Capítulo 28

Tom Booker vio desaparecer el Lariat tras la loma y se preguntó una vez más cómo sería el hombre al que Annie y Grace iban a recoger. Lo que sabía de él era sobre todo por Grace. Como si existiera un consentimiento tácito, Annie sólo le había hablado de su marido en raras ocasiones e incluso entonces de un modo impersonal, más propio de su oficio que de su carácter.

Pese a las muchas cosas buenas que Grace le había contado (o quizá precisamente por ellas) y pese a sus propios esfuerzos en contra, Tom no podía quitarse de encima una predisposición a la antipatía que, sabía muy bien, no era propia de su personalidad. Había intentado racionalizarlo con la esperanza de encontrar alguna razón más aceptable. Al fin y al cabo, el hombre era abogado. ¿A cuántos conocía él que hubiesen caído bien? Pero, por supuesto, no se trataba de eso. La causa principal era el mero hecho de que ese abogado en particular fuese el marido de Annie Graves. Y dentro de unas horas estaría allí poseyéndola abiertamente una vez más. Tom dio media vuelta y se metió en el establo.

La brida de Pilgrim seguía colgada del mismo gancho en el cuarto de los aperos donde él la había dejado el día en que Annie se había presentado en el rancho con el caballo. La cogió y se la echó al hombro. La silla inglesa también estaba donde la había dejado. Tenía encima una ligera capa de polvo de heno que Tom limpió con la mano. Levantó silla y sudadera y recorrió el pasillo flanqueado de casillas vacías hasta la puerta posterior.

Fuera el día era apacible y caluroso. Varios de los tusones que estaban en la explanada buscaban ya la sombra de los álamos. Mientras Tom se dirigía al corral de Pilgrim, miró hacia las montañas y por su claridad y un primer movimiento de nubes supo que más tarde habría tormenta y lluvia.

La había evitado durante toda la semana, rehuyendo esos momentos que siempre había perseguido, momentos en que pudiera estar a solas con ella. Se había enterado por Grace de que Robert iría a verlas. Pero incluso antes de saberlo, cuando descendían de los pastos, él ya había decidido qué era lo que tenía que hacer. No había pasado una hora sin que recordara el olor de ella, el contacto de su piel, el modo en que sus bocas se habían fundido. Se trataba de un recuerdo demasiado intenso, demasiado físico, para ser un sueño, pero así pensaba él considerarlo, pues ¿qué otra cosa podía hacer? Iba a venir su marido y ella se marcharía; era sólo cuestión de días. Tanto por él como por ella, por todos en realidad, lo mejor era que guardase las distancias y la viera únicamente cuando Grace estuviese delante. Sólo así prosperaría la determinación que había tomado.

La primera tarde fue ya una durísima prueba. Cuando dejó a Grace en la casa, Annie estaba esperando en el porche. La saludó con el brazo y se disponía a marcharse cuando ella se acercó al coche para hablar con él mientras Grace se metía en la casa.

—Me ha dicho Diane que la semana próxima irán todos a Los Ángeles.

—Sí. Los chicos no saben nada. Será una gran sorpresa.

—Y tú te vas a Wyoming.

—Así es. Prometí hace algún tiempo visitar a un amigo; tiene un par de potros que quiere entrenar.

Ella asintió y por un instante sólo se oyó el impaciente ronroneo del motor del Chevrolet. Se sonrieron y él notó que Annie tampoco estaba muy segura del territorio que pisaban. Tom hizo cuanto pudo por evitar que sus ojos mostraran nada que pudiera ponerle las cosas difíciles a ella. Con toda seguridad Annie lamentaba lo sucedido. Y quizá otro tanto le ocurriría a él más adelante. Se oyó el portazo de la mosquitera y Annie se volvió.

—Mamá. ¿Puedo llamar a papá por teléfono?

—Claro que sí.

