La carretera se extendía en línea recta entre cercas que convergían en la amenazadora cúpula negra del horizonte. En aquel punto remoto, donde la carretera parecía ascender hacia el cielo, los relámpagos se sucedían como si los átomos del asfalto alimentaran de nuevo las nubes. A cada lado, la pradera de Iowa se extendía llana y monótona hacia la nada, caprichosamente iluminada a través de las nubes por ondulantes y súbitos rayos de sol, como si un gigante estuviera buscando su presa.
En aquel paisaje tanto el espacio como el tiempo parecían sufrir alguna clase de trastorno, y a Annie no le costó vislumbrar lo que, de haberse dejado llevar, habría podido convertirse en pánico. Escrutó el cielo en busca de algo a que aferrarse, un signo de vida, un silo, un árbol, un ave solitaria, algo. Al no encontrar nada, se puso a contar las estacas de las cercas o las franjas de la carretera que se le venían encima desde el horizonte como si el relámpago las hubiera encendido. Imaginó el Lariat y su remolque en forma de misil vistos desde arriba, tragándose aquellas franjas a bocados regulares.
En dos días habían viajado más de mil novecientos kilómetros y durante todo ese tiempo Grace apenas había hablado. Se pasaba la mayor parte del rato durmiendo, como hacía ahora, aovillada en el amplio asiento de atrás. Cuando despertaba se quedaba allí, con los cascos del walkman puestos o mirando fijamente el exterior. Sólo en una ocasión Annie miró por el espejo retrovisor y vio que su hija la observaba. Annie sonrió y Grace apartó inmediatamente la vista.
Grace había reaccionado ante el plan de su madre tal como ésta había previsto. Se puso a gritar y le dijo que no pensaba ir, que no podían obligarla y basta. Se levantó de la mesa, fue a su cuarto y cerró de un portazo. Annie y Robert se quedaron allí un rato en silencio. Ella ya se lo había contado a su esposo y había aniquilado toda su resistencia.
—Grace no puede seguir evitando el tema —dijo Annie—. Es su caballo. No puede desentenderse como si nada.
—Pero Annie, piensa en todo lo que ha pasado.
—Escurrir el bulto no va a ayudarla, sólo está empeorando las cosas. Sabes lo mucho que quería a Pilgrim. Ya viste cómo se puso el día que fuimos a verlo. ¿Te imaginas cómo debe de haberla obsesionado esa visión?
Robert no respondió, sólo bajó la vista y sacudió la cabeza. Annie le cogió una mano.
—Sé que podemos hacer algo al respecto, Robert —dijo, más calmada—. Pilgrim puede volver a ser lo que era. Este hombre es capaz de curarlo, y así Grace volverá a estar bien.
Robert la miró.
—¿De veras crees que puede hacerlo? —preguntó.
Annie dudó, pero no lo suficiente como para que él lo notase.
—Sí —dijo. Era la primera vez que mentía sobre el particular. Robert naturalmente suponía que a Tom Booker se le había consultado sobre el viaje de Pilgrim a Montana. Annie había mantenido esa misma ilusión al hablar con Grace.
Al no encontrar un aliado en su padre, Grace se rindió, como Annie había esperado que hiciese. Pero el rencoroso silencio en que degeneró su cólera estaba durando mucho más de lo que Annie había supuesto. En los viejos tiempos, antes del accidente, Annie no tenía dificultad para cambiar esos estados de ánimo, ya fuera tomándoselos a broma o ignorándolos olímpicamente. Aquel silencio, sin embargo, era de una índole nueva. Era tan épico e inmutable como la aventura en que la chica había sido obligada a embarcarse, y a medida que consumían kilómetros Annie no pudo por menos que maravillarse de su vigor.
La mañana en que partieron, Robert las había ayudado con el equipaje y luego las había llevado a Chatham para acompañarlas a casa de Harry Logan. A ojos de Grace eso lo convertía en cómplice de su madre. Mientras cargaban a Pilgrim en el remolque, Grace permaneció inmóvil en el Lariat con los auriculares puestos, fingiendo que leía una revista. Los relinchos del caballo y el ruido de sus cascos aporreando los costados del remolque resonaban por todo el patio, pero Grace no se mostró alterada en ningún momento.
