La cocina de la casa del arroyo era poco menos que espartana, con su ristra de tubos fluorescentes cuya envoltura se había convertido en féretro de un surtido de insectos. Al mudarse Frank y Diane a la casa grande se habían llevado consigo todo lo que merecía la pena. Los cacharros procedían de diversas baterías de cocina y el lavaplatos sólo funcionaba si se le daba un golpe en el punto adecuado. La única cosa que Annie no había conseguido dominar aún era el horno, que parecía dotado de una mente propia. El contorno de la puerta estaba podrido y el marcador de temperatura suelto, de modo que cocinar en él requería una combinación de vigilancia, don de adivinación y buena suerte.
Hornear la tarta de manzana al estilo francés que les iba a dar de postre no había sido, sin embargo, ni la mitad de difícil que averiguar cómo iban a comerla. Annie había descubierto demasiado tarde que no tenía suficientes platos, cuchillos ni sillas. Y no sin vergüenza (pues de alguna manera eso burlaba todo el proyecto), había tenido que telefonear a Diane e ir a su casa a pedirle lo que faltaba. Luego se había percatado de que la única mesa lo bastante grande para la ocasión era la que usaba como escritorio, de modo que tuvo que quitar de ella toda su maquinaria y arrumbarla en el suelo junto con sus periódicos y revistas.
La tarde había empezado con un ataque de pánico. Annie estaba habituada a recibir gente que pensaba que cuanto más tarde llegaba uno más fino era, conque no se le había ocurrido que todos se presentaran a la hora en punto. Pero a las siete, cuando ni siquiera se había cambiado, los vio subir por la colina; a todos menos a Tom. Llamó a Grace a gritos, subió volando por la escalera y se puso un vestido que ya no tenía tiempo de planchar. Pata cuando oyó sus voces en el porche, había conseguido pintarse los ojos y los labios, cepillarse el pelo, darse un toque de perfume y bajar a recibirlos.
Al verlos a todos allí de pie, Annie pensó que había sido una estupidez invitar a aquellas personas a su propia casa. Todo el mundo parecía sentirse incómodo. Frank dijo que Tom se había retrasado por un problema que había tenido con uno de los tusones, pero que estaba duchándose, y no tardaría en llegar. Annie les preguntó qué querían tomar y en ese instante recordó que no había comprado cerveza.
—Yo una cerveza —dijo Frank.
Pero la cosa mejoró. Annie abrió una botella de vino mientras Grace se llevaba a Joe y a los gemelos y los hacía sentar en el suelo delante del ordenador de su madre, donde al poco rato los tuvo a todos boquiabiertos con el Internet. Annie, Frank y Diane sacaron sillas al porche y se sentaron a charlar mientras contemplaban el último fulgor del sol de la tarde. Rieron al comentar la aventura de Scott con el ternero, suponiendo que Grace se lo habría contado a su madre. Annie fingió que así era. Luego Frank explicó una larga historia sobre un desastroso rodeo de instituto donde había quedado humillado ante la chica a la que pretendía impresionar.
Annie escuchaba con fingida atención mientras esperaba el momento de ver llegar a Tom por una esquina de la casa. Y cuando eso ocurrió, la sonrisa de Tom y el modo en que se quitó el sombrero y dijo que sentía llegar tarde fueron tal como ella había imaginado.
Mientras le hacía pasar se disculpó por no tener cerveza antes de que a él se le ocurriera pedir una. Tom dijo que vino estaba bien y esperó a que ella lo sirviera. Annie le pasó la copa, lo miró fijamente a los ojos por primera vez, olvidó lo que estaba a punto de decirle, fuera lo que fuese. Se produjo un silencio engorroso hasta que él acudió al rescate.
—Huele bien.
—Me temo que no es nada del otro mundo. ¿El caballo está bien?
—Oh sí. Tiene un poco de fiebre, pero se pondrá bien.
—¿Cómo le ha ido el día?
Antes de que pudiera responder, entró Craig llamando a Tom y diciéndole que tenía que ir a ver lo que salía en el ordenador.
—Oye, estoy hablando con la mamá de Grace —dijo Tom.
Annie rió y les dijo que no se preocuparan, la mamá de Grace tenía que ir a vigilar la comida. Diane entró en la cocina para echarle una mano y charlaron un rato de los hijos mientras preparaban las cosas. Y a cada momento Annie miraba de soslayo hacia el salón y veía a Tom con su camisa azul claro, acuclillado entre los chicos, que se disputaban su atención.
