Capítulo 20

—Yo pensé que era la máquina quitanieves, ¿sabe? La oí desde muy lejos. Teníamos todo el tiempo del mundo. Si hubiéramos sabido de qué se trataba, habríamos apartado los caballos de la carretera, al campo o a donde fuese. Debería haberle dicho algo a Judith, pero no se me ocurrió. Además, siempre que salíamos a caballo ella llevaba la voz cantante. Si había alguna decisión que tomar, era ella la que tenía que hacerlo. Y otro tanto pasaba con Gulliver y Pilgrim. Gulliver era el jefe, el más sensato. —Se mordió el labio y miró hacia un lado. La luz que entraba por la parte de atrás del establo le dio de lleno en la mejilla. Estaba oscureciendo y del arroyo empezaba a soplar una brisa fresca. Los tres habían ido a sacar a Pilgrim y después, bastó una mirada de Tom para que Joe se esfumase diciendo que tenía deberes que hacer. Tom y Grace bajaron dando un paseo hasta el corral donde guardaban los tusones. En un momento dado ella metió el pie de su pierna ortopédica en una rodera y se tambaleó un poco; Tom estuvo a punto de alargar el brazo para evitar que cayera, pero Grace recuperó el equilibrio. Él se alegró de no haber intervenido. Ahora estaban los dos acodados en la valla del corral contemplando los potros.

Grace había reconstruido paso a paso la mañana del accidente. Habló de cómo subieron por el bosque nevado y lo gracioso que había estado Pilgrim jugueteando con la nieve, y de cómo habían equivocado el camino y habían tenido que descender por aquella cuesta empinada junto al riachuelo. Grace hablaba sin mirarlo, con la vista fija en los caballos, aunque Tom sabía que lo que veía en aquel momento era lo que había visto aquel día, otro caballo y una amiga, ambos muertos. Y Tom se compadeció de ella con todo su corazón.

—Entonces encontramos el sitio que buscábamos. Era un terraplén así de alto que subía hasta el puente del ferrocarril. Habíamos estado allí antes, de modo que sabíamos dónde quedaba el camino. Bueno. Judith se adelantó y verá, fue muy extraño, como si Gulliver intuyera que algo iba mal porque no quería andar, y no es propio de él hacer algo así. —Se dio cuenta de que había empleado mal el tiempo verbal. Miró a Tom brevemente y éste sonrió—. Así que empezamos a subir y yo le pregunté si el camino estaba bien y ella dijo que sí pero que fuera con cuidado, de modo que empecé a seguirla.

—¿Tuviste que espolear a Pilgrim?

—No, qué va. No hizo lo que Gulliver. Pilgrim caminó tan contento. —Bajó la vista y se quedó un momento callada. Uno de los tusones relinchó suavemente desde el fondo del corral. Tom le puso una mano en el hombro.

—¿Estás bien?

Grace asintió y continuó:

—Entonces Gulliver empezó a patinar. —Lo miró, repentinamente seria—. ¿Sabe una cosa?, luego averiguaron que ese lado del camino estaba cubierto de hielo. Si hubiera estado sólo unos palmos más a la izquierda, no habría pasado nada. Pero debió de apoyar una pata en el hielo y así empezó todo.

Volvió a desviar la mirada y Tom supo por el modo en que movía los hombros que estaba luchando por acompasar su respiración.

—De modo que empezó a resbalar. Se veía que Gulliver trataba con todas sus fuerzas de aferrarse al suelo, pero cuanto más lo intentaba peor era, y seguía patinando. Venía directo hacia nosotros. Judith chilló para que nos apartásemos. Estaba como colgada del cuello de Gulliver y yo intenté hacer doblar a Pilgrim, y sé que lo hice con demasiada brusquedad, bueno, de hecho le di un tirón. Si hubiese mantenido un poco la calma y lo hubiera hecho con suavidad, Pilgrim se habría apartado. Pero imagino que lo asusté aún más de lo que estaba y se negó… ¡se negó a moverse de allí! —Calló un momento y tragó saliva—. Entonces chocaron con nosotros. Cómo seguí montada, no lo sé. —Soltó una risita—. Habría sido mucho más lógico caerse. A menos que hubiera quedado enganchada como Judith. Cuando ella cayó fue como, no sé, como si alguien agitara una bandera o algo, parecía toda fláccida, inmaterial. Al caer, la pierna se le trabó en el estribo y allá fuimos todos, resbalando juntos. Aquello no acababa nunca. ¿Y sabe una cosa? Me pasó una cosa rarísima. Mientras bajábamos recuerdo que al ver aquel cielo tan azul y el sol radiante y la nieve en los árboles y todo eso, me dio por pensar, caramba, qué día tan precioso. —Se volvió a mirarlo—. ¿No le parece lo más raro del mundo?

