Capítulo 19

Annie dejó a Grace en la clínica poco antes de las nueve y volvió al centro de Choteau para cargar gasolina. Llenó el depósito al lado de un hombre de baja estatura, rostro curtido como cuero y un sombrero bajo cuya ala habría podido guarecerse un caballo. El hombre estaba mirando el aceite de una vieja camioneta Dodge enganchada a un remolque de ganado. Eran vacas de raza black angus como las que había en el Double Divide y Annie tuvo que luchar contra las ganas de hacer algún comentario de entendida basándose en lo poco que había podido sonsacar a Tom y a Frank el día que marcaron. Lo ensayó mentalmente. Bonito ganado. No, nadie decía ganado. ¿Qué vacas tan bonitas? ¿Reses, quizá? Se rindió. En realidad no tenía la menor idea de si las reses eran buenas o malas o si tenían muchas pulgas, de modo que mantuvo la boca cerrada y se limitó a saludarlo con la cabeza y sonreír brevemente.

Cuando salía de pagar, alguien la llamó por su nombre y al volverse vio a Diane apearse de su Toyota al otro lado del surtidor. Annie agitó un brazo y se acercó a ella.

—Conque es verdad que de vez en cuando se permite un descanso de tanto teléfono, ¿eh? —dijo Diane—. Empezábamos a dudarlo…

Annie sonrió y le dijo que tenía que llevar a Grace a la clínica tres días a la semana para las sesiones de fisioterapia. Ahora iba al rancho para trabajar un poco y a mediodía vendría otra vez a recogerla.

—Caray, si eso puedo hacerlo yo —dijo Diane—. Tengo un montón de recados que hacer en el pueblo. ¿Está en el centro médico Bellview?

—Sí, pero francamente no tiene por qué…

—Bah, tonterías. Es de locos pasarse la mañana conduciendo arriba y abajo.

Annie puso reparos, pero finalmente cedió ante la insistencia de Diane, que aseguró que no había ningún problema. Charlaron unos minutos más acerca de la casa del arroyo y de si Annie y Grace tenían todo lo que les hacía falta, y luego Diane dijo que se le hacía tarde.

En el camino de regreso al rancho Annie se devanaba los sesos pensando en aquel encuentro. En esencia, el ofrecimiento de Diane había sido amable, pero no tanto ya la manera en que lo había expresado. Había detectado en su voz cierto tono acusatorio, casi como si estuviera diciéndole que difícilmente podía ser una buena madre con tanto trabajo como tenía. O tal vez Annie se estaba volviendo paranoica.

Viajó rumbo al norte y contempló a su derecha los llanos donde las oscuras siluetas de las reses destacaban contra la hierba pálida como espectros de búfalos de otra era. Delante, el sol reverberaba en el asfalto; Annie bajó la ventanilla y el viento le echó el cabello hacia atrás. Corría la segunda semana de mayo y por fin parecía que la primavera había llegado de verdad, que no era una broma. Al torcer a la izquierda por la 89, el Rocky Mountain Front se irguió ante ella coronado de nubes que parecían estrujadas por un galáctico bote de chantillí. Sólo faltaba, se dijo, una cereza y una sombrillita de papel. Entonces se acordó de todos los faxes y mensajes telefónicos que estarían esperándola cuando llegase al rancho y uno o dos segundos después advirtió que sólo el pensar en ello había hecho que apretase el acelerador.

Ya había consumido gran parte del mes de permiso que le había pedido a Crawford Gates; iba a tener que pedirle más y eso no le hacía ninguna gracia. A pesar de los aspavientos de Gates sobre que ella era libre de tomarse el tiempo que necesitase, Annie no se hacía ilusiones al respecto. En los últimos días Gates había dado muestras de que se estaba poniendo nervioso. Se habían producido pequeñas interferencias, ninguna de ellas demasiado importante para que Annie pusiera el grito en el cielo pero que, en conjunto, señalaban peligro.

