Capítulo 16

Un tiranosaurio de cuatro metros de altura guardaba el lado norte de Choteau. Montaba su guardia desde el aparcamiento del Old Trail Museum y se lo veía justo después de pasar el cartel de la carretera 89 que rezaba: BIENVENIDOS A CHOTEAU - BUENA GENTE, MEJOR PAÍS. Consciente tal vez del desánimo que su criatura podía originar tras semejante bienvenida, el escultor había modelado los afiladísimos dientes del bicho dando forma a una sonrisa cómplice. El resultado era inquietante. El visitante no sabía si el saurio quería comerlo o matarlo a lambetazos.

Cuatro veces al día, desde hacía ya dos semanas, Annie pasaba por delante del reptil en sus idas y venidas al Double Divide. Salían cerca del mediodía después de que Grace hubiera hecho algunos deberes o pasado una agotadora mañana en casa de la fisioterapeuta. Annie la dejaba en el rancho, regresaba a la casa, se peleaba con los teléfonos y el fax y luego, a eso de las seis, se ponía de nuevo en camino, como estaba haciendo en ese momento, para ir a buscarla.

El viaje duraba casi tres cuartos de hora y desde que el tiempo había cambiado a Annie le gustaba sobre todo el último de la tarde. El cielo llevaba cinco días despejado y se veía más grande y azul de lo que ella creía que podía ser el cielo. Tras una tarde de locos llamando a Nueva York, viajar por aquel paisaje era como zambullirse en una enorme y relajante piscina.

El trayecto tenía forma de una L alargada y durante los primeros treinta kilómetros rumbo al norte por la carretera 89, Annie no solía cruzarse con nadie. La llanura se extendía, interminable a su derecha, y a medida que el sol descendía formando un arco hacia las montañas Rocosas, la hierba fatigada por el invierno se volvía de un dorado pálido.

Torció al oeste por el camino de grava sin señalizar que seguía en línea recta unos veinticinco kilómetros más en dirección al rancho y las montañas que se elevaban más allá. El Lariat dejaba a su paso una nube de polvo que la brisa arrastraba lentamente. Unos zarapitos se pavonearon en mitad del camino y en el último momento alzaron vuelo perezosamente en dirección a los pastos. Annie bajó la visera para protegerse del sol y notó que algo en su interior se aceleraba.

Los últimos días había partido hacia el rancho un poco más temprano para poder ver a Tom Booker en plena tarea, aunque el verdadero trabajo con Pilgrim aún no había empezado. Hasta ese momento sólo se había tratado de una terapia física destinada a fortalecer en el estanque la enflaquecida espaldilla del caballo y los músculos de su pata. Pilgrim nadaba en círculos, y por la expresión de sus ojos cualquiera hubiese dicho que lo perseguía un cocodrilo. Ahora se alojaba en el rancho, en una casilla muy cerca al estanque, y el único contacto directo que Tom había tenido con él era para meterlo y sacarlo del agua, lo cual era de por sí bastante peligroso.

El día anterior Annie había estado con Grace mirando cómo Tom sacaba a Pilgrim de la piscina. El caballo no quería salir del agua, temiendo alguna trampa, y Tom había tenido que bajar por la rampa con el agua hasta la cintura. Pilgrim se había debatido, empapándolo a él e incluso encabritándose a escasa distancia. Pero Tom no se había alterado siquiera. A Annie le parecía un milagro el modo en que aquel hombre conservaba la calma estando tan cerca de la muerte. ¿Cómo podía calcularse semejante margen? También Pilgrim se había mostrado desconcertado ante esa falta de miedo, y por fin salió tambaleándose del agua y se dejó conducir a su casilla.

Tom fue a donde estaban Annie y Grace y se detuvo delante de ellas, chorreando. Se quitó el sombrero y le escurrió el agua del ala. Grace empezó a reír y él la miró torciendo el gesto, lo que hizo que ella riese aún más. Él se volvió a Annie y sacudió la cabeza.

—Esta hija suya no tiene corazón —dijo—. Pero lo que no sabe es que la próxima vez irá ella a la piscina.

Desde aquel instante Annie no podía olvidar el sonido de la risa de Grace. Mientras regresaban a Choteau, Grace le había contado lo que habían estado haciendo con Pilgrim y las preguntas que sobre él le había hecho Tom. Le había hablado del potro de Bronty, de Frank, de Diane y de los chicos, de que los gemelos eran unos latosos pero que Joe era muy simpático. Era la primera vez que Annie la veía contenta desde que habían partido de Nueva York, y tuvo que esforzarse para no exagerar su reacción y dejar las cosas como si no hubiera ocurrido nada especial. Pero no duró mucho. Al pasar por delante del dinosaurio, Grace se quedó callada, como si el enorme lagarto le recordara cómo se estaba comportando últimamente con su madre. Pero al menos, pensó Annie, había sido un comienzo.

