Cuando Tom salió al porche un cuarto de luna color hueso moteado pendía aún en el cielo que comenzaba a clarear. Se puso los guantes y sintió el aire frío en las mejillas. El mundo era una frágil capa de escarcha blanca y ninguna brisa agitaba las nubes que salían de su boca al respirar. Los perros corrieron a saludarlo, contoneándose al ritmo de sus colas, y él les tocó la cabeza y con un gesto casi imperceptible los mandó hacia los corrales, cosa que hicieron entre carreras, mordiscos y empellones, hollando la hierba de color magnesio. Tom se subió el cuello de su chaqueta verde de lana y descendió los escalones del porche para dirigirse a los corrales.
Las persianas de la planta superior de la casa del arroyo estaban bajadas. Annie y Grace aún debían de estar durmiendo. Tom las había ayudado a mudarse la tarde anterior después de que él y Diane la hubieran limpiado un poco. Diane apenas había abierto la boca en toda la mañana, pero él adivinó cómo se sentía por su expresión avinagrada y el modo metódicamente violento con que esgrimía el aspirador y hacía las camas. Annie dormiría en el dormitorio principal, orientado al arroyo. Era donde habían dormido Diane y Frank y, previamente, Tom y Rachel. Grace ocuparía el antiguo cuarto de Joe en la parte de atrás.
—¿Cuánto tiempo tienen pensado quedarse? —preguntó Diane mientras terminaba de hacer la cama de Annie. Tom estaba junto a la puerta, mirando si funcionaba un radiador. Se volvió, pero Diane no estaba mirándolo.
—No lo sé. Supongo que depende de como vaya la cosa con el caballo.
Diane no hizo ningún comentario, sólo arrimó de nuevo la cama empujando con la rodilla de modo que la cabecera chocó ruidosamente con la pared.
—Oye, si hay algún problema…
—¿Quién ha dicho que hay algún problema? Por mí no lo hay. —Pasó hecha una fiera por su lado y cogió una pila de toallas que había dejado en el rellano—. Sólo espero que sepa cocinar eso es todo. —Y se fue escaleras abajo.
Diane no estaba allí cuando Annie y Grace llegaron un poco más tarde. Tom las ayudó a descargar el equipaje y lo subió al piso de arriba. Suspiró aliviado al ver que habían traído dos cajas grandes con comida. El sol entraba sesgado por el ventanal de la sala de estar y hacía que la estancia pareciese etérea y luminosa. Annie dijo que le gustaba mucho. Preguntó si no pasaba nada si acercaba la mesa del comedor a la ventana para poder utilizarla como escritorio y contemplar el arroyo y los corrales mientras trabajaba. Tom cogió de un extremo y ella del otro y después él la ayudó a trasladar el ordenador, el fax y demás artilugios electrónicos cuyo objeto Tom no acertaba ni de lejos a adivinar.
Le había resultado muy extraño que la primera cosa que Annie quisiera hacer en aquel sitio nuevo, antes incluso de deshacer las maletas y ver dónde iba a dormir, fuese organizar su lugar de trabajo. Por la cara que ponía Grace mientras contemplaba la escena supo que a ella no le parecía nada raro; siempre había sido así.
La noche anterior había salido a echar el vistazo de rigor a los caballos, y de regreso había mirado la casa del arroyo; al ver luz se había preguntado qué estarían haciendo aquella mujer y su hija, y de qué podían estar hablando, si es que hablaban. Al contemplar la casa, cuya silueta se recortaba contra el despejado cielo nocturno, pensó en Rachel y en lo mal que lo había pasado entre aquellas cuatro paredes, en el dolor que encerraban. Ahora, después de tantos años, volvían a albergar dolor, un dolor profundo, delicadamente fraguado por sentimientos mutuos de culpabilidad y utilizado por unas almas agraviadas para castigar a quienes más amaban.
