En este punto, nuestra historia se ve repentinamente enriquecida por la aparición de un personaje llamado Peter Plumstead, un empleado de una oficina de seguros de Londres que estaba de vacaciones en la zona. El señor Plumstead estaba disfrutando de quince días de senderismo. Se había cogido las vacaciones en una época tan temprana en parte porque, al no estar casado, solo tenía que pensar en sí mismo y en sus gustos, y en parte por su teoría, tan frágil como comprensible, de que algo no estaba yendo bien en la sucesión de las estaciones climáticas en Inglaterra, y que por consiguiente era más probable que tuviera buenos días a principios de junio que cuando más arreciaba la canícula. Al principio, cuando empezó su viaje, un inesperado día de lluvia torrencial había debilitado su fe en dicha teoría, pero superado ese pequeño bache toda su hipótesis había quedado perfectamente justificada y refrendada, y pudo cantar victoria así como otras alegres melodías mientras recorría jovialmente campos y caminos. Era un hombre joven, de genio vivo pero amigable, con unos ojos verdes bastante grandes y agudos, y un intratable pelo castaño; portaba la ropa adecuada para su divertimento deportivo: pantalones cortos, botas de caminar y una camisa sin corbata, una mochila y un bordón.
—Dame la vida que quieroooo —cantaba el señor Plumstead—, deja que las cosas paseeeen, tum-te-tum-te-tum-tum-tum-tum, que otras vendraaán…
Había llegado a la conclusión de que Warwickshire era un condado mucho más interesante y hermoso que Leicestershire. En primera instancia, había cogido un tren hasta Leicester, y ahora viajaba hacia el sur camino de Londres, pasando por Warwickshire, Oxfordshire, Bucks y Middlesex. En Leicester había ido a ver, como era obligatorio y preceptivo, el muro de Jewry, el castillo de Astley en Nuneaton, el Lord Leycester Hospital en Warwick, y en Stratford-upon-Avon, donde nació Shakespeare, había visitado el Festival de Teatro y había presenciado Como gustéis en un recinto cerrado situado en las orillas del Avon.
Así que, concluyendo, serían las once de la mañana del mismo día en que se celebraba, en la cercana Castrevenford, la entrega de premios y diplomas, una fiesta de cuya existencia, en todo caso, Peter Plumstead no tenía ni la más remota idea, cuando hete aquí que nuestro intrépido viajero se encontraba caminando por un tranquilo sendero a apenas cuatro millas de la escuela.
—Mi cama en los arbustooos, viendo las estrellaaas —cantaba el señor Plumstead—, el pan lo mojo en el río, a un hombre como yoooo cualquier cosa le bastaaaa: la vida es para siempreeee…
Estaba muy alegre y contento. Había prímulas en los campos y campanillas en los bosques. Los setos estaban moteados en blanco con las flores del espino, y ya se adivinaban los primeros frutos de los ciruelos. Había visto también violetas medio ocultas en la hierba —florecían en las cunetas de los senderos— y había cogido un manojito para prendérselo en el ojal. Los pájaros cantaban animadamente y en los bosques que coronaban las pequeñas y lejanas colinas la luz del sol se derramaba como oro candente. El cielo, de un puro azul, enmarcaba la escena como una perfecta cúpula que el sol adornaba en el centro como un fabuloso ópalo girasol.
Pasaban pocos minutos de las once cuando el señor Plumstead llegó al cottage. Se alzaba a la derecha del sendero y era isabelino, pensó, o incluso más antiguo. La techumbre de paja estaba en unas condiciones ruinosas y las ladeadas chimeneas parecían a punto de venirse abajo. Los cristales cuadrados de los pequeños ventanucos estaban mugrientos y hasta misantrópicos, y el jardín tan asilvestrado que ni siquiera se distinguían ya las líneas que trazaban los parterres. La parte de atrás del cottage estaba delimitada por un grupo de deprimentes alerces. Un pato gordísimo y apestoso miraba el mundo desde el enrejado de una cancela desvencijada. El señor Plumstead, que ya había caminado aquella mañana más de ocho millas sin descansar, se detuvo y le devolvió al pato una mirada desafiante. El animal perdió entonces de repente todo su interés en el caminante y el señor Plumstead pudo reanudar la inspección de la casa.