Grace entró nuevamente en la casa. Cuando Annie se volvió Tom vio en sus ojos que quería decirle algo. Si se trataba de arrepentimiento, él no quería saber nada, de modo que habló antes para impedirlo.

—Me he enterado de que vendrá este fin de semana.

—Sí.

—Grace está hecha un manojo de nervios, no ha parado de hablar de ello en toda la tarde.

Annie asintió.

—Lo echa de menos.

—Ya lo veo. Tendremos que hacer un esfuerzo por poner presentable al viejo Pilgrim. A ver si Grace puede montarlo.

—¿Hablas en serio?

—No veo por qué no. Esta semana aún nos queda la parte más dura, pero si todo va bien lo probaré yo primero, y si conmigo no hay problemas, Grace podrá hacerle una demostración a su padre.

—Y luego podremos llevárnoslo a Nueva York.

—Así es.

—Tom…

—Naturalmente, podéis quedaros todo el tiempo que queráis. Que nos vayamos todos no significa que tengáis que marcharos.

Annie sonrió con expresión irónica.

—Gracias.

—Supongo que recoger todos los aparatos, el ordenador, el fax, te llevará una o dos semanas.

Ella rió y él tuvo que apartar la vista por temor a delatar el dolor que sentía en el pecho al pensar en su partida. Puso el coche en marcha, sonrió y le dio las buenas noches.

Desde aquel momento Tom había procurado no estar a solas con ella. Se había concentrado de lleno en trabajar con Pilgrim; desde sus primeros cursillos no había puesto tanta energía en un caballo.

Por las mañanas trabajaba a lomos de Rimrock, obligando a Pilgrim a dar vueltas al corral hasta que conseguía ir del paso al medio galope y volver al paso de un modo suave, como Tom estaba convencido de que había sabido hacer, y sus patas traseras encajaban impecablemente en las huellas de las delanteras. Por las tardes Tom trabajaba a pie, adiestrándolo con el ronzal. Lo hacía girar en círculos, acercándose y obligándolo a doblar y poner la grupa de través.

En ocasiones Pilgrim intentaba plantarle cara y retroceder, y cuando lo hacía Tom corría con él, manteniendo la misma posición hasta que el caballo entendía que correr no tenía sentido porque el hombre siempre estaría allí y que, después de todo, tal vez no pasaba nada por hacer lo que se le pedía. Entonces aflojaba el paso y se quedaban los dos parados un rato, empapados del sudor propio y del otro y apoyados el uno en el otro como dos sparrings recobrando el aliento después de entrenar.

Al principio Pilgrim estaba perplejo por la urgencia del trabajo, pues ni siquiera Tom tenía manera de explicarle que debían cumplir un plazo. Tampoco era que Tom pudiese explicar, ni siquiera a sí mismo, por qué se le había metido entre ceja y ceja que el caballo estuviera bien cuando con ello se iba a privar para siempre de lo que más quería. Pero en cualquier caso, Pilgrim parecía beneficiarse de aquel vigor nuevo, extraño e implacable, y pronto participó tanto del empeño como el propio Tom.

Y por fin había llegado el día en que Tom iba a montarlo.

Pilgrim lo vio cerrar la puerta y caminar hasta el centro del corral con la silla de montar y la brida echada al hombro.

—Sí, amigo. No estás viendo visiones. Pero no te fíes ni un pelo de mis palabras —dijo Tom. Dejó la silla en la hierba y se apartó unos pasos. Pilgrim desvió por un momento la mirada, fingiendo que no se inmutaba en absoluto. Pero no pudo evitar que sus ojos volvieran a la silla y al rato echó a andar hacia ella.

Tom lo vio acercarse pero no se movió. El caballo se detuvo como a un metro de donde estaba la silla y alargó cómicamente el hocico para olfatear los alrededores.

—¿Tú qué crees? ¿Que va a morderte?

