Annie se sentía como un animal enlodado contemplando el mundo desde el fondo de una charca. Por primera vez en meses había tomado una píldora para dormir. Era de las que se decía tomaban los pilotos de líneas aéreas, lo cual se suponía que debía tranquilizarlo a uno respecto a los somníferos y, sin duda, respecto a los pilotos. Era cierto que cuando las tomaba de manera regular sus efectos secundarios parecían mínimos. Esa mañana las sentía desperdigadas por su cerebro como una gruesa manta que no podía quitarse de encima aunque su tejido le permitiese recordar por qué había tomado esa píldora y dar gracias por haberlo hecho.
Grace había ido a buscarla poco después de que ella y Tom salieran del establo y le había dicho sin más que quería marcharse. Estaba pálida y parecía preocupada, pero cuando Annie le preguntó qué le ocurría ella contestó que nada, que sólo estaba cansada. Pero rehuía su mirada de un modo extraño. Camino de la casa del arroyo, después de haberse despedido de los demás, Annie trató de hablar del baile, pero apenas obtuvo un par de frases como respuesta. Le preguntó de nuevo si se encontraba bien y Grace respondió que estaba cansada y un poco mareada.
—¿Por el ponche?
—No lo sé.
—¿Cuántos vasos has bebido?
—¡No lo sé! Qué más da, no empieces con eso.
Grace se fue directamente a la cama y cuando Annie entró a darle un beso ella murmuró una respuesta y se quedó mirando la pared. Igual que había hecho a su llegada a la casa. Annie no dudó en recurrir a sus pastillas para dormir.
Alcanzó el reloj y a su cerebro embotado le costó un gran esfuerzo concentrarse en él. Eran casi las ocho. Recordó que al despedirse Frank le había preguntado si por la mañana los acompañarían a la iglesia y que ella había respondido que sí, pues le parecía un final apropiado y en cierto modo una penitencia. Arrancó de la cama su cuerpo reacio y lo dirigió al baño. La puerta de la habitación de Grace estaba entreabierta. Annie decidió darse un baño, y luego preparar un zumo e ir a despertarla.
Se metió en el agua humeante y trató de aferrarse a los últimos efectos de la tunda del somnífero. Gracias a ello aún sentía dentro de sí una fría geometría del dolor. «Éstas son las formas que ahora moran dentro de ti —se dijo—, y deberás acostumbrarte a esos puntos, líneas y ángulos nuevos».
Se vistió y fue a la cocina a preparar el zumo para Grace. Eran las ocho y media. Desaparecida ya su modorra, había buscado distracción en confeccionar mentalmente una lista de lo que debía hacer en ese último día en el Double Divide.
Preparar el equipaje, limpiar la casa, comprobar el depósito y los neumáticos del coche, coger comida y bebida para el viaje, pasar cuentas con los Booker…
Al llegar a lo alto de la escalera vio que la puerta de la habitación de Grace seguía como antes. Llamó con los nudillos al entrar. Las cortinas estaban corridas. Se dirigió a la ventana y las descorrió un poco. Hacía una mañana preciosa.
Entonces se volvió y vio que la cama estaba vacía.
Joe fue el primero en darse cuenta de que Pilgrim tampoco estaba. Para entonces habían registrado hasta el último rincón del rancho sin encontrar rastro de Grace. Se dividieron y recorrieron ambas orillas del arroyo; los gemelos iban gritando su nombre sin obtener otra respuesta que el canto de los pájaros. Entonces apareció Joe chillando desde los corrales y diciendo que el caballo había desaparecido y fueron todos corriendo al establo. La silla y la brida tampoco estaban.
—No os preocupéis —dijo Diane—. Se lo habrá llevado a dar un paseo.
Tom vio miedo en los ojos de Annie. Ambos sabían que había algo más.
—¿Hizo alguna vez algo parecido? —preguntó él.
—No, nunca.
—¿Cómo estaba cuando fue a acostarse?
—Callada. Dijo que se sentía un poco mareada. Parecía molesta por algo.
Al ver a Annie tan frágil y asustada Tom sintió ganas de abrazarla y consolarla, cosa que no habría extrañado a nadie, pero estando delante Diane no se atrevió a hacerlo y fue Frank el que se adelantó.
—Diane tiene razón —dijo Frank—. No hay de qué preocuparse.
Annie seguía mirando a Tom.
