Capítulo 27

El rebaño ascendía hacia él por el saliente de la loma como un río negro desbordándose en marcha atrás. En ese punto el terreno facilitaba las cosas, obligando a las reses a subir por un sendero curvilíneo que, aun sin estar marcado ni vallado, constituía su única alternativa. Al llegar allí a Tom le gustaba ir en cabeza y detenerse en lo alto de la cuesta para ver venir a las reses.

Los otros jinetes ya estaban llegando, dispuestos estratégicamente más arriba y en torno a los contornos del rebaño, Joe y Grace a la derecha, Frank y Annie a la izquierda y, apareciendo ahora por detrás, Diane y los gemelos. Al fondo, la meseta que acababan de cruzar era un mar de flores silvestres a través del cual habían levantado a su paso una ola de un verde más intenso y a cuya lejana orilla habían descansado bajo un sol de mediodía observando cómo bebía el ganado.

Desde donde Tom se encontraba se veía apenas rielar el estanque y el valle quedaba oculto allí donde el terreno descendía hacia los prados y los álamos que bordeaban el Double Divide. Era como si la meseta se prolongara en línea recta sin solución de continuidad hasta la enorme pradera y el borde oriental del cielo.

Los terneros eran robustos y de pelaje lustroso. Tom sonrió al recordar las pobres bestias que habían conducido aquella primavera de hacía una treintena de años cuando su padre fue a vivir allí con su familia. Algunas eran tan flacuchas que casi se oía el entrechocar de sus costillas.

Daniel Booker había soportado algunos inviernos duros allá en la hacienda de Clark’s Fort pero ninguno tan crudo como el que encontró en el Rocky Mountain Front. Aquel primer invierno perdió casi tantos terneros como los que pudo salvar y el frío y las dificultades dibujaron señales más profundas aún en un rostro que había quedado transformado para siempre a raíz de la venta forzada de su hogar. Pero en la loma donde Tom se hallaba en ese momento había sonreído al ver aquel panorama sabiendo por primera vez que su familia podría sobrevivir allí e incluso prosperar.

Tom le había comentado todo eso a Annie mientras cabalgaban por la meseta. Por la mañana e incluso cuando pararon a comer, estuvieron demasiado ocupados para tener oportunidad de hablar. Pero ahora tanto el ganado como los jinetes sabían a qué atenerse y podían charlar a sus anchas. Tom cabalgó al lado de Annie, quien le preguntó el nombre de las flores. Él le enseñó el lino azul, la cincoenrama, la balsamina y unas que se llamaban cabeza de gallo. Ella lo escuchó con su habitual seriedad, registrando toda la información como si algún día pudieran someterla a un examen. Era una de las primaveras más cálidas que Tom recordaba. La hierba era exuberante y producía un untuoso sonido húmedo contra las patas de sus caballos. Tom señaló hacia la loma y le contó que aquel día tan lejano había ido con su padre hasta la cima para ver si seguían el camino que los conduciría a los pastos altos.

Tom montaba una de sus yeguas jóvenes, una hermosa roana fresa. Annie montaba a Rimrock. Él no había podido quitarse de la cabeza lo bien que se la veía a lomos de su caballo. Annie y Grace llevaban los sombreros y botas que él les había ayudado a comprar el día anterior después de que Annie dijese que los acompañaba. En la tienda se habían reído con ganas al verse en el espejo una junto a la otra. Annie preguntó si también tenían que llevar pistola, y él respondió que eso dependía de quién fuese el blanco. Ella dijo que el único candidato era su jefe de Nueva York, de modo que lo mejor tal vez fuese un misil Tomahawk.

Cruzaron la meseta con mucha calma. Pero a medida que se acercaban al pie de la loma las reses parecieron presentir que de allí en adelante empezaba una larga ascensión y apretaron el paso, llamándose entre ellas como si de ese modo pretendieran darse ánimo. Tom le había pedido a Annie que fuera con él a la cabeza pero ella sonrió y dijo que sería mejor que se quedara atrás y viera si Diane necesitaba ayuda. Así que Tom había subido solo.