Harry administró a Pilgrim una fuerte dosis de sedantes y entregó a Annie una caja con ampollas y unas cuantas agujas por si se presentaba una emergencia. Se acercó al coche para saludar a Grace y empezó a hablarle del modo en que debía alimentar al caballo durante el viaje.
—Es mejor que se lo cuente a mamá —le interrumpió Grace.
Cuando fue el momento de partir, su respuesta al beso de Robert fue poco más que rutinaria.
Aquella primera noche la pasaron en casa de una pareja amiga de Logan que vivía a las afueras de una pequeña localidad al sur de Cleveland. Elliott, el marido, había estudiado veterinaria con Harry y trabajaba para una clientela muy numerosa. Era de noche cuando llegaron y Elliott insistió en que Annie y Grace entrasen a refrescarse un poco mientras él iba a ver a Pilgrim. Dijo que en otro tiempo también habían tenido caballos y dispuso una casilla en el establo.
—Harry ha dicho que lo dejemos en el remolque —explicó Annie.
—¿Cómo? ¿Todo el viaje?
—Eso es lo que ha dicho.
Elliott arqueó una ceja y esbozó una sonrisa entre profesional y paternalista.
—Ustedes entren en la casa. Echaré una ojeada.
Empezaba a llover y Annie no tenía intención de ponerse a discutir. La esposa de Elliott se llamaba Connie y era menuda y sumisa. Llevaba una frágil permanente que parecía hecha aquella misma tarde. Los hizo pasar y les enseñó sus habitaciones. La casa era espaciosa y en el silencio parecían resonar las voces de los niños que habían crecido allí y ya no estaban. Sus caras les sonreían desde las fotografías de instituto y graduaciones en días soleados.
Para Grace dispusieron el dormitorio de la hija y a Annie la alojaron en la habitación de huéspedes. Connie le mostró a Annie dónde estaba el baño y se fue diciendo que la cena estaría lista en cuanto ellas lo dijeran. Annie le dio las gracias y recorrió el pasillo para entrar un momento en el cuarto de Grace.
La hija de Connie se había mudado a Michigan después de casarse con un dentista, pero su antigua habitación conservaba fresca su presencia. Había libros y trofeos de natación y estantes repletos de animalitos de cristal. En medio del abandonado desorden de una infancia desconocida, Grace estaba junto a la cama buscando su neceser. No levantó la vista al entrar su madre.
—¿Todo bien?
Grace se encogió de hombros y siguió sin mirarla. Annie trataba de aparentar que no pasaba nada, fingiendo interés por las fotos de las paredes. Se desperezó.
—Uf. Tengo el cuerpo entumecido.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
El tono fue frío y hostil. Annie se volvió y vio que Grace estaba con los brazos en jarras, mirándola.
—¿Qué has dicho?
Grace abarcó el conjunto de la habitación con un desdeñoso gesto del brazo.
—Todo esto; ¡qué estamos haciendo aquí!
Annie suspiró, pero antes de que pudiese pronunciar palabra Grace le dijo que lo olvidara, que daba igual. Cogió de un manotazo el bastón y la bolsa de aseo y fue hacia la puerta. Annie vio que estaba furiosa porque no podía hacer un mutis más efectista.
—Grace, por favor.
—He dicho que lo olvides, ¿de acuerdo?
Annie y Connie estaban hablando en la cocina cuando llegó Elliott procedente del patio. Estaba pálido y tenía un costado lleno de barro. También cojeaba, aunque trataba de disimularlo.
—Lo he dejado en el remolque —dijo.
En la cena Grace estuvo jugueteando con su comida y sólo habló cuando se le preguntaba algo. Los tres adultos se esforzaron por mantener la conversación, pero hubo momentos en que el único sonido era el de los cubiertos. Hablaron de Harry Logan, de Chatham y de un nuevo brote de la enfermedad de Lyme que tenía a todos preocupados. Elliott dijo que conocían una chica de la edad de Grace que la había cogido y cuya vida había sufrido un cambio espantoso. Connie lo fulminó con la mirada y él se puso un poco colorado y cambió rápidamente de tema.
Tan pronto terminaron de cenar, Grace dijo que estaba cansada y que si no les importaba se iba a acostar. Annie se ofreció a acompañarla, pero su hija se negó. Dio educadamente las buenas noches a la pareja. Mientras caminaba hacia la puerta, el bastón resonó en el suelo hueco y Annie captó la mirada en los ojos de la pareja.
