Todo lo que Tom prometió fue que iría a echar otro vistazo al caballo. Era lo menos que podía hacer, teniendo en cuenta los kilómetros que ella había recorrido. Pero había puesto como condición que iría solo. No quería tenerla fisgando detrás de él, metiéndole prisa. Ya sabía lo bien que se le daba apremiar a la gente. Annie le había hecho jurar que después se pasaría por la casa y le diría su veredicto.
Tom conocía la casa de los Petersen, en las afueras de Choteau, donde tenían alojado a Pilgrim. Eran gente bastante simpática, pero si el caballo estaba tan mal como la última vez que lo había visto, probablemente no lo aguantaran mucho tiempo.
El viejo Petersen tenía cara de forajido, con su barba de tres días y unos dientes tan negros como el tabaco que siempre mascaba. Se los enseñó en una sonrisa malévola en cuanto Tom apareció en su Chevrolet.
—¿Cómo es el dicho…? Si vienes buscando problemas, has llegado al sitio exacto. Por poco me mata cuando intenté sacarlo del remolque. No ha dejado de tirar coces y chillar como un fantasma, condenado animal.
Acompañó a Tom por un camino enfangado al borde del cual podían verse las herrumbrosas carrocerías de coches abandonados, hasta un viejo establo con casillas a los lados. Habían sacado a los otros caballos. Tom oyó a Pilgrim antes de llegar allí.
—Coloqué esta puerta el verano pasado —dijo Petersen—. La vieja ya se la habría cargado. La mujer dice que se lo vas a arreglar…
—¿Eso ha dicho?
—Ajá. Déjame que te dé un consejo. Antes que nada ve a ver a Bill Larson para que te tome las medidas.
El viejo rió estrepitosamente y le dio a Tom una palmada en la espalda. Bill Larson era el dueño de la funeraria del pueblo.
El caballo tenía un aspecto más lamentable aún que la última vez. La pata delantera estaba en tal mal estado que Tom se preguntó cómo conseguía tenerse en pie, por no hablar de dar coces todo el rato.
—En sus tiempos debía de ser un animal precioso —dijo Petersen.
—Supongo.
Tom se volvió. Había visto suficiente.
Regresó en coche a Choteau y miró el papel donde Annie le había anotado la dirección. Cuando aparcó delante de la casa y fue hasta la puerta principal, las campanas de la iglesia estaban tocando una melodía que no había oído desde que era pequeño en la escuela dominical. Llamó al timbre y esperó.
La cara que apareció en la puerta lo dejó de piedra. No era que esperase ver a la madre, sino la franca hostilidad reflejada en el rostro pecoso y macilento de la muchacha. Recordó la foto que le había enviado Annie; el contraste con aquella chica feliz con su caballo era sorprendente. Sonrió.
—Tú debes de ser Grace. —Ella no devolvió la sonrisa, sólo asintió con la cabeza y se apartó para dejarlo pasar. Tom se quitó el sombrero y esperó a que ella cerrase la puerta. Oyó a Annie hablar en un cuarto junto al vestíbulo.
—Está al teléfono. Puede esperar aquí dentro.
Grace lo condujo a un salón en forma de L. Mientras la seguía, Tom miró la pierna y el bastón, diciéndose mentalmente que no debía volver a mirar. La habitación era lúgubre y olía a humedad. Había un par de butacas viejas, un sofá medio hundido y un televisor en el que daban una vieja película en blanco y negro. Grace se sentó y siguió mirándola.
Tom se acomodó en el brazo de una de las butacas. La puerta del fondo estaba entornada y vio un fax, una pantalla de ordenador y una maraña de cables. De Annie sólo se veía una pierna cruzada y un pie que se sacudía con impaciencia. Parecía muy nerviosa por algo.
—¡Cómo! ¿Que dijo qué? No me lo puedo creer. Lucy… Lucy, me da lo mismo. Eso no tiene nada que ver con Crawford. La directora soy yo, ¿entiendes?, y quiero esa portada y ninguna otra.