Tom dejó atrás los corrales. La hierba escarchada ronzaba bajo las suelas de sus botas. Junto al arroyo, las ramas de los álamos lucían adornos de plata, y en lo alto el cielo empezaba a sonrosarse por el este allí donde pronto empezaría a asomar el sol. Los perros estaban esperándolo delante de la puerta del establo, impacientes. Sabían que nunca los dejaba entrar con él, pero siempre pensaban que valía la pena intentarlo. Tom los ahuyentó y entró a ver los caballos.
Una hora después, cuando el sol había fundido varios trechos negros en el tejado cubierto de escarcha del establo, Tom sacó uno de los potros que había adiestrado la semana anterior y se subió de un solo impulso a la silla. El caballo, como todos los otros que él había criado, era dócil, y caminó suavemente por el camino de tierra en dirección a los prados.
Cuando pasaban cerca de la casa del arroyo, Tom observó que las persianas del dormitorio de Annie ya estaban subidas. Luego encontró huellas en la escarcha y decidió seguirlas hasta que se perdieron entre los sauces donde el camino cruzaba el arroyo en un vado de escasa profundidad. Había piedras que podían servir de pasaderas y, juzgando por las señales entrecruzadas y húmedas que en ellas había, dedujo que quienquiera que hubiese pasado por allí, las había utilizado para eso.
El potro la vio antes que él. Al advertir que el animal aguzaba las orejas, Tom alzó la vista y vio a Annie que volvía corriendo del prado. Llevaba una sudadera gris claro, leotardos negros y unas zapatillas como esas de cien dólares que anunciaban en la televisión. Ella aún no lo había visto y Tom detuvo el potro al borde del agua y esperó a que se acercara. Entre el grave murmullo de la corriente, distinguió ligeramente el sonido de su respiración. Annie llevaba el cabello recogido en un moño y tenía la cara sonrosada por el aire frío y el esfuerzo de la carrera. Iba mirando al suelo, tan concentrada en ver dónde ponía los pies que si el potro no hubiera bufado suavemente habría chocado de cabeza contra ellos. Pero el ruido le hizo que levantase la vista y se detuvo a unos diez metros de Tom.
—¡Hola!
Tom se llevó un índice al sombrero.
—Conque haciendo footing, ¿eh?
Ella lo miró con fingida altanería.
—Nada de footing, Mr. Booker. Yo corro.
—Pues tiene suerte, aquí los osos pardos sólo se comen a los que hacen footing.
Ella abrió los ojos como platos.
—¿Osos pardos? ¿Lo dice en serio?
—Bien, procuramos tenerlos bien alimentados, ¿sabe? —Tom advirtió su preocupación y sonrió—. Es broma. Oh, haberlos los hay, pero les gusta vivir un poco más arriba. Considérese a salvo. —Pensó añadir «excepto de los pumas», pero si Annie sabía lo de la californiana devorada, tal vez no lo encontrase muy gracioso.
Ella lo miró entrecerrando los ojos por haberle tomado él pelo. Luego esbozó una sonrisa y se aproximó de forma que el sol le dio de lleno en la cara, de modo que hizo visera con una mano para mirarlo. Sus pechos y sus hombros subían y bajaban al compás de su respiración y un ligero vapor escapaba de ella fundiéndose en el aire.
—¿Ha dormido bien ahí arriba? —preguntó Tom.
—Yo no duermo bien en ningún sitio.
—¿Funciona la calefacción? Hace mucho que…
—Todo está muy bien. Realmente han sido muy amables al dejarnos la cabaña.
—Las casas necesitan que se las habite.
—Bueno, de todos modos, gracias.
Por un instante, ambos se quedaron sin saber qué decir. Annie alargó la mano para tocar el caballo, pero lo hizo con un punto de brusquedad y el animal apartó la cabeza y retrocedió unos pasos.
—Perdone —dijo Annie.
Tom alargó el brazo y acarició el cuello del potro.
