el crimen no había sido obra suya.

Puede que esta historia sea exagerada, pero no hay ninguna razón que justifique que se descarten los pequeños detalles, como si sólo fueran falsedades o simples rumores malévolos; la fuente de dichas informaciones no puede contrastarse de manera independiente, pero está claro que Olimpia era una mujer de sentimientos salvajes que posteriormente demostraría carecer de escrúpulos a la hora de asesinar a los rivales que la amenazaban en el seno de su familia. Por sí sola, la gratitud hacia Pausanias no puede incriminarla, pero es un dato más que la involucra en lo que Aristóteles, quizás a propósito, no acertó a explicar.

Estos datos pueden ampliarse. Es evidente que Pausanias había contado con ayuda, como mínimo la de los hombres que lo esperaban con otros caballos, y si Olimpia hubiese sido su asesora no se habría quedado satisfecha con el mero hecho del crimen. La reina estaba maquinando su regreso, y sólo su hijo, el probable heredero de Filipo, podía garantizarlo. Si había razones que justificaban que Olimpia hubiese recurrido a Pausanias, también las había para justificar que hubiese recurrido a su hijo Alejandro; por ello, aunque nunca se mencionó contra él ninguna prueba remotamente fiable, es conveniente que consideremos también su posición.

Un año antes, cuando Filipo desposó a Eurídice, Alejandro discutió agriamente con su padre y siguió a su madre en su retiro; pronto se reconcilió con él y recuperó su favor, como lo confirma su presencia al lado de su padre el día del asesinato, aunque Alejandro no se sintió seguro durante los meses posteriores a su regreso. Pese a la edad, su capacidad lo señalaba como el probable sucesor de Filipo, aun viviendo bajo la vergüenza del repudio de Olimpia. Alejandro se mostraba demasiado ansioso por la herencia que esperaba recibir, y unos meses antes su comportamiento había provocado el exilio de sus amigos más próximos; cuando Eurídice dio a luz a un hijo varón, sus miedos sólo pudieron volverse más apremiantes. Átalo ya había dicho que el hijo de Eurídice sería más legítimo que los hijos de las otras esposas, y, a pesar de que el niño sólo era un bebé, ya disponía de relaciones poderosas que lo ayudarían a ocupar un trono que, partiendo de esta base, nunca pasaría al hijo mayor. Era una amenaza, aunque quizá no inmediata, y sin embargo, cuando a Filipo se le asestó el golpe mortal, Átalo estaba convenientemente lejos, en Asia, y el bebé apenas tenía unas pocas semanas de vida. Tan pronto como Alejandro fue proclamado rey, el niño fue asesinado, mientras que Átalo, que se encontraba demasiado lejos de la corte para poder reunir a sus amigos, fue ejecutado con el cargo de traición.

Los temores respecto a la sucesión habían separado un par de veces a Filipo y Alejandro, pero, aun así, una cosa es beneficiarse del padre, como heredero, y otra muy distinta asesinarlo para conseguir la herencia. A lo sumo, Alejandro fue sospechoso en las habladurías griegas a posteriori; no había pruebas de ninguna clase contra él, y las teorías sobre su presunta crueldad apenas pueden llenar este vacío. Un cruel parricidio no habría servido más que para alentar en secreto un golpe de Estado, mucho más seguro y ejecutado con mayor destreza, para hacerse con un trono que a Alejandro parecía escapársele de las manos. Los festejos de una boda a la que asistían destacados invitados extranjeros era un momento absurdamente torpe para que el aspirante a heredero de Filipo cometiera su asesinato, pues los testigos habrían difundido rápidamente la noticia y exacerbado a los muchos súbditos extranjeros a los que Alejandro se habría visto obligado a retener. El primer año de Alejandro como rey puso de manifiesto los peligros que esto podía comportar. La cuestión de si Alejandro pudo ser cómplice del asesinato de Filipo sólo puede responderse desde la fe o el prejuicio; habían discutido, cierto, pero Alejandro también había salvado la vida de su padre en una ocasión anterior, y no hay pruebas de que Alejandro odiara el recuerdo de Filipo, por no hablar de que tampoco se atribuyó el mérito de su muerte. Los argumentos sobre la fecha escogida y los beneficios que le reportó hacen probable la culpabilidad de Olimpia. La participación de Alejandro sólo es una especulación; es más relevante, y de eso era consciente el propio Alejandro, que esos argumentos pudieran utilizarse con más convicción en otros lugares.