Al día siguiente, se levantaron muy temprano y Annie condujo prácticamente sin parar hasta Iowa cruzando Indiana e Illinois. Y durante todo el día, mientras el continente se abría alrededor, Grace se refugió en su silencio.
La última noche la pasaron cerca de Des Moines, en casa de una prima lejana de Liz Hammond casada con un agricultor. La casa, que se alzaba al final de ocho kilómetros de camino en línea recta, estaba aislada como en un planeta propio donde los inquebrantables surcos del arado se extendían hacia los cuatro puntos cardinales.
Eran gente callada y religiosa, baptistas, pensó Annie, y lo más distintos de Liz que uno podía imaginar. El agricultor dijo que Liz les había contado lo de Pilgrim, pero Annie se dio cuenta de que al ver el caballo se sobresaltó. La ayudó a darle de comer y beber y luego rastrilló y repuso cuanto pudo de la paja mojada y cubierta de excrementos sobre la que Pilgrim apoyaba sus peligrosos cascos.
Cenaron a una larga mesa de madera con los seis hijos del matrimonio. Todos tenían el pelo rubio y los ojos azules de su padre, miraban a Annie y Grace con una especie de cortés admiración. La comida era sencilla y sana, y para beber sólo había leche, servida con mucha nata y tibia aún en unas rebosantes jarras de cristal.
Por la mañana la mujer del agricultor les preparó huevos revueltos, menudillos y jamón casero, y justo cuando se disponían a partir (Grace ya había subido al coche), el hombre le entregó algo a Annie.
—Nos gustaría que aceptase esto —dijo.
Era un libro viejo con una descolorida cubierta de tela. La mujer del agricultor estaba de pie junto a él y ambos miraron cómo Annie lo abría. Era The Pilgrim’s Progress[1], de John Bunyan. Annie recordaba que cuando sólo tenía siete u ocho años solían leérselo en la escuela.
—Nos ha parecido apropiado —dijo el hombre.
Annie tragó saliva y le dio las gracias.
—Rezaremos por ustedes —dijo la mujer.
El libro todavía estaba sobre el asiento del acompañante, y, cada vez que Annie lo veía recordaba las palabras de la mujer.
Aun cuando Annie llevaba muchos años en Estados Unidos, esa manera candida y religiosa de hablar propiciaba una reserva típicamente inglesa anclada profundamente en su ser, que provocaba cierta inquietud en ella. Pero lo que más zozobra le causaba era que aquella perfecta desconocida hubiese visto con tanta claridad que los tres necesitaban sus oraciones. Los había considerado víctimas. No sólo a Pilgrim y a Grace —eso era comprensible— sino también a Annie. Nadie, jamás, había visto a Annie de esa manera.
Bajo los relámpagos que surcaban el cielo en el horizonte, algo atrajo su atención. Empezó siendo poco más que una mota parpadeante y creció lentamente a medida que ella miraba, tornando finalmente a la forma borrosa de un camión. Más allá del camión vio las torres de los elevadores de grano y algo más adelante los edificios, menos altos, de un pueblo, brotando alrededor de aquéllos. Una bandada de pequeños pájaros castaños irrumpió en la carretera y fue embestida por el viento. El camión estaba ahora casi a su altura y Annie observó que el reluciente cromado de su radiador crecía y crecía hasta que pasó de largo en medio de una ráfaga de viento que hizo que el coche y el remolque se estremecieran. Grace se agitó detrás.
—¿Qué ha sido eso?
—Nada. Un camión —respondió Annie. Miró a su hija por el espejo retrovisor: estaba frotándose los ojos de sueño—. Nos acercamos a un pueblo y necesito gasolina. ¿Tienes hambre?
—Un poco.
La carretera de salida describía una larga curva en torno a una iglesia blanca de madera, totalmente aislada en un campo de hierba seca. Ante la puerta un muchacho con una bicicleta los vio pasar, y en ese momento la iglesia quedó repentinamente bañada de sol. Annie casi esperó que entre las nubes apareciera un dedo señalando hacia abajo.
Había un pequeño restaurante junto a la gasolinera, y después de llenar el depósito comieron unos emparedados de huevo y ensalada rodeadas de hombres que llevaban gorras de béisbol en las que se leían nombres de productos agrícolas, que hablaban en voz muy baja del trigo en invierno y del precio de las habas de soja. Para Annie, fue como si se expresaran en una lengua desconocida. Fue a pagar la cuenta y luego volvió a la mesa para decirle a Grace que iba un momento al lavabo y que se encontrarían en el coche.