Los espaguetis fueron un éxito. Diane incluso le pidió la receta de la salsa, y Annie habría confesado de no ser porque Grace se le adelantó y les dijo a todos que la salsa era de bote. Annie había colocado la mesa en mitad de la sala y había encendido unas velas compradas en Great Falls. Grace había opinado que aquello era pasarse, pero Annie se alegraba ahora de haber insistido en ponerlas pues daban a la habitación una luz cálida y proyectaban sombras danzarinas sobre las paredes.
Y pensó en lo agradable que era el que la casa, siempre tan silenciosa, estuviese llena de voces y risas. Los chicos estaban en un extremo y los cuatro adultos en el otro, ella y Frank frente a Tom y Diane. A Annie se le ocurrió que un desconocido los habría tomado por parejas.
Grace estaba explicando a los demás lo que se podía hacer con el Internet, como tener acceso al Hombre Visible, un asesino de Texas condenado a muerte que había donado su cuerpo a la ciencia.
—Lo congelaron y lo cortaron en dos mil trozos y luego fotografiaron cada pedazo —explicó Grace.
—Qué guarrada —dijo Scott.
—¿No podríamos hablar de otra cosa mientras comemos? —pidió Annie. Era un comentario hecho a la ligera pero Grace quiso tomárselo como una reprimenda. Fulminó a su madre con la mirada.
—Es la biblioteca Nacional de la Medicina, mamá. Eso es cultura, caray, y no un juego de marcianitos.
—Vamos Grace, sigue —dijo Diane—. Es fascinante.
—En realidad eso es todo —dijo Grace. Hablaba sin entusiasmo, dando a entender a todos que como de costumbre su madre no sólo la había desanimado sino que había echado a perder un momento interesante y divertido—. Simplemente volvieron a juntarlo y ahora puedes tenerlo en la pantalla y diseccionarlo como si fuera en tres dimensiones.
—¿Y todo eso se puede hacer en la pantallita?
—Pues claro.
El modo de decirlo fue tan concluyente que todos guardaron silencio. Duró apenas un instante, aunque a Annie le pareció una eternidad y Tom debió de notar la desesperación en su mirada porque hizo un gesto con la cabeza en dirección a Frank y con tono sarcástico dijo:
—Ya ves hermanito, si quieres ser inmortal, aprovecha.
—Dios nos asista —dijo Diane—. El cuerpo de Frank Booker a la vista de todo el país.
—Eh, ¿qué le pasa a mi cuerpo si puede saberse?
—Por dónde quieres que empecemos —dijo Joe. Todos rieron.
—Caramba —dijo Tom—. Con dos mil pedazos, digo yo que se podría recomponer la cosa y obtener un resultado más atractivo.
El ambiente volvió a distenderse y cuando Annie estuvo convencida de que así era dedicó a Tom una mirada de alivio y agradecimiento que él retribuyó suavizando imperceptiblemente la mirada. A ella le sorprendía que aquel hombre que apenas había conocido a su propio hijo pudiera comprender el menor conflicto entre ella y Grace.
La tarta no era nada del otro mundo. Annie se había olvidado de la canela y tan pronto como hubo cortado el primer trozo se dio cuenta de que podía haberla horneado quince minutos más. Pero a nadie pareció importarle. Los chicos comieron helado y enseguida volvieron al ordenador mientras los adultos tomaban café sentados a la mesa.
Frank se lamentaba de los conservacionistas, los «verdosos», como él los llamaba, y de que no entendieran absolutamente nada de criar ganado. Se dirigía a Annie, porque Diane y Tom ya habían oído sus quejas un centenar de veces. Aquellos maníacos dejaban sueltos a los lobos que traían de Canadá para que pudieran comerse las reses además de los osos pardos. Hacía un par de semanas, explicó, a un ranchero de Augusta le habían matado dos vaquillas.
—Y esos verdosos vinieron desde Missoula con sus helicópteros y sus conciencias ecologistas y le dijeron, lo sentimos tío, nos llevamos el lobo de aquí pero ni se te ocurra poner trampas o cazarlo porque te ponemos un pleito por menos de nada. El bicho ése debe de estar tomando el fresco en una piscina de algún hotel de cinco estrellas, mientras nosotros pagamos la factura. —Advirtió que Tom le sonreía a Annie y señalándolo con el dedo, agregó—: Aquí donde lo ves, Annie, él es uno de ellos. Lleva el rancho en la sangre, pero es más verde que un sapo mareado en una mesa de billar. Espera a que el lobo se meriende uno de sus potrillos y verás la que se arma.