—¿Pilgrim es lo bastante fiable para que ella lo saque de paseo? Sólo lo ha montado una vez…
—El caballo está bien —contestó Tom. No era del todo mentira; la cuestión era si Grace estaría bien, y eso dependía de su estado anímico—. Iré con Frank a ver si podemos dar con ella.
Joe se ofreció a acompañarlos, pero Tom le dijo que no podía ser y lo mandó con los gemelos a preparar a Rimrock y el caballo de su padre mientras ellos iban a cambiarse para ir a la iglesia.
Tom fue el primero en salir. Annie dejó a Diane en la cocina y lo siguió hasta el porche para luego ir andando con él hasta el establo. Sólo tenían para hablar a solas el tiempo que tardaran en llegar allí.
—Creo que Grace lo sabe —susurró Annie, mirando al frente. Trataba de dominarse.
Tom asintió muy serio.
—Supongo que sí.
—Lo siento.
—No lo sientas nunca, Annie. Jamás.
Fue todo lo que dijeron, porque Frank se les unió enseguida. Caminaron los tres en silencio hasta la baranda donde Joe ya tenía listos los caballos.
—Ahí está su rastro —dijo Joe en voz alta al tiempo que señalaba la huella dibujada en el polvo. Las herraduras de Pilgrim eran distintas de las de los otros caballos del rancho. No había duda respecto a las huellas.
Tom se volvió a mirar una sola vez mientras él y Frank se alejaban cabalgando a medio galope en dirección al vado, pero Annie ya no estaba. Pensó que tal vez Diane se la había llevado adentro. Sólo los chicos seguían allí de pie, mirando. Los saludó con el brazo.
A Grace no se le ocurrió la idea hasta que encontró las cerillas en su bolsillo. Las había puesto allí tras ensayar el truco con su padre en el aeropuerto mientras esperaban el aviso de su vuelo a Nueva York.
Ignoraba cuánto rato llevaba cabalgando. El sol estaba alto, de modo que debía de hacer varias horas. Había cabalgado como una loca, consciente de ello, con entusiasmo, abrazada a la locura e instando a Pilgrim a imitarla. El animal lo había notado y no había dejado de correr toda la mañana, sacando espuma por la boca, como la jaca de una bruja. Y Grace sabía que si se lo hubiese pedido incluso habría volado.
Al principio no tenía un plan, sólo una cólera destructiva y ciega cuyo objetivo aún no estaba claro y que podía volverse fácilmente contra otros o contra ella misma. Al ensillar a Pilgrim en la creciente luz del corral, lo único que sabía era que de algún modo iba a castigarlos para que lamentaran lo que habían hecho. Sólo cuando llegó a los prados y empezó a galopar sintiendo el aire frío en los ojos, empezó realmente a llorar. Las lágrimas brotaron a raudales y Grace se inclinó y sollozó sin contenerse sobre las orejas de Pilgrim.
Mientras el caballo bebía ahora en la charca, ella sintió que su furia se desvanecía sin por ello menguar. Acarició con la mano el cuello sudoroso de Pilgrim y vio de nuevo mentalmente aquellas dos pecaminosas siluetas escabullándose una detrás de otra en la oscuridad del establo, convencidas de que nadie las veía. Y luego su madre, con el maquillaje estropeado por la lascivia que todavía arrebolaba sus mejillas, sentada tranquilamente al volante del coche y preguntando como si tal cosa por qué estaba mareada.
¿Y Tom? ¿Cómo podía hacerle él semejante cosa? Después de todo el cariño que había mostrado, ahora le salía con eso. Todo había sido una farsa, una excusa taimada tras la cual poder esconderse los dos. Hacía una semana, santo Dios, sólo una semana, que Tom había estado charlando y riendo con su padre. Daba asco. Los adultos daban asco. Y todo el mundo estaba al corriente, todos. Diane lo había dicho: «como una loba en celo». Qué asco le daba todo.
Grace contempló la meseta y más allá de la loma vio el primer desfiladero curvándose como una cicatriz hacia las montañas. Allá arriba, en la cabaña donde tanto se habían divertido juntos cuando habían llevado el ganado, era donde lo habían hecho. Ensuciando el sitio, malográndolo todo. Y luego su madre con sus mentiras, haciendo ver que iba allí a «poner en orden» sus ideas. Por Dios.
Pero ya verían. Tenía unas cerillas y les daría una lección. Ardería como el papel. Y encontrarían sus huesos chamuscados entre las cenizas y entonces lo lamentarían. Sí, entonces lo lamentarían.
