Capítulo 31

A última hora del domingo Tom echó una ojeada final a los caballos y luego fue a preparar sus cosas. Scott estaba en pijama en el descansillo aguantando la advertencia final de Diane, que no se tragaba eso de que no podía dormir. Su vuelo partía a las siete de la mañana y hacía horas que habían mandado los chicos a la cama.

—Como sigas con esto, no vienes, ¿me oyes?

—¿Me dejarías en casa, solo?

—Juégate algo.

—No serías capaz.

—No me hagas perder la paciencia.

Tom fue al piso de arriba y vio el revoltijo de ropa y las maletas a medio hacer. Guiñó un ojo a Diane y sin decir palabra, se llevó a Scott al cuarto de los gemelos. Craig ya dormía. Tom se sentó en la cama de Scott y estuvieron hablando en voz baja de Disneylandia hasta que el chico empezó a cabecear y finalmente se rindió al sueño.

Camino de su habitación, Tom pasó por delante de la de Frank y Diane y al verlo ella le dio las gracias y las buenas noches. Tom cogió todo lo que necesitaba para la semana, que no era mucho, e intentó leer un rato, pero no logró concentrarse.

Mientras estaba con los caballos, había visto a Annie, que volvía en el Lariat de llevar a Grace y a Robert al aeropuerto. Se acercó a la ventana y miró hacia la casa del arroyo. Las persianas de su dormitorio estaban iluminadas. Tom esperó unos instantes confiando en ver su sombra cruzar la ventana, pero no la vio.

Se lavó, se desvistió, se metió en la cama e intentó leer de nuevo con idéntica poca fortuna. Apagó la luz y permaneció tumbado con las manos detrás de la cabeza, imaginándose a Annie en la casa, sola, tal como estaría toda la semana.

Tenía que partir para Sheridan alrededor de las nueve y pensaba subir a despedirse de ella. Suspiró, se volvió y se forzó por fin a conciliar un sueño que no le trajo paz alguna.

Annie despertó a eso de las cinco y permaneció un rato contemplando el luminescente amarillo de la persiana. La casa estaba sumida en un silencio tan delicado que tenía la impresión de que con el menor movimiento del cuerpo podía hacerlo añicos. Debió de quedarse dormida, porque al rato despertó otra vez al oír el motor de un coche y supo que debían de ser los Booker marchándose al aeropuerto. Se preguntó si Tom se habría levantado para despedirlos. Seguramente. Entonces saltó de la cama y abrió la persiana. Pero el coche ya se había ido y junto a la casa grande no se veía a nadie.

Bajó en camiseta y se preparó café. Estuvo un rato delante de la ventana de la sala con la taza en las manos. El arroyo y la parte más alejada del valle se encontraban cubiertos de bruma. Quizá ya hubiese salido con los caballos para darles una última ojeada antes de partir. Pensó en ir a correr para ver si lo encontraba. Pero ¿y si él iba a despedirse, como había prometido, mientras ella estaba fuera?

Subió y se dio un baño. Sin la presencia de Grace la casa parecía más que desierta y su silencio la oprimía. Encontró una emisora soportable en el pequeño transistor de Grace y permaneció en el agua caliente sin esperar que el baño la calmase.

Al cabo de una hora estaba vestida. Gran parte de ese tiempo lo había empleado en decidir qué se pondría; se probó una cosa tras otra y por fin, enfadada consigo misma por ser tan tonta, a modo de castigo se decidió por los tejanos y la camiseta de siempre. Pero ¿qué diablos importaba? Si él sólo venía a despedirse…

Finalmente, a la vigésima vez que miró, le vio salir de la casa y lanzar su bolsa de viaje a la trasera del Chevrolet. Al ver que se detenía en el cruce, Annie sufrió un instante de angustia pensando que iba a torcer para el otro lado y tomar el camino hacia la salida. Pero no, dirigió el coche hacia la casa del arroyo. Annie entró en la cocina. Que la encontrase ocupada, haciendo su vida como si su partida no significase nada. Miró alrededor, alarmada. No había nada que hacer. Ya lo había hecho todo, vaciar el lavaplatos, sacar la basura, incluso (Santo Dios) dar brillo al fregadero, y todo para matar el tiempo hasta su llegada. Decidió preparar un poco más de café. Oyó el rechinar de las ruedas del Chevrolet y, al levantar la vista, vio que Tom estaba dando la vuelta para dejar el coche apuntando en la dirección de partida. Él la vio y la saludó con el brazo.