Pilgrim le dirigió una mirada hosca y luego volvió a mirar la silla. Aún llevaba puesto el ronzal que Tom le había hecho. Escarbó la tierra un par de veces, se acercó un poco más y empujó la silla con el hocico. De un solo movimiento, Tom se bajó la brida del hombro y la sostuvo entre las manos, arreglándola. Pilgrim oyó el tintineo y levantó la cabeza.

—No te hagas el sorprendido. Me has visto venir de un kilómetro lejos.

Tom esperó. Resultaba difícil imaginar que ése fuera el mismo animal que había visto en aquel horror de casilla en la región norte de Nueva York, apartado del mundo y de todo cuanto él había sido. Tenía el pelaje lustroso, la mirada diáfana, y el modo en que había sanado su hocico le daba un aspecto casi noble, como de romano herido en combate. Tom creía que nunca había conseguido una transformación más espectacular. Ni conocido un caballo del que estuvieran pendientes tantas vidas.

Pilgrim se acercó a él, tal como Tom sabía que haría, y dedicó a la brida el mismo ritual olfatorio que a la silla. Y cuando Tom desató el ronzal y le puso la brida, el caballo no se arredró. Seguía habiendo cierta tirantez y un ligerísimo temblor en sus músculos, pero dejó que Tom le frotara el cuello y deslizara la mano hasta el lugar donde le colocaría la silla, y no retrocedió ni agitó la cabeza al contacto del bocado. Aunque precaria, la confianza por la que Tom había luchado durante semanas se había establecido definitivamente.

Tom lo guió de la brida como habían hecho tantas veces con el ronzal, dando vueltas alrededor de la silla y deteniéndose por fin delante de ésta. Asegurándose de que Pilgrim pudiera observar todos sus movimientos, Tom levantó la silla y la colocó sobre el lomo del caballo, tranquilizándolo en todo momento con la mano, la palabra o ambas cosas. Con mucha suavidad le ajustó la cincha y luego lo hizo andar para que supiera cómo sentiría la silla al moverse.

Pilgrim no dejó de mover las orejas todo el tiempo pero sin mostrar el blanco de los ojos, y de vez en cuando producía ese ligero soplido que Joe llamaba «soltar las mariposas». Tom se agachó y le apretó la cincha para luego ponerse a través sobre la silla y dejar que el caballo caminara un poco más a fin de que tomase conciencia de su peso, siempre sin dejar de tranquilizarlo. Y cuando por fin lo creyó oportuno, pasó la pierna por encima y se sentó en la silla.

Pilgrim caminó en línea recta y, aunque sus músculos seguían temblando debido a cierto inalterable vestigio de temor que tal vez no desaparecería nunca, caminó con valentía, y Tom supo que si el caballo no notaba en Grace ningún indicio especular de ese miedo, ella también podría montarlo.

Y en cuanto lo hiciera, ya no habría necesidad de que ella o su madre permanecieran allí.

Robert había comprado una guía de Montana en su librería favorita en Broadway, y para cuando se iluminó el cartel de «apriétense los cinturones» y empezaron a descender sobre Butte, probablemente sabía más sobre la ciudad que las 33.336 personas que allí vivían.

Unos minutos más y la tuvo a sus pies, «la colina más rica de la tierra», altura 1.727 metros, la mayor proveedora de plata del país en la década de 1880 y de cobre durante treinta años más. Robert sabía que la ciudad actual era poco más que un esqueleto de lo que fuera en tiempos, pero «no había perdido un ápice de su encanto», el cual, sin embargo, no se le mostró de inmediato desde su ventajoso asiento de ventanilla. Parecía, más bien, que alguien hubiera amontonado unas maletas sobre una ladera y hubiese olvidado ir a recogerlas.

Su intención había sido volar a Great Falls o Helena, pero en el último momento había surgido un problema en el trabajo y había tenido que modificar sus planes. Butte era una solución de compromiso. Pero aunque en el mapa parecía demasiado lejos para que Annie fuera a buscarlo en coche, ella había insistido en ir a recogerlo.