La presencia del pato era la única prueba tangible de que la casa estuviera habitada por alguien; de hecho, las ventanas no tenían siquiera cortinas, y a pesar de que el cottage tenía varias chimeneas, de ninguna salía nada de humo que oscureciera aquel cielo silencioso y ardiente.
Hasta que de repente, como si se hubiera materializado de la nada, apareció una vieja detrás de una ventana. No parecía que le estuviera prestando ninguna atención al señor Plumstead, pero era difícil estar seguro al respecto, debido a la costra de mugre del cristal y a la oscuridad que parecía reinar en el interior de la estancia. Era como si estuviera hablando o algo… ¿Para sí misma? No: se distinguía una silueta un poco al fondo, y podía ser un hombre o una mujer. El señor Plumstead, inofensivo y curioso, se alzó de puntillas para atisbar mejor por encima del seto de matorral desastrado y medio seco. Pero en esos momentos ambas figuras se movieron y quedaron fuera del alcance de su vista. El señor Plumstead, resoplando, se dio la vuelta y retrocedió hasta el camino polvoriento.
Y entonces oyó el grito.
De ningún modo podía considerarse un grito melodramático. El señor Plumstead lo describió posteriormente como un lamento ahogado, medio enmudecido, muy agudo y muy breve, y por un momento dudó si sería realmente un grito humano. Se paró en seco y permaneció en el camino, dubitativo y titubeante. Le parecía muy probable que si hubiera actuado a tiempo podría haber salvado a alguien de posibles problemas y peligros…, podría incluso haberse ganado un puesto en el panteón inmortal de los amantes de la gran poesía. Pero el temor a hacer el ridículo lo obligó a quedarse quieto y contenerse. Pasaron varios segundos antes de que se decidiera a darse la vuelta, volver sobre sus pasos, abrir la cancela y entrar en el jardín lleno de hierbajos.
El pato se alejó temeroso por el camino, como un cortesano que se aparta en presencia de un miembro de la realeza, y cuando el señor Plumstead apretó el paso, se giró y huyó a esconderse entre unos zarzales, desde donde empezó a lanzar malhumorados graznidos. El señor Plumstead, tras titubear un momento, comenzó a llamar repetida y nerviosamente a la puerta con los nudillos, pero en el interior de la casa no se oyó ningún movimiento. Tras un corto intervalo, probó a empujar la puerta, y se sorprendió al comprobar que estaba abierta. Una peste a taberna vieja le azotó la cara y atacó sus pituitarias. Escudriñó el sombrío pasillo.
—¡Hola…! —exclamó, primero tímidamente—. ¡Hola! ¿Hay alguien aquí?
Al parecer, no había nadie; los hipotéticos ocupantes de la casa, como los testigos encantados del poema de De la Mare[19], no contestaron.
—¡Hola! —gritó el señor Plumstead más fuerte.
Pero el silencio siguió siendo absoluto. Ni una pisada, ni una respiración, ni el chasquido de un picaporte.
El señor Plumstead, conteniendo un repentino deseo de largarse de allí a toda pastilla, se adentró en la casa intentando no hacer ningún ruido. Su pie resbaló al pisar una botella de ginebra vacía, y el esfuerzo por no caerse no contribuyó precisamente a calmar sus nervios. La botella, díscolamente, se alejó rodando por el piso de madera y golpeó contra una pared. El señor Plumstead se detuvo para reunir algo de valor.
El cottage estaba tan abandonado por dentro como por fuera. El mobiliario, observó, era de lo más rudimentario y el ambiente, asfixiante. El señor Plumstead calculó que la primera puerta a la derecha debía de conducir a la estancia en la que había visto a la vieja. La abrió y se introdujo en una especie de salita.