Tom no creía que fuese raro en absoluto. Sabía que en ciertos momentos el mundo decidía revelarse a sí mismo, no, como podría parecer, para mofarse de nuestra situación o de nuestra inoportunidad sino sencillamente para confirmarnos el hecho mismo de existir. Sonrió a Grace y asintió con la cabeza.

—No sé si Judith lo vio enseguida —prosiguió ella—, me refiero al camión. Debió de darse muy fuerte en la cabeza y Gulliver se había vuelto loco y estaba, bueno, arrastrándola de acá para allá. Pero en cuanto lo vi venir por la dirección en que antes había estado el puente pensé que no podría frenar y que si conseguía agarrar a Gulliver tal vez sacase a todos de allí en medio. Qué tonta fui. ¡Dios mío, qué tonta! —Sepultó la cara entre sus manos y cerró los ojos con fuerza pero sólo un momento—. Lo que habría tenido que hacer es desmontar. Habría sido mucho más fácil coger a Gulliver. Quiero decir, había perdido la chaveta, sí, pero tenía una pata herida y no podía salir corriendo. Yo podría haberle dado una patada en el culo a Pilgrim y sacarlo de allí y luego apartar a Gulliver de la carretera. Pero no lo hice.

Guardó silencio. Sorbió por la nariz, recobró la compostura, y continuó:

Pilgrim estuvo increíble. Quiero decir, también se puso bastante histérico, pero se recuperó al momento. Daba la impresión de que sabía lo que yo quería. Podría haber pateado a Judith, qué sé yo, pero no lo hizo. Sabía lo que hacía. Y si el del camión no hubiera hecho sonar la bocina, lo habríamos logrado, estábamos muy cerca. Yo tenía los dedos así de cerca, estaba a punto de tocarlo… —Tenía la cara contorsionada de dolor por lo que pudo ser y no fue, y al final llegaron las lágrimas. Tom la estrechó en sus brazos y ella apoyó la cara en su pecho y sollozó—. Vi la cara de Judith allá en el suelo, mirándome, un momento antes de que sonara la bocina. Se la veía tan poca cosa, tan asustada. Podría haberla salvado. A ella y a todos.

Tom no dijo nada, pues sabía que las palabras no cambiarían las cosas y que incluso con los años la certidumbre de Grace se mantendría viva como en ese momento. Permanecieron así largo rato mientras la noche los envolvía y él acercó la nariz a la nuca de Grace y olió el perfume de sus jóvenes cabellos. Y cuando ella terminó de llorar y él notó que su cuerpo se relajaba, le preguntó con suavidad si deseaba continuar. Grace asintió con la cabeza y respiró hondo.

—Fue la bocina la que desencadenó todo. Pilgrim se volvió hacia el camión. Fue una locura, pero parecía como si no quisiera permitirlo. No quería dejar que aquel monstruo enorme nos hiciera daño a los cuatro, él se disponía a luchar. ¡Santo Dios, luchar contra un camión de cuarenta toneladas! ¿Qué le parece? Pero yo noté que era eso lo que pretendía hacer. Y cuando el camión estuvo justo delante de nosotros, Pilgrim se encabritó. Entonces caí y me di en la cabeza. Es todo lo que recuerdo.

Tom conocía el resto, al menos en líneas generales. Annie le había dado el teléfono de Harry Logan y hacía un par de días el hombre le había contado su versión de lo sucedido. Logan le había explicado el final de Judith y Gulliver y la forma en que Pilgrim había escapado y de qué manera lo encontraron en el arroyo con aquel boquete enorme en el pecho. Tom hizo un montón de preguntas concretas, algunas de las cuales sabía que a Logan le sonaban desconcertantes. Pero el hombre parecía bien dispuesto y tuvo la paciencia de enumerar con detalle las heridas del caballo y lo que había hecho para tratarlas. Le contó a Tom cómo habían llevado a Pilgrim a la clínica de Cornell —cuya fama había llegado a oídos de Tom— y todo lo que le habían hecho allí.

Cuando Tom le dijo, con toda la sinceridad del mundo, que no conocía ningún veterinario capaz de curar un caballo tan malherido, Logan rió y dijo que ojalá él no lo hubiera hecho. Dijo que las cosas se habían puesto feas en la caballeriza de los Dyer y que sólo Dios sabía lo que aquellos chicos le habían hecho pasar al pobre animal. Añadió que se sentía culpable de haber permitido cosas como trabar la cabeza del caballo en la puerta para ponerle las inyecciones.