—¿Puedes mirar si Pilgrim necesita agua? —dijo.
Grace no respondió.
—¿Me has oído, Grace? —preguntó Annie. Se acercó a su hija, consciente de que los granjeros que las rodeaban habían dejado de hablar. El enfrentamiento era deliberado, pero ahora lamentaba haber suscitado la curiosidad del público. Grace mantuvo la mirada baja. Terminó su Coca-Cola y el ruido del vaso al dejarlo sobre la mesa interrumpió el silencio.
—Hazlo tú —dijo Grace.
La primera vez que Grace había pensado en suicidarse fue aquel día en que regresaba en taxi de ver a la ortopeda. La pierna falsa se había hincado en la cara inferior de su fémur, pero ella había fingido que la sentía bien mientras seguía el juego a la resuelta jovialidad de su padre y se preguntaba cuál sería la mejor forma de acabar con su vida.
Hacía dos años, una niña de octavo se había lanzado a la vía del metro. Al parecer nadie había logrado comprender el motivo y Grace, como todos, se había sentido profundamente conmocionada por la noticia. Pero también secretamente impresionada; pensó en el valor que habría necesitado la niña en ese momento decisivo. Recordaba haber pensado que ella nunca sería capaz de mostrar un valor semejante y que aunque lo intentase sus músculos se negarían de un modo u otro a ejecutar esa última flexión para lanzarse.
Sin embargo, ahora veía las cosas de una manera muy distinta y podía considerar la posibilidad —aunque no el método en concreto— de forma más o menos desapasionada. La sensación de que su vida era una ruina se veía reforzada por el modo en que quienes la rodeaban procuraban fervientemente demostrar lo contrario. Deseaba con todas sus fuerzas haber muerto aquel día en la nieve junto a Judith y Gulliver. Pero a medida que transcurrían las semanas empezó a pensar —casi con desilusión— que ella no era de las que se suicidaban.
Lo que la frenaba era la incapacidad de ver las cosas únicamente desde su punto de vista. Le parecía muy melodramático y extravagante, más en la línea de las excentricidades propias de su madre. No se le ocurrió que tal vez era la Maclean que llevaba dentro, esos genes de abogado maldito, lo que la hacía objetivar de tal forma su propia muerte. Pues en aquella familia la culpa siempre iba en la misma dirección. Las faltas sólo las cometía Annie.
Grace quería a su madre casi en la misma medida en que se sentía injuriada por ella, y muchas veces por el mismo motivo. Su aplomo, por ejemplo, y porque siempre tenía razón. Qué bien conocía a Grace, la manera en que reaccionaría, qué le gustaba y qué no, cuál sería su opinión sobre un tema concreto. Era probable que todas las madres tuviesen esa perspicacia con respecto a sus hijas, y a veces resultaba agradable sentirse tan comprendida. Pero en general, y sobre todo últimamente, se había convertido en una monstruosa invasión de su intimidad.
Por esa y otras mil injusticias menos específicas, Grace se estaba vengando. Pues al fin, gracias a su silencio, parecía disponer de un arma efectiva. Advertía que su actitud afectaba a su madre y lo encontraba gratificante. La tiranía de Annie solía ejercerse sin ápice de culpabilidad o desconfianza en sí misma. Pero Grace sentía las dos cosas. Parecía existir un reconocimiento tácito de que no estaba bien haber obligado a Grace a sumarse a aquella aventura. Vista desde el asiento de atrás del Ford Lariat, su madre parecía un jugador apostando la vida en una última y desesperada vuelta de ruleta.
Fueron siempre hacia el oeste hasta el Missouri y luego se desviaron al norte con el río, ancho y marrón, serpenteando a su izquierda. Al llegar a Sioux City cruzaron a Dakota del Sur y siguieron nuevamente hacia el oeste por el itinerario que las llevaría hasta Montana. Atravesaron los Badlands septentrionales y vieron cómo el sol descendía sobre Black Hills en una franja de cielo naranja sangre. Viajaban en silencio y la siniestra tristeza que había entre ambas parecía ensancharse hasta mezclarse con los otros millones de penas que hostigaban aquel paisaje inmenso e implacable.
