Capítulo 32

Tom despertó al alba y al instante sintió la tibieza de ella durmiendo a su lado, pegada a su cuerpo, acurrucada en el abrigo de su brazo. Podía notar su aliento en la piel y el suave subir y bajar de sus pechos contra el costado. Annie tenía la pierna derecha encima de la de él, que podía notar en el muslo el cosquilleo de su vientre. Tenía la palma de la mano derecha sobre el pecho de él, a la altura del corazón.

Era ese momento esclarecedor en que normalmente los hombres se marchan y las mujeres quieren que se queden. El mismo había conocido muchas veces ese impulso de escabullirse al amanecer como un ladrón. Era algo que parecía ser fruto no tanto de la culpa como del miedo, miedo a que ese bienestar o esa camaradería que las mujeres parecían desear a menudo tras una noche de sexo fuese en cierto modo demasiado comprometedora. Tal vez estaba en juego alguna fuerza primordial, uno sembraba su semilla y salía pitando.

De ser así, esa mañana Tom no sintió lo mismo.

Permaneció muy quieto y se le ocurrió que quizá temía que despertara. En ningún momento, a lo largo de sus muchas horas de incansable avidez, había mostrado ella síntoma alguno de remordimiento. Pero él sabía que con el alba vendría, si no el arrepentimiento, sí un punto de vista más frío. Así, permaneció quieto en la luz que empezaba a revelarse, atesorando bajo el brazo la descuidada calidez sin culpa de su cuerpo.

Se durmió otra vez y despertó más tarde al oír el motor de un coche. Annie descansaba ahora de costado y él estaba acoplado a los contornos de su espalda, con la cara hundida en su nuca perfumada. Al apartarse un poco, ella murmuró algo pero sin despertarse. Él salió de la cama y recogió su ropa en silencio.

Era Smoky. Había aparcado junto a sus dos coches y estaba inspeccionando el sombrero de Tom, que había quedado toda la noche sobre el capó del Chevrolet. Su gesto de preocupación se tornó en sonrisa de alivio cuando oyó cerrarse la puerta mosquitera y vio que Tom se acercaba a él.

—Hola, Smoky.

—Pensaba que te habías ido a Sheridan.

—Sí. Ha habido un cambio de planes. Perdona, pensaba llamarte por teléfono.

Había telefoneado al hombre de los potros desde una gasolinera en Lovell para decir que lo sentía mucho pero no podía ir a verlo, pero se había olvidado totalmente de Smoky.

Smoky le pasó el sombrero. Estaba empapado de rocío.

—Por un momento he pensado que te habían raptado unos extraterrestres. —Miró el coche de Annie. Tom se dio cuenta de que intentaba comprender la situación—. ¿Así que Annie y Grace no se han ido al este?

—Grace sí, pero su madre no pudo conseguir pasaje. Se ha quedado hasta el fin de semana, cuando vuelva Grace.

—Ya —dijo Smoky, y asintió lentamente, pero Tom comprendió que no estaba nada convencido de lo que estaba pasando. Tom miró la puerta abierta del Chevrolet y recordó que las luces también habían quedado encendidas toda la noche.

—Anoche tuve problemas con la batería —dijo—. ¿Podrías echarme una mano para ponerlo en marcha?

No aclaraba las cosas pero sirvió, pues la perspectiva de hacer algo concreto pareció disipar a Smoky todas las dudas que aún persistían.

—Cómo no —dijo—. Tengo unos cables en la camioneta.

Annie abrió los ojos y le bastó un instante para recordar dónde se hallaba. Se volvió esperando verlo allí y sintió un pequeño brote de pánico al comprobar que estaba sola. Luego oyó voces y una puerta de coche que se cerraba, y el pánico aumentó. Se incorporó y apartó las piernas del revoltijo de sábanas. Fue hasta la ventana y, al andar, sintió entre las piernas el húmedo flujo de Tom. También notó un dolorcillo que en cierto modo le resultó placentero.

