Tom Booker se levantó a las seis y escuchó las noticias locales por televisión mientras se afeitaba. Un individuo de Oakland había aparcado el coche en medio del puente Golden Gate y, después de matar a su esposa y dos hijos, había saltado al vacío. Había atascos en ambos sentidos. En los suburbios de la zona este una mujer que hacía footing en una loma próxima a su casa había sido muerta por un puma.
La luz que había encima del espejo proyectaba un resplandor verde sobre su rostro bronceado, cubierto ahora de espuma de afeitar. El cuarto de baño era estrecho y sombrío y Tom tuvo que agacharse para ponerse bajo la ducha acoplada a la bañera. Siempre tenía la impresión de que aquella clase de moteles estaba pensada para una raza minúscula con la que uno jamás se tropezaba, gente con dedos diminutos que prefería las pastillas de jabón tamaño tarjeta de crédito y envueltas a su gusto.
Tom se vistió y se sentó en la cama para calzarse las botas, mirando hacia el pequeño aparcamiento repleto de furgonetas y todoterrenos de quienes acudían al cursillo. En la clase de potros serían veinte, y una cantidad similar en la de equitación. Demasiada gente, pero a él no le gustaba decirle a nadie que no. Más por el caballo que por la persona en sí. Se puso la chaqueta verde de lana, cogió su sombrero y salió al angosto corredor de hormigón por el que se iba a recepción.
El encargado, un joven de origen chino, estaba dejando una bandeja de infames sucedáneos de rosquillas junto a la máquina de café. Miró a Tom con expresión radiante.
—¡Buenos días, Mr. Booker! ¿Cómo le va?
—Bien, gracias —dijo Tom. Dejó su llave sobre el mostrador—. ¿Y a usted?
—Estupendamente. ¿Una rosquilla? Cortesía de la casa.
—No, gracias.
—¿Todo listo para el cursillo?
—Bueno, supongo que saldremos del paso. Hasta luego.
—Adiós, Mr. Booker.
Mientras se dirigía hacia su furgoneta Tom notó que el aire de la mañana era húmedo y frío, pero las nubes estaban altas y sabía que al cabo de un par de horas haría mucho calor. Allá en Montana su rancho seguía bajo medio metro de nieve, pero cuando la noche anterior llegaron a ese motel de Marin County parecía primavera. «California —pensó—. Aquí sí que lo tienen todo resuelto, hasta el tiempo.» No veía el momento de regresar a casa.
Enfiló el Chevrolet rojo hacia la autopista y se desvió por la 101. El centro de equitación estaba en un valle arbolado que se extendía en leve pendiente a unos tres kilómetros del pueblo. La noche anterior había ido al centro con el remolque antes de tomar una habitación en el motel y dejar a Rimrock en el prado. Vio que alguien había estado poniendo rótulos en forma de flecha a lo largo de todo el trayecto señalando el lugar donde se realizaba el cursillo, y deseó que no lo hubiera hecho, fuera quien fuese. Si el sitio era difícil de encontrar, tal vez los más tontos no se presentarían.
Cruzó la verja y aparcó en la hierba muy cerca del gran ruedo, cuya arena había sido regada y peinada con esmero. No había nadie. Rimrock lo vio desde el otro extremo del prado y para cuando Tom estuvo junto a la cerca el caballo ya estaba esperándolo. Era un quarter castaño de dieciocho años con una estrella blanca en la cara y cuatro calcetines blancos que le daban el aspecto pulcro de un aficionado al tenis. Tom lo había criado y educado en persona. Le acarició el cuello y dejó que el caballo frotara el hocico contra su mejilla.
—Hoy vas a sudar la gota gorda, amigo —dijo Tom.
Por regla general le gustaba tener dos caballos por cursillo a fin de que pudieran repartirse el trabajo. Pero su yegua, Bronty, estaba a punto de parir y Tom había tenido que dejarla en Montana. Ese era otro de los motivos por los que quería regresar a casa.