Grace empezaba a tener frío. Era tarde y su madre estaría preguntándose dónde se encontraba. Volvieron caminando lentamente al establo, atravesaron su oscuro y resonante vacío, y salieron por el otro extremo en dirección al coche. Las luces del Chevrolet saltaban y se inclinaban mientras iban dando saltos por el camino que conducía a la casa del arroyo. Durante un rato los perros estuvieron corriendo delante de ellos y cuando volvían la cabeza para mirar el coche sus ojos despedían destellos de un verde fantasmal.

Grace preguntó a Tom si lo que ahora sabía le ayudaría para hacer que Pilgrim se pusiera bien, y él respondió que tendría que pensar un poco pero que esperaba que sí. Cuando se detuvieron él se alegró de que a Grace no se le notara que había llorado, y cuando ella se apeó y le dedicó una sonrisa comprendió que intentaba darle las gracias pero sentía demasiada vergüenza. Tom miró hacia la casa esperando ver a Annie, pero no estaba a la vista. Sonrió a Grace y se tocó el ala del sombrero.

—Hasta mañana.

—Bueno —dijo ella, y cerró la puerta.

Cuando entró los demás ya habían comido. Frank estaba sentado a la mesa del salón ayudando a Joe con un problema de matemáticas y diciendo a los gemelos por última vez que bajaran el volumen del televisor o lo apagaría. Sin decir palabra, Diane cogió la cena que le había guardado y la puso en el microondas mientras Tom iba a lavarse al cuarto de baño de abajo.

—¿Le han gustado los nuevos teléfonos? —preguntó Diane.

Por la puerta entreabierta Tom vio que reanudaba su labor en la cocina.

—Oh, sí, estaba encantada.

Se secó las manos y volvió a entrar. Estaba sonando el timbre del microondas. Diane le había preparado pastel de carne con indias verdes y una enorme patata asada. Ella siempre había creído que esa era su comida favorita y Tom no quería desilusionarla de modo que aunque no tenía hambre se sentó a comer.

—Lo que no entiendo es qué va a hacer con el tercer teléfono —dijo Diane, sin levantar la vista.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, que yo sepa sólo tiene dos orejas.

—Sí, pero tiene un fax y otros aparatos que necesitan una línea para ellos solos y como la gente la llama constantemente, necesita tres líneas. Se ha ofrecido a pagar lo que le han instalado.

—Y tú has dicho que no, claro.

Tom no se atrevió a negarlo, y advirtió que Diane sonreía para sí. Sabía que era mejor no discutir cuando estaba de aquel humor. Diane había dejado claro desde el principio que no le entusiasmaba la idea de tener a Annie allí y Tom creyó que lo mejor era dejarla hablar. Siguió comiendo y durante un rato ninguno de los dos dijo nada.

Frank y Joe discutían sobre si una cifra había que dividirla o multiplicarla.

—Me ha dicho Frank que esta mañana la has dejado montar a Rimrock.

—Sí. No se subía a un caballo desde que era una cría. Lo hace bien.

—Y esa chiquilla. Las cosas que pasan…

—Sí.

—Parece tan sola. Estaría mejor en la escuela, creo yo.

—No sé qué decirte. Yo la veo bien.

Cuando terminó de comer fue a echar un vistazo a los caballos y luego dijo a Diane y a Frank que tenía que leer un poco y les dio a todos las buenas noches.

La habitación de Tom ocupaba la esquina noroeste de la casa y desde su ventana lateral podía contemplarse el valle. Era una habitación amplia y aún lo parecía más por las pocas cosas que en ella había. La cama era la misma en que habían dormido sus padres, alta y estrecha con un cabezal de arce con volutas. Estaba cubierta por una gruesa colcha que había hecho la abuela de Tom. En tiempos había sido roja y blanca, pero el rojo era ahora un rosa pálido y en algunos lugares la tela estaba tan gastada que por debajo asomaba el relleno. Había también una pequeña mesa de niño con una silla solitaria, una cómoda y un viejo sillón de cuero situado bajo una lámpara al lado de la negra estufa de hierro.

En el suelo había unas alfombras mejicanas que Tom había conseguido años atrás en Santa Fe, pero eran demasiado pequeñas para que el sitio resultara acogedor y producían más bien el efecto contrario, desperdigadas como islotes perdidos en un mar de tablas teñidas de oscuro. En la pared del fondo había dos puertas, una era la del armario donde guardaba la ropa, y la otra la de un cuarto de baño pequeño. En la pared sobre la cómoda había unas pocas fotografías de su familia modestamente enmarcadas. Había una de Rachel con el niño en brazos que había empezado a perder color. Había otra más reciente de Hal, con la sonrisa misteriosamente idéntica a la que lucía su madre en la foto de al lado. Pero pese a las fotos, los libros y los números atrasados de revistas de caballos que llenaban las paredes, un desconocido se habría preguntado cómo un hombre de la edad de Tom podía vivir con tan escasas pertenencias.