Se quitó el sombrero y dio un golpecito en el marco de la puerta mosquitera al tiempo que entraba.

—Hola.

—Hola.

Se quedó allí de pie haciendo girar el sombrero en las manos.

—¿Grace y Robert han podido tomar el avión sin novedad?

—Oh, sí. Gracias. He oído marcharse a Frank y Diane.

—¿De veras?

—Sí.

Durante un buen rato todo lo que se oyó fue el café que empezaba a gotear. No eran capaces de hablar ni de mirarse a los ojos. Annie estaba apoyada en el fregadero intentando aparentar calma mientras se clavaba las uñas en la palma de la mano.

—¿Te apetece un café?

—Gracias, pero es mejor que me vaya.

—Está bien.

—Bueno. —Tom se sacó un trocito de papel del bolsillo de la camisa y se acercó para dárselo—. Es el teléfono de donde voy a estar en Sheridan. Ya sabes, por si surge algún problema o algo.

Ella lo cogió.

—Muy bien, gracias. ¿Cuándo volverás?

—Oh, supongo que el sábado. Smoky vendrá mañana a ver los caballos. Le dije que tú darías de comer a los perros. Puedes montar a Rimrock siempre que quieras.

—Gracias. Tal vez lo haga.

Se miraron a los ojos, ella sonrió tímidamente y él asintió.

—Bien —dijo Tom. Se volvió, abrió la puerta mosquitera y ella lo siguió al porche. Sentía como si en el corazón tuviese unas manos que le arrancaban la vida poco a poco. Tom se puso el sombrero.

—Bien, adiós, Annie.

—Adiós.

Ella siguió en el porche y vio cómo él subía de nuevo al coche ponía el motor en marcha, se llevaba una mano al sombrero y se alejaba camino abajo.

Condujo cuatro horas y media seguidas pero no lo calculó por el reloj sino por el modo en que cada kilómetro parecía aumentar el dolor que le oprimía el pecho. Al oeste de Billings, absorto en sus pensamientos, a punto estuvo de chocar con un camión de ganado. Decidió desviarse por la siguiente salida e ir hasta Lovell por la ruta más lenta.

En su camino hacia el sur pasó cerca de Clark’s Fork, por tierras que había conocido de muchacho, aunque ahora le resultaba difícil reconocerlas. Del viejo rancho no quedaba el menor rastro. La compañía petrolífera se había llevado todo lo que quería y después había vendido las tierras en parcelas cuyo tamaño insignificante no permitía a nadie ganarse la vida cultivándolas. Pasó por delante del pequeño cementerio donde estaban enterrados sus abuelos y bisabuelos. Otro día cualquiera habría comprado unas flores, pero no en esta ocasión. Sólo las montañas parecían prometer un precario alivio, y al sur de Bridger torció a la izquierda y empezó la ascensión al Pryor por caminos de tierra rojiza.

El dolor en el pecho no hizo sino empeorar. Bajó la ventanilla y notó en la cara la ráfaga del aire caliente y cargado de aroma a salvia. Se maldijo por ser como un colegial enamorado. Buscaría un sitio donde dar la vuelta.