Tom rió y vio que Annie fruncía el entrecejo.
—Disparar, enterrar y a otra cosa mariposa —dijo—. Es la respuesta del ranchero humanitario a la naturaleza.
Annie soltó una carcajada y de pronto reparó en que Diane estaba mirándola. La miró a su vez y Diane sonrió de un modo que no hizo sino resaltar el hecho de que lo de antes no había sido una sonrisa.
—¿Qué opina usted, Annie? —preguntó.
—Bueno, yo vivo en un lugar muy distinto.
—Pero tendrá una opinión al respecto.
—La verdad es que no.
—Imposible. En su revista debe de salir este tema más de una vez.
A Annie le sorprendió ese acoso. Se encogió de hombros y dijo:
—Imagino que toda criatura tiene derecho a la vida.
—¿Ah sí? ¿Hasta las ratas y los mosquitos que transmiten la malaria?
Diane seguía sonriendo y el tono era jovial, pero Annie percibió algo que la puso en guardia.
—Tiene razón —dijo al cabo—. Supongo que depende de a quién muerdan.
Frank soltó una risotada y Annie miró a Tom con el rabillo del ojo. Él le estaba sonriendo. Y así, de un modo que costaba comprender, fue Diane quien finalmente pareció dispuesta a dejarlo correr. Nadie supo si era así en realidad, pues de pronto se oyó un chillido y Scott apareció detrás de ella agarrándola del hombro, las mejillas encendidas de rabia.
—¡Joe no me deja el ordenador!
—No te toca a ti —dijo Joe desde donde los otros seguían apiñados en torno a la pantalla.
—¡Sí, me toca!
—¡Que no!
Diane llamó a Joe e intentó poner paz. Pero los gritos arreciaron y pronto se vio también envuelto Frank y la discusión pasó de lo concreto a lo general.
—¡Nunca me dejas probar nada! —exclamó Scott, al borde del llanto.
—No seas crío —dijo Joe.
—Chicos, chicos. —Frank había apoyado las manos sobre los hombros de sus hijos.
—Te crees muy importante…
—Venga, calla de una vez.
—… porque le das clases de equitación a Grace y todo eso.
Todos se quedaron callados excepto una caricatura de pájaro que graznaba en el monitor. Annie miró a Grace y ésta apartó rápidamente la vista. Nadie parecía saber qué decir. Scott estaba un poco perplejo por el efecto que su revelación había causado.
—¡Os he visto! —su tono era ahora más insultante pero menos seguro—. ¡Ella montaba a Gonzo, abajo en el arroyo!
—Serás cerdo —dijo Joe entre dientes, y al mismo tiempo arremetió contra él.
Todo el mundo explotó. Scott fue a dar de espaldas contra la mesa y empezaron a volar tazas y vasos. Los dos chicos cayeron al suelo trabados de brazos y piernas al tiempo que Frank y Diane se arrojaban sobre ellos chillando e intentando separarlos. Craig se acercó corriendo con la intención de intervenir en la pelea, pero Tom alargó una mano y lo retuvo con suavidad. Annie y Grace sólo pudieron ponerse en pie y mirar.
Un momento después Frank sacaba a los chicos de la casa; Scott gemía, Craig lloraba como muestra de solidaridad y Joe postraba una furia callada que se hacía oír más que el llanto de los otros dos. Tom los acompañó hasta la cocina.
—Lo siento mucho, Annie —dijo Diane.
Estaban de pie junto a la mesa como aturdidos supervivientes de un huracán. Grace estaba pálida al otro lado de la sala. Al mirarla Annie, algo que no era ni miedo ni pena sino un híbrido de ambas cosas pareció cruzar el rostro de la chica. Tom lo advirtió también al regresar de la cocina, se acercó a Grace y le puso una mano en el hombro.
—¿Estás bien?
Ella asintió sin mirarlo y dijo:
—Me voy arriba. —Cogió su bastón y cruzó la estancia con desmañada prisa.
—Grace… —dijo Annie con suavidad.
—¡No, mamá!
Salió y los tres se quedaron escuchando el irregular sonido de sus pasos en la escalera. Annie vio que Diane estaba desconcertada. En Tom percibió una compasión que, de haberse dejado llevar, la habría hecho deshacerse en lágrimas. Aspiró hondo y trató de sonreír.