Robert no sabía muy bien cómo le habría afectado la pérdida de su empleo. La prensa de Nueva York había machacado la noticia toda la semana. «Gates da garrote a Graves», proclamaba un diario, mientras otros redundaban en el viejo chiste, como por ejemplo, «Graves cava su propia tumba». Era extraño ver a Annie convertida en mártir o víctima, que era como aparecía en los artículos más compasivos. Pero lo más extraño fue la indiferencia que había mostrado por teléfono al regresar de jugar a vaqueros.

—Me importa un comino —dijo.

—¿En serio?

—En serio. Me alegro de que me echen. Me dedicaré a otra cosa.

Robert se preguntó si habría marcado un número equivocado. Quizá se estaba haciendo la valiente. Annie dijo que estaba harta de la política y de los juegos de poder, quería volver a escribir, que era lo que de verdad sabía hacer. Grace, agregó, creía que aquélla era la mejor noticia que había recibido en su vida. Robert preguntó qué tal había ido la excursión a caballo y Annie simplemente respondió que había sido muy hermoso. Luego le pasó con Grace, recién salida del baño, para que se lo contara todo. Las dos irían a buscarlo al aeropuerto.

Había una pequeña muchedumbre agitando los brazos cuando Robert cruzó el asfalto, pero no pudo verlas. Luego se fijó mejor y advirtió que las dos mujeres con tejanos azules y sombrero vaquero que se reían de él, de forma bastante grosera, pensó, eran Annie y Grace.

—¡Dios mío! —exclamó mientras iba hacia ellas—. ¡Si son Pat Garrett y Billy el Niño!

—Hola, forastero —masculló Grace—. ¿Qué te trae a la ciudad? —Se quitó el sombrero y lo rodeó con sus brazos.

—Mi pequeña, ¿cómo estás? Dime, ¿cómo estás?

—Estoy bien. —Lo abrazaba con tanta fuerza que Robert se atragantó de emoción.

—Ya lo veo. Deja que te mire.

La apartó de sí y de pronto tuvo una visión de aquel cuerpo lisiado y vencido que tanto había mirado en el hospital. Costaba de creer. Sus ojos rebosaban vitalidad y el sol le había sacado todas las pecas a la cara y casi daba la impresión de que irradiaba luz. Annie miraba sonriente, adivinando sus pensamientos.

—¿Notas algo? —preguntó Grace.

—¿Todavía más…?

Grace giró sobre sí misma y entonces él comprendió.

—¡Sin bastón!

—Exacto.

—Mi vida.

Robert le dio un beso y al mismo tiempo alargó el brazo para acercar a Annie, que también se había quitado el sombrero. Su bronceado hacía que sus ojos pareciesen más claros y de un verde intenso. Robert pensó que nunca la había visto tan hermosa. Annie se acercó, lo abrazó y le dio un beso. Robert la estrechó entre sus brazos hasta que notó que podía controlarse y no dar el espectáculo delante de ellas.

—Parece que hubiesen pasado años —dijo al fin.

—Lo sé —asintió Annie.

El viaje de vuelta al rancho les llevó unas tres horas. Pero aunque estaba impaciente por enseñárselo todo a su padre, llevarlo a ver a Pilgrim y presentarle a los Booker, Grace disfrutó hasta el último kilómetro del trayecto. Iba sentada en la parte de atrás del Lariat y le había puesto el sombrero a Robert, que le quedaba pequeño y le daba un aspecto extraño, pero él se lo dejó puesto y pronto las hizo reír hablándoles de su vuelo de enlace a Salt Lake City.

Casi todos los asientos estaban ocupados por miembros de un coro religioso que no habían dejado de cantar en todo el viaje. A Robert le había tocado ir sentado entre dos voluminosos contraltos y tuvo que hundir la nariz en su guía de Montana mientras alrededor el coro bramaba «Más cerca de ti, Dios mío», cosa que, a cincuenta mil pies de altura, sin duda estaban.

