Capítulo 11

Finalmente fue Robert quien propuso ir a desayunar a Lester’s. Fue una decisión que lo había tenido preocupado durante casi dos semanas. No lo hacían desde que Grace se había reincorporado a la escuela y aquel hecho tácito empezaba a pesar lo suyo. La razón de que no lo hubiesen mencionado era que el magnífico desayuno que solían tomar en Lester’s sólo era una parte de la rutina. La otra parte, igual de importante, era tomar el autobús que los conducía hasta allí.

Era una de esas naderías que habían empezado cuando Grace era muy pequeña. A veces Annie los acompañaba, pero normalmente sólo iban Robert y Grace. Solían fingir que se trataba de una gran aventura y se sentaban en la parte de atrás para jugar a inventarse fantasías acerca de los demás pasajeros. El conductor era en realidad un pistolero androide y aquellas viejecitas eran estrellas de rock disfrazadas. Últimamente sólo se habían dedicado a chismorrear, pero hasta el accidente a ninguno de los dos se le había ocurrido no tomar el autobús. Ahora nadie sabía con certeza si Grace sería capaz de subir.

Hasta entonces había estado yendo a la escuela dos y luego tres días a la semana, sólo por las mañanas. Robert la llevaba en taxi y Elsa la recogía también en taxi, a mediodía. Él y Annie intentaban parecer despreocupados cuando le preguntaban cómo le iba. Bien, decía Grace. Le iba muy bien. ¿Y cómo estaban Becky y Cathy y Mrs. Shaw? Todos bien, también. Robert sospechaba que su hija se daba perfecta cuenta de qué querían preguntarle sin atreverse a hacerlo: ¿le miraban la pierna sus compañeras?, ¿le hacían muchas preguntas?, ¿las descubría hablando escondidas de ella?

—¿Desayunamos en Lester’s? —dijo Robert aquella mañana tratando de aparentar la mayor naturalidad. Annie tenía una reunión muy temprano y ya se había marchado. Grace se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—. Si quieres. Bajaron en ascensor y le dieron los buenos días a Ramón, el portero.

—¿Les pido un taxi? —preguntó el hombre.

Robert dudó, pero sólo por un instante.

—No, no. Iremos en autobús.

Mientras recorrían las dos manzanas hasta la parada, Robert no paró de hablar e intentó que andar tan despacio pareciera lo más natural del mundo. Sabía que Grace no lo escuchaba. Tenía la mirada fija en la acera, que escudriñaba a medida que andaba en busca de trampas, concentrada en colocar debidamente la punta de caucho de su bastón y a continuación avanzar la pierna ortopédica. A pesar del frío, cuando llegaron a la parada Grace estaba sudando.

Subió al autobús sin dificultad, como si lo hubiera estado haciendo toda la vida.

El vehículo estaba lleno y tuvieron que quedarse un rato en la parte de delante. Un anciano advirtió que Grace llevaba bastón y le ofreció su asiento. Ella le dio las gracias y trató de declinar su ofrecimiento, pero el hombre insistió. Robert tenía ganas de gritarle que la dejara en paz pero no lo hizo y Grace, sonrojándose, cedió y se sentó. Después miró a su padre y le dedicó una sonrisa que a él le partió el corazón pues reflejaba toda la humillación que sentía.

Cuando entraron en la cafetería, Robert fue presa del pánico al pensar que habría debido avisar a fin de que nadie metiese bulla o preguntase cosas inoportunas. No tenía por qué haberse preocupado. Alguien del colegio debía de haberle avisado a Lester, pues él y los camareros se comportaron con la jovialidad y la energía habituales.

Se sentaron en la mesa de costumbre, junto a la ventana, y pidieron lo que siempre pedían, bollos con requesón y salmón ahumado. Mientras esperaban, Robert hizo lo posible por que la conversación no decayera. La necesidad de llenar silencios entre los dos era algo nuevo para él. Hablar con Grace siempre había sido muy fácil. Advirtió que ella no dejaba de mirar a la gente que pasaba por la calle camino del trabajo. Lester, hombre vivaracho y con un bigote que parecía un cepillo de dientes, tenía la radio puesta y por primera vez Robert agradeció el constante y anodino parloteo acerca del estado del tráfico y las cuñas publicitarias. Grace apenas tocó sus bollos cuando llegaron.

—¿Te gustaría ir a Europa en verano? —preguntó él.

—¿Cómo? ¿Quieres decir de vacaciones?

—Sí. He pensado que podríamos ir a Italia, alquilar una casa en la Toscana, por ejemplo. ¿Qué te parece?