El rebaño estaba casi a su altura. Hizo doblar a su caballo y recorrió la cresta de la loma. Un pequeño tropel de ciervos se alejó corcoveando ante él, deteniéndose después a una distancia segura para mirarlo. Las hembras no tardarían en parir a sus cervatos y, precavidas, evaluaban al extraño con sus grandes orejas ladeadas antes de que el macho las instara otra vez a avanzar. Más allá, divisó el primero de los angostos desfiladeros bordeados de pinos que desembocaban en los pastos altos y, cerniéndose imponentes más arriba, los picos seminevados de la divisoria.

Habría querido estar al lado de Annie y ver su cara al descubrir esa panorámica, y se había sentido algo decepcionado al declinar ella su ofrecimiento. Tal vez ella había interpretado su oferta como una propuesta de intimidad que él no había pretendido, o más bien que él ansiaba pero no había tenido intención de transmitir.

Cuando llegaron al desfiladero, éste estaba ya a la sombra de las montañas. Y a medida que ascendían lentamente entre los márgenes de pinos en penumbra, miraron atrás y observaron que la sombra se extendía hacia el este como una mancha hasta que sólo los llanos distantes retuvieron la luz del sol. Sobre las copas de los árboles, escarpadas paredes de roca gris los cercaban por ambos lados, haciéndose eco de los gritos de los niños y el murmullo de las reses.

Frank arrojó otra rama al fuego y su impacto despertó un volcán de chispas en la noche. La leña era de un árbol caído que habían encontrado y estaba tan seca que parecía sedienta de las llamas que la consumían, elevándose muy alto en el aire sin viento con un vigor totalmente propio.

Entre el bailoteo de las llamas Annie observaba el resplandor del fuego en los rostros infantiles, cuyos ojos y dientes centelleaban cuando reían. Estaban contándose acertijos y Grace los tenía a todos intrigadísimos con uno de los favoritos de Robert. Se había echado el sombrero a un lado y su cabello, que le caía en cascada sobre los hombros, captaba la luz de la lumbre en un espectro de rojos, ámbares y dorados. Annie nunca había visto a su hija tan hermosa.

Habían terminado su cena preparada en la lumbre: judías, chuletas y beicon con patatas enteras cocidas en las brasas. La habían encontrado deliciosa. Mientras Frank se ocupaba del fuego, Tom fue por agua al riachuelo que corría junto al prado a fin de preparar café. Diane se había sumado al juego de los acertijos. Todos suponían que Annie sabía la respuesta, y aunque ella la había olvidado se contentó con poder estar callada y observar con la espalda apoyada en la silla de montar.

Habían llegado a ese lugar poco antes de las nueve, cuando los últimos rayos del sol se desvanecían en los llanos más distantes. El último desfiladero había sido muy escarpado, con las montañas cerniéndose sobre sus cabezas como paredes de una catedral. Finalmente habían seguido el ganado a través de un paso rocoso de época ignota y al salir vieron abrirse los pastos ante ellos.

La hierba aparecía espesa y oscura a la luz de la tarde y debido, pensó Annie, a que la primavera llegaba tarde a ese paraje, aún no había muchas flores. Más arriba sólo quedaban los picos más altos, cuyo ángulo permitía ahora una pequeña vislumbre de la vertiente occidental donde una astilla de nieve despedía reflejos rosados y dorados al sol puesto ya hacía rato.

Los pastos estaban circundados de bosque y en un lado, donde el terreno se elevaba levemente, había una pequeña cabaña de troncos con un sencillo corral para los caballos. El arroyo serpenteaba entre los árboles del otro lado y fue ahí a donde todos se dirigieron nada más llegar para abrevar a los caballos y las reses, que forcejeaban a empellones. Tom les había advertido que podía haber heladas por la noche y que debían llevar ropa de abrigo. Pero el clima seguía siendo ideal.