Todo estaba cubierto por dos dedos de polvo. En el centro de la estancia, había un sillón desvencijado, cuyo asiento estaba abultado por los muelles sueltos. Al lado había una mesa con una pata ligeramente más corta que las otras. Encima había una barra de pan de la que alguien había arrancado trozos a puñados, un vaso sucio, y un plato descascarillado con una corteza de tocino solitaria y cubierto de grasa seca. También pudo entrever un montón de botellas vacías en un rincón, y una medio llena de ron en la repisa de la chimenea, junto a una vela apagada que se mantenía en pie gracias a su propia cera. Todas las paredes estaban revestidas de roble. En el enorme hogar, que parecía tan antiguo como la propia casa, las cenizas y las brasas de un fuego apagado aparentemente desde hacía siglos estaban cubiertas con un pestilente revoltijo de basuras y desperdicios en el que predominaban las mondas secas de patatas. El sol de junio se filtraba lánguido y mustio por los cristales del único ventanuco, y la mayor parte de la estancia se encontraba a oscuras. Puede que fuera por eso por lo que el señor Plumstead no se dio cuenta de la presencia de la vieja hasta que estuvo a punto de tropezar con ella. O más bien con su cuerpo.
—¡Santo Dios bendito! —murmuró. Y luego, ya consciente de lo que había ocurrido—: ¡Maldita sea mi suerte…!
Seguramente ni siquiera en su juventud había sido una mujer hermosa, y el paso de los años no había mejorado ese aspecto de su personalidad. Su rostro —o lo que podía adivinarse de su rostro bajo las manchas de sangre— estaba lleno de profundas e innumerables arrugas, y tenía la nariz ganchuda como el pico de un piquituerto y el pelo canoso, apelmazado por la mugre. Llevaba un vestido negro lleno de lamparones y hecho trizas, y un par de viejas zapatillas de andar por casa, con una costra de barro pegada a cada una, aunque, por lo que sabía, por esa zona llevaba sin llover desde hacía por lo menos una semana. A su lado, tendido en el suelo, había un pesado atizador de hierro.
Pero si bien el señor Plumstead pudo apreciar todos los detalles de la escena, no quiso detenerse mucho tiempo en ellos.
Se quedó mirándolo todo, con los ojos abiertos como platos, intentando reprimir las náuseas hasta que no pudo más, y una arcada caliente y agria empezó a subir por su garganta. Fue concretamente cuando vio el agujero que tenía la vieja en la cabeza, y aquella mezcla asquerosa de pelo gris y sesos grisáceos con sangre y huesos rotos que adornaba el piso.
La conmoción lo dejó jadeante e inmóvil. Empezó a hablar de manera inconexa consigo mismo. Lo cual le impidió oír, ni siquiera sospechar, el ágil y cauteloso movimiento que se producía a sus espaldas: no se enteró de nada hasta que su consciencia se vio envuelta en un torbellino de constelaciones estrelladas a través de las cuales se vio impelido a sumergirse en un doloroso vacío. Notó cómo su cuerpo se derrumbaba al caer justo sobre el acolchado cuerpo de la vieja; y sintió, o quizás solo imaginó, que había unos hábiles dedos manipulando su muñeca derecha. Entonces, los latidos de su corazón se convirtieron en un martilleo como de graves tambores, y lo siguiente que recordaba es que se sumió en una profunda oscuridad.
Más adelante descubriría que solo estuvo inconsciente durante algo más de cinco minutos. Para ser un urbanita, el señor Plumstead contaba con un aguante físico y una resistencia notables, porque el golpe que le dieron en la nuca podía haber resultado mucho peor. Lo primero que hizo al recobrar la consciencia fue rodar y apartarse lo más posible de aquel siniestro colchón humano sobre el que había caído. Luego procuró ponerse en pie, lenta y cautelosamente. Aparte de sí mismo y de la vieja, en la estancia no había ni un alma, y eso suponiendo que el alma de la vieja siguiera en las inmediaciones. El señor Plumstead, ansioso de respirar algo de aire fresco y de que le diera un poco de luz en la cara, abandonó el lugar trastabillando por la puerta principal. El resplandor del sol de mediodía cegó sus ojos. Se apoyó en el quicio de la puerta y, con el pato obeso como espectador impasible —o tal vez un poco hostil—, vomitó durante un buen rato sobre un seto de jazmines asilvestrados.