Ella se encogió de hombros.

—Bueno.

—No tenemos por qué ir.

—No, si me parece muy bien.

—Si eres buena, podemos ir incluso a Inglaterra a ver a tu abuela.

Grace sonrió. La amenaza de mandarla con la madre de Annie era un viejo chiste familiar. Grace miró por la ventana y luego posó otra vez sus ojos en Robert.

—Papá, creo que voy a irme.

—¿No tienes hambre?

Grace negó con la cabeza. Él comprendió. Quería llegar temprano a la escuela, antes de que el vestíbulo se llenara de chicas con la boca abierta. Robert terminó su café y pagó.

Grace le pidió que se despidiesen en la esquina en vez de dejar que la acompañase hasta la entrada de la escuela. Él le dio un beso y se alejó luchando contra las ganas de verla entrar. Sabía que si Grace lo sorprendía mirando podía tomar por compasión lo que era preocupación. Regresó andando enérgicamente a la Tercera Avenida y torció hacia el centro para ir a su oficina.

El cielo se había despejado mientras estaban dentro. Iba a ser uno de aquellos días fríos y claros típicos de Nueva York que a Robert tanto le gustaban. Era el tiempo perfecto para andar, y eso hizo, tratando de alejar de sí la imagen de aquella solitaria figura que cojeaba camino del colegio a fuerza de pensar en el trabajo que estaba esperándolo.

Primero, como de costumbre, telefonearía al abogado que habían contratado para que se ocupase de la complicada farsa legal en que el accidente de Grace parecía destinado a convertirse.

Sólo una persona juiciosa podía ser lo bastante tonta como para pensar que el caso se reduciría a si las chicas habían cometido negligencia al cabalgar por la carretera o si el conductor del camión había incurrido en lo mismo al chocar contra ellas. En lugar de eso, como era lógico, todo el mundo demandaba a todo el mundo: las compañías del seguro médico de las chicas, el conductor del camión, la compañía de seguros de éste, la compañía de transportes de Atlanta y su compañía de seguros, la empresa a la que el conductor había alquilado el camión, su compañía de seguros, los fabricantes del camión, los fabricantes de los neumáticos del camión, el condado, la fábrica de papel, el ferrocarril. Nadie le había puesto aún un pleito a Dios por hacer que nevara, pero ya llegaría. Aquello era el paraíso del demandante y a Robert le resultaba extraño verlo desde el otro bando.

Al menos, gracias a Dios, consiguieron que Grace no se viera demasiado mezclada en todo ello. Aparte de la declaración que había hecho en el hospital, lo único que había tenido que hacer era dar una deposición bajo juramento a su abogado. Grace había sido presentada a la mujer en un par de ocasiones y no había parecido que le importunara tener que hablar del accidente. Una vez más, había dicho que no recordaba nada a partir del momento en que empezaron a patinar.

A primeros de año el conductor del camión les había escrito una carta diciendo que lamentaba lo ocurrido. Robert y Annie habían discutido si convenía enseñarle la carta a Grace, y finalmente decidieron que estaba en su derecho. Grace la había leído, y su único comentario había sido que era muy amable de su parte. Para Robert era igual de importante decidir si había que enseñar la carta a su abogado, quien lógicamente caería sobre ella considerándola una admisión de culpabilidad. El abogado que había en Robert le decía que se la enseñase. Algo más humano le sugería lo contrario. Después de sopesar los pros y los contras, resolvió archivar la carta.

A lo lejos divisó el edificio de cristal donde tenía el despacho; el sol se reflejaba fríamente en él.

Perder una extremidad, había leído recientemente en una revista de leyes, podía suponer unos tres millones de dólares en concepto de daños. Se imaginó la pálida cara de su hija mirando por la ventana de la cafetería. «Han de ser muy expertos —pensó—, para determinar el precio.»

El vestíbulo del colegio estaba más atestado de lo normal. Grace recorrió rápidamente las caras con la mirada, esperando ver a alguna de sus compañeras de clase. Estaba la madre de Becky hablando con Mrs. Shaw, pero ninguna de las dos miraba hacia donde ella estaba y tampoco había rastro de Becky. Probablemente estuviera ya en la biblioteca, jugando con uno de los ordenadores. Eso era lo que Grace habría hecho también en los viejos tiempos. Tonteaban, se dejaban mensajes graciosos en el correo electrónico y permanecían allí hasta que sonaba el timbre. Luego subían todas corriendo a su clase, riendo y apartándose a codazo limpio.