Los neumáticos del Lariat rechinaron en la gravilla al doblar hacia el valle bajo el cartel de madera con la doble D que señalaba el camino de entrada al rancho. Annie pudo ver varios caballos correr en el gran ruedo contiguo a la caballeriza, y al acercarse un poco más divisó a Tom montando entre ellos. En una mano llevaba un palo largo provisto de una banderola anaranjada en un extremo que agitaba hacia los animales para que se alejaran de él. Allí dentro había por lo menos una docena de potros, y en general procuraban mantenerse pegados unos a otros. Había uno, sin embargo, que siempre estaba solo y Annie advirtió que se trataba de Pilgrim.

Grace estaba acodada en la baranda al lado de Joe y los gemelos, mirando. Annie aparcó el coche y se les acercó al tiempo que acariciaba las cabezas de los perros que ya no le ladraban cuando llegaba al rancho. Joe sonrió y fue el único que la saludó.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Annie.

—Oh, darles unas vueltas, nada más.

Annie se apoyó en la baranda al lado de Joe y observó. Los potros se desbocaban y hacían extraños de un extremo al otro del ruedo, dibujando en la arena sombras alargadas y levantando nubes ambarinas que atrapaban la luz de un sol sesgado. Tom hacía mover a Rimrock alrededor de los caballos sin esfuerzo aparente apeándose a veces para obstruirles el paso o abrir una brecha entre ellos. Era la primera vez que Annie lo veía montar. El caballo con sus calcetines blancos, ejecutaba intrincados pasos sin recibir órdenes visibles, guiado únicamente, o así se lo parecía a Annie por los pensamientos del jinete. Era como si Tom y Rimrock fuesen una sola cosa. Annie no podía quitarle los ojos de encima. Al pasar por delante, Tom se tocó el ala del sombrero y sonrió.

—Annie.

Era la primera vez que no la llamaba señora o Mrs. Graves, y oírle pronunciar espontáneamente su nombre de pila le gustó, hizo que se sintiese aceptada. Entonces observó que se acercaba a Pilgrim, que se había detenido como los otros al fondo del ruedo. El caballo estaba aparte de los demás y era el único que sudaba. Sus cicatrices destacaban al sol de la tarde y no paraba de cabecear y bufar. Parecía tan inquieto por los otros caballos como por Tom.

—Lo que estamos haciendo, Annie, es tratar de que aprenda a ser un caballo otra vez. Los otros ya lo saben, ¿comprende? Así son en estado salvaje, animales de manada. Cuando se les presenta un problema, como tienen ahora conmigo y esta banderola, se buscan unos a otros con la mirada. Pero el viejo Pilgrim lo ha olvidado por completo. Cree que no le queda ningún amigo en este mundo. Si los dejara sueltos por el monte estos potros se desenvolverían bien. Pero el pobre Pilgrim sería víctima de los osos. No es que no quiera tener amigos, es que no sabe cómo hacerlo.

Tom guió a Rimrock hacia los caballos y levantó la banderola agitándola en el aire. Los potros escaparon al mismo tiempo hacia la derecha y esta vez, en lugar de doblar hacia la izquierda como antes, Pilgrim los siguió. Pero en cuanto estuvo lejos de Tom, se separó de los demás y se detuvo. Tom sonrió.

—Lo conseguirá.

Para cuando devolvieron a Pilgrim a su casilla, el sol ya se había ocultado y empezaba a refrescar. Diane llamó a cenar a los chicos y Grace entró en la casa con ellos para coger una chaqueta que había dejado dentro. Tom y Annie caminaron lentamente hacia el coche. De pronto ella fue muy consciente de que estaban solos. Por un rato ninguno dijo nada. Un búho pasó volando bajo hacia el arroyo y Annie vio cómo se fundía en la oscuridad de los álamos. Notó que Tom la miraba y se volvió. Él sonrió y le dirigió una mirada que no era la de un virtual desconocido, sino la de alguien que la conocía desde hacía mucho tiempo. Annie se las apañó para devolver la sonrisa y sintió alivio al ver que Grace venía ya de la casa.

—Mañana vamos a marcar —dijo Tom—. Pueden venir las dos a echar una mano, si quieren.

Annie se echó a reír.

—Me parece que sólo estorbaríamos —dijo.

Él se encogió de hombros.

—Es probable —dijo—. Pero mientras no meta la mano delante del hierro de marcar, no tiene demasiada importancia. Y aunque lo hiciera, la marca es muy bonita. Allá en la ciudad se sentiría orgullosa de llevarla.

Annie se volvió a Grace y se dio cuenta de que ella tenía ganas pero intentaba disimularlo. Volvió a mirar a Tom.

—De acuerdo —respondió—. ¿Por qué no?

Tom le dijo que empezarían alrededor de las nueve de la mañana pero que podían presentarse cuando quisieran. Luego se despidieron. Mientras se alejaba por el camino, Annie miró por el espejo retrovisor. Él seguía allí de pie, observándolas partir.