Capítulo 8

Habían transcurrido más de cien años desde que Joseph y Alice Booker, los abuelos de Tom, hicieran el largo viaje hasta Montana, atraídos como otros millares de personas por la promesa de unas tierras. En el trayecto perdieron dos hijos, uno murió ahogado, el otro víctima de la escarlatina, pero consiguieron llegar hasta el río Clark’s Fork y una vez allí reclamaron su derecho a ciento sesenta acres de terreno fértil.

Para cuando nació Tom, el rancho había crecido hasta ocupar veinte mil acres. Que hubiera prosperado de ese modo, por no hablar de que soportara las andanadas de la sequía, las inundaciones y la delincuencia, se debió sobre todo al abuelo de Tom, John. Tuvo su lógica, por tanto, que fuera él el encargado de destruirlo.

John Booker, hombre apacible y de gran fortaleza física, tuvo dos hijos. Más arriba de la casa que había sustituido hacía tiempo a la cabaña alquitranada de los colonos, se alzaban unos peñascos donde los chicos solían jugar al escondite y buscar puntas de flecha. Desde la cresta podía verse la curva del río, semejante al foso de un castillo, y a lo lejos los picos nevados de los montes Pryor y Bertooth. A veces los chicos se quedaban allí sentados sin decirse nada, contemplando las tierras de su padre. Lo que veía el menor de ellos era el mundo entero. Daniel, el padre de Tom, amaba el rancho con toda su alma y si alguna vez sus pensamientos se extraviaron más allá de sus límites, fue para reafirmar el sentimiento de que cuanto quería se encontraba allí. Para él las montañas eran como muros reconfortantes que protegían de la turbulencia exterior todo aquello que él más quería. Para Ned, tres años mayor que Daniel, eran los muros de una cárcel. No veía el momento de fugarse, y eso fue lo que hizo en cuanto cumplió dieciséis años. Se fue a buscar fortuna a California, pero todos sus intentos fracasaron.

Daniel ayudaba a su padre a llevar el rancho. Se casó con una chica oriunda de Bridger llamada Ellen Hooper, con quien tuvo tres hijos, Tom, Rosie y Frank. Gran parte de la tierra que el abuelo John había añadido a aquellos primeros acres ribereños estaba formada por pastos de mala calidad, escabrosas lomas cubiertas de salvia y de una tierra rojiza y arcillosa hendida por negras rocas volcánicas. Cuidaban del ganado a caballo y Tom aprendió a montar casi antes de pronunciar sus primeras palabras. Su madre solía contar que cuando el chiquillo tenía dos años lo encontraron un día en el establo, aovillado en la paja entre los imponentes cascos de un percherón. Era como si el caballo hubiera estado montando guardia, decía ella.

Solían domar a los potros en primavera, y el muchacho se sentaba a mirar en lo alto de la baranda del corral. Tanto su padre como su abuelo eran muy cariñosos con los caballos, y no fue hasta más tarde que el chico descubrió que existía otra forma de tratarlos.

—Es como sacar a una chica a bailar —acostumbraba decir el viejo—. Si no tienes confianza en ti mismo y te da miedo que ella te diga que no y te quedas mirándote las botas con timidez, como hay Dios que te dirá que no. Bueno, sí, siempre puedes agarrarla y obligarla a dar vueltas, pero seguro que a ninguno de los dos le gustará mucho ese baile.

El abuelo era un gran bailarín. Tom lo recordaba deslizándose con su abuela bajo una ristra de luces de colores en el baile del Cuatro de Julio. Parecía que estaban volando. Y lo mismo ocurría cuando montaba a caballo.

—No hay ninguna diferencia entre bailar y montar a caballo —solía decir—. El truco está en tener confianza y consentir. El hombre lleva pero no arrastra a su pareja, ella siente el tacto que él le ofrece y lo sigue. Entre los dos hay armonía, cada cual sigue el ritmo del otro, dejándose llevar por el tacto, nada más.

Todo eso Tom ya lo sabía, pero ignoraba cómo lo había aprendido. Comprendía el lenguaje de los caballos del mismo modo que comprendía la diferencia entre colores u olores. Sabía en cada momento qué les pasaba por la cabeza y tenía la certeza de que la cosa era mutua. Inició a su primer potro (nunca empleaba la palabra «domar») cuando sólo tenía siete años.

