Por su talento para criar jóvenes y despiadados reclutas capaces de administrar su poderoso imperio, Crawford Gates era conocido, entre otros muchos nombres lisonjeros, como la Cara que Lanzaba Mil Mierdas. Por esta razón Annie siempre experimentaba sentimientos contradictorios cuando tenía que reunirse con él.
Estaba sentado frente a ella, sin quitarle los ojos de encima mientras comía meticulosamente su chamuscado pez espada. Annie miraba intrigada cómo el tenedor acertaba cada vez el siguiente trozo como guiado hacia su objetivo por un imán infalible. Estaban en el mismo restaurante al que él la había llevado hacía casi un año, cuando le había ofrecido la dirección de la revista. Era un lugar enorme y desangelado con suelo de mármol blanco y decoración minimalista en negro mate. Por algún motivo, a Annie le hacía pensar en un matadero.
Sabía que pedir un mes era mucho, pero creía tener derecho a ello; hasta el accidente apenas se había tomado un día libre e incluso a partir de entonces no había disfrutado de muchos.
—Tendré el teléfono, el fax, el modem, todo —dijo—. Ni te enterarás de que no estoy.
Se maldijo a sí misma. Llevaba hablando un cuarto de hora y no conseguía dar con el tono adecuado. Parecía estar suplicando, cuando lo que debería hacer era decirle sin rodeos cuáles eran sus intenciones. Nada en los modales de él sugería hasta ese momento que desaprobara su petición. Se limitaba a oírla mientras el maldito pez espada viajaba como dirigido por un piloto automático hasta su boca. Cuando Annie se ponía nerviosa tenía la estúpida costumbre de sentirse obligada a llenar los silencios de la conversación. Decidió callar a la espera de una reacción. Crawford Gates terminó de masticar, asintió y sorbió un poco de su Perrier.
—¿Vas a llevarte a Robert y a Grace contigo?
—Sólo a Grace. Robert ya tiene demasiados problemas. Pero a Grace le conviene salir. Desde que volvió a la escuela ha empezado a deprimirse un poco. Un cambio le vendrá bien.
Lo que Annie no le explicó fue que ni Grace ni Robert tenían aún la menor idea de qué se traía entre manos. Decírselo a ellos era prácticamente lo único que quedaba pendiente. Todo lo demás lo había hecho desde su despacho, con ayuda de Anthony.
La casa que había alquilado estaba en Choteau, que era lo más parecido a un pueblo que podía encontrarse cerca del rancho de Tom Booker. No había podido escoger mucho, pero la vivienda estaba amueblada y, por los detalles que le había dado la agencia, parecía apropiada. Había encontrado cerca un fisioterapeuta para Grace y varias cuadras dispuestas a alojar a Pilgrim, aunque Annie no había sido del todo sincera a la hora de explicar las características del caballo. Lo peor sería arrastrar el remolque por siete estados hasta llegar a Choteau. Pero Liz Hammond y Harry Logan habían hecho varias llamadas para conseguir una serie de sitios donde los acogerían de camino.
Crawford Gates se limpió los labios con la servilleta y dijo:
—Annie querida, te lo dije antes y te lo digo ahora. Tómate el tiempo que necesites. Estos hijos nuestros son lo mejor que tenemos, y cuando algo va mal hemos de estar a su lado y hacer lo que sea conveniente.
Viniendo de alguien que había abandonado a cuatro esposas y el doble de hijos, a Annie le pareció bastante gracioso. Parecía Ronald Reagan al final de un mal día, y aquella sinceridad de película sólo sirvió para agudizar la cólera que ya sentía por su propia y malísima actuación. Lo más probable era que al día siguiente aquel mangante estuviera comiendo en la misma mesa con su sucesora. Casi había esperado que Gates se lo soltase allí mismo y la despidiera sin más.
Camino de la oficina en su ridículamente largo Cadillac negro, Annie decidió que esa misma noche se lo diría a su esposo y a su hija. Grace se pondría a gritar y Robert le diría que estaba loca, pero acabarían aceptándolo porque siempre pasaba igual.
La otra persona a la que tenía que informar era precisamente aquella de la que dependía todo el plan: Tom Booker. Le extrañó que, sin embargo, ésta fuese la cosa que menos le preocupaba, pero Annie a menudo se había visto en situaciones similares cuando era periodista; su especialidad era la gente que decía no. En una ocasión había viajado ocho mil kilómetros hasta una isla del Pacífico para llamar a la puerta de un famoso escritor que nunca concedía entrevistas. Acabó viviendo quince días con él y el artículo que escribió mereció varios premios y fue publicado simultáneamente en varios países.
Consideraba un hecho simple e irrebatible el que si una mujer llegaba a extremos épicos a la hora de poner toda su confianza en la misericordia de un hombre, éste no podía negarse.