Era difícil decir cuánta ventaja les llevaba. Tom conocía a un chico de la reserva que podía mirar una huella y decir casi con exactitud cuántas horas o incluso días tenía. Frank, por ser cazador, sabía más que la mayoría sobre esas cosas, mucho más que Tom, pero no lo suficiente para saber cuánto les llevaba ganado. Lo que sí podían afirmar era que cabalgaba como si le fuera en ello la vida y que si forzaba de esa forma al caballo, Pilgrim no tardaría en caer de rodillas.
Les pareció claro que se dirigía hacia los pastos de verano, incluso antes de que encontraran las huellas de los cascos al borde de la charca, en el fango aterronado. De haber salido a cabalgar con Joe, Grace conocía bien la parte baja del rancho, pero sólo había estado allí arriba durante el traslado de las reses. Si quería un refugio, el único sitio a donde sabía que podía ir era la cabaña. Siempre, por supuesto, que recordara el camino al llegar a los desfiladeros. El paisaje habría variado un poco después de otras dos semanas de verano. Incluso sin el torbellino que —a juzgar por sus prisas— obnubilaba su mente, Grace podía perderse con mucha facilidad.
Frank se apeó para mirar mejor las huellas que había junto al agua. Se quitó el sombrero y se secó el sudor de la frente con la manga. Tom se apeó también y sujetó los caballos para que no estropearan las marcas que pudiera haber en el barro.
—¿Qué opinas?
—No lo sé. Está bastante costroso pero con este sol eso no quiere decir gran cosa. Media hora, algo más tal vez.
Dejaron beber a los caballos mientras contemplaban la meseta y se refrescaban un poco.
—Pensaba que desde aquí podríamos verla —dijo Frank.
—Yo también.
Por un rato se limitaron a escuchar cómo bebían los caballos.
—Tom… —Tom se volvió y vio que su hermano le sonreía nerviosamente—. Esto no es cosa mía, pero anoche Diane… verás, ya sabes que había bebido más de la cuenta, en fin, estábamos en la cocina y ella no paraba de hablar de ti y de Annie, bueno… Como te digo, sé que no es cosa mía…
—Tranquilo. Sigue.
—Bien. Dijo un par de cosas al respecto y, bueno, entonces entró Grace y no estoy seguro, pero creo que quizá haya oído algo.
Tom asintió. Frank le preguntó si lo que estaba pasando tenía que ver con eso y Tom respondió que le parecía que sí. Se miraron y en los ojos de Tom debió de asomar una vislumbre del dolor que sentía.
—Te ha dado fuerte, ¿eh?
—No lo sabes bien.
Sin más, montaron y partieron rumbo a los desfiladeros.
De modo que Grace lo sabía, aunque a Tom no le importaba saber cómo se había enterado. Pasó lo que él había temido, antes incluso de que Annie hubiera manifestado sus temores aquella misma mañana. Cuando salían de la fiesta la noche anterior él había preguntado a Grace si lo había pasado bien y ella, tras mirarlo apenas, había asentido con una sonrisa muy forzada. Cuánto debía de dolerle, pensó Tom, para haber decidido marcharse de esa manera. Y él era el causante de aquel dolor que ahora se sumaba al que él sentía.
Cuando llegaron a lo alto de la loma pensaron de nuevo que tal vez pudiesen divisarla desde allí, pero no fue así. Las huellas que habían encontrado sólo mostraban que había aminorado ligeramente la marcha. Se había detenido una sola vez, a unos cincuenta metros de la entrada del paso. Daba la impresión de que había sofrenado a Pilgrim y que luego había caminado en círculo como si estuviera decidiendo o mirando alguna cosa. Luego había reemprendido la marcha a medio galope.
Frank se detuvo justo donde el terreno empezaba a empinarse bruscamente entre los pinos. Señaló el suelo para que Tom se fijara.
—¿Qué opinas de eso?
Ahora no había huellas de un solo caballo sino de varios, aunque podían distinguirse los cascos de Pilgrim debido a sus peculiares herraduras. Era imposible decir cuáles eran más frescas.
—Deben de ser los potros de la mujer —dijo Frank.
—Supongo.
—Es la primera vez que los veo tan arriba. ¿Y tú?
—Lo mismo digo.
Lo oyeron tan pronto alcanzaron el recodo, a medio camino del desfiladero, y se detuvieron para escuchar. Hasta ellos llegó un rumor sordo que al principio Tom interpretó como un desprendimiento de rocas más arriba, entre los árboles. Luego oyeron un clamor de relinchos agudos.