Tom se sentó a la mesa y repasó una pila de viejos Quarter Horse Journal, buscando un artículo que recordaba haber leído un par de años atrás. Era de un preparador californiano al que había conocido una vez y trataba de una yegua joven que había sufrido un grave accidente. La transportaban desde Kentucky con otros seis caballos y en algún punto de Arizona el conductor se había dormido y el vehículo había salido de la carretera y dado una vuelta de campana. El remolque quedó sobre el costado en que estaba la puerta y el equipo de salvamento tuvo que abrirse paso con sierras de cadena. Descubrieron que los caballos estaban atados en sus compartimientos y que colgaban del cuello de lo que ahora era el techo, todos muertos a excepción de la yegua.

Ese preparador tenía la teoría de que una manera de ayudar al caballo era utilizar su reacción natural ante el dolor. Era un poco complicado y Tom no estaba seguro de haberlo entendido del todo. Parecía basarse en la idea de que aunque el instinto primario del caballo lo inducía a huir, cuando realmente sentía dolor se enfrentaba a él con decisión.

El preparador respaldaba su teoría diciendo que en estado salvaje los caballos huían ante una manada de lobos, pero que cuando notaban el contacto de sus dientes en la piel plantaban cara al dolor. Argumentaba que era como el proceso semejante al de la dentición; el bebé no elude el dolor sino que le hinca el diente. Y afirmaba que esa teoría le había ayudado a solucionar los problemas de la traumatizada yegua que sobrevivió al accidente.

Tom encontró el ejemplar que buscaba y volvió a leer el artículo con la esperanza de que pudiese arrojar luz sobre el problema de Pilgrim. Era parco en detalles pero, aparentemente, lo único que había hecho el hombre era empezar con la yegua desde cero, desde los primeros pasos del adiestramiento, haciendo que lo correcto resultara fácil y lo incorrecto difícil. No estaba mal, pero no constituía ninguna novedad para Tom. Era justamente lo que él estaba haciendo. Y en cuanto a eso de «plantar cara» al dolor, aún no le veía mucho sentido. Pero ¿qué estaba haciendo, buscar un truco nuevo? Ya debía saber que no había trucos. Era una cosa entre el caballo y él, un entendimiento de lo que a cada uno le pasaba por la cabeza. Dejó a un lado la revista, se retrepó y suspiró.

Aquella tarde, al escuchar a Grace y antes a Logan, había intentado hallar en sus palabras algo a que aferrarse, alguna clave que le sirviera para actuar. Pero no encontró nada. Y ahora por fin comprendía qué había estado viendo todo el tiempo en los ojos de Pilgrim. La ruina absoluta. La confianza del animal, en sí mismo y en cuantos lo rodeaban, se había hecho añicos. Aquellos a los que amaba y en quienes confiaba lo habían traicionado. Grace, Gulliver, todos; le habían hecho subir por aquella cuesta como si fuese segura, y después, cuando resultó que no lo era, le habían gritado y hecho daño.

Tal vez el propio Pilgrim se culpaba de lo sucedido. Pues ¿qué motivo tenían los humanos para pensar que tenían el monopolio de la culpa? Tom a menudo había visto caballos que protegían a sus jinetes, especialmente si eran niños, de los peligros a que los conducía su inexperiencia. Pilgrim había defraudado a Grace y luego, al intentar protegerla del camión, no había conseguido a cambio más que dolor y castigo. Y después todos aquellos desconocidos que lo habían engañado y encerrado y pegado y atravesado con sus agujas y apresado en la oscuridad, la mierda y la pestilencia.

Más tarde, luchando contra el insomnio, con la luz apagada y la casa sumida en el silencio, Tom notó que algo flotaba pesadamente dentro de él y se alojaba en su corazón. Por fin tenía la imagen que había buscado o todo lo que de ella quizá lograse conseguir, y era la imagen más sombría y desesperanzadora que había visto jamás.

No había ninguna clase de engaño, nada disparatado ni caprichoso en el modo en que Pilgrim había evaluado los horrores que le habían acontecido. Simplemente era lógico, y eso hacía que ayudarlo fuese extremadamente difícil. Y Tom quería ayudarlo con toda su alma. Por el caballo en sí y por la chica. Pero sabía también —y al mismo tiempo sabía que eso no estaba bien— que por encima de todo quería hacerlo por la mujer con la que había salido a cabalgar esa mañana y cuyos ojos y boca podía imaginar ahora tan claramente como si la tuviera a su lado en la cama.