Abrió apenas las cortinas y vio la camioneta de Smoky alejarse y a Tom despidiéndolo con el brazo. Luego Tom se volvió y regresó a la casa. Annie sabía que no podría verla si miraba hacia arriba y mientras lo observaba se preguntó en qué los habría cambiado la noche que habían pasado juntos. ¿Qué pensaría él de ella, después de haberla visto tan lasciva e impúdica? ¿Qué pensaba ahora ella de él?

Tom entrecerró los ojos y alzó la vista al cielo, donde las nubes ya estaban en llamas. Los perros se enredaron entre sus piernas y él les alborotó el pelo y les habló mientras caminaba y Annie supo que, al menos para ella, nada había cambiado.

Se duchó en el pequeño cuarto de baño esperando que la acometiese la culpa o el remordimiento, pero lo único que sintió fue ansiedad de saber cuáles serían los sentimientos de él. Le resultó muy extraño encontrar tan pocos objetos de tocador. Utilizó su cepillo de dientes. Colgado junto a la puerta había un enorme albornoz azul que se puso, envolviéndose en el olor de él, para volver a su habitación.

Cuando entró, Tom había descorrido las cortinas y estaba mirando por la ventana. Se volvió al oírla entrar y ella recordó que había hecho el mismo movimiento el día en que había ido a Choteau para darle su veredicto sobre Pilgrim. En la mesa había dos tazas humeantes. Él sonrió y Annie creyó percibir cierto recelo en su actitud.

—He hecho un poco de café.

—Gracias.

Se acercó a coger la taza y la cogió entre sus manos. De repente, juntos y a solas en aquella habitación grande y vacía parecían dos desconocidos que han llegado demasiado pronto a una fiesta. Él señaló el albornoz con la cabeza.

—Te queda bien —dijo. Ella sonrió y sorbió su café. Era fuerte y estaba quemando—. Más allá hay un baño que está mejor si quieres…

—El tuyo me parece bien.

—Smoky ha pasado por aquí. Olvidé telefonearle.

Guardaron silencio. Cerca del arroyo relinchó un caballo. Él parecía tan preocupado que Annie temió de pronto que pudiera decir que lo sentía y que había sido un error.

—Annie.

—Qué.

Él tragó saliva.

—Sólo quería decir que sea lo que sea lo que sientas, pienses o quieras hacer, está bien.

—¿Y qué es lo que sientes tú?

Él dijo simplemente:

—Que te quiero. —Luego sonrió, se encogió ligeramente de hombros y añadió—: Eso es todo.

Annie sintió que se le partía el corazón, dejó la taza sobre la mesa, fue hacia él y se abrazaron como si el mundo se hubiera doblegado ya a su separación. Ella le cubrió la cara de besos.

Tenían cuatro días antes de que Grace y los Booker regresaran, cuatro días y cuatro noches. Un prolongado momento en la estela de ahoras. Y Annie decidió que iba a pensar, vivir y respirar sólo para eso, para ese presente. Y pasara lo que pasase, fueran lo brutales que fuesen las consecuencias a que después tuviesen que hacer frente, ese momento estaría escrito de forma indeleble en sus mentes y sus corazones. Para siempre.

Hicieron otra vez el amor mientras el sol se asomaba a una esquina de la casa y se inclinaba sobre ellos con complicidad. Y después, acunada en sus brazos, ella le dijo que quería que fuesen juntos a caballo a los pastos donde se habían besado por primera vez y donde podrían estar a solas, sin nadie que los juzgara a excepción de las montañas y el firmamento.

Vadearon el arroyo poco antes del mediodía.

Mientras Tom ensillaba dos caballos y cargaba otro con todo lo que necesitaban, Annie había vuelto en coche a la casa del arroyo para cambiarse y recoger sus cosas. Cada uno aportaría comida. Aunque ella no lo dijo ni él lo preguntó, Tom sabía que ella telefonearía a Nueva York para darle a su marido una excusa. Él había hecho lo mismo con Smoky, que estaba un poco aturullado con tanto cambio de planes.

—Conque a inspeccionar el ganado, ¿eh?

—Sí.

—¿Solo o…?

—No. Con Annie.

—Oh. Bueno.

Siguió una pausa y Tom casi oyó cómo Smoky sumaba mentalmente dos y dos son cuatro.

—Smoky, te agradecería que no se lo contaras a nadie.