Cabalgaron rápidamente pero con cautela hasta lo alto del desfiladero, esperando topar en cualquier momento con una estampida de potros mesteños. Pero aparte de las huellas que ascendían no había rastro de los caballos. Resultaba difícil calcular cuántos había. Una docena tal vez, pensó Tom.
En el punto más elevado el desfiladero se bifurcaba bruscamente en dos senderos. Para dirigirse hacia los pastos había que tomar el de la derecha. Se detuvieron de nuevo y estudiaron el terreno. Había tantas huellas de cascos que era imposible distinguir las de Pilgrim ni saber qué camino había tomado ninguno de los caballos.
Los hermanos se separaron. Tom tomó el camino de la derecha y Frank el de la izquierda. Unos veinte metros más adelante Tom vio las huellas de Pilgrim, pero éstas no se dirigían hacia arriba sino hacia abajo. Un poco más allá la tierra volvía a estar removida y Tom se disponía a inspeccionarla cuando oyó gritar a su hermano.
Cuando detuvo su caballo al lado de Frank, éste le dijo que escuchara con atención. Primero no oyeron nada. Pero luego Tom lo percibió también, caballos relinchando enloquecidos.
—¿Adonde lleva este sendero?
—No lo sé. Nunca he ido por ahí abajo.
Tom espoleó a Rimrock y lo puso a galope tendido.
El sendero subía, bajaba y subía otra vez. Era estrecho y sinuoso y los árboles se apiñaban de tal manera a ambos lados que parecían rebotar con un movimiento propio hacia el lado contrario. Aquí y allá había árboles caídos en el camino. Algunos podían esquivarlos y otros tenían que saltarlos. Rimrock, sin arredrarse, medía su zancada y los salvaba sin rozar siquiera una rama.
Unos quinientos metros más adelante el terreno descendía de nuevo y se ensanchaba bruscamente bajo una ladera escarpada y rocosa por la que el sendero se había abierto paso dibujando una larga media luna ascendente. Al otro lado la pared caía en picado hasta un sombrío mundo inferior poblado de pinos y rocas.
El sendero conducía a lo que parecía una enorme y antigua cantera tallada en la piedra caliza como una caldera de gigante que se hubiera agrietado diseminando su contenido montaña abajo. Desde ese punto, por encima del sonido de los cascos de Rimrock, Tom volvió a oír relinchos. Luego escuchó un grito y, de pronto, supo que era Grace. Pero sólo cuando sofrenó a Rimrock junto a la entrada de la cantera pudo comprender qué ocurría.
Grace estaba pegada a la pared posterior, atrapada por un tumulto de yeguas encabritadas. Había siete u ocho, además de potros y potrillos, corriendo todos en círculo y asustándose unos a otros a cada vuelta que daban. El clamor de su propio miedo resonaba en las paredes de roca redoblándolo y cuanto más corrían más polvo levantaban y la momentánea ceguera no hacía sino aumentar su pánico. En el centro, encabritándose, relinchando furiosamente y golpeándose el uno al otro con los cascos, estaban Pilgrim y el semental blanco que Tom había visto aquel día con Annie.
—Santo Dios.
Frank acababa de llegar. Su caballo se repropió al ver lo que pasaba y él tuvo que tirar fuertemente de las riendas y volverse en redondo para regresar al lado de Tom. Rimrock estaba inquieto, pero no se movía de su sitio. Grace no los había visto. Tom se apeó y le pasó a Frank las riendas de Rimrock.
—Quédate aquí por si te necesito, pero tendrás que apartarte rápido cuando vengan para acá —dijo Tom.
Frank asintió con la cabeza.
Tom caminó hacia su izquierda con la espalda pegada a la pared sin apartar la vista de los caballos. Los potros giraban delante de él como en un tiovivo enloquecido. El polvo le inundó la garganta. Formaba una nube tan espesa que más allá de las yeguas Pilgrim no era más que una figura borrosa que contrastaba con la imponente silueta blanca del semental.
Grace estaba a poco más de una veintena de metros. Le vio por fin; tenía la cara muy pálida.
—¿Estás bien? —preguntó Tom a voz en cuello.