Tom vio que Grace arqueaba las cejas y se preguntó si lo hacía por él. En la pantalla del televisor, una actriz cuyo nombre no recordaba estaba de rodillas en el suelo aferrada a James Cagney, implorándole que no la abandonase. Siempre hacían lo mismo; Tom no comprendía por qué se tomaban la molestia.
—Grace, ¿quieres traerle un café a Mr. Booker? —gritó Annie desde la otra habitación—. Y otro para mí, por favor.
Volvió a su llamada. Grace apagó la tele y se levantó, visiblemente enojada.
—Déjalo, en serio —dijo Tom.
—Mi madre acaba de prepararlo. —Grace lo miró como si él hubiera dicho una grosería.
—Entonces bueno, gracias. Pero tú quédate viendo la película. Yo iré a buscarlo.
—Ya la he visto. Es una lata.
Grace cogió el bastón y fue hacia la cocina. Tom esperó un momento y la siguió. Ella lo fulminó con la mirada al verlo entrar e hizo más ruido del necesario con las tazas. Tom se acercó a la ventana.
—¿Qué hace tu madre?
—¿Qué?
—Tu madre, a qué se dedica.
—Dirige una revista. —Le pasó una taza de café—. ¿Nata y azúcar?
—No gracias. Debe de ser un trabajo muy estresante.
Grace rió. A Tom le sorprendió lo amarga que sonaba.
—Supongo que sí.
Se produjo un incómodo silencio. Grace apartó la vista y se disponía a servir otra taza cuando se detuvo y lo miró otra vez Tom reparó en el temblor que agitaba la superficie del café debido a lo tensa que estaba. Era fácil adivinar que Grace tenía algo importante que decir.
—Por si ella no lo ha mencionado, yo no quiero saber nada de todo esto, ¿de acuerdo?
Tom asintió en silencio y esperó a que ella siguiera hablando Grace le había casi escupido las palabras y ahora estaba un poco desconcertada por su impasibilidad. Vertió bruscamente el café pero con tal rapidez que derramó un poco. Dejó la cafetera sobre la mesa y cogió la taza.
—Todo ha sido idea de ella —dijo sin mirarlo—. Yo creo que es una estupidez. Lo mejor sería que se desembarazaran del caballo.
Pasó por su lado y salió de la cocina. Tom la vio irse y luego se volvió a mirar al pequeño y descuidado patio trasero. Un gato estaba comiéndose una cosa tendinosa junto a un cubo de basura volcado.
Tom había ido a la casa para decir por última vez a la madre de la chica que el caballo estaba desahuciado. No le resultaría fácil decirlo después del viaje que habían tenido que hacer. Tom lo había pensado mucho desde la visita de Annie al rancho. Para ser exactos, había pensado mucho en Annie y en la tristeza que había visto en sus ojos. Se le había ocurrido que si se ocupaba del caballo, tal vez no lo hiciese para ayudar a éste sino a ella. Y eso nunca. Era el peor motivo para hacerlo.
—Lo siento. Era importante.
Tom se volvió y vio entrar a Annie. Llevaba una holgada camisa tejana y el cabello peinado hacia atrás, mojado aún de la ducha. Parecía un chico.
—No se preocupe.
Annie fue a buscar el café y llenó su taza hasta arriba. Luego se acercó a él e hizo otro tanto con la suya sin preguntarle.
—¿Ha ido a ver a Pilgrim? —Dejó la cafetera pero se quedó de pie delante de Tom. Olía a jabón, o tal vez a champú, pero en cualquier caso a algo caro.
—Sí. Vengo de allí.
—¿Y bien?
Tom aún no sabía de qué manera iba a decírselo, ni siquiera cuando empezó a hablar.