Desde su última visita habían construido un curioso mirador más arriba del Bighorn Canyon, con un gran aparcamiento y mapas y carteles con datos geológicos del lugar. Supuso que era una buena idea. Dos cargamentos de turistas japoneses estaban sacando fotografías en el mirador, y una pareja joven le preguntó si podía hacerles una a los dos. Sacó la foto y los japoneses sonrieron y le dieron las gracias cuatro veces seguidas y luego todo el mundo volvió a su autocar y él se quedó a solas con el cañón.

Acodado en la baranda de metal, Tom contempló el verde chillón del agua que serpenteaba abajo, a trescientos metros de estriada piedra caliza de tonos rosados y amarillos.

Pero ¿por qué no la había estrechado entre sus brazos? Habría jurado que ella lo deseaba, entonces ¿por qué no lo había hecho? ¿Desde cuándo era tan condenadamente decente en asuntos como ése? Hasta el momento esa parte de su vida siempre había estado presidida por la idea de que si un hombre y una mujer sentían lo mismo el uno por el otro, debían obrar en consecuencia. Sí, bueno, ella estaba casada. Pero años atrás eso no siempre había sido un impedimento, a menos que el marido fuese un amigo suyo o un homicida en potencia. Entonces ¿qué? Buscó una respuesta sin encontrar ninguna, salvo que no existía precedente que le sirviera para tener una opinión al respecto.

Abajo, a unos ciento cincuenta metros de distancia, vio los negros dorsos desplegados de unas aves que no pudo reconocer planeando sobre el verde del río. Y, de pronto, identificó la emoción que lo atenazaba. Era la necesidad; la misma necesidad que Rachel, muchos años atrás, había sentido por él y que él había sido incapaz de satisfacer, y que jamás hasta ahora había sentido por nada ni por nadie. Por fin lo sabía. Se había sentido intacto y ya no lo era. Era como si el roce de los labios de Annie aquella noche se hubiera llevado una parte vital de su ser que sólo en ese momento se daba cuenta de que le faltaba.

Era mejor así, pensó Annie. Se sentía agradecida —o, al menos, creía que llegaría a estarlo— de que él hubiera sido más fuerte que ella.

Tras la partida de Tom había sido firme consigo misma proponiéndose toda clase de cosas para los días siguientes. Aprovecharía el tiempo al máximo. Llamaría a los amigos cuyas condolencias enviadas por fax no había respondido aún; llamaría a su abogado para hablar de los tediosos detalles de la indemnización y ataría todos los otros cabos que había dejado sueltos la semana anterior. Luego disfrutaría de su soledad; andaría, montaría a caballo, leería; incluso era probable que escribiese un poco, aunque no tenía idea sobre qué. Y para cuando Grace regresara su cabeza y tal vez su corazón, habría recuperado el equilibrio.

No fue tan fácil. Después que se hubieron disipado las tempranas nubes altas, el día apareció una vez más perfecto, despejado y caluroso. Pero aunque ella intentó integrarse en él, ejecutando todas aquellas tareas que se había asignado, no consiguió sacarse de encima una sensación de apatía.

A eso de las siete se sirvió un vaso de vino que depositó en el borde de la bañera mientras se bañaba y lavaba el pelo. Encontró algo de Mozart en la radio de Grace y aunque el sonido era horrible, la música la ayudó a expulsar parte de la soledad que se había apoderado de ella. Para animarse un poco más, se puso su vestido favorito, el negro con las florecitas rosas.

Mientras el sol se ocultaba tras los montes subió al Lariat y bajó a dar de comer a los perros. Aparecieron dando saltos como de la nada y la acompañaron hasta el establo como si fuera su mejor amiga.

Justo en el momento en que terminaba de llenar de comida sus tazones, oyó un coche y le pareció extraño que los perros no se hubiesen inmutado. Salió a la puerta.

Entonces lo vio, pero sólo un momento antes de que él la viese a ella.

Tom estaba de pie delante del Chevrolet. La portezuela estaba abierta y detrás de él los faros brillaban suavemente en el crepúsculo. Al detenerse ella en el umbral del establo, él se volvió y la vio. Se quitó el sombrero, aunque no lo retorció nerviosamente como había hecho por la mañana. Estaba muy serio. Permanecieron inmóviles, a cinco metros escasos el uno del otro, y durante un buen rato ninguno de los dos pronunció palabra.

