Capítulo 34

La fiesta fue idea de Frank. Aseguraba que el propio caballo se lo había dicho: Pilgrim quería una fiesta, y fiesta tendrían. Telefoneó a Hank y éste dijo que se apuntaba. Además, tenía la casa llena de primos que habían llegado de Helena y que también asistirían a la fiesta. Para cuando terminó de llamar a todo el mundo, lo que en principio iba a ser una pequeña reunión se había convertido ya en una fiesta por todo lo alto y a Diane estaba a punto de darle un ataque pensando en cómo iba a darles de comer a todos.

—Caray, Diane —dijo Frank—. No podemos dejar que Annie y Grace hagan más de tres mil kilómetros en coche con ese caballo sin darles la despedida que se merecen.

Diane se encogió de hombros y Tom comprendió que a ella también le parecía bien.

—Y baile —añadió Frank—. Hay que organizar un baile.

—¿Un baile? ¡Venga ya!

Frank le pidió a Tom su opinión y Tom dijo que lo del baile le parecía bien. Así que Frank volvió a llamar a Hank y Hank dijo que vendría con su equipo de sonido y que si querían podía traer también sus luces de colores. No tardó ni una hora en llegar, y entre grandes y chicos lo dispusieron todo junto al establo mientras Diane, obligada por fin a mostrarse de mejor humor, fue con Annie a Great Falls para comprar comida.

A las siete estaba todo listo y fueron todos a lavarse y cambiarse de ropa.

Al salir de la ducha, Tom reparó en el albornoz azul y sintió como una sacudida sorda en su interior. Pensó que el albornoz aún olería a ella, pero cuando lo apretó contra su cara comprobó que no olía a nada.

Desde la llegada de Grace no había tenido oportunidad de estar a solas con Annie y experimentaba esa separación como si le hubieran extirpado algo por métodos crueles. Al ver que lloraba por Pilgrim había sentido ganas de correr a abrazarla. No poder tocarla estaba resultando casi insoportable.

Se vistió sin prisa y se demoró en su habitación, escuchando la llegada de los coches, las risas y la música que habían empezado a sonar. Al asomarse vio que había ya un verdadero gentío. La tarde era bonita y despejada. De la barbacoa, donde debía de estar esperándolo Frank, subían lentas espirales de humo. Escudriñó las caras y divisó a Annie. Estaba hablando con Hank. Llevaba un vestido que no le había visto antes, azul oscuro y sin mangas. Mientras él observaba, ella echó la cabeza hacia atrás, riendo de algo que le decía Hank. Tom se dijo que estaba muy hermosa. No había tenido menos ganas de reír en toda su vida.

Annie lo vio tan pronto salió al porche. La mujer de Hank estaba entrando una bandeja con vasos y él le aguantó la puerta y rió de algo que ella dijo al pasar. Entonces miró hacia afuera y enseguida topó con los ojos de Annie y sonrió. Ella advirtió que Hank acababa de preguntarle algo.

—Perdona Hank, ¿qué decías?

—Digo que os volvéis a Nueva York, ¿no?

—Pues sí. Mañana hacemos las maletas.

—A las chicas de ciudad no os gusta el campo, ¿eh?

Annie rió con ganas, tal vez demasiado, como había estado haciendo toda la tarde. Procuró tranquilizarse otra vez. Vio a Tom entre la gente. Smoky acababa de raptarlo para presentarle a unos amigos suyos.

—Esto huele muy bien —dijo Hank—. ¿Qué te parece Annie, vamos a servirnos algo? Tú, acompáñame.

Annie se dejó llevar como si careciera de voluntad propia. Hank cogió un plato para ella y lo llenó hasta arriba de carne renegrida y una generosa ración de judías enchiladas. Annie sintió un vahído, pero aguantó la sonrisa. Ya había tomado una decisión.

Cogería a Tom por su cuenta —si hacía falta incluso lo sacaría a bailar— y le diría que pensaba dejar a Robert. Iría a Nueva York la semana siguiente y les daría la noticia. Primero a Robert. Después a Grace.

«Dios mío —pensó Tom—, esto va a ser como la última vez». El baile había empezado hacía más de media hora y cada vez que él intentaba acercarse a ella, alguien la abordaba o lo abordaba a él. Y cuando pensó que ya lo conseguía notó un golpecito en el hombro. Era Diane.