Gates había criticado el artículo de Lucy Friedman sobre los gigolós que a Annie le parecía brillante; había interrogado al equipo de diseño por dos portadas, no de mala manera pero sí lo suficiente como para tenerlo en cuenta; y le había mandado a Annie una extensa nota según la cual la cobertura de Wall Street estaba quedándose atrás con respecto a las revistas de la competencia. Lo cual no habría sido problema si Gates no hubiese mandado copias a otros cuatro directores antes de hablar con ella. Pero si el muy cerdo quería pelea, la tendría. Ella no le había telefoneado. En cambio, escribió de inmediato una enérgica réplica, llena de hechos y cifras, y la mandó a esas mismas personas y, por si las moscas, a otras dos con las que podía contar como aliadas. Touché. Pero el trabajo que le había costado…

Cuando llegó a lo alto de la colina y empezó a bajar hacia los corrales divisó los potros de Tom correteando por el ruedo, pero no vio rastro de Tom; se sintió desilusionada y al instante sonrió por haber tenido ese sentimiento. Al torcer hacia la parte de atrás de la casa del arroyo vio que había un camión de la compañía telefónica aparcado delante, y al bajar del coche un hombre de mono azul salió al porche. La saludó y dijo que le había instalado dos nuevas líneas.

Una vez dentro, encontró dos teléfonos nuevos al lado del ordenador.

El contestador automático parpadeaba indicando que había cuatro mensajes, y habían llegado tres faxes, uno de ellos de Lucy Friedman. Se disponía a leerlo cuando sonó uno de los teléfonos nuevos.

—Hola. —Era una voz de hombre y al principio Annie no la reconoció—. Sólo quería comprobar si funcionaba.

—¿Quién es? —dijo Annie.

—Perdone. Soy Tom, Tom Booker. He visto al chico de la compañía telefónica salir de la casa y quería ver si funcionaban las nuevas líneas.

Annie rió.

—Ya veo que sí —continuó él—, al menos una. Espero que no le importe que haya entrado en la casa.

—Claro que no. Gracias. No hacía falta, en serio.

—No tiene importancia. Grace me dijo que a veces su padre tenía problemas para comunicar con ustedes.

—Ha sido muy amable de su parte.

Hubo una pausa. Luego, por decir algo, Annie le contó que se había encontrado con Diane en Choteau y que ella se había ofrecido amablemente a recoger a Grace.

—Si lo hubiésemos sabido también habría podido llevarla ella.

Annie le agradeció nuevamente los teléfonos y se ofreció a pagar, pero él desechó la idea, dijo que la dejaba tranquila para que pudiera utilizarlos y colgó. Annie empezó a leer el fax de Lucy, pero al advertir que le costaba concentrarse fue a la cocina y se preparó un café.

Veinte minutos después estaba de nuevo ante su mesa y tenía una de las líneas a punto ya para el modem y la otra exclusivamente para el fax. Se disponía a llamar a Lucy, que volvía a estar indignada con Gates, cuando oyó pasos en el porche trasero y unos golpecitos en la puerta.

Entre el resplandor de la pantalla pudo ver a Tom Booker junto a la puerta; él empezó a sonreír en cuanto la distinguió. Annie fue a abrir y al apartarse él vio que había venido con dos caballos ensillados, Rimrock y otro de los potros. Se cruzó de brazos, se apoyó en el quicio de la puerta y le dedicó a Tom una sonrisa escéptica.

—La respuesta es no —dijo.

—Todavía no sabe cuál es la pregunta.

—Me parece que la adivino.

—¿En serio?

—Eso creo.

—Bien, es que he pensado que como se ha ahorrado cuarenta minutos de ir a Choteau y otros tantos de volver y eso, tal vez tendría ganas de despilfarrar unos pocos yendo a tomar el fresco.

—A caballo, ¿no?

—Pues sí.

Se miraron unos segundos, sonriendo sin más. Él llevaba una camisa de un rosa descolorido y encima de los tejanos las chaparreras de cuero que siempre usaba para montar. Tal vez fuese sólo efecto de la luz, pero sus ojos parecían tan claros y azules como el cielo que tenía a su espalda.