Se volvió, se apoyó en la cerca y ambos examinaron en silencio el espacio vacío que en los próximos cinco días se llenaría de caballos nerviosos con sus respectivos dueños, más nerviosos aún. Cuando él y Rimrock hubieran terminado con ellos, la mayoría volvería a casa un poco menos nervioso, y por eso valía la pena el esfuerzo. Pero se trataba del cuarto cursillo en otras tantas semanas, y ver cada vez los mismos y estúpidos problemas resultaba un poco fatigoso.
Por primera vez en veinte años Tom iba a tomarse vacaciones en primavera y verano. Nada de cursillos, nada de viajes. Se quedaría en el rancho adiestrando algunos de sus propios potros, ayudando un poco a su hermano… Tal vez se estaba haciendo viejo. Tenía cuarenta y cinco años, caramba, no, casi cuarenta y seis. Cuando empezó a hacer cursillos era capaz de llevar un ritmo de uno a la semana durante todo el año, y, además, disfrutando cada momento. Lástima qué la gente no fuera tan lista como los caballos.
Rona Williams, propietaria del centro donde cada año se celebraba ese cursillo, lo había visto y estaba bajando de las caballerizas. Era una mujer baja y nervuda con ojos de ocelote, y aunque pasaba de los cuarenta siempre llevaba el cabello recogido en dos largas trenzas, lo cual se contradecía con su varonil manera de andar. Su actitud era la de alguien acostumbrado a que lo obedecieran. A Tom le caía bien. Rona trabajaba de firme para que el cursillo fuese un éxito. La saludó llevándose un índice al sombrero y ella sonrió y luego alzó la vista al cielo.
—Va a hacer un buen día —dijo.
—Eso creo. —Tom señaló en dirección a la carretera—. Veo que has hecho poner unos carteles muy bonitos. Por si alguno de esos cuarenta caballos locos se pierde, ¿no?
—Son treinta y nueve.
—¿Sí? ¿Ha desertado alguien?
—No. Treinta y nueve caballos y un asno. —Rona sonrió—. El dueño es actor o algo así. Viene de Los Ángeles.
Tom suspiró y la miró de soslayo.
—Lo tuyo es crueldad, Rona. Dentro de nada traerás osos pardos para que los cure.
—No es mala idea.
Fueron juntos hasta el ruedo y hablaron del horario de trabajo. Esa mañana empezarían con los potros, estudiando cada caso por separado. Como eran veinte, a Tom le llevaría casi todo el día. La siguiente sesión sería la clase de equitación, y para los que quisieran también se hablaría, si había tiempo, de trabajo con ganado.
Tom había comprado unos altavoces nuevos y quería hacer una prueba de sonido, de modo que Rona lo ayudó a sacarlos del Chevrolet y los colocaron entre los dos, cerca del tendido donde se sentaría el público. Al conectarlos, los altavoces chillaron acoplándose y luego emitieron un amenazador zumbido mientras Tom cruzaba la arena virgen del ruedo y hablaba por el micrófono incorporado a sus auriculares.
—Hola, amigos. —Su voz retumbó entre los árboles impertérritos—. Bienvenidos al show de Rona Williams. Me llamo Tom Booker, domador de asnos para estrellas de cine.
Después de hacer las últimas comprobaciones fueron en coche hasta el pueblo para desayunar en el sitio de costumbre. Smoky y TJ, los dos muchachos que acompañaban a Tom desde Montana para ayudarlo en esa serie de cuatro cursillos, ya estaban comiendo. Rona pidió muesli y Tom huevos revueltos, tostadas y un vaso grande de zumo de naranja.
—¿Te has enterado de lo del puma que mató a una mujer mientras hacía footing? —preguntó Smoky.
—¿El puma también hacía footing? —dijo Tom, con cara de inocente. Todos rieron.
—¿Por qué no? —terció Rona—. Esto es California, chicos.
—Cierto —dijo TJ—. Parece ser que el bicho iba con chándal y llevaba puesto un walkman supermini.