—¿Cómo va eso, Annie?

Frank se había sentado a su lado después de alimentar la hoguera. Ella vio surgir a Tom de la oscuridad donde las reses mugían de vez en cuando.

—Pues aparte de dolerme el trasero, todo bien.

Frank rió. No era sólo el trasero. También le dolían las pantorrillas y tenía la cara interna de los muslos tan dolorida que sólo moverlos la hacía gemir. Grace había montado aún menos que ella últimamente, pero cuando Annie le preguntó si le dolía todo como a ella, respondió que estaba bien y que la pierna no le hacía el menor daño. Annie no se lo creyó, pero no quiso insistir.

—¿Te acuerdas de aquellos suizos del año pasado, Tom?

Tom estaba poniendo agua en la cafetera. Soltó una carcajada y dijo que sí, y luego puso el cacharro en la lumbre y se sentó a escuchar junto a Diane.

Frank explicó que él y Tom iban en coche por Pryor Mountains cuando encontraron la carretera bloqueada por un rebaño de vacas. Detrás había unos vaqueros muy elegantes con sus ropas nuevas.

—Uno de ellos llevaba puestas unas zahonas hechas a mano que debían de haberle costado mil dólares. Lo curioso era que no montaban sino que iban andando y llevando los caballos de las riendas. Su aspecto era más que penoso. Bueno, pues yo y Tom bajamos las ventanillas y preguntamos si todo iba bien, pero ellos no entendieron una palabra.

Annie observaba a Tom, que miraba a su hermano con una amplia sonrisa en el rostro. Él debió de notarlo, pues desvió la mirada de Frank para posarla en ella y sus ojos no expresaron sorpresa, sino una calma tan acogedora que Annie creyó desfallecer. Aguantó su mirada el tiempo que creyó oportuno y luego sonrió y se volvió de nuevo hacia Frank.

—Nosotros tampoco entendíamos nada, de modo que les hicimos señas de que pasasen. Un poco más adelante encontramos a un viejales dormitando al volante de un flamante Winnebago, el modelo más caro. Y entonces el tipo se levantó el sombrero y supe quién era. Se llama Lonnie Harper, tiene un rancho bastante grande en esa dirección pero nunca ha sabido administrarlo para vivir de él. En fin, lo saludamos y le preguntamos si era suyo aquel rebaño y él dijo que por supuesto, y que los vaqueros eran unos suizos que estaban de vacaciones.

»Nos explicó que se había establecido como ranchero para turistas. Los suizos pagaban miles de dólares por venir a hacer lo que a él le costaba antes unos buenos jornales. Le preguntamos por qué iban a pie, y él se echó a reír y respondió que eso era lo mejor, porque al segundo día estaban tan doloridos que encima los caballos no sufrían el menor desgaste.

»Esos pobres suizos han de dormir en el suelo y cocinarse sus propias judías a la lumbre mientras él duerme en el Winnebago mira la tele y come como un rey.

Cuando el agua empezó a hervir Tom preparó café. Los gemelos habían terminado con los acertijos y Craig le pidió a Frank que hiciese el truco de las cerillas para que lo viera Grace.

—Oh, no —rezongó Diane—. Ya estamos otra vez…

Frank sacó dos cerillas de la caja que guardaba en el bolsillo del chaleco y se puso una en la palma de la mano derecha. Luego, con expresión muy seria, se inclinó y frotó la cabeza de la otra cerilla en el pelo de Grace. Ella rió, un poco confusa.

—Supongo, Grace, que en la escuela estudias física y todo eso.

—Sí.

—Entonces sabrás lo que es la electricidad estática. Aquí no hay más truco que éste. Digamos que ahora la estoy cargando de electricidad.

—Sí, sí —dijo Scott con tono sarcástico.