—Pues claro, Tom. Descuida.

Dijo que iría a echar un vistazo a los caballos tal como habían quedado. Tom sabía que en ambas cosas podía confiar en él.

Antes de partir, Tom bajó a los corrales y llevó a Pilgrim al campo junto con algunos potros que había entrenado. Normalmente Pilgrim echaba a correr enseguida con ellos, pero esa vez se quedó pegado a la puerta viendo cómo Tom volvía a donde había dejado los caballos ensillados.

Tom iba a montar la misma yegua que había llevado cuando condujeron el ganado a los pastos, la ruana fresa. Mientras cabalgaba hacia la casa del arroyo llevando de las riendas a Rimrock y el pequeño caballo pinto de carga, miró hacia atrás y vio que Pilgrim seguía junto a la puerta del corral, mirándolo. Era como si el animal supiese que algo había cambiado en sus vidas.

Tom esperó con los caballos en el sendero y vio acercarse a Annie, que bajaba por la cuesta a grandes trancos.

La hierba del prado que había más allá del vado estaba crecida y lustrosa. Pronto empezaría la recolección del heno. Rozaba las patas de los caballos mientras Annie y Tom cabalgaban juntos, sin otro sonido que el rítmico crujir de sus sillas.

Durante un buen rato ninguno de los dos sintió necesidad de hablar. Ella no hacía preguntas sobre el territorio por el que pasaba. Y a Tom le pareció que el motivo no era que ya supiese los nombres de las cosas, sino que esos nombres carecían ahora de importancia. Sólo importaba que existiesen.

Se detuvieron al calor de la tarde y abrevaron los caballos en la misma charca de la primera vez. Dieron cuenta del sencillo almuerzo que ella había llevado, pan, queso y naranjas. Annie peló la suya diestramente de una sola monda y se rió cuando él intentó sin éxito, imitarla.

Cruzaron la meseta donde la flores habían empezado a marchitarse y esa vez, sí, fueron juntos hasta la cresta de la loma. No espantaron ningún ciervo pero sí vieron, a unos quinientos metros más adelante, un pequeño grupo de potros mosteños. Tom le hizo señas de que se detuviera. Estaban a favor del viento y los potros no habían percibido aún su presencia. Era un grupo formado por siete yeguas, cinco de ellas con crías. Había también un par de potros demasiado jóvenes para haber sido apartados de los otros. Tom nunca había visto al semental del grupo.

—Qué animal tan hermoso —dijo Annie.

—Sí.

Era imponente. Fuerte de ancas, debía de pesar más de cuatrocientos kilos. Su pelaje era de un blanco perfecto. La razón de que aún no hubiera visto a Tom y Annie era que estaba ocupado observando a un intruso mucho más molesto. Un semental joven, un bayo, estaba tanteando a las yeguas.

—En esta época del año el ambiente se caldea bastante —murmuró Tom—. Es el período de celo y ese caballo piensa que ha llegado el momento de actuar. Puede que lleve días siguiendo el rastro del grupo, probablemente con otros sementales jóvenes. —Tom se irguió en la silla para observar mejor—. Mira, allí están. —Se los señaló a Annie. A poco más de medio kilómetro había otros nueve o diez caballos.

—Lo llaman grupo de solteros. Se pasan el día por ahí, ya sabes, emborrachándose, fanfarroneando, grabando sus nombres en los árboles, hasta que son lo bastante mayores para ir a robarle la yegua a otro.

—Comprendo.

Por el tono de voz de Annie. Tom se percató de lo que acababa de decir. Annie lo estaba mirando pero él no se inmutó. Sabía qué estaría haciendo con las comisuras de la boca y el hecho de saberlo le gustó.

—Es verdad —dijo, y siguió mirando fijamente los potros.

Los sementales estaban a un palmo el uno del otro, mientras las yeguas, los potrillos y los amigos del retador contemplaban la escena. De pronto, ambos sementales explotaron, relinchando y sacudiendo la cabeza. Era entonces cuando el más débil solía ceder, pero el bayo no quería. Se encabritó, soltó un relincho agudo y el semental blanco se engrifó también, pero más alto, aplastándolo con sus pezuñas. Incluso desde donde se encontraban Tom y Annie podía verse el blanco de sus dentaduras y oír el golpe sordo de sus coces. Luego, en cuestión de segundos, la lucha terminó y el bayo se escabulló derrotado. El semental blanco lo vio partir y entonces, tras mirar de soslayo a Tom y Annie, se alejó con su familia.

