Peló las cebollas, las partió por la mitad y las cortó en finas rodajas, respirando por la boca para que los vapores no la hicieran llorar. Notaba la mirada de él pendiente de todos sus movimientos, cosa que le resultaba curiosamente estimulante, como si esa vigilancia la invistiera de unas habilidades que nunca había creído tener. Lo mismo había sentido mientras hacían el amor. Tal vez (sonrió al pensarlo) fuese eso lo que experimentaban los caballos en su presencia.
Tom estaba apoyado en la riostra al fondo de la habitación. Aún no había tocado la copa de vino que ella le había servido. En la sala la música de la radio de Grace había dado paso a una charla erudita sobre cierto compositor del que Annie nunca había oído hablar. Los locutores de las emisoras públicas parecían tener todos el mismo tono de voz sosegado y empalagoso.
—¿Qué miras? —preguntó ella con dulzura.
Él se encogió de hombros y respondió:
—A ti. ¿Te molesta?
—Me gusta. Hace que me sienta como si supiera qué estoy haciendo.
—Cocinas bien.
—No lo suficiente como para salvar mi vida.
—Bueno, mientras salves la mía…
Al volver al rancho aquella tarde a ella le había preocupado que la realidad pudiera irrumpir de pronto en sus vidas. Pero, extrañamente, no había ocurrido así. Se sentía como arropada por una calma inviolable. Mientras él iba a echar un vistazo a los caballos, ella hizo lo propio con el contestador, sin encontrar ningún mensaje inquietante. El más importante era de Robert, que había telefoneado para dar el número y hora de llegada del vuelo de Grace a Great Falls para el día siguiente. Con Wendy Auerbach todo había ido «correcto», decía Robert, y de hecho Grace estaba tan contenta con su pierna nueva que había pensado apuntarse al maratón.
La calma de Annie no se alteró ni siquiera cuando habló con ellos dos por teléfono. El mensaje que les había dejado el martes, informándoles de que iba a pasar un par de días en la cabaña que los Brooker tenían en la montaña, no parecía haber levantado la menor sospecha. Desde que estaban casados Annie pasaba de vez en cuando unos días sola en alguna parte y Robert, que debió de considerarlo como parte del proceso de aclarar ideas tras la pérdida de su empleo, se limitó a preguntar cómo le había ido, a lo que ella se limitó a contestar que muy bien. Salvo por omisión, Annie ni siquiera tuvo que mentir.
—Me preocupa esa vuelta a la naturaleza, el aire libre y todo eso en que andas metida —bromeó él.
—¿Por qué?
—Bueno, no tardarás en decir que quieres irte a vivir al campo y yo tendré que especializarme en pleitos de ganaderos o algo así.
Cuando colgaron Annie se preguntó por qué el sonido de la voz de Robert o de la de Grace no la habían zambullido en el mar de culpa que ella estaba segura que le aguardaba. Era como si esa parte susceptible de su carácter hubiera quedado en suspenso, con el ojo puesto en el reloj y consciente de que aún le quedaban unas pocas horas, fugaces, con Tom.
Estaba preparando el plato de pasta que había querido hacer la tarde en que habían ido todos a cenar. Las macetas de albahaca que había comprado en Butte estaban floridas. Mientras trituraba las hojas, él se acercó a ella por detrás, apoyó levemente las manos en sus caderas y la besó en el cuello. El roce de sus labios le cortó la respiración.
—Huele bien —dijo él.
—¿Yo o la albahaca?
—Las dos.
—¿Sabías que en la antigüedad utilizaban la albahaca para embalsamar a los muertos?
—¿Te refieres a las momias?
—Y a los momios también. Impide la necrosis de la carne.
—Pensaba que era para evitar la lujuria.
—Sí, también sirve para eso, así que no comas mucho.
Añadió la albahaca a la sartén donde había echado ya los tomates y la cebolla y luego se volvió. Su frente estaba a la altura de los labios de él, y Tom la besó allí dulcemente. Ella bajó la vista e introdujo sus pulgares en los bolsillos delanteros de su pantalón. Y en la quietud compartida de aquel instante Annie supo que no era capaz de abandonar a aquel hombre.