Joe lo conminó a callar. Sosteniendo la cerilla cargada entre el índice y el pulgar de la mano izquierda, Frank la acercó lentamente a la palma derecha de modo que la cabeza del fósforo cargado se aproximara a la del otro. Tan pronto entraron en contacto se produjo una crepitación y la primera cerilla saltó de la mano de Frank. Grace soltó un grito de sorpresa y todos rieron.

Se lo hizo hacer otra vez y luego otra y después lo probó ella misma y, lógicamente, no le salió. Frank sacudió teatralmente la cabeza como si aquello lo desconcertara. Todos los chicos disfrutaban enormemente. Diane, que debía de haberlo visto un centenar de veces, dedicó a Annie una sonrisa indulgente y cansada.

Se estaban llevando las dos muy bien, mejor que nunca a juicio de Annie, aunque sólo el día anterior había percibido en ella cierta frialdad sin duda originada por el hecho de que a último momento había cambiado de opinión y había decidido acompañarlos. Cabalgando juntas aquella mañana habían hablado de toda clase de cosas. Pero con todo y eso, detrás de su afabilidad, Annie presentía una cautela que era menos que aversión pero más que desconfianza. Y por encima de todo, notó el modo en que la observaba cuando estaba cerca de Tom. Era eso lo que, contra sus deseos, había inducido a Annie a declinar la invitación que él le había hecho para que lo acompañara hasta lo alto de la loma.

—¿Tú qué crees Tom? —dijo Frank—. ¿Probamos con agua?

—Creo que será lo mejor.

Cómplice perfecto, Tom le pasó a su hermano la cantimplora que había llenado en el arroyo y Frank le dijo a Grace que se remangara e introdujera ambos brazos hasta el codo. Grace se reía tanto que se derramó la mitad del agua en la camisa.

—Es para que la carga no se pierda, ¿sabes?

Diez minutos después, todavía en babia y más mojada, Grace se rindió. Durante ese lapso de tiempo tanto Tom como Joe consiguieron hacer saltar la cerilla; Annie lo intentó pero no consiguió hacerla mover. Tampoco los gemelos lo lograron. Diane le confió a Annie que la primera vez que Frank lo probó con ella, la había hecho sentar totalmente vestida en un abrevadero.

Scott le pidió a Tom que hiciese el truco de la cuerda.

—Eso no es ningún truco —dijo Joe.

—Sí que lo es.

—No lo es, ¿verdad Tom?

—Bueno —dijo Tom con una sonrisa—, depende de lo que entiendas por truco. —Extrajo algo del bolsillo de los tejanos. No era más que un trozo de cordel gris de unos sesenta centímetros de largo. Anudó los extremos para hacer un lazo—. Muy bien —dijo—: Esta va por Annie. —Se levantó y se acercó a ella.

—Si implica dolor físico o muerte, no quiero ni probarlo —dijo ella.

—Le aseguro que no sentirá nada, señora.

Tom se arrodilló a su lado y le pidió que levantara el dedo índice de la mano derecha. Annie lo hizo y él pasó el lazo por encima y le dijo que observara atentamente. Mientras con la mano izquierda sostenía tirante el otro extremo del lazo, pasó un lado de éste por encima del otro con el dedo medio de la mano derecha. Luego giró la mano de manera que quedase debajo del lazo y luego volvió a pasarla por encima y unió su dedo medio con el de Annie, yema con yema.

Daba la impresión de que el lazo circundaba sus yemas unidas y que sólo podía ser retirado si el contacto se rompía. Tom hizo una pausa y ella lo miró. Él sonrió y la proximidad de sus ojos azules casi logró abrumarla.

—Mire —dijo él suavemente. Y ella volvió a mirar sus dedos que se tocaban, y entonces Tom tiró del cordel con suavidad y éste quedó libre sin haber perdido sus nudos ni haber roto el contacto entre las yemas de sus dedos.

Se lo enseñó varias veces más y luego Annie, Grace y los gemelos lo probaron por turnos sin que ninguno consiguiera hacerlo. Joe fue el único que lo logró, aunque Annie comprendió por su sonrisa que Frank también conocía el truco. Si Diane lo sabía o no era difícil de decir, pues se limitó a sorber su café y a mirar con una suerte de imparcialidad más o menos divertida.