Los abuelos de Tom murieron con pocas semanas de diferencia el mismo invierno, cuando Tom tenía doce años. Ned viajó en avión desde Los Ángeles para oír la lectura del testamento. Apenas había vuelto al rancho en todos aquellos años y todo lo que Tom recordaba de él era su mirada de perturbado y sus zapatos bicolores. Ned siempre le llamaba «socio» y le traía algún regalo inútil, una chuchería que estaba de moda entre los chicos de ciudad. Aquella vez se fue sin decir palabra. Pero sí tuvieron noticia de sus abogados.

El litigio se prolongó tediosamente durante tres años. Tom solía oír llorar a su madre por las noches y la cocina siempre estaba llena de abogados, agentes inmobiliarios y vecinos atraídos por el olor del dinero. Tom se mantuvo aparte en todo momento y dedicó su atención a los caballos. Solía hacer novillos para pasar más tiempo con ellos y sus padres estaban demasiado preocupados como para que les importara o siquiera notarlo.

La única vez que recordaba a su padre contento durante aquella época fue en primavera, cuando llevaron el ganado hasta los pastos de verano en una excursión de tres días. Su madre, Frank y Rosie fueron también, y los cinco cabalgaron todo el día y luego durmieron al raso.

—Ojalá el ahora pudiera durar siempre —dijo Frank una de aquellas noches, mientras estaban tumbados contemplando una enorme media luna que surgía de los negros lomos de la montaña. Frank tenía once años y no era filósofo por naturaleza. Todos permanecieron inmóviles, meditando acerca de ello. A lo lejos aulló un coyote.

—Supongo que lo eterno no es más que eso —contestó su padre—. Una larga sucesión de ahoras. Imagino que lo único que se puede hacer es tratar de vivir un ahora cada vez sin preocuparse demasiado por el último ahora o el siguiente.

A Tom le pareció una de las mejores fórmulas para vivir que había oído nunca.

Tres años de pleitos dejaron a su padre en la ruina. Finalmente el rancho fue vendido a una compañía petrolífera y el dinero que quedó después de que los abogados y el fisco se hubieran llevado su tajada fue dividido en dos. De Ned no se supo nada más. Daniel y Ellen se mudaron al Oeste con Tom, Rosie y Frank. Compraron siete mil acres de tierra y una vieja casa destartalada cerca de las montañas Rocosas, allí donde la meseta se daba de lleno con una pared de piedra caliza de cien millones de años, un lugar de rara y formidable belleza que Tom acabaría amando con el tiempo. Pero aún no estaba preparado para aquello. Acababa de quedarse sin un hogar y sólo quería estar a solas. Después de ayudar a sus padres a poner en marcha el nuevo rancho, Tom se levantó un día y se fue.

Viajó hasta Wyoming y trabajó como bracero. Allí vio cosas que jamás habría podido creer. Vaqueros que flagelaban y espoleaban sus caballos hasta hacerlos sangrar. En un rancho próximo a Sheridan vio con sus propios ojos por qué llamaban a aquello «quebrantar» al caballo. Un hombre había atado un potrillo a una cerca por el cuello y tras manearle una pata trasera empezó a pegarle con un trozo de tubería. Tom nunca olvidaría la mirada aterrorizada del animal ni la actitud de necio triunfo del hombre cuando, al cabo de muchas horas, el potro optó por salvar la piel y accedió a que le colocasen la silla de montar. Tom le dijo al hombre que era un imbécil, se liaron a puñetazos y a consecuencia de ello lo despidieron.

Se trasladó a Nevada y trabajó en algunos de los ranchos más importantes de la región. Adondequiera que iba, no dejaba de buscar los caballos más problemáticos y ofrecerse a montarlos. La mayoría de los hombres con que cabalgaba trabajaban en el oficio desde mucho antes de que él naciese y, al menos al principio, algunos se burlaban con disimulo al verlo montar algún animal perturbado que había derribado una docena de veces a casi todos los que lo habían intentado. Pero la burla terminó pronto cuando vieron lo diestro que era el muchacho y la forma en que cambiaba el caballo. Tom perdió la cuenta de los caballos gravemente malogrados por culpa de la estupidez o la crueldad humanas, pero no conoció ninguno al que no pudiera ayudar.

Así vivió por espacio de cinco años. Iba a casa cuando podía y siempre intentaba estar allí en los momentos en que su padre más le necesitaba. Para Ellen, aquellas visitas eran como una serie de instantáneas que ilustraban el avance de su hijo hacia la vida adulta. Estaba más alto y delgado y de los tres hijos era, con mucho, el rnás apuesto. Llevaba sus rubísimos cabellos más largos que antes y ella le reprendía por ello, pero en el fondo le gustaba así. Tom tenía la tez morena incluso en invierno y ello resaltaba aún más el azul claro de sus ojos.