—¿Sabían algo de esto? —preguntó—. ¿Lo sabía todo el mundo menos yo?
Tom negó con la cabeza.
—No creo que ninguno de nosotros lo supiera.
—Quizá quería darnos una sorpresa —aventuró Diane.
Annie rió:
—Sí, ya.
Sólo quería que se fueran todos, pero Diane insistió en quedarse a poner orden, de modo que llenaron el lavaplatos y quitaron los cristales rotos de la mesa. Después, Diane se remangó y empezó con los cacharros. Evidentemente pensaba que era mejor estar alegre, y mientras fregaba se puso a hablar del baile que Hank iba a organizar el lunes en su rancho y al que todos estaba invitados.
Tom apenas pronunció palabra. Ayudó a Annie a trasladar otra vez la mesa junto a la ventana y esperó mientras ella desconectaba el ordenador. Luego, entre los dos, empezaron a poner todas sus cosas de nuevo sobre la mesa.
Annie nunca supo qué la impulsó a hacerlo, pero de pronto preguntó cómo estaba Pilgrim. Tom no respondió al momento sino que siguió ordenando cables sin mirarla, mientras pensaba. Cuando por fin habló, su tono fue casi de indiferencia.
—Oh, creo que saldrá adelante.
—¿De veras?
—Sí.
—¿Estás seguro?
—No, pero verá, donde hay dolor hay sentimiento, y donde hay sentimiento hay esperanza. —Le pasó el último cable—. Ya está —dijo.
Se volvió a mirarla y sus ojos se encontraron.
—Gracias —dijo Annie en voz baja.
—Ha sido un placer. No deje que ella la rechace.
Cuando regresaron a la cocina Diane ya había terminado y todo estaba en su sitio excepto las cosas que ella había llevado para la cena. Una vez que hubo quitado importancia a las muestras de agradecimiento de Annie y pedido disculpas por la conducta de los chicos, ella y Tom dijeron buenas noches y se fueron.
Annie se quedó bajo la luz del porche y los observó alejarse. Y mientras sus siluetas eran tragadas por la oscuridad, sintió ganas de llamarlos para que se quedaran y la abrazaran y la preservaran del frío que nuevamente invadía la casa del arroyo.
Tom se despidió de Diane al lado del establo y entró a ver a la potranca enferma. Al bajar de la casa del arroyo, Diane había comentado lo tonto que era Joe por llevar a montar a la chica sin decírselo a nadie. Tom dijo que a él no le parecía ninguna tontería, que comprendía la razón de que Grace hubiera querido mantenerlo en secreto. Joe se estaba portando con ella como un amigo y nada más. Diane replicó que eso no era asunto del chico y que francamente se alegraría cuando Annie hiciera las maletas y se llevara la chica de vuelta a Nueva York.
La potranca no había empeorado, aunque sí seguía respirando un poco deprisa. La temperatura le había bajado a treinta y nueve. Tom le frotó el cuello y le habló suavemente mientras con la otra mano le tomaba el pulso por detrás del codo. Contó los latidos durante veinte segundos y luego multiplicó por tres. Eran cuarenta y dos por minuto, un poco por encima de lo normal. Pensó que por la mañana tal vez tuviese que avisar al veterinario si la cosa seguía igual.
Cuando salió del establo vio que la luz de la habitación de Annie estaba encendida, y así seguía cuando él acabó de leer y apagó la luz de su dormitorio. Se había habituado a mirar por última vez la casa del arroyo donde las persianas iluminadas del cuarto de Annie destacaban en la oscuridad de la noche. A veces veía su sombra cruzar la ventana mientras ella hacía su desconocido ritual vespertino, y en una ocasión la había visto detenerse allí, enmarcada por el fulgor de la luz, para desvestirse, y de pronto, se sintió como si fuese un fisgón.
Ahora la persiana estaba abierta y él supo que algo había pasado o estaba pasando quizá en ese mismo instante. Pero sabía que era algo que sólo ellas podían resolver y, aunque parecía una tontería, se dijo que las persianas tal vez no estuviesen abiertas para impedir que entrara la oscuridad sino para dejarla salir.
Nunca había querido o necesitado tanto a una mujer desde que conociera a Rachel, hacía ya tantos años.