Cuando todo el mundo hubo terminado de probar, Tom se puso de pie y arrolló el cordel en torno a sus dedos con mucha pulcritud. Se lo pasó a Annie.

—¿Es un regalo? —preguntó ella al cogerlo.

—No —respondió él—. Sólo hasta que aprenda a hacerlo.

Annie despertó y al principio no supo qué estaba mirando. Luego recordó dónde se encontraba y se dio cuenta de que estaba mirando la luna. Le pareció que la tenía al alcance de la mano, que podía meter los dedos en sus cráteres. Giró la cabeza y vio a Grace, que dormía con el rostro vuelto hacia ella. Frank les había ofrecido la cabaña que en general sólo utilizaban cuando llovía. Annie estuvo tentada de aceptar, pero Grace insistió en dormir al raso con los demás, que ya estaban en sus sacos de dormir junto al menguante resplandor de la lumbre.

Sintió sed y comprendió que estaba demasiado despierta para intentar dormirse otra vez. Se incorporó y miró alrededor. No podía ver la lata del agua y estaba segura de que si se ponía a buscar despertaría a todo el mundo. Al fondo del prado las negras formas de las reses arrojaban sombras más negras aún en la hierba, pálida a la luz de la luna. Sacó quedamente las piernas del saco y volvió a notar los estragos que el montar había producido en su musculatura. Se habían acostado vestidas a excepción de las botas y los calcetines. Annie llevaba puestos unos tejanos y una camiseta estampada. Una vez de pie echó a andar descalza hacia el riachuelo.

Notaba en los pies la hierba vibrante y empapada de rocío, aunque procuraba mirar por dónde caminaba por miedo a pisar alguna cosa menos romántica. Un búho ululó sobre las copas de los árboles, y Annie se preguntó si la habría despertado eso, la luna o bien la fuerza de la costumbre. Las reses levantaron la cabeza para verla pasar y Annie las saludó en voz baja y luego se sintió como una tonta por haberlo hecho. La hierba de la orilla más próxima estaba toda revuelta por las pezuñas del ganado. El agua corría lenta y silenciosa, y en su acristalada superficie sólo se reflejaba la negrura del bosque que había al otro lado. Annie caminó aguas arriba y encontró un sitio donde la corriente se escindía en torno a un islote en el que crecía un árbol. De dos zancadas alcanzó la otra orilla y regresó aguas abajo hasta un saliente en forma de huso donde se arrodilló para beber.

Desde ese punto, el agua sólo reflejaba el cielo. Y tan perfecta era la luna en aquel momento que Annie dudó en molestarla. La impresión que le produjo el agua, cuando por fin se decidió a hacerlo, la dejó sin aliento. Estaba más fría que el hielo, como si procediera del antiguo corazón glacial de la montaña. Annie ahuecó las manos de un pálido espectral y se mojó la cara. Luego cogió un poco más de agua y bebió.

Le vio primero en el agua al asomarse él sobre la luna cuyo reflejo había dejado traspuesta a Annie hasta hacerle perder la noción del tiempo. Pero no se asustó. Antes incluso de alzar la vista, supo que era él.

—¿Se encuentra bien? —preguntó Tom.

La orilla en que estaba él era algo más elevada y Annie tuvo que pestañear para verlo contrastado con la luna. Advirtió que estaba preocupado.

—Sí —respondió con una sonrisa.

—Me he despertado y he visto que no estaba.

—Tenía sed.

—El beicon.

—Supongo que sí.

—¿El agua sabe tan bien como el vaso de lluvia de la otra noche?

—Casi. Pruébala.

Tom miró el agua y vio que era más fácil beber desde donde estaba ella.

—¿Le importa que le haga una visita? La estoy molestando.

—En absoluto. —Annie casi rió—. Adelante.