—Oh, Tom. Te quiero tanto.
—Yo también te quiero.
Encendieron las velas que ella había comprado para la fiesta y apagaron los fluorescentes para comer en la mesa pequeña de la cocina. La pasta estaba excelente. Cuando terminaron de comer, él le preguntó si había adivinado el truco del cordel. Ella dijo que según Joe no era un truco pero que, de todos modos, no lo había logrado.
—¿Todavía lo tienes?
—¿Tú qué crees?
Lo extrajo del bolsillo, se lo dio a Tom y éste le dijo que levantara el dedo y se fijara bien porque sólo iba a enseñárselo una vez. Annie siguió los intrincados movimientos de su mano hasta que el lazo se cerró y pareció atrapado por las puntas de sus dedos en contacto. Luego, mientras él estiraba lentamente el lazo, un momento antes de que quedase suelto, ella se dio cuenta de repente de cómo lo hacía.
—Déjame probar —dijo. Advirtió que podía imaginar exactamente los movimientos que había hecho con las manos y traducirlos por imagen especular en sus propios movimientos. Y cuando tiró del cordel, efectivamente, el lazo se deshizo.
Tom se retrepó en la silla y le dedicó una sonrisa a la vez triste y amorosa.
—Bien —dijo—. Ahora ya sabes el truco.
—¿Tengo que quedarme el cordel?
—Ya no lo necesitas —respondió Tom, y se lo guardó en el bolsillo.
Todos estaban allí y Grace deseó que no fuese así. Pero habían hecho tanta propaganda que no podía esperarse más que una nutrida concurrencia. Miró los rostros expectantes en torno al gran ruedo: su madre, Frank y Diane, Joe, los gemelos con sus gorras de los estudios Universal, hasta Smoky había acudido. ¿Y si todo salía mal? Interiormente se decía con firmeza que saldría bien. No iba a dejar que fuese de otro modo.
Pilgrim estaba ensillado en mitad del ruedo mientras Tom ajustaba los estribos. El caballo tenía un aspecto magnífico, aunque Grace no se acostumbraba aún a verlo con aquella clase de silla de montar. Había acabado prefiriéndola a la silla inglesa después de haber montado a Gonzo. Hacía que se sintiese más segura, de modo que había decidido emplearla para esa ocasión.
Por la mañana ella y Tom habían conseguido desenredar los últimos nudos de sus crines y cola, y habían cepillado a conciencia el pelaje. Cicatrices aparte, pensó Grace, parecía un caballo de competición. Pilgrim siempre había sabido estar a la altura. Hacía casi un año, recordó, que había visto su primera fotografía, enviada desde Kentucky.
Habían visto cómo Tom lo hacía dar unas vueltas al ruedo. Grace había permanecido al lado de su madre, intentando, a fuerza de profundas inspiraciones, controlar los vahídos que sentía en el estómago.
—¿Y si sólo se deja montar por Tom? —dijo en un susurro.
Annie le dio un abrazo.
—Cariño, ya sabes que si no fuera seguro Tom no dejaría que lo hicieses.
Era verdad. Pero eso no mitigaba su nerviosismo.
Tom había dejado solo a Pilgrim y ahora caminaba hacia ella. Grace se acercó. La nueva pierna ortopédica le encajaba a la perfección.
—¿Todo listo? —dijo él. Ella tragó saliva y asintió. Temía que su voz la traicionara. Él vio que estaba preocupada y al llegar a su altura dijo de forma que nadie más pudiera oír—: ¿Sabes, Grace?, no tenemos por qué probar ahora. A decir verdad, yo no me esperaba esta especie de circo.
—No pasa nada. Es igual.
—¿Seguro?
—Sí.
La rodeó con su brazo y fueron hasta donde Pilgrim estaba esperando. Grace advirtió que el animal aguzaba las orejas al verlos acercarse.