La vida que les describía le parecía a su madre muy solitaria. Hablaba de amigos, sí, pero ninguno era realmente íntimo. Salía con chicas, sí, pero con ninguna iba en serio. Según sus propias palabras, cuando no estaba trabajando con los caballos pasaba el tiempo leyendo y estudiando, pues se había apuntado a un curso por correspondencia. Ellen advirtió que era más taciturno que antes, que sólo hablaba cuando tenía alguna cosa que decir. Pero a diferencia de su padre, su reserva no tenía nada de tristeza. Era más bien una especie de quietud concentrada.

Con el tiempo, la gente empezó a oír hablar del joven Booker, y dondequiera que se encontrara trabajando recibía llamadas pidiéndole que fuese a echar un vistazo a un caballo que estaba dando problemas.

—¿Cuánto les cobras por eso? —le preguntó su hermano Frank durante la cena un día de abril en que Tom había ido a ayudar a marcar ganado. Rosie estaba en la universidad y Frank, que ya tenía diecinueve años, trabajaba día y noche en el rancho. Poseía un fino olfato comercial y era quien, de hecho, llevaba el rancho, puesto que su padre se había refugiado aún más en el pesimismo originado a raíz de los pleitos.

—Oh, no les cobro nada —respondió Tom.

Frank dejó su tenedor sobre la mesa y lo miró de hito en hito.

—¿Que no les cobras nada? ¿Nunca…?

—No. —Tom probó otro bocado.

—¿Y por qué, si puede saberse? Esa gente tiene dinero, ¿no?

Tom reflexionó un momento. Sus padres también lo miraban fijamente. Al parecer, todos encontraban aquel asunto muy interesante.

—Bueno, verás, no lo hago por la gente sino por los caballos.

Se produjo un silencio. Frank sonrió al tiempo que sacudía la cabeza. Era evidente que el padre de Tom también lo consideraba un poco chiflado. Ellen se puso de pie y empezó a amontonar platos.

—Pues a mí me parece una idea simpática —dijo.

Eso hizo pensar a Tom. Pero aún tuvieron que pasar dos años para que tomara cuerpo la idea de hacer cursillos. Entretanto, sorprendió a toda la familia anunciando que se había matriculado en la Universidad de Chicago.

Era un curso de ciencias sociales y humanidades y lo aguantó durante un año y medio. Si sólo duró ese tiempo fue porque se enamoró de una chica muy guapa de Nueva Jersey que tocaba el violonchelo en un cuarteto de cuerdas. Tom asistió a cinco conciertos antes de cruzar una palabra con ella. La chica tenía una espesa y lustrosa cabellera negra que le caía sobre los hombros, y solía ponerse aros de plata en las orejas como una cantante folk. Tom contemplaba la forma que tenía de moverse al tocar, como si de algún modo la música flotara dentro de su cuerpo. Era la chica más sexy que había visto en su vida.

Al sexto concierto ella estuvo observándolo todo el rato y él la esperó fuera al término de la actuación. Al salir, ella lo tomó del brazo sin decir palabra. Se llamaba Rachel Feinerman y esa noche, en su habitación, Tom creyó que había muerto y que estaba en el cielo. Vio cómo Rachel encendía unas velas y luego se volvía y lo miraba fijamente mientras se quitaba el vestido. A él le resultó extraño que se dejara los aros puestos, pero se alegró de que lo hiciera pues la luz se reflejaba en ellos mientras hacían el amor. Ella no cerró los ojos ni una sola vez y lo observaba acariciar maravillado su cuerpo. Tenía unos pezones grandes de color chocolate y el lujurioso triángulo de vello de su pubis relucía como el ala de un cuervo.

Tom la llevó a casa el día de Acción de Gracias y ella dijo que en su vida había pasado tanto frío. Se llevó bien con todos, inclusive con los caballos, y aseguró que jamás había estado en un sitio tan precioso. Tom supo lo que su madre estaba pensando con sólo mirar la expresión de su cara: que aquella joven de calzado y religión tan poco apropiados no era esposa para un ranchero.

Cuando Tom le dijo a Rachel que estaba harto de humanidades y de Chicago y que se volvía a Montana, ella se puso hecha una fiera.

—¿Te vuelves para hacer de vaquero? —le dijo cáusticamente.

Tom replicó que eso era ni más ni menos lo que tenía en mente claro que sí. Estaban en la habitación de él y Rachel giró en redondo y señaló con gesto exasperado los libros apiñados en los estantes.

—¿Y qué pasa con todo esto? —dijo—. ¿Es que acaso no te importa?

Él meditó la respuesta y luego asintió con la cabeza.