—Estire la mano. Un poco más abajo, así, que él pueda percibir su olor.
El potro bajó el hocico hacia la mano de Annie y lo exploró con las puntas de sus bigotes, husmeándola. Annie lo observó con una sonrisa dibujada en los labios, y Tom reparó de nuevo en esas comisuras que parecían misteriosamente dotadas de vida propia, modificando cada sonrisa según la ocasión.
—Es hermoso —dijo Annie.
—Sí, está saliendo muy bien. ¿Monta usted?
—Oh. Hace muchos años que no lo hago. Desde que tenía la edad de Grace.
Algo cambió en la expresión de su rostro y Tom lamentó al momento haber hecho aquella pregunta. Se dijo que era un tonto pues era evidente que en cierto modo ella se culpaba por lo que le había sucedido a su hija.
—Tengo que volver, me está entrando frío. —Annie avanzó dejando sitio al caballo al pasar junto a Tom—. ¡Creía que estábamos en primavera!
—Bueno, ya conoce el dicho, si no te gusta el tiempo de Montana, espera cinco minutos.
Tom giró en la silla y la observó regresar por las pasaderas del vado. Annie resbaló y se maldijo al sumergir una zapatilla en el agua helada.
—¿Necesita ayuda?
—No, estoy bien.
—Pasaré sobre las dos a buscar a Grace —dijo él a voz en grito.
—¡De acuerdo!
Annie alcanzó el otro extremo del arroyo y se volvió para saludar. Tom se tocó el sombrero y la vio dar media vuelta y echar a correr de nuevo sin mirar alrededor, preocupada únicamente por ver dónde ponía los pies.
Pilgrim irrumpió en el ruedo como si fuese una bala. Corrió sin detenerse hasta el extremo opuesto y allí se detuvo, levantando una rociada de arena roja. Tenía la cola prieta y crispada y movía las orejas hacia atrás y hacia adelante. Su mirada desorbitada estaba fija en la puerta abierta por la que había entrado y por donde sabía que vendría el hombre.
Tom iba a pie y llevaba en la mano una banderola anaranjada y una cuerda arrollada. Entró en el ruedo, cerró la puerta y caminó hasta el centro. En el cielo, unas nubéculas blancas pasaban a toda velocidad haciendo cambiar constantemente la luz de la penumbra al fulgor.
Casi un minuto estuvieron allí quietos, hombre y caballo, estudiándose mutuamente. Fue Pilgrim el que se movió primero. El caballo bufó, agachó la cabeza y dio unos pasitos hacia atrás. Tom permaneció inmóvil como una estatua, con la punta de la banderola apoyada en el suelo. Entonces avanzó un paso en dirección a Pilgrim al tiempo que levantaba la banderola en la mano derecha y la hacía restallar. El caballo echó a correr de inmediato hacia la izquierda.
Dio vueltas y más vueltas, levantando arena, bufando ruidosamente y cabeceando sin parar. Su cola enmarañada, tiesa, ondeaba detrás de él azotando el viento de un lado a otro. Corría con las ancas hacia adentro y la cabeza torcida hacia afuera, y hasta el último gramo de su masa muscular estaba tenso y concentrado únicamente en el hombre. Torcía de tal forma la cabeza que para ver a Tom tenía que forzar al máximo el ojo izquierdo hacia atrás. Pero no se desviaba en absoluto, extasiado por el miedo hasta tal punto que, en su otro ojo, el mundo no era sino una nada confusa que daba vueltas sin cesar.
Pronto los flancos empezaron a brillarle de sudor y en las comisuras de su boca aparecieron puntitos de espuma. Pero el hombre seguía urgiéndolo a avanzar, y cada vez que Pilgrim aflojaba el paso, la banderola se izaba y restallaba en el aire, forzándolo a seguir y seguir.