Ahora que Grace no podía subir por las escaleras, todas se sentirían obligadas a tomar con ella el ascensor, un trasto lento y anticuado. Para ahorrarles el mal trago, Grace iba directamente a la clase por su cuenta, de modo de estar sentada en su sitio cuando sus compañeras llegasen.

Fue hasta el ascensor y pulsó el botón sin apartar los ojos de él para que si alguna de sus amigas pasaba por allí tuviese la oportunidad de evitarla.

Todo el mundo había sido muy amable con ella desde su vuelta al colegio. Ese era el problema. Ella sólo quería que se comportaran como siempre. Y habían cambiado más cosas. Durante su ausencia, sus compañeras parecían haber cerrado sutilmente filas. Becky y Cathy, sus dos mejores amigas, eran más íntimas que nunca. Las tres habían sido casi inseparables. Cada tarde chismorreaban por teléfono, se tomaban el pelo mutuamente y se consolaban la una a la otra. Había sido un trío perfectamente equilibrado. Pero ahora, aunque Becky y Cathy hacían lo posible por incluirla, no era lo mismo. ¿Cómo iba a serlo?

Grace entró en el ascensor dando gracias por tenerlo para ella sola. Pero en el momento en que la puerta se cerraba entraron corriendo dos chicas más jóvenes, entre risas y cuchicheos. Al ver a Grace, las dos se quedaron calladas.

—Hola —las saludó Grace con una sonrisa.

—Hola —respondieron las chicas al unísono, pero eso fue todo, y las tres esperaron incómodas a que el ascensor completara su renqueante ascensión. Grace notó que las dos chicas fijaban la vista en el techo y las paredes del ascensor, mirándolo todo a excepción de la única cosa que ella sabía deseaban mirar, su pierna. Siempre ocurría lo mismo.

Se lo había mencionado a la psicóloga, uno más de los especialistas que sus padres le hacían ir a ver cada semana. La mujer tenía buenas intenciones y seguramente era una gran profesional, pero a Grace sus sesiones le parecían una completa pérdida de tiempo. ¿Cómo iba a saber una desconocida —o cualquier otra persona— qué era lo que se sentía?

—Diles que no pasa nada si miran —le decía la psicóloga—. Diles que no pasa nada si hablan de ello.

Pero no era eso. Grace no quería que miraran, no quería que hablasen de su pierna. Hablar. Los psicólogos siempre pensaban que hablando se arreglaba todo, y no era verdad.

El día anterior había querido que hablase de Judith y eso era la última cosa que Grace deseaba hacer.

—¿Qué sientes acerca de Judith?

Grace había tenido ganas de chillar. Pero le dijo con frialdad:

—Ella está muerta, ¿cómo quiere que me sienta?

Por fin, la mujer captó el mensaje y cambió de tema.

Lo mismo había pasado semanas atrás cuando había intentado hacerle hablar de Pilgrim. El caballo estaba lisiado, igual que Grace, y cada vez que pensaba en él lo único que podía ver eran aquellos ojos terribles mirándola desde el rincón de la apestosa casilla donde lo tenía Mrs. Dyer. ¿Qué provecho podía sacar de hablar o pensar en ello?

El ascensor se detuvo en la planta anterior a la de Grace y las otras dos chicas salieron. Las oyó ponerse a hablar de inmediato mientras se alejaban por el pasillo.

Tal como había esperado, fue la primera en llegar a su aula. Sacó sus libros de la mochila, ocultó cuidadosamente el bastón bajo su pupitre y luego se sentó lentamente en el duro banco de madera. Tan duro era que al final de la mañana el muñón le hacía ver las estrellas. Pero podía soportarlo. Esa clase de dolor no era el problema.

Pasaron tres días antes de que Annie se sintiese capaz de hablar con Tom Booker. Ya se había hecho una idea clara de lo sucedido aquel día en las caballerizas. Después de verlo alejarse en el taxi, fue al patio y le bastó con observar las caras de los dos chicos Dyer para comprenderlo. La madre le dijo fríamente que Pilgrim debía estar fuera de su propiedad antes del lunes.

Annie telefoneó a Liz Hammond y juntas fueron a ver a Harry Logan. Cuando llegaron acababa de practicar una histerectomía a una perrita chihuahua. Salió con la bata de cirujano puesta y al ver a las dos mujeres dijo «Oh, oh» y simuló que se escondía. Tenía un par de casillas de recuperación detrás de la clínica y, tras mucho suspirar, accedió a que Pilgrim ocupara una de ellas.