—¿Las cuñadas no tenemos derecho a bailar?

—Diane, creía que no ibas a pedírmelo.

—Y yo sabía que tú no ibas a hacerlo.

La agarró y al momento se desanimó un poco al oír que la siguiente pieza era una balada lenta. Diane llevaba puesto un vestido rojo que había comprado en Los Ángeles y había intentado pintarse los labios a juego, pero no le había salido muy bien. Despedía un fuerte olor a perfume con un fondo de licor que él pudo detectar también en sus ojos.

—Estás guapísima —dijo.

—Es usted muy amable, caballero.

Hacía mucho que Tom no veía a Diane bebida. No sabía por qué, pero le entristeció. Ella presionaba sus caderas contra él, arqueando de tal forma el cuerpo que Tom supo que si la soltaba iría a parar al suelo. No dejaba de observarlo con una especie de cómplice mirada burlona que él no comprendía ni mucho menos le gustaba.

—Me ha dicho Smoky que al final no fuiste a Wyoming.

—¿Eso te ha dicho?

—Ajá.

—Bueno, pues es verdad. Uno de los caballos estaba enfermo, así que iré la semana próxima.

—Ajá.

—¿Qué pasa, Diane? —Él lo sabía, naturalmente. Y se maldijo por darle la oportunidad de decirlo. Habría sido mejor cambiar de tema.

—Sólo espero que te hayas portado bien, eso es todo.

—Vamos, Diane. Has bebido más de la cuenta.

Fue un error. Ella lo fulminó con la mirada.

—No me digas. ¿Crees que no lo hemos notado todos?

—¿Notado el qué?

Otro error.

—Ya sabes de qué hablo. Casi puede olerse el vapor que os sale a los dos.

Tom sacudió la cabeza y desvió la mirada como si Diane estuviese loca, pero ella comprendió que había dado en el clavo, porque sonrió triunfante y agitó un dedo delante de su nariz.

—Menos mal que regresa a su casa, cuñado mío —dijo.

No intercambiaron más palabras durante el resto de la pieza y al terminar ella volvió a mirarlo del mismo modo y se alejó, contoneándose como una furcia. Tom aún estaba recobrándose del lance cuando Annie se acercó a él por detrás.

—Lástima que no llueva —murmuró.

—Ven a bailar conmigo —dijo él, y la agarró antes de que alguien pudiera llevársela.

La música era rápida y bailaron separados, desviando la mirada sólo cuando su intensidad amenazaba con abrumarlos o delatar su pasión. Tenerla tan cerca e inaccesible a la vez era como una exquisita forma de tortura. Tras el segundo número, Frank intentó llevársela, pero Tom bromeó diciendo que era el hermano mayor y no quiso ceder.

La siguiente pieza era una balada lenta en que una mujer cantaba sobre su amado, al que iban a ejecutar. Por fin pudieron tocarse. El roce de la piel de ella y la ligera presión de su cuerpo a través de la ropa casi lo hizo tambalearse de vértigo, y tuvo que cerrar momentáneamente los ojos. Sabía que Diane estaría mirándolos desde alguna parte pero no le importó.

La polvorienta pista de baile estaba atestada. Annie miró en derredor y dijo a media voz:

—Necesito hablar contigo. ¿Qué podemos hacer para hablar?

Él tuvo ganas de decir: «¿De qué tenemos que hablar? Te vas. No hay más que hablar». Pero, en lugar de eso dijo:

—El estanque de ejercicios. Dentro de veinte minutos. Iré a buscarte.

Annie sólo tuvo tiempo de asentir con la cabeza, pues al momento se le acercó Frank una vez más y se la llevó.

A Grace le daba vueltas la cabeza y no era sólo a causa de los dos vasos de ponche que había tomado. Había estado bailando prácticamente con todos los hombres presentes —Tom, Frank, Hank, Smoky, incluso con su querido Joe— y la imagen que ahora tenía de sí misma era sensacional. Podía bailar cualquier cosa sin perder el equilibrio ni una sola vez. Podía hacer de todo. Le habría gustado que Terri Carlson hubiese estado allí para que la viera. Por primera vez en su nueva vida, tal vez incluso en toda su vida, se sentía hermosa.