«Los persas dicen que hasta ahora nadie ha osado asesinar a su propio padre o a su propia madre, y que siempre que parece que se ha producido un crimen de esta naturaleza, es inevitable que la investigación demuestre que el supuesto hijo o era adoptado o era ilegítimo. Pues, según dicen, es impensable que un padre sea asesinado por su verdadero hijo». Para los persas, como observó un cronista griego, la complicidad de Alejandro habría sido impensable por una cuestión de principios de carácter humano; para Alejandro, esta complicidad quedaba descartada por motivos mucho más poderosos. Los propios persas, dijo Alejandro, habían planeado el asesinato: «Mi padre murió a causa de los conspiradores que tú y tu gente habéis organizado, como tú mismo te has vanagloriado en las cartas que has enviado a unos y a otros». Alejandro habría redactado estas palabras en un despacho hecho público y dirigido al rey persa cuatro años más tarde, y la referencia a las cartas públicas prueba que la jactancia de los persas fue, al menos, un hecho histórico. Si el beneficio, por sí solo, es una prueba de culpabilidad, entonces los persas tenían muchos más motivos para asesinar a Filipo que cualquier hijo o esposa ultrajados, pues su Imperio, a once días de marcha fácil desde Macedonia, acababa de ser invadido; si Filipo era asesinado, podía esperarse que el ejército se desmoronara con las consabidas disputas familiares. Sin embargo, la jactancia de los persas no garantiza que su implicación sea verdad, sobre todo porque puede que obraran así para atraer a los aliados en contra del heredero de Filipo. Entre quienes se beneficiaron del asesinato, dentro y fuera del país, Olimpia sigue siendo la más sospechosa, su culpabilidad nunca se demostró y no es posible hacer conjeturas sobre el papel que jugó su hijo, pero es perfectamente plausible que Filipo fuera asesinado por la esposa de la que intentó deshacerse.

Aunque podamos hacer elucubraciones sobre el asesinato, es un error dar a entender que su autoría llegará a dilucidarse algún día, puesto que incluso para los contemporáneos se convirtió en un misterio famoso. No tanto sus probables efectos, pues Filipo, el «hombre que al parecer nunca fue visto en Europa», estaba muerto, y no había razón alguna para pensar que su hijo mayor, que tenía veintidós años, no reivindicaría su herencia en una contienda que enfrentaría incluso a hermanos contra hermanos y a padres contra hijos, que es lo que un cambio de rey siempre había comportado. Sin embargo, en cinco años aquel muchacho habría de dejar muy lejos los extraordinarios logros de su padre. Con imparcialidad, Alejandro podría contemplar retrospectivamente a su padre como un hombre de menor valía: había derrocado un Imperio que se había mantenido en pie durante doscientos años, se había hecho mil veces más rico que cualquier otro hombre en el mundo y estaba preparado para una marcha que les parecía sobrehumana a quienes libremente lo adoraban como a un dios. En numerosas ocasiones la Historia ha dado la impresión de ser una disciplina que consiste en el estudio de hechos que están bajo nuestro control. Con Alejandro, la Historia iba a depender de los caprichos y elecciones de un hombre de veinticinco años que terminó gobernando sobre más de tres millones de kilómetros cuadrados.

Si bien las decisiones que tomó Alejandro tuvieron unos efectos necesariamente rápidos, sus consecuencias habían de revelarse más duraderas. «Nos sentamos alrededor de nuestro mar —había dicho Sócrates, el filósofo, a sus amigos— como ranas alrededor de una charca». El arte griego ya había alcanzado París; los griegos habían trabajado como artesanos cerca de la actual Múnich o vivido en las lagunas del Adriático, al sur de Venecia, pero ningún griego de la Península había estado nunca al este de Susa ni había visitado las estepas de Asia central, por lo que la charca de ranas recuerda el mar Mediterráneo. Tras las conquistas de Alejandro, los deportes griegos se practicarían bajo el abrasante calor del golfo Pérsico, y la historia del caballo de Troya se contaría en el Oxo y entre los habitantes del Punjab; a mucha distancia de la charca de ranas, los griegos practicarían el budismo y Homero sería traducido a una lengua india; cuando se excavó una ciudad en el noroeste de la India, los arqueólogos encontraron una talla de marfil con la historia de amor de Cupido y Psique, y a su lado, a la izquierda, los focinos de un conductor de elefantes o mahout indio local. La historia de Alejandro no se agota en la guerra o en los problemas de su personalidad; si sus elecciones hubieran sido otras, nunca se habría despejado el terreno para que en Asia se desarrollase una tendencia completamente nueva surgida de los esfuerzos de su ejército.