Por fin, Tom tragó saliva y dijo:

—He pensado… He pensado que debía volver.

Annie asintió con la cabeza.

—Sí. —Su voz sonó más tenue que el aire.

Quería ir hacia él pero advirtió que no podía moverse y entonces Tom dejó su sombrero sobre el capó del coche y se acercó a ella. Al verlo aproximarse, Annie temió que todo lo que hervía en su interior la tragara y arrastrase antes de que él llegase a donde estaba ella. Para que eso no ocurriera, Annie extendió los brazos como si se estuviera ahogando y él entró en el círculo de sus brazos y la rodeó con los suyos y la abrazó, y ella se sintió a salvo.

La marejada la envolvió haciéndola convulsionarse en sollozos que la sacudieron de pies a cabeza mientras se aferraba a él. Tom notó su temblor y la abrazó con más fuerza, buscando con su cara la de ella, saboreando las lágrimas que inundaban sus mejillas y alisándolas, mitigándolas, con sus labios. Y cuando ella sintió que los temblores amainaban, apartó la cara de la húmeda presión de Tom y buscó su boca.

Él la besó como la había besado en la montaña, pero con una urgencia que ahora los dos compartían. Tom sostenía en sus manos la cara de Annie como si de esa forma pudiese besarla más intensamente, y ella pasó los brazos por la espalda de él, lo atrajo hacia sí y notó cuan duro era su cuerpo y cuan magro, tanto que podía poner los dedos en la acanalada jaula de sus costillas. Luego él la abrazó de la misma manera y ella tembló al contacto de sus manos.

Se separaron un poco acompasando la respiración y se miraron.

—No acabo de creer que estés aquí —dijo ella.

—Ni yo que me decidiera a irme —dijo Tom.

La cogió de la mano y la hizo pasar junto al coche, cuya puerta permanecía abierta y cuyos faros parecían buscar dónde agarrarse en la luz que se extinguía. Arriba, el cielo era una bóveda de color naranja que finalizaba en el negro de las montañas, estallando en nubes de color carmín y bermellón. Annie esperó en el porche a que él abriese la puerta.

No encendió ninguna luz. La condujo entre las sombras de la sala de estar donde sus pisadas crujieron y resonaron en el suelo de madera mientras rostros color sepia los miraban desde las fotografías de las paredes.

Ella lo deseaba de tal manera que mientras subían por las escaleras sintió una especie de mareo. Llegaron al descansillo y pasaron cogidos de la mano por delante de las habitaciones, cuyas puertas abiertas permitían ver un barullo de ropa y juguetes como en un barco abandonado. La puerta del dormitorio de Tom también estaba abierta y él la dejó pasar primero y luego entró y cerró la puerta.

A Annie le sorprendió lo grande que era la habitación y que hubiese tan pocos muebles, muy diferente de como la había imaginado todas aquellas noches en que había visto luz en su ventana. Desde esa misma ventana podía ver ahora la casa del arroyo recortándose negra contra el cielo. La estancia estaba inundada de un fulgor menguante que envolvía cuanto tocaba de un color coral y gris.

Tom alargó la mano y la atrajo para besarla de nuevo. Luego, sin mediar palabra, empezó a desabrocharle la larga hilera de botones de la delantera del vestido. Ella observó sus dedos y su cara, el entrecejo fruncido en una expresión de concentración. Él alzó la mirada y vio que estaba observándolo, pero no sonrió, aguantó su mirada mientras desabrochaba el último botón. El vestido quedó abierto y cuando él deslizó sus manos por debajo de la tela y le tocó la piel, Annie jadeó y se estremeció. Sujetándola de los costados como antes, inclinó la cabeza y con suavidad le besó la parte superior de los pechos encima del sujetador.