A Annie le latía con tanta fuerza el corazón que pensó que Diane, de pie a su lado, debía de estar oyéndolo. Costaba decir cuántos de aquellos latidos eran por Grace y cuántos por sí misma. Pues lo que estaba en juego en aquella franja de tierra rojiza era sumamente decisivo. Era a la vez un principio y un final, aunque de qué y para quién, no lo sabía a ciencia cierta. Era como si todo estuviera girando en una enorme y culminante centrifugadora de emociones, y sólo cuando ésta se detuviera sabría qué consecuencias había tenido para todos y qué iba a ser de ellos a partir de entonces.
—Esa hija suya es una chica muy valiente —dijo Diane.
—Lo sé.
Tom hizo detener a Grace a escasa distancia de Pilgrim, como para no atosigarlo. Recorrió los últimos pasos él solo, se detuvo a su lado y alargó la mano para sujetarlo. Lo cogió de la brida y colocó la cabeza junto a la de Pilgrim mientras acariciaba su cuello con la palma de la otra mano. El caballo no quitaba ojo de encima a Grace.
Aunque estaba lejos, Annie comprendió que algo andaba mal.
Cuando Tom intentó hacerlo avanzar, Pilgrim se resistió, levantó la cabeza y miró a Grace dejando ver el blanco de sus ojos. Tom se lo llevó aparte y le hizo dar unas vueltas, tal como ella lo había visto hacer antes con un ronzal, obligándolo a ceder a la presión y girar las ancas. Eso pareció tranquilizarlo. Pero tan pronto lo llevó de nuevo hacia donde estaba Grace, Pilgrim se mostró otra vez esquivo.
Grace estaba mirando hacia el otro lado, de modo que Annie no pudo verle la cara. Pero no le hacía falta. Desde donde estaba podía notar la inquietud y el dolor que se habían apoderado de su hija.
—No sé si esto es muy buena idea —dijo Diane.
—Todo irá bien —dijo Annie con un tono de voz que sonó brusco.
—Eso espero —dijo Smoky. Pero ni él parecía muy seguro.
Tom se llevó a Pilgrim y le hizo dar más vueltas, y al darse cuenta de que eso no funcionaba lo montó y recorrió el ruedo a medio galope. Grace fue girando lentamente, siguiéndolos con la mirada. Miró brevemente a Annie e intercambiaron una sonrisa que ninguna de las dos consiguió que resultase convincente.
Tom no hablaba ni se preocupaba de nadie más que de Pilgrim. Estaba ceñudo, y Annie no supo decir si era de pura concentración o si en ello también había inquietud, aunque sabía que él nunca se mostraba inquieto cuando estaba con caballos.
Tom se apeó y guió a Pilgrim nuevamente hacia Grace. Y el caballo se repropió otra vez. Grace giró sobre sus talones y a punto estuvo de caer al suelo. Mientras regresaba a donde estaban los espectadores, la boca le temblaba, y Annie se dio cuenta de que pugnaba por no llorar.
—Smoky —llamó Tom.
Smoky trepó a la baranda y fue hacia él.
—Todo irá bien, Grace —dijo Frank—. Tú espera unos minutos. Tom lo arreglará, ya lo verás.
Grace asintió e intentó sonreír, pero no fue capaz de mirar a nadie, y menos a Annie. Annie quiso abrazarla pero se contuvo. Sabía que Grace no podría aguantarlo y acabaría llorando y que luego se avergonzaría y se enfadaría por las dos cosas.
Cuando la muchacha estuvo lo bastante cerca, le dijo quedamente:
—Frank tiene razón. Todo irá bien.
—Pilgrim ha visto que estaba asustada —susurró Grace.
Tom y Smoky estaban en el ruedo hablando de forma que sólo Pilgrim podía oírlos. Al rato Smoky dio media vuelta y caminó lentamente hasta la puerta que había al fondo del ruedo. La abrió y entró en el establo. Tom dejó a Pilgrim donde estaba y fue hacia los espectadores.