Desde el punto de vista personal, la fascinación que ejerció fue más inmediata y en modo alguno murió con él. La tienda de Alejandro, su anillo, sus copas, su caballo o su cadáver siguieron siendo ambicionados por sus sucesores, que incluso imitaron el modo en que Alejandro ladeaba la cabeza. Un ejemplo puede servir para todos ellos. En una ocasión, en la víspera de una batalla, Alejandro se le apareció en sueños a Pirro, el más osado de los generales griegos, y cuando Pirro preguntó qué ayuda podía prometer un fantasma, Alejandro contestó: «Te presto mi nombre». Fiel al episodio, el nombre mantuvo viva la fascinación durante dos mil años. Atrajo a Pompeyo en su juventud, que incluso se inspiró en él en su manera de vestir; el joven Augusto jugó con este nombre, que también se utilizó contra el emperador Trajano; entre los poetas, Petrarca lo atacó y Shakespeare no se dejó engañar por él; a los cristianos les molestaba, mientras que los paganos lo mantuvieron vivo, y a los obispos Victorianos les parecía que era el nombre más admirable del mundo. La grandiosidad no podía resistírsele: cuando era joven, Luis XIV bailó representando a Alejandro en un ballet, Miguel Ángel diseñó el trazado de la plaza del Capitolio de Roma con la forma del escudo de Alejandro y, para Napoleón, la historia de Alejandro era su libro de cabecera, aunque no es más que una leyenda que cada mañana se vistiese ante un lienzo que representaba la mayor victoria del macedonio. Como nombre, poseía el encanto de la juventud y la gloria: en una ocasión, leyendo una historia de Alejandro, Julio César alzó la mirada, se quedó pensando un momento y después rompió a llorar «porque Alejandro había muerto a la edad de treinta y dos años, rey de tantos pueblos, mientras que él todavía no había logrado ningún éxito notable».

Alejandro es, por tanto, una figura rara y compleja: un héroe que, a lo largo de su vida, deseó ser considerado como el rival del ideal heroico de su sociedad. A través del continuado interés del Occidente culto por el pasado griego, y también de la propagación, fundamentalmente en lenguas orientales, de un romance legendario sobre las hazañas de Alejandro, su fama se extendió desde Islandia hasta China. El pozo de la inmortalidad, los submarinos, el valle de los diamantes y la invención de una máquina voladora son sólo algunas de las aventuras ficticias que se vincularon a su nombre en un proceso que cada época continuó de acuerdo con sus preocupaciones; cuando los tres Reyes de Oriente fueron a rendir homenaje a Jesús, de hecho el oro de Melchor era, según una leyenda judía, un regalo que procedía del tesoro de Alejandro. Tampoco se olvidaron de él los hombres corrientes, ni siquiera en los confines del Imperio. A causa de la difusión del Román d’Alexandre[1], hay jefes de tribu afganos que todavía proclaman descender de su linaje. Hace setenta años, fueron a la guerra con la bandera roja que ellos creían era el estandarte de Alejandro, mientras que durante las noches tormentosas en el Egeo, los pescadores de la isla de Lesbos todavía hacen callar a gritos al mar con la pregunta «¿Dónde está Alejandro Magno?», y al entonar la tranquilizadora respuesta «Alejandro Magno vive y es rey», descansan seguros de que las olas amainarán.

«¿Pero dónde está Alejandro, el soldado Alejandro?». Ni la fama ni la leyenda han ayudado a sacar a la luz su historia, y el joven que tomó el poder gracias a un asesinato en Egas se ha perdido entre relatos diversos y un despliegue de historias que nos han llegado a medias. Más de veinte contemporáneos escribieron sobre su carrera, pero de sus libros no se ha conservado ningún original; sólo un extracto de una carta de Alejandro es genuino y está fuera de controversia. Unos cuatrocientos años —o más— después de su muerte, dos historiadores y dos compiladores entretejieron o recortaron las historias originales, y es fundamentalmente gracias a estas largas narraciones por lo que se puede recuperar la vida de Alejandro. Al escribir bajo el Imperio romano, estos historiadores no entendieron la época de Alejandro, lo cual es como si la historia de los Tudor en Inglaterra sólo pudiese recuperarse a partir de los ensayos de Macaulay y de las historias del filósofo David Hume. Y sin embargo, a través de una comparación minuciosa, es posible vislumbrar el perfil de los originales, mientras que el arte y las inscripciones pueden, por su parte, ayudar a separar lo que corresponde a prejuicios; todo ello da lugar a un cuadro y, al elaborar distintos marcos a partir de cada una de las sociedades en las que se movió Alejandro, a menudo este cuadro puede situarse en una perspectiva convincente. Alejandro es tema para una búsqueda, no para una narración, pues hasta tal punto era ése el estilo y el contenido de las primeras historias que se escribieron sobre él que cualquier relato con pretensiones de fiabilidad sólo puede resultar dudoso. Alejandro es menos aún una lección o una advertencia moral. Estudiar el pasado por capricho o por superstición popular sólo es ser condescendientes con nuestros propios miedos y esperanzas, expresados en una sociedad distinta. El mérito de la historia griega antigua radica en que no es un sermón moral, sino un estudio que se extiende hacia atrás a lo largo de un dilatado lapso de tiempo; todavía es posible compartir lo que los hombres, incluido Alejandro, experimentaron en un tiempo tan distante, y aunque la búsqueda, transcurridos dos mil años, no resulta fácil, a menudo es tan apasionante que siempre acaba mereciendo la pena.