Necesitaba orinar. Había un lavabo a un lado del establo, pero al llegar allí vio que había cola. Decidió que nadie se molestaría si utilizaba uno de los baños de la casa —había confianza suficiente y además, en cierto modo, era su fiesta—, de manera que se dirigió hacia el porche.

Cruzó la puerta mosquitera, poniendo instintivamente la mano para que no hiciera ruido al cerrarse. Mientras iba hacia la cocina, oyó voces. Frank y Diane estaban discutiendo.

—Lo que pasa es que has bebido más de la cuenta —decía él.

—Que te den por el saco.

—No es asunto tuyo, Diane.

—Ella no le ha quitado ojo de encima desde que llegó. Echa un vistazo ahí fuera, hombre. Parece una loba en celo.

—Eso es absurdo.

—Dios, mira que sois tontos los hombres.

Se oyó el ruido de unos platos al romperse. Grace se había quedado inmóvil. En el momento en que decidía que lo mejor era volver al establo y hacer cola, oyó los pasos de Frank dirigiéndose hacia el cuarto de las botas. Grace sabía que no iba a tener tiempo de marcharse sin que él la viera. Y si la pillaba escabullándose sabría con certeza que había estado escuchando a hurtadillas. Lo único que podía hacer era seguir andando hacia adelante y tropezar con él como si acabase de entrar.

Al aparecer delante de ella en el portal, Frank se detuvo un instante y se volvió hacia Diane.

—Cualquiera diría que estás celosa.

—¡Venga, déjame en paz!

—Eres tú quien tienes que dejarlo en paz a él. Ya es un adulto.

—¡Y ella una mujer casada y con una hija!

Frank se volvió y entró en el cuarto de las botas sacudiendo la cabeza. Grace avanzó hacia él.

—Hola —dijo alegremente.

Frank parecía mucho más que sobresaltado, pero se recobró enseguida y sonrió.

—¡Pero si es la reina del baile! ¿Cómo estás? —Le puso las manos en los hombros.

—Oh, estoy pasándolo en grande. Gracias por la fiesta y todo lo demás.

—Es un verdadero placer, puedes creerme, Grace. —Le dio un beso en la frente.

—¿Puedo usar el cuarto de baño? Es que fuera hay mucha cola…

—Desde luego que sí. Entra.

Cuando Grace pasó por la cocina no vio a nadie allí. Oyó pasos subiendo por la escalera. Sentada en el inodoro se preguntó de quién habrían estado discutiendo y tuvo el primer indicio de que tal vez lo sabía.

Annie llegó antes que él y rodeó lentamente el estanque hasta el lado más apartado. El aire olía a cloro y el roce de la suela de sus zapatos sobre el suelo de hormigón resonó en la cavernosa oscuridad. Se apoyó en la pared blanqueada y notó la fresca lisura en la espalda. Un rayo de luz llegaba del establo y Annie miró cómo se reflejaba en el agua absolutamente quieta del estanque. En el otro mundo, oyó que terminaba una canción country y empezaba otra que apenas se distinguía de la anterior.

Le parecía imposible que no hiciera ni veinticuatro horas que habían estado los dos en la cocina de la casa del arroyo sin nadie que los importunara ni los mantuviese separados. Deseó haberle dicho entonces lo que quería decirle ahora. Le había parecido que no encontraría las palabras adecuadas. Esa mañana al despertar en sus brazos, no había estado menos segura, incluso en la misma cama que hacía sólo una semana había compartido con su esposo. Sólo se avergonzaba de no sentir vergüenza alguna. Y sin embargo algo le había impedido decírselo; y ahora se preguntaba si sería el miedo o la posible reacción de él.

No era que dudase de que Tom la quería. Eso ni pensarlo. Sólo que había algo en él, una especie de triste presagio que era casi fatalista. Se había dado cuenta de ello cuando Tom había intentado desesperadamente que comprendiera qué había hecho con Pilgrim.

El espacio junto al establo se inundó brevemente de luz. Tom se detuvo y la buscó en la oscuridad. Ella caminó hacia él y entonces él la vio y fue a su encuentro. Annie corrió los últimos metros que los separaban como si temiera que alguien pudiera arrebatárselo. Entre sus brazos sintió que por fin se liberaba de aquello que toda la tarde había intentado reprimir. Sus respiraciones fueron una, sus bocas también, su sangre parecía impulsada por el mismo corazón a través de sus venas.