—La verdad es que si viniese me haría un favor. Tengo muchos potrillos que montar y el pobre Rimrock me echa un poco de menos. Le estará tan agradecido, el pobre, que puedo asegurarle que cuidará de usted a la perfección.

—¿Esto es a cambio de los teléfonos?

—No señora, me temo que va aparte.

La fisioterapeuta que atendía a Grace era una mujer pequeña con un montón de rizos y unos ojos grises tan grandes que siempre parecía perpleja. Terri Carlson tenía cincuenta y un años y era Libra; sus padres habían muerto y tenía tres hijos varones que su marido le había dado casi seguidos hacía una treintena de años antes de largarse con una Miss Rodeo de Texas. El tipo había insistido en llamar a los chicos John, Paul y George, y Terri dio gracias al cielo de que la abandonara antes de que tuviesen un cuarto. Todo eso lo averiguó Grace en su primer día de visita, y en sesiones posteriores Terri había retomado el hilo allí donde lo había dejado. Grace podría haber llenado varias libretas sobre la vida de la fisioterapeuta. Y no es que le importara. Le gustaba porque de esa manera podía tumbarse en el banco de ejercicios, como estaba haciendo en ese momento, y entregarse por entero no tanto a las manos de la mujer como a su charla.

Grace había protestado al anunciarle Annie que había quedado en llevarla tres mañanas por semana. Sabía que después de todos esos meses era más de lo que necesitaba. Pero el fisioterapeuta de Nueva York era de la idea de que cuanto más trabajase menos probabilidades habría de que terminara coja.

—¿A quién le importa si cojeo o no? —dijo Grace.

—A mí —replicó Annie, y no se habló más del asunto.

De hecho, a Grace le gustaban más esas sesiones que las de Nueva York. Primero hacían los ejercicios. Terri le hacía trabajar todos los músculos. Además de una lista exhaustiva de tareas, le ponía unas pesas con velero en el muñón, la hacía sudar en la bicicleta estática y hasta la hacía bailar música disco frente a los espejos que cubrían las paredes de extremo a extremo. Aquel primer día Terri había visto la cara de Grace cuando empezó a sonar la cinta.

—¿No te gusta Tina Turner?

Grace dijo que Tina Turner estaba bien, sólo que un poco…

—¿Vieja? ¡Largo de aquí! ¡Tiene la misma edad que yo!

Grace se ruborizó y las dos rieron; a partir de entonces todo fue sobre ruedas. Terri le dijo que podía traer sus propias cintas y eso fue motivo de nuevas bromas entre las dos. Siempre que Grace aparecía con una cinta Terri la examinaba, sacudía la cabeza suspiraba y decía: «Más cantos de ultratumba.»

Tras los ejercicios, Grace solía relajarse un rato para luego trabajar sola en la piscina. Después, durante la última hora, una nueva sesión delante de los espejos para hacer prácticas de caminar. Grace no se había sentido tan en forma en toda su vida.

Aquel día Terri había hecho una pausa en el relato de la historia de su vida y estaba hablándole de un chico indio al que visitaba todas las semanas en la reserva de los pies negros. Tenía veinte años, le contó, y era altivo y hermoso, parecía sacado de un cuadro de Charlie Russell. Eso había sido hasta un día del verano anterior, cuando al lanzarse al agua se había dado de cabeza contra una roca. Se había partido el cuello y ahora estaba tetrapléjico.

—La primera vez que lo visité, el chico se subía por las paredes —dijo Terri. Estaba accionando el muñón de Grace como si fuera el asa de una bomba hidráulica—. Me dijo que no quería saber nada de mí y que si no me iba yo se iría él, que no pensaba quedarse para que lo humillaran. No llegó a decir que no quería que lo humillara una mujer, pero era su intención. Me pregunté qué querría decir con «irse», si no podía ir a ninguna parte. Pero ¿sabes una cosa? Realmente se fue. Y cómo. Empecé a trabajar con él y al rato observé su rostro y el chico… no estaba allí. —Se dio cuenta de que Grace no comprendía qué quería decir—. Su mente, su espíritu, como quieras llamarlo. Sencillamente se levantó y se fue. Como suena. Y te aseguro que no fingía. Estaba en otro mundo. Y cuando terminé, fue igual que si volviera de alguna parte. Siempre que voy a verlo hace lo mismo. Bien, cariño, ahora tú. A ver cómo se te da imitar a Jane Fonda.