Después se sintió mucho mejor…, o al menos lo suficientemente bien como para ir a buscar ayuda. Volver a entrar, pensó, no era recomendable; el cottage era la primera casa que había encontrado en las últimas dos millas. Así que emprendió la marcha penosamente por aquel sendero que tan tontamente había abandonado, tocándose con cuidado la herida de la cabeza, y con un paso considerablemente menos vivo del que había llevado apenas unos minutos antes.
Aproximadamente un cuarto de milla después llegó a un grupo de casas lo suficientemente grande como para justificar que se le otorgara el nombre de ‘villorrio’; a la primera de las casas llegaba un cable de teléfono. Era una casa apenas más grande que la que acababa de dejar atrás, pero mucho más moderna y de bastante mejor aspecto. El señor Plumstead se detuvo junto a la cancela, que daba a un jardincito muy arreglado y colorido. Entonces trató de aclararse la garganta para llamar la atención de su presencia.
La joven que estaba tumbada en una esterilla sobre el césped levantó la mirada con el ceño un poco fruncido. Era rubia, y muy guapa, y llevaba sandalias y el biquini más escaso que el señor Plumstead hubiera visto jamás. De todos modos, en aquellos momentos estaba demasiado angustiado como para dedicarle el tiempo necesario a la escultural figura de la joven y a sus piernas morenas.
—Eeeh… —farfulló sin mucha convicción; en ese momento la joven se quitó las gafas de sol y lo miró con cierta sorpresa.
—¿Puedo hacer algo por usted?
—Un…, un teléfono… —murmuró el señor Plumstead, notando que el rubor ascendía a sus mejillas—. Me preguntaba si podría utilizar su teléfono… Verá…, se ha producido un asesinato…
La muchacha se puso rápidamente en pie.
—¿Un qué? —preguntó arrugando la nariz.
—Un asesinato… —dijo el señor Plumstead, con voz angustiada—. Es preciso llamar a la policía.
—Pero ¿quién? ¿Dónde? ¿Cuándo?
—En el cottage del camino, ahí, más abajo. Una señora mayor…
—¿Se refiere usted a la señora Bly?
—No lo sé… —dijo el señor Plumstead desesperado—. ¿Se llama así, Bly? Yo pasaba por delante de la casa cuando oí un grito, así que fui a ver qué pasaba, y…, y allí estaba, tumbada y llena de sangre… —Notó que la nausea volvía de nuevo, pero se contuvo.
La joven lo observó con suspicacia durante unos instantes.
—De acuerdo —le dijo—. Pase.
El señor Plumstead la siguió obediente. La modestia le aconsejaba que debería bajar la mirada —la indumentaria de la muchacha era decididamente exigua—, pero ella actuaba con una inconsciencia tan encantadora que el joven ignoró aquel consejo. El teléfono se encontraba en un pequeño y soleado recibidor.
—Marque el 0 —dijo la joven—, y… —entonces, el tono de su voz cambió dramáticamente—. ¡Santo Dios!, ¿qué le ha pasado en la cabeza?
—Me arrearon un golpe —admitió el señor Plumstead con un gesto de abatimiento—. ¿Me sangra mucho?
—Un poco. Voy a por un poco de yodo. Usted telefonee.
—¿Dónde estoy…? —dijo el señor Plumstead—. Quiero decir, ¿cómo se llama este sitio y ese camino?
—El pueblo se llama Ravensward, y esto es Maiden Lane —dijo la joven—. No sé cómo se llama el cottage de la señora Bly. No creo que tenga nombre siquiera… Cuando haya acabado de telefonear, espéreme aquí. Bajaré en un minuto.
Y subió corriendo las escaleras. El señor Plumstead, marcó el 0, preguntó por la policía y le comunicó lo fundamental de su descubrimiento al agente que le atendió.