—¿Un Prowlmen de esos que fabrica Sony? —preguntó Tom.
Smoky esperó a que terminaran la guasa pero sin enfadarse. Tomarle un poco el pelo se había convertido en el juego de cada mañana. Tom le tenía mucho cariño. El chico no era ningún premió Nobel pero sabía mucho de caballos. Algún día, si se esforzaba, sería bueno. Tom alargó el brazo y le desordenó el pelo.
—Tú tranquilo, Smoke —dijo.
La silueta de dos milanos que volaban perezosamente en círculos se recortaba contra el azul líquido del cielo de la tarde. Planeaban hacia arriba en las corrientes térmicas que se elevaban del valle, llenando el espacio intermedio entre árboles y cumbres con sus aritos misteriosos e intermitentes. Ciento cincuenta metros más abajo, en una nube de polvo, se desarrollaba el último de los veinte dramas del día. El sol y tal vez los carteles en el camino habían atraído a una multitud como Tom no había visto antes en ese recinto. El graderío estaba a rebosar y aún seguía llegando gente que, tras pagar diez dólares por cabeza a uno de los ayudantes de Rona, cruzaban la verja de entrada. Las mujeres del puesto de refrescos no daban abasto y el aroma de la barbacoa flotaba en el aire.
En mitad del ruedo había un pequeño corral de unos nueve metros de diámetro, dentro del cual estaban Rimrock y Tom, quien se limpiaba el sudor de la cara con la manga de una descolorida camisa tejana. Le ardían las piernas bajo los viejos zahones de cuero que llevaba encima de los vaqueros. Estaba trabajando con el duodécimo potro, un hermoso thoroughbred negro.
Solía empezar hablando un poco con el propietario para descubrir lo que él llamaba la verdadera «historia» del caballo. ¿Había sido montado alguna vez? ¿Había algún problema especial? Siempre los había, pero lo normal era que no fuese el propietario sino el caballo el que dijera cuáles eran esos problemas.
El pequeño thoroughbred era un buen ejemplo de ello. Su dueña aseguraba que era proclive a corcovear y que no había forma de moverlo de casa. Era perezoso y hasta maniático, decía la mujer. Pero ahora que Tom y Rimrock lo habían obligado a dar unas vueltas en el corral, el caballo estaba diciendo algo muy distinto. Tom siempre hacía algún comentario sobre la marcha por el micrófono a fin de que los espectadores supiesen qué estaba haciendo. Trataba de que el propietario del caballo no pareciese un imbécil, o no demasiado imbécil, al menos.
—En estos momentos me está llegando otra versión —dijo—. Siempre resulta interesante conocer el punto de vista del caballo. Vamos a ver, si fuera maniático o caprichoso, como usted dice, habríamos visto sacudir la cola y, quizá, amusgar las orejas. Pero este caballo no es maniático sino que está asustado. ¿Ve usted que tenso está?
La mujer observaba desde el exterior del corral, acodada en la baranda. Asintió con la cabeza. Tom hacía girar a Rimrock a pequeños y hábiles pasos, de modo que siempre estaba de frente al thoroughbred mientras éste daba vueltas al corral.
—¿Y cómo me apunta todo el rato con los cuartos traseros? Bien, yo diría que el motivo de que parezca reacio a moverse es que cada vez que lo hace se mete en problemas.
—No se le da nada bien, por ejemplo, pasar del trote al medie galope —dijo la mujer.
Tom tenía que morderse la lengua cuando oía cosas como aquélla.
—Ya —dijo—. Pues no es eso lo que estoy viendo. Usted puede creer que está pidiéndole un medio galope, pero con el cuerpo le dice otra cosa. Le pone demasiadas condiciones. Usted le dice: «Arre, ¡pero estate quieto!» O tal vez: «Arre, ¡pero no tan rápido!» Él lo sabe por el modo en que usted lo siente. Su cuerpo no puede mentir. ¿Le da con la bota cuando quiere que se mueva?
—Si no lo hago, no anda.