Grace giró sobre su lado izquierdo y empezó a ejecutar saltos de tijera.

—¿Y te dice adonde va? —preguntó.

Terri se echó a reír.

—Un día se lo pregunté y me dijo que no pensaba explicármelo porque si no le iría detrás a fisgar qué hacía. Así me llama, la Fisgona. Hace como que le caigo mal, pero sé que no es así. Es su manera de conservar intacto el orgullo. Supongo que todos lo hacemos. Muy bien, Grace. Ahora un poco más arriba. ¡Bien!

Terri la llevó a la sala de la piscina y la dejó allí. Era un lugar apacible y ese día Grace pudo disfrutarlo para ella sola. El aire olía a limpio, a cloro. Se puso el bañador y se dispuso a descansar un poco en la bañera de hidromasaje. El sol entraba por la claraboya, iluminando la superficie de la piscina. Una parte rebotaba reflejándose en el techo de la sala, mientras el resto se colaba sesgado hasta el fondo, donde formaba ondulantes dibujos como una colonia de serpientes azules que vivían, morían y renacían constantemente.

El agua arremolinada le sentaba bien al muñón y Grace se tumbó de espaldas y pensó en el muchacho indio. Qué suerte poder hacer lo que él, abandonar el cuerpo cuando uno quisiera e irse a otra parte. Eso le hizo recordar cuando había estado en coma. Quizá era eso lo que había pasado entonces. Pero ¿adónde había ido y qué había visto allí? No recordaba nada de aquella experiencia, ni un sueño siquiera, sólo el momento de salir, cuando cruzó a nado el túnel de cola de pegar siguiendo la voz de su madre.

Grace siempre había podido recordar sus sueños. Era sencillo, lo único que tenía que hacer era contárselos a alguien en cuanto despertaba, aunque fuera a ella misma. Cuando era más pequeña, por las mañanas solía subirse a la cama de sus padres y acurrucarse bajo el brazo de su padre para contarle un sueño. Él le hacía toda clase de preguntas y a veces Grace había tenido que inventarse detalles para llenar sus lagunas. Era siempre con su padre, porque a esa hora Annie ya estaba levantada a punto de irse o en la ducha chillándole a Grace que se vistiera y se pusiera a hacer los ejercicios de piano. Robert solía decirle que escribiera todos sus sueños porque de mayor le haría gracia leerlos, pero Grace nunca se tomó esa molestia.

Había esperado tener pesadillas espantosas sobre el accidente. Pero no había soñado con ello ni una sola vez. Y la única vez que Pilgrim apareció en sus sueños había sido dos noches atrás. El caballo estaba en la orilla opuesta de un gran río marrón y resultaba extraño porque era muy joven, poco más que un potrillo, pero sin duda se trataba de Pilgrim y Grace lo llamaba y él probaba el agua con una pata y luego se metía y empezaba a nadar hacia ella. Pero no tenía fuerzas para aguantar la corriente, que empezaba a arrastrarlo aguas abajo, y ella veía cómo se iba empequeñeciendo en la distancia y se sentía impotente y angustiada porque lo único que podía hacer era gritar su nombre. Entonces reparaba en que a su lado había alguien, y al girar veía a Tom Booker, quien le decía que no se preocupara, que Pilgrim estaría bien porque aguas abajo el río no era muy profundo y seguro que encontraría un sitio por donde vadear.

Grace no le había contado a Annie que Tom Booker le había pedido que hablase del accidente. Temía que su madre pudiera poner el grito en el cielo o intentara decidir por ella. Annie no tenía por qué meterse. Se trataba de algo privado entre ella y Tom, acerca de ella y de su caballo y nadie más que ella podía decidir. Y entonces se dio cuenta de que ya había tomado una decisión. Aunque la perspectiva la aterraba, hablaría con Tom. Y quizá después se lo contase a Annie.