Cuando la joven regresó con un bote de yodo, ya se había cambiado el traje de baño por un vestido de muselina blanca sin mangas. El señor Plumstead se percató de que, aunque aquel cambio satisfacía mejor las exigencias de la modestia, el vestido había aumentado más que disminuido su belleza.
—¿Le apetece tomar una cerveza mientras espera? —le preguntó; y ante el gesto agradecido del señor Plumstead de que sí tomaría una, la muchacha cogió cuatro botellines y dos vasos y los llevó a la esterilla del césped. Allí se sentaron y ella examinó con cuidado la herida de su cabeza.
—No es nada grave, no tiene de qué preocuparse —dijo al final—. Tómese una cerveza y yo le pondré el yodo.
Sus dedos eran ágiles y eficaces. Raras veces la vida proporcionaba un final tan agradablemente tradicional a una desdichada aventura como la que acababa de vivir, pensó el señor Plumstead.
Cuando la joven concluyó la cura, él dijo:
—Ha sido usted increíblemente amable… Por cierto, debería haberle dicho que me llamo Peter Plumstead.
—Yo me llamo Daphne Savage —y dio un trago a su cerveza, que saboreó con gusto; luego, dejando en el suelo el vaso, añadió—: Y, francamente, estoy como loca por saber lo que ha ocurrido.
El señor Plumstead se lo contó, del modo más detallado que pudo; siendo como era un joven sincero, no trató de minimizar su vergonzoso papel pasivo en lo ocurrido…, aunque le habría gustado fingir que había sido un héroe.
Cuando concluyó la explicación, Daphne se quedó callada durante unos instantes, y luego preguntó:
—¿Por qué cree que le golpearon?
—Imagino que quienquiera que fuera quería que nadie lo viera salir de allí.
—Pero usted lo vio por la ventana. ¿No lo reconocería?
El señor Plumstead negó con un gesto.
—No vi más que una sombra. Ni siquiera podría jurar que se tratara de un hombre. —Titubeó—. ¿Sabe usted por qué alguien querría hacer algo tan espantoso?
—No, ni idea, a menos que la señora Bly tuviera dinero escondido en casa. Yo no sé mucho de ella, ¿sabe? Esta casa es de mi tía, y solo estoy aquí pasando mis vacaciones. La señora Bly era una vieja bruja bastante inaguantable, pero de ahí a matarla de esa manera…
A pesar del calor, Daphne dejó entrever que sentía un escalofrío.
No tardaron en empezar a hablar de otros asuntos. De la conversación se dedujo que Daphne era taquígrafa en una oficina de la City, así que al menos ya tenían algo en común. Estuvieron hablando de los distintos méritos de varios restaurantes de la zona, y ambos iban ya por la segunda cerveza cuando el coche de Stagge se detuvo a la puerta del jardín.
Cuando llegaron a la comisaría de policía, Fen y Stagge pudieron recabar algo más de información relevante.
De lo más interesantes fueron los resultados del experimento con las cartillas de notas. Un policía joven y culto, de aspecto severo, había sido el encargado de llevarlo a cabo.
—Tal y como usted ordenó, superintendente —dijo—, hablé con el señor Etherege, y me dio el número de cartillas de notas que el señor Somers aún tenía que rellenar a las diez en punto de la pasada noche. Me tomé la libertad de pedirle prestadas algunas cartillas al secretario del director y copié las observaciones del señor Somers lo más rápido que pude. Me llevó exactamente cincuenta y cinco minutos.
—Exactamente como usted había predicho, señor —dijo Stagge dirigiéndose a Fen.
Fen asintió.
—¿Escribe usted muy deprisa? —le preguntó al policía.
—Sí, señor. Más rápido que la mayoría de la gente.
—Bien, entonces ahí tenemos nuestro mínimo —dijo Stagge—. Y va a ser de gran ayuda cuando tengamos todos los informes sobre las coartadas.
El resto de la información hizo que su optimismo se atemperara. El análisis post mortem de Somers no había revelado nada fuera de lo común, y los expertos en balística, por su parte, habían confirmado la opinión de Stagge de que ambas balas procedían de la misma pistola. Stagge estaba embarcado en extraer algún tipo de enjundiosa deducción de todo aquello cuando les comunicaron la llamada del señor Plumstead.