—Sólo una semana —le dijo a Annie agitando un dedo.

—Dos —dijo ella.

Logan miró a Liz y sonrió con expresión de desamparo.

—¿Es amiga tuya? Está bien, que sean dos. Pero ni un día más. Entretanto, busca otro sitio.

—Eres un encanto, Harry —dijo Liz.

Él levantó las manos.

—Lo que soy es idiota. Menudo caballo. Me muerde, me tira coces, me arrastra a un río de hielo ¿y qué hago yo? Lo meto en mi casa de invitado.

—Gracias, Harry —dijo Annie.

A la mañana siguiente fueron los tres a las caballerizas. Los chicos no estaban por allí y Annie sólo vio a Joan Dyer una vez, asomada a una ventana de la planta superior de la casa. Tras dos horas de forcejeos con las consabidas magulladuras y tres veces la cantidad de sedantes que a Harry le habría gustado administrar, el caballo, consiguieron subir a Pilgrim al remolque y llevarlo a la clínica.

El día siguiente a la visita de Tom Booker, Annie había intentado telefonearle a Montana. La mujer que respondió —la esposa de Booker, supuso ella— le dijo que esperaban que Tom llegase el día siguiente por la tarde. Por el tono poco amistoso de la mujer Annie dedujo que estaba al corriente de lo sucedido. Aseguró que le diría a Tom que había llamado. Annie esperó dos largos días sin tener noticias. La segunda noche, cuando Robert estaba en la cama leyendo y ella tuvo la certeza de que Grace dormía, telefoneó otra vez. De nuevo fue la mujer quien contestó.

—Ahora está cenando —dijo.

Annie oyó una voz de hombre preguntando quién era y el rozar de una mano tapando el auricular. Pudo oír la voz amortiguada de ella diciendo: «Es la inglesa otra vez». Siguió una larga pausa. Annie se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración y procuró calmarse.

—Mrs. Graves. Aquí Tom Booker.

—Mr. Booker. Quería disculparme por lo que sucedió en la caballeriza. —Se produjo un silencio al otro lado de la línea, de modo que siguió hablando—. Debí imaginarme lo que estaba pasando allí, pero supongo que preferí no darme por enterada.

—Comprendo.

Annie esperó a que continuara, pero él permaneció callado.

—En fin. Lo hemos trasladado a un sitio mejor, y me preguntaba si usted podría… —Se dio cuenta de la futilidad, de la estupidez de sus palabras antes incluso de decirlas—. Si consideraría la posibilidad de venir a verlo otra vez.

—Lo siento. No puedo. Y aunque tuviera tiempo, francamente no veo de qué serviría.

—¿No podría dedicarle un día o dos? No me importa lo que tenga que pagar.

Annie lo oyó soltar una risita y lamentó haberlo dicho.

—Mire señora, espero que no le importe que le hable claro, pero a ver si lo entiende. Existe un límite para el sufrimiento que los animales pueden soportar. Creo que ese caballo suyo lleva viviendo en la sombra demasiado tiempo. Es inútil.

—Entonces ¿piensa que habría que sacrificarlo, como todos? —Hizo una pausa, luego añadió—: Si el caballo fuera suyo, Mr. Booker, ¿lo sacrificaría?

—Mire usted, el caballo no es mío y me alegro de no tener que tomar una decisión como ésa. Pero si estuviera en su lugar, eso es lo que haría, desde luego.

Annie intentó convencerlo una vez más, pero comprendió que era inútil. El hombre se mostró comedido, tranquilo y absolutamente inmutable. Ella le dio las gracias y colgó el auricular. Luego se dirigió hacia el salón. Todas las luces estaban apagadas y la superficie del piano brillaba débilmente en la oscuridad. Annie se acercó lentamente a la ventana y se quedó allí un buen rato, mirando los imponentes bloques al otro lado del parque, hacia el este. Parecía un telón de foro, diez mil ventanas minúsculas, alfilerazos de luz en un falso cielo nocturno. Era imposible creer que dentro de cada una de ellas hubiese una vida con sus penas y su destino concretos.

Robert se había quedado dormido. Annie le cogió el libro de las manos, apagó la lámpara de su lado y se desnudó a oscuras. Permaneció largo rato tumbada boca arriba a su lado, escuchándolo respirar y contemplando las formas anaranjadas que las farolas dibujaban en el techo al colarse la luz por los bordes de la persiana. Ya había tomado una decisión. Pero no pensaba decírselo a Robert ni a Grace hasta que lo tuviera todo arreglado.