Tom fue hasta el islote, cruzó, y Annie supo que había cruzado algo más que el agua. Él sonrió al aproximarse, se arrodilló a su lado y sin decir palabra ahuecó las manos y bebió. Se le escurrió un poco entre los dedos, avivando el claro de luna con hilillos de plata.

Le pareció entonces a Annie, y se lo parecería ya siempre, que no hubo ni un ápice de casualidad en lo que sucedió después. Había cosas que eran así y no podían interpretarse de ninguna otra manera. Tembló entonces y temblaría después al pensar en ello, aunque ni una sola vez se arrepentiría.

Tom terminó de beber, se volvió hacia ella y cuando estaba a punto de enjugarse la cara Annie alargó la mano y lo hizo por él. Notó en sus dedos el agua helada y podría haberlo tomado como una negativa y retirado la mano de no haber sentido entonces el reconfortante calor de la carne de él. Y con ese roce, el mundo quedó paralizado.

Los ojos de Tom sólo tenían la palidez unificadora de la luna. Desprovistos de su azul intenso parecían dotados de una profundidad ilimitada en la que ahora ella se adentraba con asombro pero sin recelo. Él llevó una mano a la que ella aún tenía en su mejilla. La tomó y apretó la palma contra sus labios, como si de esa forma sellase una acogida largamente esperada.

Annie lo observó y tomó aire con un largo escalofrío. Luego alargó la otra mano y acarició la cara de Tom, desde la mejilla sin afeitar hasta la suavidad de su cabello. Notó que él le rozaba la parte inferior del brazo y le acariciaba la cara como había hecho ella. Al sentir su mano Annie cerró los ojos y dejó que él dibujara un tierno camino desde las sienes hasta las comisuras de la boca. Cuando sus dedos llegaron a los labios de ella los separó y permitió que explorase con delicadeza su contorno.

Annie no osaba abrir los ojos por temor a ver en los de él cierta reticencia, duda o incluso compasión. Pero cuando miró únicamente encontró sosiego y certidumbre y una necesidad tan manifiesta como la suya. Él puso sus manos en los codos de ella y los deslizó con suavidad por debajo de las mangas de su camiseta para acariciarle los antebrazos. Annie notó que su piel se erizaba. Con ambas manos en el pelo de él, atrajo hacia sí su cabeza y notó la misma presión en sus brazos.

En el instante en que sus bocas se iban a tocar, Annie tuvo el súbito impulso de decir que lo sentía, que por favor la perdonase, que no había sido ésa su intención. Él debió de advertir en sus ojos cómo cobraba forma ese pensamiento, pues antes de que pudiera expresarlo verbalmente le impuso silencio con un levísimo movimiento de los labios.

Cuando se besaron, Annie creyó estar volviendo a casa. Era como si siempre hubiera conocido el sabor y el tacto de Tom. Y aunque casi se estremeció al contacto de su cuerpo, no supo a ciencia cierta en qué momento terminaba su propia piel y empezaba la de él.

Cuánto duró aquel beso, Tom sólo pudo adivinarlo por la sombra cambiante en la cara de ella cuando se separaron un poco para mirarse.

Annie le sonrió con tristeza, luego miró la luna en su nuevo emplazamiento y atrapó en sus ojos fragmentos de ella. Él podía saborear aún la dulce humedad de su boca reluciente y sentir la tibieza de su aliento en su cara. Entonces pasó sus manos por los brazos de ella y la sintió tiritar.

—¿Tienes frío?

—No.

—En junio nunca había hecho una noche tan cálida como la de hoy.

Ella bajó la vista, tomó una mano de él entre las suyas y la acunó con la palma hacia arriba en su regazo, recorriendo con sus dedos las callosidades.

—Tienes la piel muy dura.

—Sí. No es una mano bonita, desde luego.

—En absoluto. ¿Notas mi roce?

—Claro.

Ella no levantó la vista. A través del cabello que le caía sobre la cara él vio que una lágrima surcaba su mejilla.