Grace observaba todo aquello desde el banco que Tom le había colocado justo al borde del ruedo. Era la primera vez que lo veía trabajar a pie y había en él una intensidad que Grace había advertido enseguida cuando al dar las dos apareció en el Chevrolet para llevarla a los establos. Pues ese día, como ambos sabían, comenzaría el trabajo de verdad.
La masa muscular de la pata de Pilgrim había aumentado mucho con las sesiones en el estanque, y las cicatrices de la cara y el pecho mejoraban día a día. Había llegado el momento de curar las cicatrices de su mente. Tom había aparcado junto al establo y la había dejado ir en cabeza por la hilera de casillas hasta la mayor de todas, que ahora ocupaba Pilgrim. La parte superior de la puerta estaba provista de barrotes y vieron que el caballo no dejaba de observarlos mientras se aproximaban a él. Siempre que llegaban a la puerta, Pilgrim reculaba hacia el fondo de la casilla, agachando la cabeza y echando las orejas hacia atrás. Pero ya no embestía cuando entraban y últimamente Tom dejaba que fuese Grace quien le pusiera la comida y el agua. Pilgrim tenía el pelo apelotonado y las crines sucias y enmarañadas y Grace ansiaba poder pasarle un cepillo.
La pared del fondo de la casilla disponía de una puerta corrediza que daba a un pasillo de hormigón donde había otras puertas que conducían al estanque y al ruedo. Para que entrase y saliese de ellas era cuestión de abrir la puerta adecuada. Ese día, como si presintiese una nueva jugada, el caballo no había querido obedecer y Tom había tenido que acercarse mucho y palmearle los cuartos traseros.
Mientras Pilgrim pasaba por enésima vez, Grace observó que volvía la cabeza para mirar de frente a Tom, preguntándose por qué de golpe y porrazo se le permitía aflojar el paso sin que se levantara la banderola. Tom lo dejó pasar del trote al paso y detenerse finalmente. El caballo permaneció quieto, mirando en torno, resoplando. Intrigado. Unos momentos después Tom echó a andar hacia él. Pilgrim echó las orejas hacia atrás, luego las enderezó. Sus músculos temblaban en ondulantes espasmos.
—¿Ves eso Grace? ¿Ves los músculos de los costados, llenos de nudos? Este caballo es de lo más testarudo que he conocido nunca. Vas a necesitar mucho tiempo de cocción, amigo mío.
Grace sabía a qué se refería Tom. Días atrás le había hablado de un viejo de Wallowa County, Oregon, llamado Dorrance, el mejor jinete que Tom había visto jamás. Cuando Dorrance trataba de hacer que un caballo se relajara, solía hincarle el dedo en los músculos diciendo que quería ver si las patatas ya estaban cocidas. Pero Grace comprendía que Pilgrim no iba a permitir una cosa así. Estaba moviendo la cabeza hacia un lado, estudiando con temor al hombre que se acercaba, y cuando Tom estuvo a cinco metros de distancia, echó a andar en la misma dirección que antes. Sólo que ahora Tom le bloqueó el paso con la banderola. El caballo frenó de golpe y torció repentinamente a la derecha. Giro hacia afuera, lejos de Tom, y en el momento en que sus ancas pasaban junto a él, Tom se puso astutamente detrás de él y lo golpeó con la banderola. Pilgrim arrancó de nuevo hacia adelante y comenzó a dar vueltas en el sentido de las agujas del reloj, y el proceso volvía a empezar de cero.
—Quiere portarse bien otra vez —dijo Tom—. Sólo que no sabe qué significa portarse bien.
«Y si alguna vez lo consigue —pensó Grace—, ¿qué?» Tom no había dicho en ningún momento a dónde conducía todo aquello. Se estaba tomando las cosas con calma, dejando que Pilgrim se diera el tiempo necesario, dejándolo elegir. Pero ¿y luego? Si Pilgrim se recuperaba, quién iba a montarlo, ¿ella?