Cuando por fin pudo hablar, permaneció en el cobijo de los brazos de él y le dijo que había decidido separarse de Robert. Habló con toda la serenidad de que fue capaz, apretando la mejilla contra su pecho, temerosa tal vez de lo que pudiera ver en los ojos de Tom si se decidía a mirar. Dijo que sabía lo mal que iban a pasarlo todos. Pero a diferencia de la pena que significaría perder a Tom, ésa era una pena que al menos podía imaginar.

Tom escuchó en silencio, estrechándola entre sus brazos y acariciándole el pelo. Pero cuando terminó y vio que él no decía nada, Annie notó el primer dedo frío del terror acercándose a ella. Levantó la cabeza, atreviéndose por fin a mirarlo, y observó que él estaba demasiado emocionado para decir nada. Tom apartó la vista. La música seguía sonando en el establo. Volvió a mirarla y sacudió levemente la cabeza.

—Oh, Annie.

—¿Qué? Dime.

—No puedes hacerlo.

—Sí que puedo. Iré a Nueva York y se lo diré.

—¿Y Grace? ¿Podrás decírselo a ella?

Annie lo miró fijamente. ¿Por qué le hacía eso? Ella esperaba su ratificación y él sólo expresaba recelo, poniéndola frente a la única cuestión que ella no había osado encarar. Y de pronto se dio cuenta de que en su determinación había recurrido a la vieja costumbre de autoprotegerse, exteriorizándola; pues claro que a los hijos les afectaban esas cosas, se había dicho, era inevitable, pero si se hacía de un modo civilizado y sensible no tenía por qué ser un trauma, al menos duradero; no era como quedarse sin la madre o el padre sino sólo perder una geografía obsoleta. En teoría, Annie sabía que eso era así; sus amistades divorciadas demostraban que era posible. Pero aplicado a ellos y a Grace, la cosa parecía ridícula.

—Después de lo que ha sufrido… —dijo él.

—¿Acaso crees que no lo sé?

—Naturalmente que lo sabes. Lo que iba a decir es que precisamente por eso, porque lo sabes, no tienes que hacerlo aun cuando creas que puedes.

Annie notó que se ponía a llorar y que no podía impedirlo.

—No tengo otra elección. —Lo dijo casi en un grito que resonó en las desnudas paredes como un lamento.

—Eso es lo que dijiste de Pilgrim —replicó Tom—, pero estabas equivocada.

—¡La otra alternativa es perderte! —Al ver que él asentía, agregó—: ¿No ves que eso no es una alternativa? ¿Tú escogerías perderme?

—No —respondió él sin más—. Pero no tengo por qué perderte.

—¿Recuerdas lo que dijiste de Pilgrim? Dijiste que había ido hasta el borde del abismo, que vio lo que había más allá y optó por aceptarlo.

—Pero si lo que vieras allí fuese dolor y sufrimiento, sólo un loco escogería aceptarlo.

—Para nosotros no sería dolor ni sufrimiento.

Él sacudió la cabeza. Annie se sentía furiosa. Con él por decir lo que ella sabía en el fondo que era verdad, y consigo misma por los sollozos que ahora sacudían su cuerpo.

—Tú no me quieres —dijo, y al instante se odió por su sensiblera autocompasión, y luego todavía más por la sensación de triunfo que experimentó al ver que a él se le llenaban los ojos de lágrimas.

—Oh, Annie. No sabes lo mucho que te quiero.

Ella lloró en sus brazos y perdió toda noción del tiempo. Le dijo que no podía vivir sin él y no vio premonición alguna cuando Tom respondió que en el caso de él era cierto, pero no en el de ella. Añadió que con el tiempo valoraría aquellos días como un regalo de la naturaleza que había logrado mejorar enormemente sus vidas.

Cuando ya no pudo llorar más, Annie se lavó la cara en el agua fría del estanque y Tom le alcanzó una toalla y la ayudó a limpiarse el rímel que se le había corrido. Sin apenas cruzar palabra, esperaron a que la rojez desapareciera de sus mejillas. Y luego, por separado, se fueron.