Capítulo 14

El rancho de los hermanos Booker recibía su nombre, Double Divide, de los dos arroyos que corrían por sus tierras. Nacían en sendos pliegues montañosos y en sus primeros ochocientos metros parecían gemelos. En ese lugar la sierra que los separaba era baja, tanto que en un punto determinado ambos cauces se encontraban, pero entonces ascendía abruptamente en escabrosa cadena de riscos, empujando cada arroyo hacia un lado. Forzados así a buscar caminos independientes, se convertían en dos pequeños ríos bastante distintos.

El de más al norte corría raudo y poco profundo por un amplio y diáfano valle. Sus márgenes, aunque a veces empinadas, daban fácil acceso al ganado, las truchas asomaban la cabeza en los remansos remontando su curso, en tanto que las garzas gustaban de acechar a sus presas en los guijarrales. La ruta que el arroyo del sur se veía obligado a tomar era más exuberante y llena de obstáculos y árboles. Serpenteaba entre enmarañados sotos de sauce y sanguiñuelo para desaparecer un trecho entre cenagales. Más abajo, dibujando meandros en una pradera tan llana que sus revueltas se enlazaban consigo mismas, formaba un laberinto de quietas charcas negras e islotes de hierba cuya geografía era constantemente transformada por los castores.

Ellen Booker solía decir que aquellos arroyos eran como sus dos hijos varones, Frank, el del norte y Tom, el del sur. Eso fue hasta que Frank, que tenía entonces diecisiete años, comentó una noche durante la cena que le parecía una injusticia porque a él también le gustaban los castores[2]. Su padre le dijo que fuera a lavarse la boca con agua y jabón y lo mandó a la cama. Tom no estaba muy seguro de que su madre hubiera captado el chiste, pero así debió de ser, porque nunca volvió a hacer aquel comentario.

La cabaña que llamaban la «casa del arroyo», donde Tom y Rachel, y luego Frank y Diane, habían vivido, ahora estaba desocupada. Se levantaba sobre un peñasco que dominaba un recodo del arroyo septentrional. Desde allí podía verse el valle y, más allá de las copas de los álamos, la casa grande a poco más de medio kilómetro, rodeada de graneros, establos y corrales blanqueados. Las dos casas estaban unidas por un camino de tierra que zigzagueaba hasta los prados inferiores donde el ganado pasaba el invierno. Ahora, a primeros de abril, en esa parte del rancho casi no quedaba nieve. Sólo se la veía en los barrancos umbríos y entre los pinos y abetos que salpicaban la cara norte de la sierra.

Tom miró hacia la casa del arroyo desde el asiento del acompañante del viejo Chevy y se preguntó, como hacía a menudo, sobre la posibilidad de mudarse allí. Él y Joe volvían de alimentar el ganado y el chico esquivaba los baches con mano experta. Joe era bajo para su edad y tenía que sentarse tieso como un palo para ver más allá del capó. Durante la semana era Frank quien se encargaba del forraje, pero los fines de semana le gustaba hacerlo a Joe y Tom le echaba una mano. Habían descargado los fardos de alfalfa y juntos disfrutaban al ver las vacas y los terneros acercarse en tropel para comer.

—¿Podemos ir a ver el potro de Bronty? —preguntó Joe.

—Claro que sí.

—En la escuela hay un chico que dice que deberíamos marcarlo y adiestrarlo.

—Ya.

—Dice que si se hace cuando acaban de nacer, luego es fácil manejarlos.

—Sí. Hay gente que lo dice.

—En la tele hicieron un programa en que un tipo lo hacía con gansos. Tenía una avioneta y los gansos pequeños crecían pensando que era su madre. El tipo hacía volar la avioneta y los gansos la seguían.

—Algo de eso he oído.

—¿Tú qué opinas de esas cosas?

—Verás Joe, yo no soy un entendido en gansos. Puede que a ellos les parezca bien creer que son avionetas. —Joe rió—. Pero cuando se trata de un caballo mi opinión es que lo primero es dejarlo que aprenda a ser caballo.

Volvieron en coche al rancho y aparcaron junto al largo establo donde Tom guardaba varios de sus caballos. Los hermanos gemelos de Joe, Scott y Craig, salieron corriendo de la casa al verlos llegar. Tom advirtió que Joe ponía mala cara. Los gemelos tenían nueve años y como eran rubios, guapos y ruidosos siempre llamaban la atención más que su hermano.

—¿Vais a ver al potro? —chillaron al unísono—. ¿Podemos ir?