Ni Liz ni Harry conocían a nadie que viviera en aquella zona, de modo que Annie había reservado una habitación en un pequeño hotel próximo a Mount Rushmore. Nunca había visto ese monumento y siempre había querido visitarlo en compañía de Grace. Pero cuando aparcaron en el desierto aparcamiento del hotel era de noche y llovía y Annie pensó que lo único bueno de estar en aquel sitio era que no tendría que dar conversación a unos anfitriones que no conocía de nada y a quienes no volvería a ver.
Todas las habitaciones llevaban nombres de presidentes. La suya era la Abraham Lincoln. La barba de Lincoln destacaba en las estampas plastificadas que llenaban las paredes, y encima del televisor, oscurecido en parte por un llamativo anuncio en cartulina de películas para mayores de dieciocho, había un extracto del famoso discurso de Gettysburg. Había dos camas grandes, una al lado de otra, y Grace se tumbó en la más apartada de la puerta mientras Annie salía otra vez para echar un vistazo a Pilgrim.
El caballo parecía habituarse poco a poco a la rutina del viaje. Recluido en la angosta casilla del remolque, ya no se ponía furioso cuando Annie entraba en el espacio protegido que la separaba del caballo. Pilgrim se arrinconaba en la oscuridad, a la expectativa. Ella notaba su mirada mientras le ponía heno y empujaba hacia él los cubos de comida y agua. Pilgrim nunca los tocaba hasta que ella se iba. Annie percibió la menguante hostilidad del caballo, cosa que la asustó y emocionó a la vez, de modo que al cerrar la puerta del remolque el corazón le latía con violencia.
De regreso en la habitación, Annie vio que Grace se había desnudado y ya estaba acostada. Tenía la espalda vuelta hacia la puerta y Annie no supo si estaba dormida o sólo fingía.
—¿Grace? —dijo en voz baja—. ¿No quieres comer algo?
No obtuvo respuesta. Pensó en bajar al restaurante, pero no tuvo valor. Se dio un baño caliente, pensando que el agua la relajaría. Todo lo que consiguió fue que la incertidumbre se apoderase de ella. Flotaba en el aire cargado de vapor, envolviéndola. ¿Qué diablos se había creído, arrastrando a esos dos seres afligidos por todo el país en una nueva y horripilante versión de la locura de los colonos? El silencio de Grace y el vacío inexorable de los lugares que habían atravesado hicieron que de repente se sintiese terriblemente sola. Para eliminar aquellos pensamientos, deslizó las manos entre sus piernas, empezó a palparse, a tocarse, rehusando hacer concesiones al pertinaz entumecimiento inicial hasta que por fin sintió que se humedecía, y se dejó llevar.
Aquella noche soñó que caminaba con su padre por una montaña nevada, unidos por cuerdas como los escaladores, aunque era algo que nunca habían hecho. Abajo, en la ladera opuesta, se alzaban paredes de roca y hielo que se perdían en la nada. Se encontraban en una cornisa, sobre una delgada capa de nieve que, según había asegurado su padre, era segura. Él iba en cabeza y se volvía y le sonreía como lo había hecho en el momento en que le tomasen la fotografía favorita de Annie; era una sonrisa que expresaba con absoluta confianza que él estaba con ella y que todo iba bien. Y mientras sonreía, Annie vio que una grieta avanzaba en zigzag hacia ellos y de pronto el borde de la cornisa empezó a resquebrajarse y a caer. Ella quería gritar pero no podía, y un momento antes de que la grieta los alcanzara, su padre se volvió y la vio. Y entonces se hundió en el abismo y Annie advirtió que la cuerda que los unía serpenteaba tras él y comprendió que el único modo que tenían de salvarse era saltar al otro lado. Así, Annie se lanzó al vacío, hacia el otro lado del escollo. Pero en vez de sentir la sacudida de la cuerda al sujetarla, no hizo más que caer al vacío.
Cuando despertó era de mañana. Habían dormido mucho. Fuera llovía con más fuerza que la noche anterior. El monte Rushmore y sus efigies de piedra estaban ocultas tras un torbellino de nubes. La recepcionista les dijo que el tiempo no mejoraría pero que cerca de allí había otra talla en la roca que tal vez podrían ver, una efigie gigante de Caballo Loco.
—No, gracias —dijo Annie—. La tenemos muy vista.