Tom notó de nuevo que ella lo miraba. Se encogió de hombros, sonrió y dijo:

—A veces se gana y a veces se pierde.

—¿Crees que el otro volverá?

—Seguro que sí. Tendrá que hacer un poco más de gimnasia, pero seguro que vuelve.

Encendieron un fuego junto al riachuelo, al lado mismo del lugar en que se habían besado. Como la vez anterior, enterraron unas patatas en las brasas y mientras se cocían hicieron una cama, poniendo sus petates uno junto al otro con las sillas por cabecera; luego juntaron los dos sacos de dormir. En la orilla opuesta, unas vaquillas los observaban con la cabeza gacha.

Una vez listas las patatas, dieron cuenta de ellas acompañándolas con salchichas que frieron en una renegrida sartén y unos huevos que Annie creyó que no sobrevivirían al viaje. Rebañaron las oscuras yemas con lo que les quedaba de pan. El cielo se había nublado. Lavaron sus platos en el riachuelo, donde ya no se reflejaba la luna, y los dejaron a secar sobre la hierba. Luego se quitaron la ropa y, con el fuego parpadeando en su piel, hicieron el amor.

Annie sintió que en su unión había una gravedad que armonizaba con aquel paraje. Era como si hubieran venido a hacer honor a la promesa que se habían hecho en ese mismo lugar.

Después, Tom se sentó apoyado en su silla y ella permaneció recostada en sus brazos con la espalda y la cabeza sobre su pecho. El aire era mucho más frío. De lo alto de la montaña llegaron los gemidos de lo que, según explicó Tom, eran coyotes. Tom se echó una manta sobre los hombros y envolvió con ella a Annie protegiéndola de la noche y de toda intromisión. «Aquí —pensó Annie—, nada de ese otro mundo puede tocarnos.»

Permanecieron horas contemplando el fuego, hablando cada uno de su vida. Ella le habló de su padre y de los lugares exóticos donde habían vivido antes de que muriese. Le contó cómo había conocido a Robert y lo inteligente y responsable que le pareció, tan adulto y sensible a la vez. Y seguía siendo todas esas cosas, era un hombre estupendo, de verdad. Su matrimonio había sido feliz y aún lo era en cierto modo. Pero retrospectivamente, se daba cuenta de que lo que había buscado en él era, en realidad, lo que había perdido en su padre: estabilidad, seguridad y amor incondicional. Cosas que Robert le había dado espontáneamente y sin condiciones. A cambio, ella le había dado fidelidad.

—Con eso no quiero decir que no lo quiera —dijo—. Lo quiero de verdad. Sólo que es una clase de amor más parecido a, no sé, digamos a la gratitud o algo así.

—Por el amor que él te da.

—Sí. Y el que le da a Grace. Suena espantoso, ¿verdad?

—No.

Annie le preguntó si con Rachel había sido así, y él respondió que no, que había sido distinto. Y ella escuchó en silencio la historia de Tom. Evocó mentalmente la realidad a partir de la foto que había visto en su habitación, aquel rostro hermoso de ojos oscuros y deslumbrante melena. La sonrisa resultaba difícil de conciliar con la tristeza de que ahora hablaba.

Lo que más había conmovido a Annie no era la mujer sino el niño que tenía en brazos. Había hecho que sintiese algo que en un primer momento no quiso reconocer como celos. Era la misma sensación que había tenido al ver las iniciales de Tom y Rachel grabadas en el cemento del pozo. Curiosamente, la otra fotografía, la de Hal de muchacho, la había aplacado por entero. Aunque el chico era moreno como su madre, tenía los mismos ojos de Tom. Incluso congelados en aquella instantánea, neutralizaba toda posible animosidad.

—¿La ves alguna vez? —preguntó Annie cuando él terminó de hablar.

—Hace años que no. Hablamos por teléfono de vez en cuando, sobre todo de Hal.