—Bueno, Gracie —dijo—. Vamos a hacer una cosa que yo confiaba en parte no tener que hacer. Pero todavía le ronda algo por la cabeza que no puedo solucionar de otra manera. Smoky y yo vamos a intentar hacer que se tumbe. ¿De acuerdo?
Grace asintió. Annie vio que la chica no tenía una idea clara de qué significaba aquello, y ella tampoco.
—¿Qué supone eso? —preguntó Annie. Él la miró y ella tuvo una súbita visión de sus cuerpos unidos.
—Pues más o menos lo que parece. Sólo que es algo que no siempre resulta agradable de presenciar. A veces el caballo planta cara y se niega. Por eso no me gusta hacerlo a menos que no quede otra salida. El caballo ya nos ha enseñado que le gusta pelear. De modo, Grace, que si prefieres no mirar, te sugiero que vayas a la casa; cuando hayamos acabado te avisaré.
Grace negó con la cabeza.
—No —dijo—. Quiero mirar.
Smoky volvió al ruedo con las cosas que Tom lo había enviado a buscar. Habían tenido que hacer eso mismo en un cursillo allá en Nuevo México varios meses atrás, y Smoky sabía muy bien de qué iba el asunto. En voz baja, y apartados de los que estaban mirando, Tom le hizo repasar una vez más todo el proceso para que no hubiera ningún error y nadie saliera herido.
Smoky lo escuchó muy serio, asintiendo de vez en cuando con la cabeza. Cuando Tom creyó que le había quedado claro, fue con él a donde estaba Pilgrim. El caballo se había retirado al fondo del ruedo y por el modo en que movía las orejas era fácil adivinar que presentía que estaba a punto de pasar algo no muy divertido. Dejó que Tom se le acercara y le frotara el cuello, pero no le quitó ojo de encima a Smoky, que estaba a unos cuantos metros con todas aquellas cuerdas en la mano.
Tom desenganchó la brida y en su lugar colocó el ronzal que Smoky le pasó. Luego, de uno en uno, Smoky le pasó los cabos de dos cuerdas largas que llevaba arrolladas al brazo. Tom aseguró un extremo debajo del ronzal y el otro en la perilla de la silla.
Sus ademanes eran pausados para no dar motivo de temor a Pilgrim. La estratagema hacía que se sintiese mal, pues sabía qué vendría a continuación y cómo la confianza que había logrado establecer con el caballo tendría que romperse antes de ser restablecida. Tal vez, se dijo, no lo había hecho bien. Tal vez lo que había sucedido entre él y Annie lo había afectado en algo que el caballo percibía. Lo más seguro era que Pilgrim hubiese percibido el miedo de Grace y no otra cosa. Pero nadie, ni siquiera él, podía afirmar con absoluta claridad qué pasaba por sus mentes. Tal vez en lo más íntimo de su ser Tom estaba diciéndole al caballo que no quería que saliera bien, porque si salía bien significaría el final y Annie se marcharía.
Le pidió la maniota a Smoky. Estaba hecha con un trozo de arpillera vieja y cuerda. Pasando suavemente la mano por la pata delantera izquierda de Pilgrim, le levantó la pezuña. El caballo sólo se movió un poco. Tom lo tranquilizaba todo el tiempo con la mano y con la voz. Cuando Pilgrim se quedó quieto, Tom deslizó la eslinga de arpillera por encima de la pezuña y se aseguró de que le quedara cómoda. Con el extremo de cuerda procedió a alzar el peso de la pezuña levantada y anudó el cabo rápidamente en la perilla. Pilgrim era un animal de tres patas. Sólo había que esperar que explotara.
Y explotó, como Tom sabía que ocurriría tan pronto se apartó y le cogió el ronzal a Smoky. Pilgrim trató de moverse y advirtió que estaba inválido. Saltó y se tambaleó sobre su mano derecha y se asustó de tal manera que saltó y se agitó de nuevo y se asustó todavía más.