Grace sabía muy bien que había gente tan minusválida como, ella, o más, que montaba a caballo. Los había incluso que aprendían a montar en ese estado. Ella los había visto en campeonatos deportivos e incluso había tomado parte en un concurso de saltos donde toda la recaudación iba a parar al club de equitación local para minusválidos. Había pensado en lo valerosas que eran aquellas personas, pero no sin dejar de sentir compasión. Ahora no soportaba la idea de que la gente sintiera lo mismo por ella. No quería darles esa oportunidad. Había dicho que jamás volvería a montar y pensaba cumplir con su palabra.
Un par de horas más tarde, después de que Joe y los gemelos hubieran vuelto del colegio, Tom abrió la puerta del ruedo y dejó que Pilgrim regresara corriendo a su casilla. Grace ya la había limpiado y cubierto el suelo con virutas nuevas. Tom montó guardia mientras la miraba entrar el cubo de la comida y colgar una nueva red con heno.
Mientras volvía en coche por el valle a la casa del arroyo, Tom contempló el sol bajo y las rocas y los pinos blancos de las laderas superiores que proyectaban sombras alargadas sobre la pálida hierba. No hablaron, y Grace se preguntó por qué con aquel hombre al que conocía tan poco el silencio nunca resultaba incómodo. Sabía que le rondaba algo por la cabeza. Rodeó la casa con el Chevrolet y aparcó delante del porche trasero. Luego apagó el motor, se retrepó, se volvió y la miró a los ojos.
—Grace, tengo un problema. —Hizo una pausa. Ella no supo si le tocaba decir algo, pero él prosiguió—: Verás, cuando trabajo con un caballo me gusta conocer su historia. Normalmente el caballo por sí solo puede contarme todo lo que necesito, y mucho mejor de lo que podría hacerlo el dueño. Pero en ocasiones el pobre animal está tan hecho polvo mentalmente que hace falta algo más para seguir adelante. Necesitas saber qué fue lo que falló. Y a menudo no se trata de lo más evidente sino de una cosa que ocurrió justo antes que eso, tal vez incluso algo insignificante.
Grace no comprendía y él vio que fruncía el entrecejo.
—Es como si yo fuese en este viejo Chevy y chocase contra un árbol y alguien me preguntase qué ha pasado. Bueno, yo no respondería: «Pues, nada, he chocado contra un árbol.» Más bien diría que he bebido demasiada cerveza o que había aceite en la carretera o tal vez que el sol me daba en los ojos, algo así. ¿Entiendes?
Grace asintió.
—Bien, no sé si tendrás ganas de hablar de ello y me hago cargo de que quizá no quieras hacerlo. Pero si tengo que imaginar qué le pasa a Pilgrim por la cabeza, me ayudaría mucho saber algo del accidente y qué ocurrió exactamente ese día.
Grace aspiró hondo. Apartó la vista, miró hacia la casa y reparó en que se veía la sala de estar a través de la cocina. Pudo ver el resplandor azulado de la pantalla del ordenador y a su madre sentada delante, enmarcada por la tenue luz del gran ventanal del salón.
No le había contado a nadie lo que realmente recordaba de aquel día. Con la policía, los abogados, los médicos y hasta con sus padres, siguió fingiendo que había olvidado casi todo lo ocurrido. El problema era Judith. Aún no sabía si era capaz de hablar de su amiga. O de Gulliver. Se volvió hacia Tom Booker y él sonrió. En su mirada no había un ápice de compasión y Grace supo en aquel instante que no estaba siendo juzgada sino aceptada. Quizá sólo se debiese a que él conocía a la persona que era ahora, la chica incompleta, desfigurada, y no a la que había sido antes.
—No quiero decir ahora. —Tom habló con suavidad—. Cuando estés preparada, y sólo si tú quieres hacerlo.
Algo atrajo la atención de Tom; Grace siguió su mirada y vio que su madre salía al porche. Grace se volvió hacia él y asintió.
—Pensaré en ello —dijo.