—Annie…

Ella sacudió la cabeza y siguió sin mirarlo. Tom le cogió las manos.

—Todo va bien, Annie. No te preocupes.

—Ya. Es que va tan bien que no sé cómo tomármelo.

—Somos dos seres humanos, eso es todo.

Ella asintió.

—Que se han conocido demasiado tarde —dijo.

Lo miró por fin, sonrió y se secó los ojos. Tom le devolvió la sonrisa pero permaneció en silencio. Si lo que ella acababa de decir era cierto, él no quiso confirmarlo. En cambio, le contó lo que había dicho su hermano en una noche muy parecida bajo una luna más delgada hacía un montón de años; Frank había deseado que el presente durase siempre y su padre había dicho que el presente era, sencillamente, una estela de ahoras sucesivos y que lo mejor era vivir plenamente cada uno de ellos a su debido tiempo.

Annie no dejó de mirarlo mientras hablaba y cuando hubo terminado permaneció en silencio, de modo que a él le preocupó que hubiera podido tomarse a mal sus palabras y ver en ellas cierta instigación egoísta. El búho empezó a ulular de nuevo a sus espaldas, siendo ahora contestado por otro desde el fondo del prado.

Annie se inclinó y buscó de nuevo su boca, y él notó en ello un apremio que no había habido antes. Probó la sal de sus lágrimas en sus comisuras, ese lugar que tanto había ansiado tocar sin imaginar siquiera que llegaría a besarlo. Y mientras la estrechaba entre sus brazos, recorría su cuerpo con las manos y sentía la presión de sus pechos, no pensó que aquello estuviera mal sino que ella tal vez llegase a pensar que lo estaba. Pero si eso estaba mal, ¿qué había en la vida que estuviese bien?

Finalmente ella se apartó un poco, respirando con dificultad como si la acobardara su propia avidez y a dónde podía conducirla.

—Es mejor que vuelva —dijo ella.

—Creo que sí.

Annie lo besó otra vez dulcemente y luego apoyó la cara en su hombro para que él no pudiera verla. Tom rozó su cuello con los labios y aspiró su tibio olor como si quisiera guardarlo, tal vez para siempre.

—Gracias —susurró ella.

—¿Por qué?

—Por lo que has hecho por nosotros.

—Yo no he hecho nada.

—Tom, ya sabes que sí. —Se separó de él y se quedó con las manos ligeramente apoyadas en sus hombros. Le sonrió y le acarició el pelo, y él le tomó una mano y se la besó. Luego ella se fue andando hasta el islote y cruzó el arroyo.

Una sola vez se volvió para mirarlo, aunque con la luna detrás de ella, Tom no consiguió adivinar qué expresión tenían sus ojos. Observó que su camisa blanca atravesaba el prado y su sombra dibujaba pisadas en el gris del rocío mientras las reses se deslizaban alrededor de ellas, negras y calladas como buques.

Cuando Annie llegó al campamento la lumbre se había extinguido. Diane se movió un poco pero sólo en sueños, pensó. Deslizó quedamente sus pies mojados dentro del saco de dormir. Los búhos dejaron pronto de ulular y el único sonido fue el suave roncar de Frank. Más tarde, cuando la luna se hubo ido, oyó volver a Tom pero no se atrevió a mirar. Estuvo un buen rato contemplando las estrellas, pensando en él y en lo que él debía de estar pensando de ella. Era esa hora en que la duda solía asentarse pesadamente en ella, y Annie esperó sentir vergüenza por lo que acababa de hacer. Pero no fue así.

Por la mañana, cuando por fin se atrevió a mirarlo, no advirtió indicio alguno que delatara lo que había pasado entre los dos. Ninguna mirada furtiva y tampoco, cuando él habló, ninguna segunda intención en sus palabras que sólo ella pudiera comprender. De hecho, tanto su conducta como la de los demás fue exactamente la misma de siempre, de modo que Annie llegó a sentirse decepcionada, tan radical era el cambio que experimentaba dentro de ella.