Terri abrió la puerta, entró y le preguntó qué tal le iba. Dijo que acababa de llamarla su madre; Diane Booker pasaría a recogerla sobre las doce.

Cabalgaron siguiendo el arroyo y cruzaron por el vado donde habían coincidido la mañana anterior. A medida que se adentraban en el prado inferior las reses se apartaban perezosamente para dejarlos pasar. Las nubes se habían abierto sobre las cumbres cubiertas de nieve y el aire olía a nuevo, a raíz abriéndose camino bajo la tierra. En la hierba asomaban ya el azafrán rosado y las prímulas, y los brotes de las hojas cubrían cual verde neblina las ramas de los álamos.

Tom la dejó ir delante y contempló la brisa jugueteando con sus cabellos. Ella sólo había montado en silla inglesa y le dijo que sobre aquella montura se sentía como en una barca. Antes de salir le había hecho acortar los estribos de Rimrock, cuya medida se aproximaba ahora a la utilizada para lazar caballos o separar terneros de un rebaño, pero ella de ese modo lo dominaba mejor. Tom advirtió enseguida que sabía montar por la forma en que se sujetaba y por la facilidad con que su cuerpo se movía al ritmo del caballo.

Cuando estuvo claro que Annie se había habituado, Tom se puso a su altura y cabalgaron juntos sin hablar más que cuando ella le preguntaba el nombre de un árbol, una planta o un ave. Mientras él respondía ella lo traspasaba con sus ojos verdes y luego asentía, muy seria, registrando la información. Vieron grupos de álamos temblones cuyas características Tom le describió para mostrarle a continuación las cicatrices negras que podían apreciarse en sus pálidos troncos allá donde en invierno los uapitis en busca de forraje habían mordisqueado la corteza.

Cabalgaron por un largo y escarpado cerro, cubierto de pinos y potentila, y llegaron al borde de un risco elevado desde el que se veían los valles gemelos que daban nombre al rancho y allí se detuvieron para dejar descansar un rato a los caballos.

—Qué vista —dijo Annie.

Él asintió.

—Cuando mi padre se mudó aquí con toda la familia, Frank y yo solíamos subir a este cerro y hacer una carrera hasta el corral. El ganador se llevaba diez centavos, o veinticinco, si nos sentíamos ricos. Él iba por un arroyo y yo por el otro.

—¿Quién ganaba?

—Bueno, Frank era más pequeño y casi siempre corría tanto que se caía y yo tenía que esperar entre unos árboles y calcular el tiempo justo para que llegáramos parejos. A él le encantaba ganar, así que eso era lo que sucedía casi siempre.

Ella sonrió.

—Monta usted muy bien —dijo Tom.

Annie hizo una mueca.

—Con un caballo como éste, cualquiera monta bien —respondió.

Acarició el cuello de Rimrock y por un instante el único sonido fue el húmedo sorber de los caballos por sus ollares. Se irguió en la silla y contempló nuevamente el valle. Podía divisarse la punta de la casa del arroyo sobresaliendo entre los árboles.

—¿Quién es R.B.? —dijo.

Él arqueó una ceja.

—¿R.B.?

—Sí, en el pozo que hay junto a la casa. Hay unas iniciales T.B., que supongo que es usted, y R.B.

Tom se echó a reír.

—Es Rachel, mi esposa.

—¿Está casado?

—Mi ex. Nos divorciamos. Hace ya mucho tiempo.

—¿Tiene hijos?

—Sí, uno. Tiene veinte años. Vive con su madre y su padrastro en Nueva York.

—¿Cómo se llama?

Desde luego, no se cansaba de hacer preguntas. Al fin y al cabo, pensó él, era su oficio, y no le importaba en absoluto. En realidad le gustaba esa manera de ir al grano, de mirar a los ojos y soltarlo. Sonrió.

—Hal.

—Hal Booker. Suena bien.

