América fue el primer lugar donde los caballos vagaban libremente. Un millón de años antes de la aparición del hombre, pacían ya en las vastas llanuras cubiertas de hierba robusta y visitaban otros continentes cruzando puentes de roca que pronto quedaron cortados al retirarse los hielos. Su primera relación con el hombre fue la de la presa con el cazador, pues mucho antes de considerar el caballo un medio para cazar otros animales, el hombre lo mataba para comer su carne.
Las pinturas rupestres ilustraban el modo de hacerlo. Aparecían leones y osos, y mientras luchaban entre ellos, los hombres los alanceaban. Pero el caballo era una criatura de altos vuelos y el cazador, con lógica devastadora, se valió del vuelo para aniquilarlo. Manadas enteras fueron obligadas a arrojarse desde lo alto de precipicios. Así lo atestiguan los depósitos de huesos rotos. Y aunque más tarde el hombre fingió una actitud amistosa, la alianza con él siempre sería frágil, pues el miedo que había originado en el corazón del caballo era demasiado intenso para desalojarlo.
Desde la era neolítica, cuando se le colocó el primer ronzal a un caballo, ha habido hombres que así lo comprendieron.
Podían escrutar el alma del bruto y aliviar las heridas que encontraban en ella. A menudo se los tenía por brujos, y tal vez lo fueran. Algunos forjaban su magia con huesos de sapos cogidos de arroyos en noches de luna llena. Otros, se decía, eran capaces con una mirada de anclar en la tierra los cascos de un tiro que estaba arando. Había gitanos y comediantes, chamanes y charlatanes. Y los que realmente poseían ese don solían guardarlo celosamente, pues se decía que quien podía hacer salir a un demonio, también podía obligarlo a entrar. Quien conseguía apaciguar un caballo posiblemente terminaría ardiendo en la plaza del pueblo mientras el dueño del animal, que al principio se había mostrado agradecido, bailaba alrededor de la hoguera. Debido a los secretos que pronunciaban en voz baja a oídos aguzados e inquietos, estos hombres eran conocidos como «susurradores».
Al parecer, casi siempre eran varones, hecho que sorprendió a Annie en la cavernosa sala de lectura de la biblioteca pública. Había supuesto que las mujeres sabían más de esas cosas que los hombres. Estuvo varias horas sentada a una de las largas y relucientes mesas de caoba, íntimamente acorralada por los libros que había buscado, y se quedó hasta la hora de cierre.
Leyó que doscientos años atrás un irlandés llamado Sullivan había amansado caballos furiosos en presencia de numerosos testigos. Llevaba los animales a un establo en penumbra y nadie sabía a ciencia cierta qué ocurría cuando cerraba la puerta. Sullivan aseguraba valerse únicamente de las palabras de un ensalmo indio que le había comprado a un viajero hambriento a cambio de comida. Nadie supo nunca si decía la verdad, pues su secreto murió con él. Todo lo que los testigos sabían era que cuando salía con los caballos del establo toda la furia se había evaporado. Algunos aseguraban que los animales parecían hipnotizados de miedo.
En Groveport, Ohio, vivió un tal John Solomon Rarey que domesticó su primer caballo a la edad de doce años. El rumor de sus dotes se extendió rápidamente y en 1858 fue requerido en el castillo de Windsor para calmar un caballo de la reina Victoria. La soberana y su séquito quedaron boquiabiertos al ver cómo Rarey ponía sus manos sobre el animal y lo hacía tumbar en el suelo ante sus propios ojos. Luego se recostó a su lado y descansó la cabeza en sus pezuñas. La reina lanzó una risita de placer y entregó cien dólares a Rarey. Él era un hombre humilde y tranquilo, pero de pronto se hizo famoso y la prensa quería ver más espectáculo. Mandaron buscar el caballo más feroz de toda Inglaterra. Fue puntualmente encontrado.