—Pues está todo lo mal que puede estar un caballo. —Se interrumpió y advirtió que algo saltaba en los ojos de ella. Luego, detrás de Annie, vio el rostro de Grace asomado al hueco de la puerta, tratando de aparentar que con ella no iba la cosa pero fracasando estrepitosamente. Conocer a esa muchacha había sido para Tom como ver el último retrato de un tríptico; el conjunto era ahora más claro. Los tres —madre, hija, caballo— estaban inseparablemente unidos por el dolor. Si podía ayudar al caballo aunque sólo fuera un poco, tal vez los ayudase a todos. ¿Qué había de malo en ello? Y a decir verdad, ¿cómo podía dar la espalda a tanto sufrimiento?
Se oyó decir:
—Quizá podamos hacer algo.
Enseguida comprobó el efecto tranquilizador de sus palabras en la expresión de Annie.
—Eh oiga, un momento, señora. Sólo he dicho quizá. Antes de pensar en ello siquiera, tengo que saber una cosa. La pregunta es para Grace. —Advirtió que la chica se ponía rígida—. Verás, cuando trabajo con un caballo nunca lo hago solo. Es inútil. Tiene que implicarse también el dueño, la persona que va a montarlo. Conque éste es el trato. No sé si podré hacer algo por el pobre Pilgrim, pero con tu ayuda, estoy dispuesto a intentarlo.
Grace soltó de nuevo aquella risa amarga y apartó la cara como si no pudiera dar crédito a lo que oía. Annie agachó la cabeza.
—¿Tienes algún problema, Grace? —dijo Tom.
Ella lo miró con lo que sin duda pretendía ser desdén, pero cuando abrió la boca, la voz le salió trémula:
—¿No le parece, digamos, evidente?
Tom reflexionó unos instantes y luego sacudió la cabeza.
—Pues no. Yo no lo veo así. En fin, el trato es éste. Gracias por el café.
Tom dejó la taza en la mesa y fue hacia la puerta. Annie miró a Grace, que desapareció por el salón. Entonces Annie fue corriendo tras él al vestíbulo.
—¿Qué tendría que hacer mi hija?
—Estar allí, echar una mano, interesarse. —Algo le dijo que por el momento no debía hablar de montar a caballo. Se puso el sombrero y abrió la puerta. Vio la desesperanza en los ojos de Annie—. Hace frío aquí dentro —añadió—. Debería hacer revisar la calefacción.
Estaba a punto de salir cuando Grace apareció en el umbral de la sala de estar. No lo miró. Dijo alguna cosa pero en voz tan baja que Tom no entendió.
—¿Perdón?
Grace miró hacia otro lado, incómoda.
—He dicho que de acuerdo. Lo haré.
Dio media vuelta y regresó a la cocina.
Diane había guisado un pavo y estaba trinchándolo como si el pobre se lo tuviera merecido. Uno de los gemelos intentó coger un pedazo y se llevó una guantada. Se suponía que estaba llevando los platos a la mesa donde todos los demás ya estaban sentados.
—Y los potros, ¿qué? —dijo Diane—. Yo creía que la idea de no hacer cursillos era para que pudieras trabajar con tus propios caballos, para variar.
—Habrá tiempo para eso —dijo Tom. No podía entender por qué Diane estaba tan furiosa.
—Quién se ha creído que es, presentarse aquí de esa manera, pensando que puede venir y obligarte a hacerlo. A mí me parece que es una desfachatez por su parte. ¡Largo! —Trató de abofetear otra vez al chico, pero éste consiguió escapar con su presa. Diane levantó el cuchillo de trinchar—. La próxima te doy con esto, ¿me has oído? ¿Tú no crees que es una fresca, Frank?
—Yo qué sé. A mí me parece que esto es cosa de Tom. Craig, pásame el maíz, por favor.
Diane sirvió un último plato para ella y fue a sentarse. Todos callaron para que Frank bendijera la mesa.
—Además —dijo Tom cuando su hermano hubo terminado—, tengo a Joe, que va a ayudarme con los tusones. ¿Verdad, Joe?
—Claro.
—Mientras haya escuela, ni lo sueñes —dijo Diane.