Tom les revolvió el pelo y dijo:

—Siempre que os estéis callados.

Los llevó al establo y los tres se quedaron junto a la casilla de Bronty mientras Joe entraba. Bronty, que era una yegua quarter de diez años, color bayo rojizo, adelantó el hocico hacia Joe, quien comenzó a frotarle el cuello suavemente con la mano. A Tom le gustaba ver que el chico se movía entre caballos con holgura y confianza. El potro, algo más oscuro que su madre, había estado tumbado en un rincón y ahora trataba de ponerse de pie, bamboleándose cómicamente sobre las patas rígidas para buscar el cobijo de su madre, sin dejar de mirar a Joe. Los gemelos rieron.

—Qué pinta tan graciosa tiene —dijo Scott.

—Yo tengo una foto vuestra a esa edad —dijo Tom—. ¿Y sabéis una cosa?

—Parecían un par de ranas —terció Joe.

Los gemelos se cansaron enseguida y se fueron. Tom y Joe llevaron los otros caballos a la explanada que había detrás del establo. Después de desayunar tenían pensado empezar el trabajo con algunos tusones. Mientras iban hacia la casa, los perros se echaron a ladrar y pasaron de largo a toda velocidad. Tom se volvió y vio el Ford Lariat doblando al pie de la loma y enfilando el camino de entrada a la casa. Dentro sólo iba el conductor, y cuando el coche estuvo más cerca Tom advirtió que se trataba de un mujer.

—¿Tu madre espera a alguien? —preguntó Tom. Joe se encogió de hombros. El coche se detuvo y los perros comenzaron a dar vueltas y ladrar sin parar alrededor de él. Entonces Tom reconoció a la conductora. Resultaba difícil de creer. Joe notó algo en su mirada.

—¿La conoces?

—Diría que sí. Pero no sé qué ha venido a hacer aquí.

Hizo callar a los perros y echó a andar. Annie bajó del coche y se acercó a Tom, nerviosa. Llevaba tejanos, botas de marcha y un enorme jersey de color crema que le llegaba hasta la mitad del muslo. El sol encendía por detrás sus cabellos de rojo y Tom se dio cuenta de que recordaba perfectamente aquellos ojos verdes del día en las caballerizas. Ella lo saludó con un movimiento de la cabeza sin llegar a sonreír, un poco avergonzada.

—Buenos días, Mr. Booker.

—Buenos, en efecto. —Se quedaron quietos unos instantes—. Joe, te presento a Mrs. Graves. Joe es sobrino mío.

Annie tendió la mano hacia el muchacho.

—Hola, Joe. ¿Cómo estás?

—Bien.

Annie miró el valle, las montañas, y luego otra vez a Tom.

—Qué lugar tan hermoso.

—Así es —dijo Tom al tiempo que se preguntaba cuándo se decidiría aquella mujer a explicarle qué diablos estaba haciendo allí, aunque tenía una ligera idea.

Annie respiró hondo.

—Mr. Booker, creerá usted que estoy loca, pero seguramente habrá adivinado por qué he venido.

—Supongo que no pasaba sencillamente por aquí.

Annie casi sonrió.

—Perdone que me presente así por las buenas, pero sabía lo que me diría si le telefoneaba. Se trata del caballo de mi hija.

Pilgrim.

—Sí. Sé que puede ayudarlo y he venido a pedirle, a rogarle, que le eche otro vetazo.

—Mrs. Graves…

—Por favor. Sólo una vez. Será poco tiempo.

Tom se echó a reír.

—¿El qué? ¿Ir a Nueva York? —Señaló el Lariat—. ¿O pensaba llevarme hasta allí en coche?

—Está aquí. En Choteau.

Tom le dirigió una mirada de incredulidad.

—¿Quiere decir que lo ha traído hasta aquí desde Nueva York?

Ella asintió. Joe los miraba intentando comprender algo. Diane había salido al porche y estaba contemplando la escena con la mosquitera abierta.

—¿Usted sola? —preguntó Tom.

—Con mi hija Grace.

—¿Sólo para que yo le eche un vistazo?

—Sí.

—¿Venís a comer, chicos? —gritó Diane. «Quién es ésa», era lo que en el fondo quería saber. Tom puso la mano en el hombro de Joe.

—Dile a tu madre que ahora voy —dijo, y mientras el chico se iba se volvió a Annie.

Por unos segundos se miraron fijamente. Ella se encogió levemente de hombros y, por fin, sonrió. Tom reparó en la forma en que las comisuras de la boca se le doblaban hacia abajo aun sin alterar la inquietud de su mirada. Se sentía obligado a actuar apresuradamente y se preguntaba por qué le daba igual.