Grace asintió con la cabeza e intentó responder, pero la voz le salió demasiado frágil como para superar el tumulto y el polvo. Se había hecho daño en el hombro y torcido el tobillo al caer, pero nada más. Lo único que la paralizaba era el miedo, miedo más por Pilgrim que por sí misma. Podía ver las desnudas encías rosadas del semental mientras daba dentelladas al cuello de Pilgrim, cuya piel brillaba a causa de la sangre. Lo peor eran los relinchos desesperados, un sonido que Grace sólo había oído en otra ocasión, una mañana soleada en otro lugar, cubierto de nieve.
Vio que Tom se quitaba el sombrero, se metía entre las yeguas y comenzaba a agitarlo delante de ellas. Las yeguas respingaron entre resbalones al querer apartarse y chocaron con las que iban detrás. Buscando el momento apropiado, Tom se puso detrás de ellas y se las llevó lejos del semental y de Pilgrim. Una trató de torcer hacia la derecha, pero Tom consiguió esquivarla y apartarla de allí. Entre la nube de polvo Grace distinguió a otro hombre, tal vez Frank, alejando a dos caballos de la quebrada. Las yeguas, con los potros y los potrillos pisándoles los talones, pasaron a la velocidad del rayo e hicieron buena su huida.
Tom se volvió y pasó nuevamente junto a la pared, dejando sitio a los caballos en pleno duelo, supuso Grace, para que no se aproximaran a ella. Él se detuvo más o menos donde lo había hecho antes y volvió a gritar.
—Quédate ahí, Grace. Todo irá bien.
Entonces, sin dar ninguna muestra de miedo, caminó hacia los caballos. Grace distinguió que movía los labios, pero debido al fragor no pudo oír qué decía. Tal vez estuviese hablando consigo mismo, o tal vez no.
No se detuvo hasta llegar a ellos y sólo entonces los caballos parecieron percatarse de su presencia. Ella vio que conseguía coger las riendas de Pilgrim. Con firmeza, pero sin ademanes violentos, apartó el caballo del semental y luego, dándole una fuerte palmada en los cuartos traseros, lo hizo salir corriendo de allí.
Contrariado, el semental volvió toda su ira contra Tom.
Grace recordaría hasta el día de su muerte lo que pasó a continuación. Y nunca sabría a ciencia cierta qué fue lo que pasó. El caballo giró en un estrecho círculo, cabeceando sin parar y levantando una rociada de polvo y piedras con sus cascos. Ausentes ya los otros caballos, sus furiosos bufidos parecieron aumentar con el eco que los repetía. Al principio pareció no saber a qué atenerse respecto al hombre que permanecía impertérrito ante él.
Sin embargo, era seguro que Tom podía haberse apartado. Dos o tres pasos le habrían bastado para ponerse fuera del alcance del semental y de todo peligro. El caballo, o así lo creyó Grace, lo habría dejado en paz y simplemente habría vuelto junto a los otros. Tom, por el contrario, avanzó hacia él.
En cuanto lo hizo, tal como él debió de prever, el semental se encabritó y empezó a relinchar. E incluso entonces Tom habría podido apartarse. Grace había presenciado en una ocasión que Pilgrim se había comportado de la misma manera y que Tom se había movido con destreza para ponerse a salvo. Sabía cómo actuaría el animal, qué músculos se moverían y por qué, antes incluso de que el caballo lo supiera. Pero esta vez Tom no hurtó el cuerpo ni agachó la cabeza ni retrocedió siquiera, sino que se aproximó a él.
Aún había demasiado polvo para que Grace pudiera estar totalmente segura, pero le pareció ver que Tom abría un poco los brazos y, con un ademán tan leve que ella pudo incluso haberlo imaginado, le mostró al caballo la palma de las manos.
Fue como si estuviera ofreciendo alguna cosa y quizá se trataba sencillamente de lo que siempre había ofrecido: paz y afinidad. Pero aunque a partir de aquel día nunca iba a compartir con nadie lo que pensó entonces, Grace tuvo la impresión de que no era así y que Tom, sin sombra de miedo o desesperación, estaba de algún modo ofreciéndose a sí mismo.
Luego, con un horripilante sonido que bastó para ratificar su fallecimiento, los cascos cayeron sobre su cabeza y lo arrojaron al suelo como a un ídolo caído.
El semental se engrifó de nuevo pero no tan arriba, y sólo para buscar una superficie más segura que el cuerpo del hombre donde posar las patas. Por un momento el caballo pareció molesto por tan rápida capitulación y pateó el polvo junto a su cabeza. Luego agitó la crin, lanzó un último relincho, torció repentinamente hacia la quebrada y se alejó de allí.