Hizo que Grace buscara en su bolsa los regalos que les había comprado en Ginebra. Para ella había comprado una enorme caja de bombones y un pequeño reloj de cuco, cosa que ella nunca había visto. Robert admitió que sonaba como un loro con pilas, pero le juró que era absolutamente auténtico; sabía a ciencia cierta que los cucos taiwaneses sonaban como una verdadera mierda. Los regalos de Annie, que también desenvolvió Grace, eran el típico frasco de su perfume favorito y un pañuelo de seda que, como los tres sabían, nunca se pondría, Annie dijo que era precioso y se inclinó para darle un beso en la mejilla.

Al mirar a sus padres, uno al lado del otro en el asiento de delante, Grace experimentó auténtica alegría. Era como si las últimas piezas del rompecabezas de su vida volvieran a encajar. El único hueco que quedaba por llenar era montar a Pilgrim, y eso, si todo había ido bien en el rancho, pronto dejaría de ser un problema. Hasta que no lo supieran con seguridad, ni Annie ni Grace iban a decírselo a Robert.

Era una perspectiva que la entusiasmaba y la inquietaba a la vez. No era tanto que ella quisiera volver a montar a Pilgrim cuanto que sabía que tenía que hacerlo. Desde el día en que había montado a Gonzo nadie parecía ponerlo en duda, siempre, por supuesto, que Tom lo considerase seguro para ella. Sólo que Grace, interiormente, tenía sus dudas.

No guardaban relación con el miedo, al menos en su sentido más simple. Le preocupaba que llegado el momento pudiera sentir miedo, pero estaba casi segura de que si eso ocurría al menos sería capaz de dominarlo. Más le preocupaba la posibilidad de fallarle a Pilgrim, de no ser lo bastante buena.

La pierna ortopédica estaba causándole dolores constantes. Los últimos kilómetros conduciendo el ganado le habían resultado insoportables. No se lo había dicho a nadie. Y cuando Annie le hizo notar que se quitaba la pierna a menudo cuando estaban solas, Grace quitó importancia al asunto. Más duro había sido fingir delante de Terri Carlson. Terri observó que tenía el muñón muy hinchado y le dijo que necesitaba una prótesis nueva cuanto antes. El problema era que en el oeste no había nadie que hiciera esa clase de operación. El único sitio donde podían ponerle esa prótesis nueva era Nueva York.

Grace estaba decidida a aguantar. Sólo sería una semana, dos a lo sumo. Tendría que confiar en que el dolor no la distrajera demasiado ni mermara sus facultades cuando llegase el momento.

Atardecía cuando dejaron la carretera 15 y tomaron hacia el oeste. Ante ellos el Rocky Front aparecía poblado de masas de cúmulos que parecían querer alcanzarlos desde el cielo encapotado.

Pasaron por Choteau para que Grace pudiera mostrarle a Robert la casucha donde habían vivido al principio y el dinosaurio que vigilaba el museo. Ahora ya no le parecía tan grande ni malvado como cuando llegaron. Últimamente Grace casi esperaba que le guiñara un ojo.

Para cuando llegaron a la salida de la 89, el cielo estaba totalmente cubierto por una cúpula de nubarrones a través de la cual el sol encontraba difícil acceso. Mientras recorrían la recta carretera de grava hacia el Double Divide, se hizo el silencio y Grace empezó a ponerse nerviosa. Tenía una gran necesidad de que a su padre le impresionara el sitio. Annie sentía tal vez lo mismo, puesto que al ganar la loma y ver el rancho allá abajo, detuvo el coche para que Robert pudiera gozar de la vista.

La nube de polvo que habían levantado a su paso los adelantó y se alejó lentamente, dispersando motas doradas en un leve estallido de sol. Unos caballos que pastaban junto a los álamos que bordeaban el recodo más próximo del arroyo levantaron la cabeza para mirar.

—Caramba —dijo Robert—, ahora entiendo por qué no queréis volver a casa.