Desayunaron, bajaron el equipaje y Annie condujo de nuevo hasta la interestatal. Cruzaron la frontera de Wyoming y luego de bordear el sur de Devil’s Tower y Thunder Basin, cruzaron el río Powder y siguieron hasta Sheridan, donde por fin dejó de llover.
A medida que avanzaban crecía el número de conductores que lucían sombrero de vaquero. Algunos se tocaban el ala y levantaban ceremoniosamente la mano a modo de saludo. El sol dibujaba arcos iris en los penachos de humo que dejaban al pasar.
Llegaron a Montana por la tarde. Pero Annie no se sintió aliviada ni satisfecha en sentido alguno. Había intentado con todas sus fuerzas que el silencio de Grace no la afectase. No había parado de cambiar de emisora en la radio del coche, escuchando predicadores de Biblia y puñetazo en la mesa, informes ganaderos y más clases de música country de las que había creído que existiesen. Pero no hubo manera. Se sentía comprimida en un espacio cada vez más angosto, limitado por el peso del pesimismo de su hija y de su propia ira desbordante. Por fin, no pudo más. Ya llevaban recorridos unos sesenta kilómetros en Montana cuando, sin mirar ni preocuparse de a donde conducía, se desvió por la primera salida de la autopista.
Tenía ganas de aparcar, pero no encontraba un lugar apropiado. Había un imponente casino solitario y mientras ella miraba, su rótulo de neón no dejó de parpadear, rojo y extravagante en la luz que se extinguía. Condujo colina arriba, dejando atrás un bar y unas cuantas tiendas bajas con un aparcamiento de tierra delante. Al lado de una maltrecha camioneta había dos indios de larga melena negra y plumas en sus sombreros vaqueros, viendo cómo se acercaba el Lariat con el remolque. Algo en su mirada la inquietó y siguió colina arriba, giró a la derecha y se detuvo. Apagó el motor y por un rato permaneció muy quieta. Notó que Grace sentada en la parte de atrás, la miraba. Finalmente, fue la muchacha quien rompió el silencio.
—¿Qué hacemos? —preguntó con voz muy cauta.
—¿Cómo? —dijo Annie bruscamente.
—Está cerrado. Mira.
Junto a la carretera había un cartel que rezaba: MONUMENTO NACIONAL. AQUÍ TUVO LUGAR LA BATALLA DE LITTLE BIGHORN. Grace estaba en lo cierto. Según el horario de visitas que constaba: en el cartel hacía una hora que había cerrado. A Annie la enfureció aún más que Grace hubiera creído que había ido allí deliberadamente, como una turista más. No quiso ni mirarla. Dirigió la vista al frente y respiró hondo.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto, Grace?
—¿Qué?
—Sabes a qué me refiero. ¿Cuánto tiempo va a durar?
Siguió una larga pausa. Annie vio que una planta rodadora perseguía su propia sombra por la carretera en dirección a ellas. Rozó el coche al pasar. Annie se volvió a mirar a Grace y ésta apartó la vista al tiempo que se encogía de hombros.
—Quiero decir, ¿va a durar mucho? —prosiguió Annie—. Hemos recorrido tres mil kilómetros y no has abierto la boca. De modo que he pensado que lo mejor era preguntar, a ver si me entero. ¿Es así como vamos a estar a partir de ahora?
Grace tenía la mirada baja y jugueteaba con su walkman. Se encogió nuevamente de hombros.
—No lo sé.
—¿Quieres que demos la vuelta y regresemos a casa? —preguntó Annie, y al ver que por toda respuesta su hija soltaba una risita amarga, insistió—: Bueno, ¿qué?
Grace alzó la vista y miró de reojo por la ventanilla, en un intento por aparentar indiferencia, pero Annie advirtió que pugnaba por no echarse a llorar. Se oyó un ruido de pisadas al moverse Pilgrim en el remolque.
—Porque si es eso lo que quieres…
De pronto Grace se volvió con el rostro desencajado. Estaba llorando a moco tendido y su impotencia por aguantarse las lágrimas hacía que se sintiese aún más furiosa con Annie.
—¡Y a ti qué más te da! —exclamó—. ¡Siempre eres la que decide! Finges que te importa lo que quieren los demás pero es mentira.
—Grace —dijo pausadamente Annie, levantando una mano, pero ella la apartó de un manotazo.
—¡No! ¡Déjame en paz!