Mientras desayunaban, miró hacia el prado buscando el lugar donde habían estado besándose, pero la luz del día parecía haber alterado su geografía y le fue imposible localizarlo. Hasta las pisadas que ambos habían dejado habían sido desbaratadas por las reses y no tardaron en perderse para siempre bajo el sol de la mañana.

Al terminar de comer, Tom y Frank fueron a echar un vistazo a los pastos vecinos mientras los chicos jugaban cerca del arroyo y Annie y Diane se ocupaban de recoger las cosas y lavar los platos. Diane le habló de la sorpresa que ella y Frank les tenían preparada a los chicos. La semana próxima irían todos a Los Ángeles.

—Ya sabe, Disneylandia, los estudios de la Universal, todo eso.

—Qué bien. ¿Y ellos no saben nada?

—No. Frank ha intentado convencer a Tom, pero él ha prometido ir a Sheridan para ver un caballo con problemas.

Añadió que era prácticamente la única época del año en que podían ir. Smoky cuidaría del rancho. Aparte de él, no iba a haber nadie.

La noticia le cayó como un jarro de agua fría, y no sólo porque Tom no se lo hubiera mencionado. A lo mejor esperaba haber terminado con Pilgrim para entonces. Pero lo que más la impresionaba era el mensaje implícito en las palabras de Diane. En definitiva, estaba sugiriéndole claramente que había llegado el momento de llevarse a Grace y a Pilgrim a casa. Annie se dio cuenta de que había estado eludiendo deliberadamente la cuestión, dejando pasar cada día sin llevar la cuenta, con la esperanza de que el tiempo le devolviera el favor y la ignorara a ella también.

A media mañana ya habían llegado al pie del último desfiladero. El cielo estaba encapotado. Sin las reses avanzaban mucho más rápido, aunque en los puntos más escarpados el descenso era más duro que la ascensión y mucho más cruel para los castigados músculos de Annie. Ya no había el alborozo del día anterior y hasta los gemelos, concentrados en el descenso, apenas decían palabra. Annie iba reflexionando sobre lo que le había dicho Diane y más aún sobre lo que Tom le había dicho la noche anterior; que sólo eran dos seres humanos y que el presente era el presente y nada más que el presente.

Cuando ganaron la cresta de la loma a la que Tom había querido llevarla, Joe dio una voz, señaló con el dedo y todos se detuvieron a mirar. Allá a lo lejos, hacia el sur, había caballos en la meseta. Tom le explicó a Annie que eran los potros mesteños de la mujer hippie. Fue casi lo único que le dijo en todo el día.

Atardecía y empezaba a llover cuando llegaron al Double Divide. Estaban todos demasiado cansados para hablar mientras desensillaban los caballos.

Annie y Grace se despidieron de los Booker junto al establo y subieron al Lariat. Tom dijo que iría a ver cómo estaba Pilgrim. Cuando dio las buenas noches a Annie lo hizo en apariencia con el mismo tono de voz con que se despidió de Grace.

Camino de la casa del arroyo Grace dijo que notaba la pierna ortopédica un poco tirante y quedaron en que al día siguiente irían a ver a Terri Carlson para que le echara un vistazo. Mientras Grace iba a darse un baño, Annie escuchó los mensajes que había en el contestador automático.

El contestador estaba repleto, el fax había desparramado por el suelo todo un nuevo rollo de papel y su correo electrónico zumbaba. En su mayor parte, los mensajes expresaban diversos grados de asombro, rabia y conmiseración. Había dos que no, y fueron esos los únicos que ella se molestó en leer enteros, uno con alivio y el otro con una mezcla de emociones que no sabía cómo calificar. El primer mensaje, de Crawford Gates, decía que lo lamentaba muchísimo pero que se veía obligado a aceptar su dimisión. El segundo era de Robert. Anunciaba que el siguiente fin de semana iría a Montana para pasarlo con ellas. Decía que las quería mucho a las dos.