Robert se subió las gafas a la frente, se retrepó en su silla y se frotó un buen rato los ojos. Tenía la camisa remangada y la corbata descansaba arrugada entre el montón de papeles y libros de leyes que cubría su escritorio. En el pasillo se oían las mujeres de la limpieza hablando de vez en cuando entre ellas en español. Todo el mundo se había ido a casa hacía cuatro o cinco horas. Bill Sachs, uno de los socios más jóvenes, había intentado convencerlo de que fuera con él y su esposa a ver una nueva película de Gerard Depardieu de la que por lo visto hablaba todo el mundo. Robert le dio las gracias pero dijo que tenía mucho trabajo pendiente y que de todos modos la nariz de Depardieu siempre le había resultado un poco inquietante.
—Verás, es que me recuerda a un pene —dijo.
Bill, que podía haber pasado perfectamente por psiquiatra, lo miró por encima de sus gafas de concha para luego preguntarle en un cómico acento freudiano por qué esa asociación le parecía inquietante. Después hizo reír a Robert refiriéndole la charla de dos mujeres que había oído en el metro hacía unos días.
—Una de ellas había estado leyendo ese libro que habla de los sueños y cómo interpretarlos y le estaba contando a la otra que si sueñas con serpientes significa que estás realmente obsesionado por los penes, y la otra le dijo menos mal, qué peso me quitas de encima, porque yo no hago más que soñar con penes.
Bill no era el único que parecía hacer un esfuerzo especial por alegrarle la vida a Robert. A éste le conmovía tanta atención, pero en general habría preferido no ser objeto de ella. Estar solo unas semanas no justificaba tanta solidaridad, de modo que sospechaba que sus colegas veían en ello algo más profundo. Uno incluso había llegado a proponerle hacerse cargo del caso Dunford. Santo Dios, si eso era casi lo único que lo mantenía en activo.
Noche tras noche durante casi ya tres semanas había estado levantado hasta muy tarde trabajando en ese caso. El disco duro de su ordenador portátil estaba a punto de reventar. Se trataba de uno de los casos más complicados en que había trabajado jamás y estaban en juego bonos por valor de muchos millones de dólares que se perdían en un laberinto de compañías a lo largo y ancho de tres continentes. Acababa de mantener una conferencia de dos horas con abogados y clientes de Hong Kong, Ginebra, Londres y Sydney. Las diferencias horarias eran una pesadilla. Pero curiosamente el trabajo lo mantenía cuerdo y lo que era más importante, demasiado ocupado para torturarse pensando en lo mucho que echaba de menos a Grace y a Annie.
Abrió los ojos fatigados y se inclinó para pulsar el botón de repetición de llamada de uno de sus teléfonos. Después se apoyó en el respaldo y contempló por la ventana las diademas iluminadas en la aguja del edificio Chrysler. El número de teléfono que Annie le había dado, el de la casa donde ahora se alojaban, seguía comunicando.
Había ido andando hasta la esquina de la Quinta y la 59 en vez de coger un taxi. El aire frío de la noche le sentaba bien y había acariciado la idea de regresar caminando a casa cruzando el parque. No habría sido la primera vez que lo hacía de noche, aunque sólo en una ocasión fue tan torpe como para contárselo a Annie, quien le estuvo chillando durante diez minutos seguidos y le dijo que cómo podía cometer la locura de meterse por allí de noche, que si quería que lo destriparan vivo… Robert se preguntó si se habría pasado por alto alguna noticia sobre el particular pero le pareció que no era buen momento para preguntarlo.
Por el nombre que aparecía en la trasera del taxi, supo que el conductor era senegalés. Últimamente había bastantes en la ciudad y Robert disfrutaba sorprendiéndolos al hablarles como si tal cosa en wolof o jola. Aquel taxista en particular se sorprendió tanto que a punto estuvo de tragarse un autobús. Hablaron de Dakar y de lugares que ambos conocían. El tráfico estaba tan mal que Robert pensó si no habría sido mejor y más seguro ir por el parque. Cuando pararon delante del bloque de apartamentos, Ramón bajó a abrir la puerta del taxi y el joven senegalés le agradeció a Robert la propina y dijo que rezaría para que Alá lo bendijera con muchos y robustos hijos varones.