—El chico es muy simpático. Parece sorprendida. —De inmediato se sintió mal por haberlo dicho pues vio que la había incomodado, a juzgar por el modo en que se le habían subido los colores.

—Oh no, qué va. Es que…

—Hal nació allá abajo, en la casa del arroyo.

—Entonces ¿vivía usted allí?

—Así es. Rachel no consiguió adaptarse a esto. Los inviernos pueden ser realmente duros si uno no se acostumbra.

Una sombra sobrevoló las cabezas de los caballos; Tom alzó los ojos al cielo y ella lo imitó. Era una pareja de águilas reales y él le explicó cómo podían distinguirse por la forma y color de sus alas. Y juntos, en silencio, observaron cómo planeaban valle arriba hasta perderse bajo la imponente pared de roca.

—¿Aún no has ido? —preguntó Diane, mientras el tiranosaurio las observaba pasar por delante del museo cuando salían del pueblo. Grace respondió que no. Diane conducía a trompicones, como si el coche necesitara que le diesen una lección.

—A Joe le chifla. Los gemelos prefieren el Nintendo.

Grace rió. Le gustaba Diane. Era un poquito brusca pero se había portado bien con ella desde el primer momento. Bueno, en realidad todos lo habían hecho, pero en el modo en que Diane le hablaba había algo especial, un toque casi fraternal, de confidencia. A Grace se le ocurrió que tal vez se debiese a que no había tenido hijas.

—Dicen que los dinosaurios utilizaron esta zona como tierra de cría —prosiguió Diane—. ¿Sabes una cosa, Grace? Todavía rondan algunos por aquí. No es difícil encontrar un macho en las inmediaciones.

Hablaron del colegio y Grace le contó que su madre, cuando no tenía que ir a la clínica, la obligaba a hacer los deberes. Diane estuvo de acuerdo en que eso era duro.

—¿Qué dice tu padre de que estéis las dos aquí?

—Creo que se siente un poco solo.

—Me lo imagino.

—Pero en estos momentos tiene entre manos un caso muy importante y supongo que aunque estuviera en casa tampoco podría verlo mucho.

—Tus papas son una pareja de relumbrón, ¿eh? Mucha carrera y todo eso…

—Oh, papá no es así.

Le salió sin querer, y el silencio resultante no hizo sino empeorar la cosa. No había sido intención de Grace criticar a su madre, pero por el modo en que Diane la miró supo que eso había parecido.

—¿Es que nunca se toma vacaciones?

El tono era comprensivo, de complicidad, e hizo que Grace se sintiese una traidora, como si le hubiera proporcionado a Diane una especie de arma y tuviese ganas de decir «no, un momento me ha entendido mal, no es eso». Pero se limitó a encogerse de hombros y responder:

—Oh sí, a veces.

Apartó la vista y durante unos kilómetros ninguna de las dos dijo palabra. Había cosas que la gente no comprendería nunca pensó Grace. Al parecer, todo tenía que ser forzosamente blanco o negro, y las cosas eran más complicadas que eso. Ella estaba orgullosa de su madre, por descontado. Aunque jamás se le había pasado por la cabeza decirle semejante cosa, Annie era lo que ella quería ser de mayor. No exactamente quizá, pero sí le parecía normal y correcto que las mujeres tuvieran profesiones como la de su madre. Le gustaba que sus amigas la conocieran, supiesen que era una persona exitosa y todo eso. No le habría gustado que las cosas fueran de otra manera, y aunque a veces la ponía verde por no estar en casa como hacía el resto de las madres, si lo pensaba bien, nunca se había sentido desatendida. Sí, casi siempre estaban solos ella y su padre, pero lo cierto era que a veces lo prefería así. La verdad era que Annie estaba tan, bueno, tan segura de todo… Era tan resuelta, tan tajante. Daban ganas de llevarle la contraria aunque se estuviera de acuerdo con ella.

—Bonito, ¿verdad? —dijo Diane.

—Mucho.

Grace había estado contemplando los llanos pero sin fijarse en nada, y ahora que lo hacía la palabra «bonito» no le pareció nada oportuna. Aquel lugar parecía el colmo de la desolación.