Así que no tuvieron más remedio que dejar lo que estaban haciendo y acudir a la escena del tercer desastre, por supuesto. Stagge agarró el volante, con Fen sentado a su lado y el sargento se acomodó con todo el equipo en el asiento trasero. El doctor los siguió en su propio vehículo.
—¡Esto es el colmo! —exclamó Stagge—. ¡Tres asesinatos y una desaparición, y todo en menos de veinticuatro horas! Aunque por lo que yo entiendo, este nuevo crimen no tiene nada que ver con los otros… —Y resopló con disgusto—. No es que sea un consuelo —añadió—, a no ser que eso signifique que podamos dilucidarlo en el momento. Y créanme que no soy muy optimista al respecto.
Recogieron al señor Plumstead en el cottage de Daphne, aunque una vez que Fen vio las botellas de cerveza vacías y le presentaron a la chica, Stagge tuvo ciertas dificultades para conseguir que se metiera de nuevo en el coche.
En el lugar del crimen todo estaba tal y como el señor Plumstead lo había dejado, y no es necesario repetir cómo se llevó a cabo la rutina de la investigación. El señor Plumstead le hizo a Stagge un detallado resumen de lo que había constituido su participación en el caso, y aceptó que se le tomaran las huellas dactilares, con el fin, tal y como señaló Stagge, de distinguirlas de las de cualquier otro extraño que pudiera haber estado en la escena. El informe del médico fue breve y conciso: la señora Bly había recibido un solo golpe, presumiblemente con el atizador de hierro, y había fallecido en el acto. Fen, tras haberse asegurado de que no había huellas relevantes sobre los pulverulentos muebles, hizo una inspección somera por el resto de las habitaciones de la casa. La miseria de aquel lugar era indescriptible: esto es, no hay necesidad de describirla. Sin embargo, había un detalle que valía la pena anotar: en la cocina se habían instalado muy recientemente unos fogones nuevos, y el proceso, al parecer, había precisado la demolición parcial de la vieja chimenea.
Una vez revisado el interior de la casa, Fen salió al jardín principal, donde hizo algún tímido intento de hacerse amigo del pato. Aún estaba ocupado en ese empeño infructuoso cuando salió Stagge y sugirió que caminaran un rato por la vereda que corría pareja a la puerta.
Cuando estuvieron lo suficientemente lejos para que no los escuchara nadie, Fen le preguntó:
—¿Y bien?
—Las únicas huellas que hay en el atizador son las de Plumstead.
—¿De qué mano?
—De la derecha.
—Él es zurdo.
—Sí, ya me había dado cuenta.
—Además, no deberían ser las únicas huellas que hubiera en el atizador. ¿Dónde están las de la mujer?
Habían llegado ya al lugar donde habían dejado aparcado el coche. Stagge se detuvo y puso un pie en el estribo del vehículo. El camino en esa parte estaba asfaltado y el alquitrán, que había formado burbujas por el calor, se le pegaba a las suelas de los zapatos.
—Lo que es lo mismo, limpiaron bien el atizador —contestó Stagge—. La cuestión es… ¿quién lo limpió? ¿Plumstead u otra persona?
Fen se lo pensó.
—¿Podría describirme a grandes rasgos el crimen si lo hubiera cometido Plumstead? —dijo sin mucho entusiasmo.
—El caso sería así: tras haber matado a la vieja, limpia el atizador de todas las huellas, y luego lo agarra con la mano derecha, confiando en que nosotros asumiríamos que eso había sido un truco del asesino, puesto que él es zurdo. Respecto al golpe en la cabeza, podría habérselo dado a sí mismo; es apenas un rasguño.
—Pero eso… ¿no está un poco traído por los pelos? Demasiado fino. Este camino no está muy frecuentado, supongo. Si la hubiera matado, lo más lógico sería simplemente borrar las huellas de su presencia y largarse de aquí por donde había venido. Por lo que dice, no es de aquí, así que no hay nada en este sitio que lo relacione con el crimen.