—Vi la foto en tu habitación. Es muy guapo.

Oyó que Tom sonreía detrás de ella.

—Sí que lo es.

Se produjo un silencio. Una rama pequeña, incrustada de ceniza blanca, se derrumbó en el fuego lanzando a la noche un frenesí de chispas anaranjadas.

—¿Queríais tener más hijos? —preguntó él.

—Oh, sí. Lo intentamos, pero yo siempre los perdía. Finalmente, lo dejamos estar. Yo lo deseaba más que nada por Grace. Para que tuviese un hermano.

De nuevo guardaron silencio y Annie supo, o creyó saber, qué estaba pensando Tom. Pero era algo demasiado triste, incluso en aquel confín del mundo, para que alguno de los dos lo expresara verbalmente.

Los coyotes no dejaron de aullar a coro durante toda la noche. Él le explicó que se emparejaban de por vida, y eran tan fieles que si uno caía en un cepo el otro le llevaba comida.

Durante dos días cabalgaron por peñascos y torrenteras. A veces dejaban los caballos y seguían a pie. Vieron alces y osos, y Tom creyó divisar un lobo desde un risco elevado. Pero el animal se marchó antes de que él pudiera cerciorarse de que en efecto era un lobo. Tom no se lo mencionó a Annie por miedo a inquietarla.

Cruzaron valles ocultos cubiertos de yuca y de violeta blanca y prados convertidos en lagos de altramuces de un azul brillante.

La primera noche llovió y Tom tuvo que montar la pequeña tienda que había traído en un prado verde y llano cubierto de varas descoloridas de álamo temblón. Se calaron hasta los huesos y se sentaron muy juntos tiritando y riendo en la entrada de la tienda con mantas sobre los hombros. Sorbieron café muy caliente de unos renegridos tazones de estaño mientras fuera los caballos pacían sin que los inmutase la lluvia que les chorreaba del lomo. Annie los observó, con la cara mojada y el cuello iluminado desde abajo por la luz de la lámpara de aceite y Tom pensó que no había visto, ni volvería a ver en su vida, una criatura tan hermosa como ella.

Aquella noche, mientras Annie dormía en sus brazos, Tom estuvo escuchando el tamborileo de la lluvia sobre el techo de la tienda e intentó hacer lo que ella le había sugerido, no pensar más allá del momento presente, simplemente vivirlo. Pero le fue imposible.

El día siguiente se presentó despejado y caluroso. Encontraron una charca regada por una angosta cascada de agua. Annie dijo que le apetecía nadar un poco y él rió y dijo que era demasiado viejo y el agua estaba demasiado fría. Pero ella no aceptaba negativas y, bajo la mirada suspicaz de los caballos, se desvistieron y se lanzaron al agua. Estaba tan helada que al instante salieron gritando de la charca y se quedaron abrazados con el trasero al aire y morado, hablando atropelladamente como un par de jóvenes traviesos.

Esa noche la aurora boreal hizo brillar el cielo de verde, azul y rojo. Annie nunca había presenciado un espectáculo como aquél y Tom no recordaba una tan clara y brillante. Formaba un enorme arco luminoso que arrastraba en su estela estrías de color. Mientras hacían el amor, Tom contempló en los ojos de Annie el reflejo acanalado de la aurora boreal.

Era la última noche de su obstinado idilio, aunque ninguno de los dos lo mencionó más que con el plañidero acoplamiento de sus sexos. Por un acuerdo tácito forjado únicamente a partir de sus cuerpos, no se dieron respiro. No había que desperdiciar un instante rindiéndose al sueño. Se alimentaban el uno del otro como animales que presagiaran un invierno espantoso e interminable. Y sólo cedieron cuando sus huesos magullados y el constante roce de sus pieles los hicieron gritar de dolor. El sonido flotó en la luminosa quietud de la noche, y atravesando los pinos en penumbra subió hasta alcanzar los picos lejanos.

Un rato después mientras Annie dormía, él oyó, como un eco en la distancia, un aullido agudo y primitivo que hizo que todas las criaturas nocturnas se sumiesen en el silencio. Y Tom supo que había estado en lo cierto: lo que había visto era un lobo.