—Perdone que se lo diga, señora. Pero veo que no es usted de las que aceptan un no por respuesta.

—Supongo que no —dijo Annie.

Grace estaba boca arriba sobre el suelo del mohoso dormitorio, haciendo sus ejercicios y escuchando las campanas electrónicas de la iglesia metodista que se alzaba al otro lado de la calle. No sólo daban la hora, sino que tocaban canciones enteras. A ella casi le gustaba ese sonido, sobre todo porque a su madre la volvía loca. Annie estaba abajo hablando por teléfono con la agencia inmobiliaria y quejándose precisamente de ello.

—¿Es que no saben que hay leyes para estas cosas? —estaba diciendo—. Esta gente contamina el aire.

Era la quinta vez en dos días que llamaba al agente. El pobre hombre había cometido el error de darle el número de su casa; Annie estaba estropeándole el fin de semana bombardeándolo a quejas: la calefacción no iba, los dormitorios eran húmedos, el supletorio que había pedido no estaba instalado, la calefacción seguía sin funcionar. Y encima las campanas.

—No sería tan grave si al menos tocaran algo medianamente decente —proseguía—. Es absurdo, los metodistas tienen canciones muy buenas.

El día anterior Grace se había negado a acompañarla al rancho. Después de que su madre se hubo marchado, decidió salir a explorar. Choteau era básicamente una larga calle principal con el tren a un lado y una cuadrícula de calles residenciales al otro. Había una peluquería canina, un videoclub, una parrilla y un cine donde pasaban una película que Grace había visto un año atrás. La supuesta gloria del pueblo era un museo donde se exhibían huevos de dinosaurio. Entró en un par de tiendas y la gente se mostró afable pero reservada. Era consciente de que los demás la miraban andar lentamente por la calle con su bastón. Cuando regresó a la casa se sintió tan abatida que se echó a llorar.

Annie había vuelto eufórica y le dijo a Grace que Tom Booker había accedido a ver a Pilgrim el día siguiente. Todo el comentario de Grace fue:

—¿Cuánto tiempo tendremos que quedarnos en esta pocilga?

Era una casa grande e irregular con revestimiento de tablilla azul claro y totalmente enmoquetada con una lanilla teñida de un amarillo pardusco. El escaso mobiliario parecía proceder de una subasta. Annie se quedó de piedra al ver el sitio por primera vez. Grace estaba exultante. Su aspecto notoriamente insuficiente era para ella la perfecta vindicación.

Interiormente, Grace no se oponía tanto a la misión de su madre como aparentaba. De hecho, era un alivio dejar la escuela y no tener que estar poniendo buena cara todo el tiempo. Pero sus sentimientos hacia Pilgrim eran muy confusos. La asustaban. Era mejor apartarlo totalmente de sus pensamientos. Pero con su madre era imposible. Todos sus actos parecían forzarla a enfrentarse a la cuestión. Annie se lo había tomado como si Pilgrim fuese suyo, cuando lo cierto era que pertenecía a Grace. Por supuesto que ésta quería que el caballo se pusiera bien, sólo que… Entonces, por primera vez, se le ocurrió que tal vez no quería que se pusiera bien. ¿Acaso lo culpaba por lo que había sucedido? No, eso era una estupidez. ¿Acaso quería que se quedase como estaba, lisiado de por vida? ¿Por qué tenía él que recuperarse y ella no? No era justo. «Basta, déjalo», se decía. Aquellos pensamientos alocados y retorcidos eran culpa de su madre, y Grace no permitiría que se apoderaran de su mente.

Se concentró en la gimnasia hasta que notó que el sudor le bajaba por el cuello. Levantó una vez y otra el muñón hasta que le dolieron los músculos de la nalga derecha y el muslo. Ya podía mirarse la pierna y aceptar que le pertenecía. La cicatriz estaba limpia, ya no la atormentaba con aquel molesto escozor. Su musculatura empezaba a recobrarse, hasta el punto de que la manga de su pierna ortopédica empezaba a quedarle un poco apretada. Oyó que Annie colgaba el auricular.

—¿Has terminado, Grace? No tardará en llegar.

No respondió, dejó que las palabras quedaran en suspenso.

—¿Grace?

—Sí. ¿Y qué?

Pudo sentir la reacción de Annie, imaginar la expresión de fastidio en su rostro dando paso a la resignación. Oyó que suspiraba y regresaba al comedor que, como no podía de otra forma, Annie había transformado en su despacho.