Stagge tamborileó con los dedos sobre la ardiente carrocería del vehículo.
—Creo que tiene razón. Naturalmente. No hay ninguna prueba de que la historia de Plumstead no sea cierta; todo en ella cuadra perfectamente, y debo admitir que no me parece que tenga pinta exactamente de ser un maníaco homicida.
—¿Cree que ha sido un psicópata, entonces?
—No necesariamente. Estaba hablando por hablar. Es posible que la vieja fuera una de esas desgraciadas que guardan en casa algo de valor, y que alguien, sabiéndolo, haya entrado a robar.
—Es todo muy hipotético —dijo Fen—. ¿No había más pistas que las huellas dactilares?
—Nada que yo haya visto —dijo Stagge entre dudas—. ¿Cree usted que hay alguna relación entre este asesinato y los otros?
—No, al menos aparentemente. Pero hasta que tengamos un mínimo indicio sobre el motivo de los asesinatos, es imposible estar seguro. No me gusta esta ausencia tan determinante de motivos; es antinatural. El problema reside, no tanto en que nosotros no podamos encajar el puzzle, como en que no tengamos siquiera las piezas a la vista. —Se hizo un corto silencio—. Bueno, ¿tiene algún plan?
Stagge miró el reloj.
—Son las doce y veinte… Bajaré a Plumstead a la comisaría para que firme la declaración, y le pediré que se quede en Castrevenford de momento; como está de vacaciones, eso no debería ser ningún inconveniente para él. Y luego tengo que ver al jefe de policía. Lo haré esta tarde —dijo Stagge suspirando profundamente—…, bueno, aunque de eso no estoy seguro todavía. Tengo más cosas que hacer de las que realmente puedo asumir.
—Hágame llegar lo que sepa en cuanto tenga los informes sobre las coartadas.
—Por supuesto, señor. ¿Quiere que le deje en el colegio de camino al pueblo?
—Gracias, pero me quedaré por aquí y fisgonearé un poco. Afortunadamente, la comida no es hasta la una y media. ¿Estamos muy lejos del colegio?
—Como a tres millas.
—Ah. ¿Cree que podría dejarme un coche para volver? Debería haberme traído el mío.
—Si quiere usted, señor, le enviaré un taxi desde Castrevenford.
—Bueno —dijo Fen—. Que se presente a la una y cuarto en el pub del pueblo, comoquiera que se llame.
—The Beacon… Ah, hay una cosa más, señor. Encontré esto en uno de los bolsillos de la señora Bly. ¿Cree que tiene algún valor?
Era un retrato en miniatura, pintado en plata y con un marco muy sencillo, muy deslustrado, del mismo metal. Representaba, sobre un fondo de un azul muy brillante, a un joven que llevaba una túnica negra acuchillada, con un gran cuello almidonado. Tenía el pelo castaño oscuro, y los ojos estaban bastante separados, con unos párpados muy prominentes. Aparte del pequeño bigotillo, su rostro estaba pulidamente afeitado. Tenía la nariz redonda en la punta, y los labios eran muy finos. A la izquierda de la cabeza, recortado contra el fondo, había una inscripción: AE SVAE 29.
Fen lo observó con notable interés.
—Desde luego, no soy un experto en estas cosas —dijo—, pero yo diría que probablemente tiene algún valor. Es un retrato isabelino, por supuesto. Incluso diría que muy posiblemente de Hilliard[20]. Dado que el cottage es isabelino también, me atrevería a decir que la señora Bly lo encontró allí.
—Ah, bien. —Stagge cogió la miniatura y la guardó de nuevo cuidadosamente—. Cada vez me convenzo más de que el robo podría haber sido el motivo… Muy bien, señor. Tendré cuidado de no perderlo. Y ahora, tenemos que irnos.
Una vez se hubo marchado Stagge, Fen, tras permanecer pensativo un rato, se metió las manos en los bolsillos y emprendió camino a la casa de Daphne Savage.