—Sí. Claro que me importa. En parte es por eso que quiero dejarlo. Cuando trabajaba de bracero no veía el momento de volver a casa y seguir con la lectura que tenía entre manos. Los libros poseían cierta cualidad mágica. Pero estos profesores siempre dale que te pego a la lengua. Bah. Yo creo que si se habla demasiado la magia acaba por perderse y sólo queda la cháchara. En la vida hay cosas que simplemente… son.

Rachel lo miró por un instante con la cabeza echada hacia atrás. Luego le dio un bofetón en la mejilla.

—¡Eres un estúpido! —exclamó—. ¿Es que no vas a pedirme que me case contigo?

Y Tom lo hizo. Aunque los dos sabían que probablemente cometían un error, a la semana siguiente fueron a Nevada a casarse. Los padres de ella estaban furiosos. Los de él sólo ofuscados. Durante casi un año Tom y Rachel vivieron con los demás en la casa del rancho mientras arreglaban la cabaña, un sitio viejo y destartalado que miraba al arroyo. Había allí un pozo provisto de una vieja bomba de hierro fundido; Tom la reparó, restauró el marco y escribió sus iniciales y las de Rachel en el cemento todavía húmedo. Se mudaron justo a tiempo de que Rachel diera a luz a su primer hijo, al que pusieron por nombre Hal.

Tom trabajaba en el rancho con su padre y Frank, mientras veía cómo su esposa se deprimía cada vez más. Hablaba por teléfono con su madre durante horas y luego se pasaba la noche llorando y diciendo que se sentía muy sola y que era una tonta por sentirse así porque ella los quería mucho a él y a Hal, que eran todo cuanto necesitaba en el mundo. Rachel le preguntaba constantemente si la quería, en ocasiones incluso lo despertaba en plena noche para que se lo dijese, y él la estrechaba entre sus brazos y le aseguraba que sí.

La madre de Tom decía que a veces esas cosas sucedían después de tener un hijo y que tal vez les convenía irse una temporada, tomarse unas vacaciones. De modo que dejaron a Hal con su abuela y volaron a San Francisco, y aunque la semana que pasaron allí la ciudad estuvo cubierta de una niebla fría, Rachel empezó a sonreír de nuevo. Fueron a conciertos, al cine y a restaurantes elegantes e hicieron todo lo que hacen los turistas. Y cuando regresaron al rancho la cosa empezó a ir aún peor.

Llegó el invierno, que fue uno de los peores que se recordaban en la región. La nieve bajó a los valles y convirtió en pigmeos a los gigantescos álamos que bordeaban el arroyo. Una noche de ventolera polar perdieron treinta cabezas de ganado que rescataron una semana después convertidas en lo que parecían estatuas caídas pertenecientes a alguna antigua religión.

Rachel dejaba que su violonchelo acumulase polvo en un rincón de la casa, y cuando él le preguntaba por qué ya nunca tocaba ella respondía que allí la música no funcionaba. Que se perdía, tragada por todo aquel aire libre. Varios días después, una mañana en que estaba limpiando la chimenea, Tom encontró una cuerda chamuscada y al remover las cenizas descubrió la voluta renegrida del instrumento. Miró en la funda y sólo encontró el arco.

Al derretirse por fin la nieve, Rachel le dijo que regresaba a Nueva Jersey y se llevaba a Hal con ella. Tom asintió con la cabeza, le dio un beso y la abrazó. Ella le dijo que pertenecía a un mundo muy diferente, como los dos habían sabido desde el principio aunque no hubieran querido reconocerlo. Del mismo modo que no habría podido vivir en la luna, no podía hacerlo en un lugar tan ventoso y abierto. No había acritud en sus palabras, sólo una tristeza profunda. Y no dudaba de que el niño tenía que ir con ella, lo cual a Tom le pareció justo.

La mañana del jueves anterior a Pascua, Tom amontonó las cosas de Rachel en la trasera de la furgoneta para llevarlos al aeropuerto. El cielo estaba encapotado y una fría llovizna se aproximaba por la llanura. Tom sostuvo al hijo al que apenas conocía y conocería envuelto en una pequeña manta, y vio cómo Frank y sus padres formaban en incómoda hilera delante de la casa para despedirse de ellos. Rachel los abrazó por turnos, la madre de Tom en último lugar. Las dos lloraban.

—Lo siento —dijo Rachel.

Ellen le acarició el pelo.

—No, querida. Soy yo quien lo siente. Todos lo sentimos.

El primer cursillo de Tom Booker para caballos tuvo lugar en Elko, Nevada, la primavera siguiente. Fue, según la opinión general, un verdadero éxito.