No podía andar, pero tal vez pudiese correr, de modo que probó, y al sentirse paralizado una expresión de pánico apareció en sus ojos. Tom y Smoky tiraron de sus respectivas cuerdas obligándolo a dar vueltas en círculo en un radio de unos cuatro o cinco metros. Y así estuvo dando vueltas, como un caballo de tiovivo con una pata rota.
Tom dirigió la mirada hacia las caras que observaban desde la baranda. Vio que Grace estaba pálida y que Annie la tenía abrazada, y se maldijo por haberles dado a escoger y no haber insistido en que volvieran a la casa y se ahorrasen la angustia de aquel lamentable espectáculo.
Annie tenía las manos sobre los hombros de Grace. Los nudillos se le habían puesto blancos. Los músculos de sus respectivos cuerpos estaban totalmente crispados y daban un respingo con cada agónico brinco de Pilgrim.
—¡Por qué hace eso! —exclamó Grace.
—No lo sé.
—Todo irá bien, Grace —dijo Frank—. Se lo he visto hacer en otra ocasión.
Annie lo miró y forzó una sonrisa. La expresión de Frank contradecía sus palabras de ánimo. Joe y los gemelos parecían tan preocupados como la propia Grace.
—Quizá sería mejor que la llevara dentro —susurró Diane.
—No —dijo Grace—. Quiero mirar.
Pilgrim ya estaba bañado en sudor. Pero no se rendía. Mientras daba vueltas su pata maneada hendía el aire como una aleta deforme y enloquecida. Su convulsa andadura despertaba un volcán de tierra a cada paso, dejándolos a los tres envueltos en una tenue neblina roja.
A Annie aquello le parecía muy impropio de Tom, muy poco acorde con su carácter. Lo había visto mostrarse firme con los caballos, pero nunca hacerlos sufrir o maltratarlos. Todo lo que había trabajado con Pilgrim tenía como único fin ganarse su confianza. Pero ahora estaba haciéndole daño. No conseguía entenderlo.
Por fin, el caballo se detuvo. De inmediato, Tom le hizo una señal a Smoky y ambos aflojaron las cuerdas. Entonces el caballo echó a andar otra vez y ellos tensaron las cuerdas, manteniendo la presión hasta que se detuvo. Se las aflojaron otra vez. El caballo se quedó donde estaba, mojado y jadeando como un fumador asmático en situación crítica, y el sonido era tan áspero y horrible que Annie quiso taparse los oídos.
Ahora Tom estaba diciéndole algo a Smoky. Este asintió y le pasó su cabo y después fue a coger el lazo arrollado que había dejado antes en el suelo. Volteó en el aire un lazo amplio y al segundo intento lo hizo caer sobre la perilla de la silla de Pilgrim. Tiró con fuerza y llevó el otro cabo al fondo del ruedo, donde lo ató a la baranda inferior. Smoky volvió al centro del ruedo y cogió los otros dos cabos de manos de Tom.
Tom se aproximó a la baranda y empezó a ejercer presión en la cuerda del lazo. Pilgrim lo notó y se aprestó a resistir. La presión era hacia abajo y la perilla de la silla se ladeó.
—¿Qué está haciendo? —preguntó Grace con voz queda y atemorizada.
—Está intentado hacerle poner de rodillas —respondió Frank.
Pilgrim opuso toda la resistencia de que fue capaz, y cuando por fin hincó las rodillas, fue sólo un momento. Enseguida pareció reunir fuerzas y se irguió de nuevo. Otras tres veces se arrodilló y volvió a levantarse, como un converso reacio. Pero la presión que Tom estaba ejerciendo sobre la silla era demasiado fuerte e inexorable y finalmente el caballo se derrumbó y permaneció quieto sobre la arena.
Annie notó el alivio en los hombros de Grace. Pero la cosa no había terminado. Tom mantuvo la presión y luego dijo a Smoky que soltase las otras cuerdas y fuera a ayudarle. Entre los dos tiraron del lazo.
—¿Por qué no lo dejan en paz? —exclamó Grace—. ¿Es que no le han hecho suficiente daño?
—Tiene que tumbarse —dijo Frank.