Y Annie echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y pensó: «Esto es lo único que existe; no hay otro momento ni otro lugar ni otro ser más que el ahora, el aquí, él y nosotros.» Ningún sentido tenía pensar en las consecuencias o en la duración o en si estaba bien o mal, pues todo lo demás había quedado relegado a un remoto segundo plano. Tenía que pasar, iba a pasar, estaba pasando.

Tom la condujo hacia la cama y se quedaron de pie mientras Annie se quitaba los zapatos y empezaba a desabrocharle la camisa a él. Ahora le tocaba a Tom mirar, y así lo hizo, como si estuviera alcanzando el punto máximo de la curiosidad.

Era la primera vez que hacía el amor en aquella habitación. Y tampoco lo había hecho, desde la época de Rachel, en un sitio que pudiera llamar su casa. Había conocido los lechos de otras mujeres pero no había permitido que ninguna conociese el suyo. Había procurado despreocuparse del sexo, mantenerlo a distancia para conservar su independencia y protegerse de la clase de necesidad que había visto en Rachel y que ahora sentía por Annie. Su presencia, en el santuario de su habitación, tomaba así un significado a la vez burlón y prodigioso.

La luz de la ventana se posó en la piel que se vislumbraba por su vestido entreabierto. Ella le desabrochó el cinturón y los tejanos y le retiró la camisa de modo que pudiera quitársela de los hombros.

Momentáneamente cegado mientras se despojaba de su camiseta, Tom notó las manos de Annie en su pecho. Bajó la cabeza y la besó de nuevo entre los senos y aspiró profundamente su fragancia, como si quisiera inundar con ella sus pulmones. Suavemente le bajó el vestido.

—Oh, Annie.

Ella separó los labios pero no dijo nada, sólo aguantó su mirada, se llevó las manos a la espalda y se soltó el sujetador. Era corriente, blanco y con ribetes de encaje sencillo. Deslizó los tirantes por los hombros y lo dejó caer. Su cuerpo era hermoso, su piel pálida excepto en el cuello y los brazos, donde el sol la había vuelto de un dorado cubierto de pecas. Tenía los pechos más grandes de lo que él había pensado, pero aún eran firmes, y sus pezones grandes y erectos. Posó las manos en ellos y luego la cara, y notó que los pezones se ponían tiesos al rozárselos con los labios. Ella tenía las manos en la cremallera de sus tejanos.

—Por favor —susurró.

Él retiró la descolorida colcha de la cama, apartó las sábanas y ella se acostó y lo miró quitarse las botas y los calcetines y luego los tejanos y el calzoncillo. Y él no tuvo vergüenza ni notó que ella la tuviese, pues ¿qué motivo había para sentir vergüenza de algo que escapaba a su voluntad impulsado por una fuerza interior que no sólo conmovía sus cuerpos sino también sus almas y nada sabía de vergüenzas ni de cosas parecidas?

Tom se arrodilló en la cama al lado de Annie, que alargó la mano y tomó su pene erecto. Inclinó luego la cabeza y rozó con sus labios el borde del mismo con tal delicadeza que él se estremeció y tuvo que cerrar los ojos buscando un registro más grave más tolerante.

Cuando se aventuró a mirarla de nuevo descubrió en sus ojos la misma expresión de deseo que sabía empañaba los suyos. Ella se tumbó de espaldas y levantó las caderas para que él le quitara las bragas. Eran corrientes, de algodón gris claro. Tom pasó la mano por el promontorio que ocultaban y a continuación se las bajó con suavidad.

El triángulo de vello que revelaron era espeso, tupido, y de un ámbar muy oscuro. Sus rizadas puntas captaron el último vislumbre de luz. Un poco más arriba pasaba la cicatriz pálida de una cesárea. Al verla él se emocionó, sin saber por qué, y bajó la cabeza para recorrer su dibujo con los labios. El roce del vello en su cara y el cálido y dulce aroma que allí encontró lo impresionaron todavía más, entonces levantó la cabeza y se apoyó en los talones para recobrar el aliento y verla mejor.