Había sido el primer día que la veía con un vestido. Era sencillo, de algodón estampado con un sinfín de pequeñas flores rosadas y negras y botones de nácar por la parte de delante. Le llegaba más abajo de las rodillas y dejaba sus brazos al descubierto.
Al llegar él y decirle Annie que fuera a la cocina a tomar una copa no había podido quitarle los ojos de encima. Había ido detrás de ella aspirando la estela de su perfume, y mientras le servía el vino él se había fijado en el modo en que se mordía la punta de la lengua en un gesto de concentración. Notó también un atisbo de tirante de raso que durante toda la velada intentó sin éxito no mirar. Y ella le había pasado la copa con una sonrisa, arrugando las comisuras de la boca de un modo que deseó fuera sólo para él.
Así lo había creído durante la cena, porque las sonrisas qué había dedicado a Frank, Diane y los chicos eran muy diferentes. Y tal vez lo había imaginado, pero cuando ella hablaba, si bien aparentemente para todos, le pareció que siempre se dirigía a él. Nunca la había visto con los ojos maquillados y advirtió que la luz de la vela se reflejaba en ellos cuando reía.
Después del incidente de los chicos y de que Grace saliese hecha una fiera, únicamente la presencia de Diane había impedido que tomara a Annie entre sus brazos y la dejara llorar como comprendió que tenía ganas de hacer. No fue tan tonto como para pensar que ese impulso era sólo para consolarla. No, se debía a que deseaba abrazarla y conocer de cerca su tacto, sus formas, su olor.
No era que Tom pensara que habría sido una actitud indecorosa, aunque sabía que otros podían pensar así. El dolor de aquella mujer, su hija, el dolor de esa hija formaban parte de ella, ¿no? ¿Y qué hombre podía considerarse Dios como para decidir sobre el sutil reparto de sentimientos apropiado a cada una, a ambas o a cualquiera de ellas?
Todas las cosas eran, en el fondo, una sola y lo mejor que un hombre podía hacer era cogerle el aire al caballo, cabalgar en armonía con él y ser todo lo fiel a ese aire que su alma le permitiera.
Annie apagó las luces de la planta baja y al subir por la escalera vio que la habitación de Grace estaba cerrada y que no salía luz por debajo de la puerta. Annie se dirigió a su dormitorio y encendió la lámpara. Se detuvo en el vano de la puerta, consciente de que en ese momento cruzar el umbral tenía un significado especial. No podía olvidar lo sucedido. ¿Cómo iba a permitir que el vacío entre las dos se ahondara aún más durante la noche como si de un inexorable fenómeno geológico se tratase? No tenía por qué ser así.
Annie abrió la puerta y la luz procedente del descansillo entró en el cuarto de Grace. Le pareció que las sábanas se movían, pero no pudo asegurarlo pues la cama estaba más allá del triángulo iluminado y a Annie le costó acostumbrarse a la oscuridad.
—¿Grace?
Estaba de cara a la pared y en la forma de sus hombros bajo la sábana había una especie de estudiada quietud.
—Grace.
—¿Qué? —No se movió.
—¿Podemos hablar?
—Tengo ganas de dormir.
—Yo también, pero creo que estaría bien que hablásemos.
—¿De qué?
Annie se acercó a la cama y se sentó en ella. La pierna ortopédica estaba apoyada en la pared junto a la mesita de noche. Grace suspiró y se puso boca arriba, mirando el techo. Annie aspiró hondo. «Hazlo bien —se repetía—. No te hagas la ofendida, tranquila, sé simpática.»
—Así que vuelves a montar a caballo…
—He hecho un intento.
—¿Y qué tal ha ido?
Grace se encogió de hombros.
—Bien. —Seguía intentando poner cara de fastidio.
—Es estupendo.
—¿Ah sí?
—¿No te lo parece?
—No lo sé, dímelo tú.
Annie luchó contra los latidos de su corazón, diciéndose que debía conservar la calma, darle tiempo, aceptar las cosas. En cambio, se oyó preguntar:
—¿No podías habérmelo dicho?
Grace la miró y el odio que había en sus ojos casi le cortó la respiración.
—¿Decírtelo? ¿Por qué?
—Grace…
—¿Por qué? Dímelo. ¿Acaso te importa? ¿O es porque tienes que saberlo y controlarlo todo y no dejar que nadie haga nada a menos que tú lo mandes? ¿Es por eso?
—Oh, Grace.
Annie sintió un súbita necesidad de luz y alargó la mana para encender la lámpara de la mesita de noche, pero su hija se lo impidió.