Pilgrim bufaba como un toro herido. Estaba arrojando espuma por la boca y tenía los flancos sucios de arena y sudor. Forcejeó un buen rato más. Pero al final, vencido, se recostó lentamente sobre un flanco, y apoyó la cabeza en el suelo y se quedó quieto.
Annie tuvo la impresión de que la rendición era total y humillante. Notó que Grace empezaba a sollozar. Sintió que las lágrimas afloraban también a sus ojos y se vio impotente para contenerlas. Grace se volvió y sepultó la cara en el pecho de su madre.
—¡Grace! —Era Tom.
Annie alzó la mirada y vio que Tom estaba con Smoky junto al cuerpo postrado del caballo. Parecían dos cazadores con su pieza recién cobrada.
—¡Grace! —llamó de nuevo—. ¿Quieres venir un momento?
—¡No! ¡No quiero!
Tom dejó a Smoky y se les acercó. Su expresión, ceñuda, lo hacía casi irreconocible, como si estuviera poseído por una sombría fuerza vengativa. Annie rodeó a Grace con sus brazos para protegerla. Tom se paró delante de ellas.
—Me gustaría que vinieses conmigo, Grace.
—Pues yo no quiero ir.
—Tienes que venir.
—No, le harás daño otra vez.
—Nadie le ha hecho daño. Él está bien.
—¡Sí, claro!
Annie quería intervenir, protegerla. Pero la firmeza de Tom la tenía acobardada y al final dejó que le quitara a su hija de las manos. Él agarró a la muchacha por los hombros y la obligó a mirarlo.
—Tienes que hacerlo Grace. Confía en mí.
—¿Hacer?, ¿qué?
—Ven conmigo y te lo diré.
A regañadientes, Grace se dejó guiar al centro del ruedo. Impulsada por la misma urgencia protectora, Annie trepó a la baranda espontáneamente y los siguió. Smoky esbozó una sonrisa, pero al momento se dio cuenta de que no era oportuna. Tom la miró.
—No hay de qué preocuparse, Annie.
Ella apenas asintió.
—Bueno, Grace —dijo Tom—. Ahora quiero que lo acaricies. Quiero que empieces por los cuartos traseros y que le frotes y le muevas las patas y lo palpes de arriba abajo.
—¿Para qué? Está como muerto.
—Haz lo que te digo.
Grace caminó nada convencida hacia la parte posterior del caballo. Pilgrim no levantó la cabeza, de la arena, pero Annie vio que intentaba seguir sus pasos con el ojo.
—Muy bien. Ahora acarícialo. Vamos. Empieza por esa pata. Adelante. Muévesela. Así.
—¡Tiene el cuerpo fláccido, como si estuviera muerto! —exclamó Grace—. ¿Qué le has hecho?
Annie tuvo una visión de su hija en coma en el hospital.
—Se pondrá bien. Ahora apoya la mano en su cadera y comienza a frotársela. Vamos, Grace. Muy bien.
Pilgrim no se movía. Grace fue tocándole por todo el cuerpo manchándose con el polvo que le cubría los sudorosos flancos masajeando sus extremidades según le decía Tom. Por último le frotó el cuello y un lado mojado y sedoso de la cabeza.
—Muy bien. Ahora quiero que te pongas de pie encima de él.
—¿Qué? —Grace lo miró como si estuviera loco.
—Quiero que te pongas de pie encima de él —repitió Tom.
—Ni hablar.
—Grace…
Annie dio un paso al frente.
—Tom…
—Calla, Annie. —Ni siquiera la miró. Acto seguido dijo casi gritando—: Haz lo que te digo, Grace. Súbete encima. ¡Vamos!
No había forma de desobedecer. Grace se echó a llorar. Tom le tomó la mano y la condujo hasta la curva del vientre del caballo.
—Sube. Vamos, súbete al caballo.
Y ella lo hizo. Y llorando a moco tendido, se puso de pie, frágil como un lisiado, sobre el flanco del animal que más quería en el mundo y sollozó horrorizada ante su propia brutalidad.