Contemplaron sus respectivas desnudeces, dejando que sus ojos merodearan ávidos e incrédulos por sus cuerpos. El aire estaba impregnado de la urgente sincronía de sus respiraciones y la habitación parecía hincharse y plegarse a su ritmo, como si fuera un pulmón.

—Ven, entra —susurró ella.

—No tengo nada con que…

—Es igual. No hay problema. Entra, ven.

Frunciendo ligeramente el entrecejo en una expresión de ansiedad, ella volvió a tomar su pene erecto y al cerrar sus dedos en torno a él sintió que estaba tomando posesión de la raíz misma de su ser. Él se aproximó de nuevo y dejó que ella lo guiara hacia su cuerpo.

Mientras veía cómo Annie se abría ante él y sentía la suave colisión de sus carnes, Tom volvió a ver repentinamente aquellos pájaros sin nombre, negros y de anchas alas, planeando allá abajo sobre el verde del río. Sintió como si regresara de un exilio remoto y pensó que allí, y sólo allí, podría recuperar la integridad.

Cuando Tom la penetró, a Annie le pareció que vertía en su ijada una especie de oleada caliente que recorría lentamente su cuerpo hasta bañar y surcar los caminos de su cerebro. Sintió la hinchazón dentro de ella, sintió la deslizante fusión de sus dos mitades. Sintió en sus pechos la caricia de sus manos duras y al abrir los ojos lo vio inclinar la cabeza para besárselos. Sintió el desplazamiento de su lengua, sintió cómo le cogía el pezón con los dientes.

Su piel era pálida, aunque no tanto como la de ella, y en su torso, donde podía verse el dibujo de las costillas la cruz de pelo era de un tono más oscuro que el de su cabeza. Tal como en cierto modo Annie había esperado, el cuerpo de Tom era flexible y anguloso, debido a su ocupación. Se movía sobre ella con la misma confianza que le había visto poner de manifiesto en cada cosa que hacía, sólo que ahora, centrada exclusivamente en ella, esa confianza era a un tiempo más intensa y evidente. Annie se preguntó cómo era posible que ese cuerpo que nunca había visto, cómo esa carne, ese sexo que no había tocado jamás, le resultasen tan familiares y encajasen tan bien en ella.

La boca de él excavó el hueco de su brazo. Annie notó que su lengua lamía el vello que desde su llegada al rancho había dejado crecer de nuevo. Volvió la cabeza y vio las fotografías enmarcadas en lo alto de la cómoda. Y durante una fracción de segundo, aquella visión supuso para ella la amenaza de conectar con otro mundo, un lugar que estaba en trance de modificar y que, sabía, la colmaría de culpa si se permitía aunque sólo fuera una mirada. «Todavía no», se dijo, y le levantó la cabeza con ambas manos buscando a ciegas el olvido de su boca.

Cuando sus bocas se separaron, él se echó hacia atrás y la miró, y por primera vez sonrió mientras se movía sobre ella al lento vaivén de sus cuerpos acoplados.

—¿Recuerdas el primer día que fuimos a montar? —dijo ella.

—Perfectamente.

—Aquellas águilas, ¿las recuerdas?

—Sí.

—Eso es lo que somos nosotros ahora. Una pareja de águilas.

Él asintió. Se miraron a los ojos, esta vez sin sonreír, dominados por una urgencia anticipada, hasta que ella vio la crispación en su cara y lo sintió estremecerse y, después, explotar, inundando su interior. Annie elevó las caderas y al mismo tiempo sintió en su ijada un lento implosionar de carne que corría hacia sus entrañas y luego daba sacudidas y se extendía en oleadas hasta el último rincón de su ser, llevándolo a él consigo hasta que llenó todo su cuerpo y fueron un único e indistinguible ser.