—Nadie diría que allí hay enterradas suficientes armas nucleares como para volar todo el planeta, ¿verdad?

Grace la miró boquiabierta.

—¿En serio?

—Como lo oyes. —Sonrió—. Hay silos de misiles por todas partes. Puede que esta región no tenga muchos habitantes, pero en bombas y bueyes no le vamos a la zaga a nadie.

Annie tenía el teléfono hincado en el cuello y escuchaba a medias a Don Farlow mientras jugueteaba en el teclado con una frase que acababa de escribir. Estaba intentando redactar un editorial, que era lo único que conseguía hacer últimamente. Esta vez se trataba de poner por los suelos la última campaña contra la delincuencia anunciada días atrás por el alcalde de Nueva York, pero le estaba costando dar con la antigua combinación de ingenio y vitriolo que había caracterizado a la mejor Annie Graves.

Farlow la había llamado para despachar algunos asuntos legales en que había estado trabajando y que a Annie no interesaban ni remotamente. Dejó estar la frase y miró por la ventana. El sol se estaba poniendo y en el gran ruedo vio a Tom acodado en la baranda hablando con Grace y Joe. Echó la cabeza atrás y rió de algo. Detrás de él el establo proyectaba una larga cuña de sombra sobre la arena roja.

Habían trabajado toda la tarde con Pilgrim, que en ese momento los observaba desde el otro extremo del ruedo, con el lomo brillante de sudor. Joe acababa de llegar de la escuela y como de costumbre enseguida había ido a verlos. Durante las últimas horas, Annie había mirado de vez en cuando hacia allí a Tom y Grace y había tenido un atisbo de algo que, de no ser porque se conocía bien, habría interpretado como celos.

Le dolían los muslos a causa del paseo matinal. Unos músculos que no había ejercitado en treinta años estaban pasándole ahora factura y Annie gozó del dolor como si fuese una prenda. Hacía años que no disfrutaba como lo había hecho aquella mañana. Era como si alguien la hubiera dejado salir de una jaula. Presa aún del entusiasmo, le había contado a Grace lo de su paseo a caballo no bien Diane la dejó en casa. El rostro de la chica había vacilado un instante antes de asumir la expresión de desinterés con que últimamente recibía cualquier noticia que ella le daba, y Annie se maldijo por haber sido tan impulsiva. Pensó que había demostrado poca sensibilidad, aunque más tarde, al reflexionar, no supo decir muy bien por qué.

—Y ha dicho que lo paremos —estaba diciendo Farlow.

—¿Qué? Lo siento Don, ¿puedes repetir eso?

—Ha dicho que abandonemos el pleito.

—¿Quién dice eso?

—¡Annie! ¿Te encuentras bien?

—Lo siento Don, tenía la cabeza en otra cosa.

—Gates me ha dicho que abandonemos lo de Fiske. ¿Te acuerdas de él? Fenimore Fiske. El de «¿y quién es Martin Scorsese?».

Era una de las muchas meteduras de pata de Fiske. Años más tarde la había acabado de meter cuando llamó «Taxi Driver» a una sórdida peliculilla de un genio de segunda categoría.

—Gracias Don, me acuerdo muy bien. ¿De veras ha dicho eso Gates?

—Como lo oyes. Afirma que está costando demasiado dinero y que a ti y a la revista os hará más mal que bien.

—¡Será hijo de puta! ¿Cómo se atreve a hacer eso sin hablar conmigo?

—No le digas que te lo he contado, por Dios.

—¡Será posible! —exclamó Annie, y al girar en su butaca tiró sin querer una taza de café que tenía sobre la mesa—. ¡Mierda!

—¿Estás bien?

—Sí. Escucha Don, necesito pensarlo un poco. Te telefonearé más tarde, ¿de acuerdo?

—Muy bien.

Annie colgó el auricular y se quedó mirando un rato la taza rota y la mancha de café que corría por el suelo.

—Mierda.

Y fue a la cocina por un trapo.