Después de que Ramón le hubiera comunicado la noticia, al parecer candente, de que cierto jugador estaba a punto de firmar contrato con los Mets, Robert tomó el ascensor y fue a su apartamento. El lugar estaba a oscuras y el ruido de la puerta al cerrarse resonó en el inane laberinto de habitaciones.
Fue hasta la cocina y encontró la cena que invariablemente le cocinaba Elsa, con la nota acostumbrada explicando qué era y cuánto tiempo tenía que calentarlo en el microondas. Robert hizo lo de siempre, vaciar la fuente en el cubo de basura y sentirse culpable. Le había dejado notas dándole las gracias pero diciendo que por favor no se molestara en cocinarle nada, que cenaría fuera o se prepararía él mismo alguna cosa. Pero cada noche se encontraba la cena a punto. Pobre Elsa.
La verdad era que ver el apartamento vacío lo deprimía y, de hecho, evitaba en lo posible estar allí. Era peor durante los fines de semana. Había intentado ir a Chatham pero la soledad le habían resultado aún más acuciante. No le ayudó llegar a la casa y encontrarse con que el termostato de la pecera de Grace se había estropeado y todos los peces tropicales habían muerto de frío. La visión de sus minúsculos y descoloridos cadáveres flotando en el agua lo había inquietado profundamente. No había dicho nada a Grace ni a Annie sino que intentó sobreponerse, tomó debida nota de las características de los peces y encargó otros idénticos en la tienda de animales.
Desde la partida de Annie y Grace, hablar con ellas por teléfono se había convertido para Robert en el punto álgido de la jornada. Y ese día, tras horas de intentarlo sin resultados, sentía una necesidad más acuciante que nunca de oír sus voces. Cerró la bolsa de la basura para que Elsa no descubriese el vergonzoso destino de lo que había preparado. Mientras estaba tirando la bolsa, oyó sonar el teléfono y volvió corriendo por el pasillo tan rápidamente como pudo. El contestador automático se había puesto en marcha cuando él llegó y tuvo que hablar en voz alta para competir con su propia voz grabada.
—No cuelgues. Estoy aquí… Hola. Acabo de llegar.
—Hola, ¿dónde te habías metido?
—Oh, bueno, por ahí de fiesta. Ya sabes, la ronda de siempre: bares, clubes, en fin. Es una lata.
—No me digas.
—No pensaba hacerlo. ¿Y cómo van las cosas ahí en el país del ciervo y el antílope? He estado todo el día intentando llamar.
—Perdona. Aquí sólo hay una línea y los de la oficina parece que quieren sepultarme bajo una montaña de faxes.
Annie dijo que Grace había intentado telefonearle media hora antes a la oficina, probablemente cuando él acababa de salir. Ya se había acostado, pero le mandaba besos. Annie parecía cansada y abatida y Robert intentó, sin mucho éxito, animarla un poco.
—¿Cómo está ella? —preguntó Robert. Hubo una pausa y oyó suspirar a Annie. Cuando ella volvió a hablar, su tono fue grave y cansino.
—Mira, no lo sé. Con Tom Booker y con Joe, ya sabes, el chico de doce años, han hecho buenas migas. Con ellos da la impresión de encontrarse muy bien. Pero cuando estamos solas, no lo sé. Ni siquiera me mira. —Suspiró de nuevo—. En fin.
Permanecieron un momento en silencio y a lo lejos Robert oyó sirenas ululando en la calle camino de otra tragedia anónima.
—Te echo de menos, Annie.
—Lo sé —dijo ella—. Nosotras también.