—¡Deja eso! ¡La quiero apagada! —exclamó, y lanzó un golpe que alcanzó a Annie en la mano e hizo caer la lámpara al suelo. La base de cerámica se partió en tres limpios pedazos—. Haces como que te importa pero lo único que te importa eres tú y lo que la gente piense de ti. Y tu trabajo y tus amigos famosos.
Grace se afianzó en los codos como si quisiera reforzar la rabia que sus lágrimas no hacían sino acrecentar.
—Además ¿no dijiste que no querías que volviera a montar? Entonces ¿por qué mierda tengo que decírtelo? ¡Por qué tengo que decirte nada! ¡Te odio!
Annie intentó cogerla en brazos pero Grace la apartó.
—¡Vete! ¡Déjame en paz! ¡Vete!
Annie se puso de pie, sintió que se tambaleaba y por un instante pensó que iba a caerse. Casi a ciegas avanzó hacia el charco de luz que sabía la conduciría a la puerta. No tenía una idea clara de qué haría una vez allí, sólo que estaba obedeciendo una orden que la obligaba a marcharse. Al llegar a la puerta oyó que su hija decía algo y se volvió y miró hacia la cama. Grace estaba otra vez de cara a la pared y le temblaban los hombros.
—¿Qué? —dijo Annie.
Esperó, y no supo si fue su propia aflicción o la de Grace la que amortiguó nuevamente las palabras, pero hubo algo en el modo en que fueron pronunciadas que la hizo retroceder. Se acercó a la cama hasta una distancia en que podía tocarla, pero no lo hizo por miedo a que la rechazara.
—Grace… No he oído lo que has dicho.
—Digo que… me ha venido. —Lo dijo entre sollozos y al principio Annie no comprendió.
—¿Qué te ha venido?
—La regla.
—¿Cómo? ¿Esta noche?
Grace asintió.
—Lo he notado cuando estaba abajo y al llegar aquí tenía las bragas manchadas de sangre. Las he lavado en el baño pero no quedan limpias.
—Oh, Gracie.
Annie puso una mano en el hombro de su hija y ésta se volvió. Ya no había ira en su rostro, sólo dolor y pena. Annie se sentó en la cama y estrechó a su hija entre sus brazos. Grace la abrazó y Annie notó que sus sollozos de niña hacían que ambas se agitaran como si fueran un solo cuerpo.
—¿Quién me va a querer?
—¿Qué, cariño?
—¿Quién me va a querer? Nadie.
—Oh Gracie, eso no es verdad…
—¿Por qué iban a quererme?
—Por ti misma. Porque eres increíble. Eres hermosa y fuerte. Y la persona más valiente que he conocido en toda mi vida.
Se abrazaron y lloraron juntas. Y cuando pudieron hablar otra vez Grace le dijo que no había querido decir las cosas terribles que había dicho y Annie contestó que ya lo sabía pero que había parte de verdad en ellas y que era consciente de haber hecho muchas cosas mal. Permanecieron cada una con la cabeza apoyada en el hombro de la otra, y dejaron hablar a sus corazones como nunca se habían atrevido a hacerlo.
—Todos estos años que tú y papá intentabais tener otro hijo, yo rezaba cada noche para que esa vez saliera bien. Y no por ti o porque quisiera tener un hermano, sino porque así ya no tendría que seguir siendo… tan, no sé.
—Dilo.
—Tan especial. Porque yo era la única, notaba que los dos esperabais de mí que fuera la mejor en todo, y yo no era tan perfecta, yo era yo y nada más. Y ahora voy y lo estropeo todo.
Annie la estrechó y le acarició el pelo y le dijo que las cosas no eran como ella decía. Y pensó, sin llegar a decirlo, que el amor era una mercancía peligrosa y que la exacta graduación de lo que uno daba y tomaba era demasiado precisa para los simples humanos.
Estuvieron mucho rato allí sentadas, hasta que Annie notó que la humedad de sus lágrimas se le había enfriado en el vestido.
Grace se quedó dormida en sus brazos y no despertó ni siquiera cuando Annie la acostó y se tendió a su lado.
Escuchó el respirar de su hija, un sonido uniforme y confiado y permaneció un rato contemplando cómo la brisa agitaba los visillos. Luego se durmió con un sueño profundo, mientras fuera la tierra, enorme y silenciosa, giraba bajo el firmamento.