Al volverse, Tom vio que Annie también lloraba, pero hizo caso omiso y se volvió de nuevo hacia Grace para decirle que ya podía bajar.
—¿Por qué lo haces? —preguntó Annie, suplicante—. Eso es cruel y humillante.
—Estás muy equivocada. —Tom estaba ayudando a Grace a bajar y no miró a Annie.
—¿Qué? —dijo ella con tono despectivo.
—Estás equivocada. No es cruel en absoluto. Él ha podido elegir.
—¿De qué estás hablando?
Tom se volvió y por fin la miró a los ojos. Grace seguía llorando a su lado, pero él no le prestó atención. Incluso en medio de su llanto la chica parecía tan incapaz como Annie de creer que Tom pudiera ser así, tan duro y despiadado.
—Ha podido elegir entre luchar contra la vida o aceptarla.
—No ha podido elegir.
—Te digo que sí. Le resultaba muy duro, pero podría haber seguido, insistir en volverse cada vez más infeliz. Pero en lugar de eso ha escogido ir hasta el borde del abismo y mirar. Ha visto lo que había más allá y ha elegido aceptarlo. —Se volvió hacia Grace y apoyó sus manos en los hombros de la chica—. Lo que acaba de pasarle, eso de estar ahí tumbado, es lo peor que él podía imaginar. ¿Y sabes una cosa? Ha visto que no pasaba nada. Incluso que tú le pisaras le ha parecido bien. Ha comprendido que no querías hacerle daño. Después de la tormenta siempre viene la calma. Ha sido la peor tormenta de su vida, pero ha sobrevivido a ella. ¿Entiendes ahora?
Grace se secaba las lágrimas e intentaba encontrar sentido a aquellas palabras.
—No lo sé —dijo—. Creo que sí.
Tom se volvió hacia Annie y ella vio en su mirada algo tierno, algo a lo que por fin podía y sabía aferrarse.
—¿Lo comprendes, Annie? Es muy, muy importante que lo comprendas. A veces lo que parece una rendición no lo es en absoluto. Se trata de lo que uno tiene en el corazón. De ver claramente cómo es la vida y aceptarla y ser fiel a ella por más que duela, porque el dolor que puede causar el no ser fiel a ella es muchísimo mayor. Annie, yo sé que tú lo entiendes.
Annie asintió, se enjugó las lágrimas e intentó sonreír. Sabía que allí había otro mensaje, un mensaje dirigido únicamente a ella. No se trataba de Pilgrim sino de ellos y de lo que estaba pasando entre ambos. Pero aunque fingió comprenderlo, no era así, y sólo podía confiar en que algún día, con el tiempo, llegase a comprenderlo.
Grace vio cómo desataban la maniota y las cuerdas que Pilgrim llevaba atadas al ronzal y a la silla. El caballo permaneció un momento tumbado sin mover la cabeza, mirándolos con un solo ojo. Luego, un poco vacilante, se puso de pie tambaleándose. Relinchó, bufó varias veces y luego dio unos pasos como si quisiese comprobar que estaba entero.
Tom dijo a Grace que lo llevara hasta la cisterna a un lado del ruedo y ella se quedó al lado del caballo mientras bebía largamente. Al terminar, Pilgrim levantó la cabeza, bostezó y todos se echaron a reír.
—¡Ahí van las mariposas! —exclamó Joe.
Entonces Tom volvió a colocarle la brida y le dijo a Grace que pusiera el pie en el estribo. Pilgrim se quedó quieto. Tom aguantó su peso con el hombro y ella pasó la pierna y se sentó en la silla.
Grace no sintió ningún miedo. Lo hizo andar primero hacia un lado del ruedo y luego hacia el otro. Después lo puso al medio galope y vio que iba fino como la seda y muy sosegado.
Tardó un poco en darse cuenta de que todo el mundo la vitoreaba como el día en que había montado a Gonzo.
Pero éste era Pilgrim. Su Pilgrim. Había superado la prueba. Y ella lo sentía debajo como siempre había sido, entregado, confiado y fiel.