Annie la miró por un instante y luego abrió la puerta y se apeó. Echó a andar a ciegas, inclinando la cara al viento. El camino rodeaba un pinar y conducía a un aparcamiento y un edificio bajo, ambos desiertos. Siguió caminando. Tomó un sendero que ascendía por la colina y se encontró junto a un cementerio delimitado por barandillas negras de hierro. En lo alto de la colina había un sencillo monumento de piedra y fue allí donde se detuvo.
En esa misma ladera, una día de junio de 1876, George Armstrong Custer y más de doscientos soldados fueron aniquilados por aquellos a quienes pretendían masacrar. Los nombres estaban grabados al aguafuerte en la piedra. Annie miró colina abajo el camposanto de lápidas blancas que proyectaban sombras alargadas bajo los últimos rayos de sol de la tarde. Permaneció allí contemplando la vasta y ondulante llanura de hierba batida por el viento que se extendía desde aquel triste lugar hasta un horizonte donde la tristeza era infinita. Y rompió a llorar.
Más tarde le parecería extraño el que hubiese ido a aquel lugar casualmente. Nunca conseguiría saber si otro sitio visitado al azar habría provocado en ella el llanto tanto tiempo reprimido. El monumento era una especie de cruel anomalía, ya que honraba a los autores del genocidio en tanto que las innumerables tumbas de aquellos a quienes habían asesinado sanguinariamente seguirían para siempre en el anonimato. Pero la sensación de sufrimiento y la presencia de tantos y tantos fantasmas trascendía cualquier detalle. Era sólo un lugar adecuado para el llanto. Y Annie agachó la cabeza y lloró. Lloró por Grace, por Pilgrim y por las almas en pena de los hijos que habían muerto en su vientre. Pero, sobre todo, lloró por sí misma y por aquello en que se había convertido.
Toda la vida había estado en lugares que no eran el suyo. Estados Unidos no era su hogar. Y tampoco lo era, cuando lo visitaba ahora, Inglaterra. En ambos países la trataban como si viniera del otro. Lo cierto era que no pertenecía a ninguna parte. No era de aquí ni de allá. No tenía hogar desde la muerte de su padre. Era una persona desarraigada, a la deriva.
En su momento ello había constituido una ventaja. Sabía cómo sacar provecho de las cosas. Podía adaptarse sin problemas a cualquier grupo, cultura o situación. Sabía por instinto qué hacer y con quién relacionarse para triunfar en la vida. Y en su trabajo, que tanto la había obsesionado, ese don la había ayudado mucho a ganar lo que merecía la pena ganar. Pero desde el accidente de su hija todo aquello le parecía despreciable.
En los últimos tres meses había sido la fuerte, engañándose al pensar que Grace necesitaba precisamente eso. El caso era que no sabía de qué otra forma reaccionar. Al haber perdido todo contacto consigo misma, lo había perdido también con su propia hija, y ello hacía que se sintiese consumida por la culpa. La acción se había convertido en un sustituto de los sentimientos. O cuando menos en la expresión de los mismos. Ese era el motivo, ahora lo comprendía, que se hubiera lanzado a esa aventura demencial con Pilgrim.
Annie siguió sollozando hasta que le dolieron los hombros, luego se dejó deslizar con la espalda pegada a la fría piedra del monumento y se quedó sentada con la cabeza entre las manos. Y así permaneció hasta que el sol se sumergió, pálido y líquido, tras los picos nevados de los distantes montes Bighorn, y los álamos que bordeaban el río se fundieron en una única cicatriz negra. Cuando levantó la vista, era de noche y el mundo la cúpula del cielo.
—Señora… —Era un guardabosque. Sostenía una linterna, pero con el haz de la luz convenientemente apartado de la cara de ella—. ¿Se encuentra bien, señora?
Annie se secó la cara y tragó saliva.
—Sí. Gracias —dijo—. Estoy bien. —Se levantó.
—Su hija estaba un poco preocupada.
—Sí. Lo siento. Ahora voy.
Cuando Annie se marchó el hombre se llevó una mano al ala del sombrero.
—Buenas noches. Vaya usted con Dios.
Bajó hasta el coche, consciente de que el guardabosques estaba observándola. Grace dormía en el asiento de atrás. Annie puso el motor en marcha, encendió las luces y cambió de dirección en lo alto de la carretera. Volvió a la interestatal dando un rodeo y condujo toda la noche hasta llegar a Choteau.