—Y entonces anda, pero a usted le parece que va demasiado aprisa, y le tira de las riendas, ¿no?
—Bueno, sí. A veces.
—A veces. Ya. Y entonces corcovea. La mujer asintió.
Tom permaneció callado por un rato. Ella había recibido el mensaje y empezaba a ponerse a la defensiva. Su aspecto era imponente, un poco a lo Barbara Stanwyck, con todo el equipo necesario, y más. Sólo el sombrero debía de haberle costado sus buenos trescientos dólares. A saber lo que le habría costado el caballo. Tom procuraba que el thoroughbred estuviera concentrado en él. Lanzó los casi dos metros de cuerda que tenía arrollada de forma que las vueltas de la misma golpearan el flanco del potro haciéndolo pasar a un medio galope. Recogió la cuerda y repitió el movimiento. Lo hizo varias veces, de modo que el animal pasara del trote al medio galope, dejándolo descansar y luego obligándolo otra vez a andar al paso largo.
—Quiero que el caballo lo entienda para que pueda cambiar de paso con verdadera suavidad —dijo—. Ya va haciéndose una idea. No está tan tenso como al principio. ¿Ve cómo endereza las ancas? ¿Y que no pone la cola tiesa como antes? Está encontrando su propia manera de andar. —Tom lanzó de nuevo la cuerda y esta vez la transición al medio galope fue mucho más suave—. ¿Ha visto? Qué le parece. Cada vez lo hace mejor. Si lo trabaja así, pronto podrá usted hacer todos esos cambios fácilmente con las riendas.
«Cuando las ranas críen pelo —pensó—. Esa mujer se llevará el caballo a casa, lo montará como siempre y todo esto no habrá servido de nada.» Como de costumbre, esa idea dio paso a otra. Si adiestraba el caballo lo bastante bien, tal vez pudiese inmunizarlo contra la estupidez y el miedo de su dueña. El thoroughbred estaba moviéndose muy bien, pero Tom sólo había trabajado un lado, de modo que le hizo dar media vuelta para que corriese en la otra dirección y empezó otra vez desde el principio.
Tardó casi una hora. Cuando concluyó, el thoroughbred estaba sudando a mares. Pero cuando Tom le permitió hacer un alto, el caballo pareció un poco decepcionado.
—Podría pasarse todo el día jugando —dijo Tom—. Oiga, caballero, ¿me devuelve usted la pelota? —La gente se echó a reír—. El caballo no le dará problemas, siempre y cuando no lo zurre.
Miró a la mujer. Ella asintió e intentó esbozar una sonrisa, pero Tom se dio cuenta de que estaba cabizbaja y de repente sintió lástima. Llevó a Rimrock hasta donde se encontraba la mujer y desconectó el micrófono para que sólo ella pudiera oír lo que iba a decirle.
—Se trata de puro instinto de conservación —dijo amablemente—. Verá, estos animales tienen un gran corazón, nada les gusta más que hacer lo que usted quiere que hagan. Pero si los mensajes que reciben son confusos, todo lo que hacen es intentar ponerse a salvo. —Le sonrió y añadió—: ¿Por qué no lo ensilla y lo comprueba?
La mujer estaba al borde del llanto. Trepó a la baranda y se acercó al caballo. El pequeño thoroughbred no le quitaba ojo de encima. La dejó acercarse y que le acariciase el cuello. Tom observaba.
—No le guardará rencor si usted no lo hace —dijo—. Son las criaturas más indulgentes que Dios ha creado.
La mujer se llevó el caballo del corral y Tom regresó lentamente al centro del ruedo a lomos de Rimrock, dejando que el silencio se prolongara unos instantes.
Luego se quitó el sombrero y pestañeó al secarse el sudor de la frente. Los dos milanos seguían allá arriba. Tom pensó que sus gritos sonaban extraordinariamente lastimeros. Volvió a ponerse el sombrero y accionó a conmutador del micrófono.
—Muy bien. ¿Quién va ahora?
Le tocaba al tipo del asno.