Tom y Joe intercambiaron miradas. Nadie dijo palabra durante un rato, ocupados únicamente en servirse verdura y salsa de arándanos. Tom confiaba en que Diane lo dejase estar, pero ella era como un perro con un hueso.
—Imagino que querrán comer y eso, si van a estar aquí todo el santo día.
—No creo que hayan pensado en ello —dijo Tom.
—¿Y qué? ¿Van a conducir sesenta kilómetros hasta Choteau cada vez que quieran tomar café?
—Té —dijo Frank.
Diane le lanzó una mirada de pocos amigos.
—¿Cómo?
—Té. Es inglesa. Los ingleses toman té. Vamos Diane, déjalo respirar.
—¿A que es curiosa la pierna de la chica? —dijo Scott con la boca llena de pavo.
—¡Curiosa, dice! —Joe sacudió la cabeza—. Mira que eres raro…
—No, quiero decir ¿qué es?, ¿de madera o algo así?
—Tú come y calla, Scott —dijo Frank.
Comieron en silencio durante un rato. Tom advirtió que Diane estaba de un humor de perros y no podía sacudírselo de encima. Era una mujer alta y robusta, endurecida por el sitio en que vivía. A sus cuarenta y tantos años su expresión y su ánimo de oportunidad perdida se acrecentaban. Se había criado en una finca próxima a Great Falls y Tom fue el primero que la conoció. Salieron juntos un par de veces, pero él dejó bien claro que no tenía intención de establecerse tan pronto y al final la cosa fue muriendo por sí sola. De modo que Diane se casó con el hermano pequeño. Tom sentía mucho cariño por ella, aunque algunas veces, sobre todo desde que la madre de ellos se mudara a Great Falls, la encontraba excesivamente sobreprotectora. Le preocupaba un poco que le prestara más atención a él que a Frank, si bien no parecía que éste se diese cuenta.
—¿Cuándo crees que habrá que ponerse a marcar? —le preguntó a su hermano.
—Este fin de semana no, el otro. Si el tiempo acompaña.
En muchos ranchos lo dejaban para más adelante, pero Frank marcaba en abril porque a los chicos les gustaba echar una mano y los terneros eran aún lo bastante pequeños para que pudieran manejarlos solos. Solía ser todo un acontecimiento. Acudían amigos de los alrededores y Diane solía preparar una comilona para después del trabajo. Era una tradición que había iniciado el padre de Tom y una de las muchas que Frank aún conservaba. Otra era que ellos seguían empleando caballos cuando muchos rancheros utilizaban modernos vehículos. Reunir ganado en motocicleta no era lo mismo.
Tom y Frank siempre habían pensado lo mismo respecto de esas cosas. Nunca discutían acerca del modo que debía llevarse el rancho; en realidad, no discutían acerca de nada. Ello se debía en parte a que Tom consideraba la finca más de Frank que suya. Era Frank el que había permanecido allí todos aquellos años mientras él estaba de viaje haciendo cursillos por todo el país. Y Frank siempre había sabido más de negocios y ganado de lo que él sabría jamás. Los dos hermanos se llevaban muy bien y Frank estaba verdaderamente entusiasmado ante la idea de que Tom se dedicara más seriamente a criar caballos, porque de ese modo permanecería más tiempo en casa. Aunque las reses eran cosa de Frank y los caballos de Tom, siempre que podían se ayudaban mutuamente. El año anterior, mientras Tom estaba fuera dictando una serie de cursillos, fue Frank quien había supervisado la construcción de un ruedo y un estanque de adiestramiento que Tom había ideado para los caballos.
De pronto, Tom reparó en que uno de los gemelos le había preguntado algo.
—Perdona, ¿qué decías?
—Si es famosa —dijo Scott.
—Famosa quién, por Dios —le espetó Diane.
—La mujer de Nueva York.
Diane no le dejó a Tom oportunidad de contestar.
—¿Tú has oído hablar de ella? —le preguntó al chico. Él negó con la cabeza—. Entonces no es famosa, ¿está claro? Acaba de comer.