Se trataba de un semental llamado Cruiser que había sido en tiempos el caballo de carreras más veloz del país. Sin embargo, leyó Annie, se había convertido en «el diablo encarnado» y tenían que ponerle una mordaza de hierro de más de tres kilos de peso para evitar que siguiese matando mozos de cuadra. Sus propietarios sólo lo mantenían con vida porque querían hacerlo criar, y para que esta operación resultara exenta de riesgo se les ocurrió taparle los ojos. Desoyendo todos los consejos, Rarey entró en el establo, donde nadie se atrevía a aventurarse, y cerró la puerta. Salió tres horas después guiando a Cruiser, que iba sin mordaza y parecía más manso que un cordero. Tan impresionados quedaron los propietarios que le regalaron el caballo. Rarey lo llevó a Ohio, donde Cruiser murió el 6 de julio de 1875, nueve años más tarde que su nuevo dueño.
Annie salió de la biblioteca y bajo a la calle por la escalinata custodiada por un par de leones imponentes. El tráfico era infernal y un viento helado se colaba por la estrecha garganta delimitada por los altos edificios. Tenía aún tres o cuatro horas de trabajo en el despacho, pero no cogió un taxi; necesitaba caminar, y el aire frío tal vez la ayudase a poner un poco de orden a las ideas que bullían en su cabeza. Se llamaran como se llamasen, vivieran cuándo o dónde hubiesen vivido, aquellos caballos de los libros sólo tenían una cara: la de Pilgrim. Era a los oídos de Pilgrim que el irlandés entonaba su ensalmo, y eran los ojos de Pilgrim los que miraban tras la mordaza de hierro.
A Annie estaba ocurriéndole algo que aún no acertaba a definir. Algo visceral. En el último mes había estado observando a su hija caminar por el apartamento, primero con el andador, luego con el bastón. Al igual que todos, había ayudado a Grace en la pesada, brutal y aburrida rutina diaria de la fisioterapia, hasta que a todos les dolieron las extremidades tanto como a ella. Físicamente se produjo una constante acumulación de pequeños triunfos. Pero Annie veía que, casi en la misma medida, algo moría poco a poco en el interior de la muchacha.
Grace intentaba ocultárselo a sus padres, a Elsa, a sus amigos, incluso al ejército de consejeros y terapeutas que cobraban lo suyo para darse cuenta de esas cosas, y lo hacía con una suerte de tenaz alegría. Pero Annie veía más allá, se daba cuenta de la cara que ponía Grace cuando creía que nadie la observaba y advertía que el silencio, cual monstruo paciente, iba estrechando a su hija entre sus brazos.
Annie no tenía la menor idea del motivo por el que la vida de un caballo salvaje arrinconado en la pequeña casilla de un establo tenía que estar tan vitalmente ligada al declinar de su hija. Carecía de toda lógica. Ella respetaba la decisión de Grace de no volver a montar; de hecho, no le habría gustado que lo intentase siquiera. Y cuando Logan y Liz repetían una y otra vez que lo mejor era sacrificar a Pilgrim y que prolongar su existencia era una desgracia para todos, Annie sabía que tenían razón. ¿Por qué, entonces, seguía negándose? ¿Por qué cuando las cifras de tirada de la revista empezaron a estabilizarse se había tomado dos tardes enteras libres para informarse sobre tipos raros que susurraban cosas a los oídos de los caballos? Porque era una tonta, se dijo.
Cuando llegó a la oficina todo el mundo se disponía a marcharse. Se sentó ante su mesa y Anthony le pasó una lista de mensajes y le recordó que aún tenía pendiente una reunión que había intentado eludir. Luego le dijo adiós y la dejó sola. Annie hizo un par de llamadas que en opinión de Anthony no podían esperar, y luego telefoneó a su casa.
Robert le dijo que Grace estaba haciendo su gimnasia. Que se encontraba bien. Era lo que siempre decía. Annie le avisó de que llegaría tarde y le dijo que no la esperase para cenar.
—Pareces cansada —dijo él—. ¿Has tenido un mal día’?
—No. Lo he pasado leyendo sobre susurradores.
—¿Sobre qué?
—Ya te lo explicaré luego.
Empezó a revisar el montón de papeles que Anthony le había dejado, pero su mente no paraba de entretejer fantasías sobre lo que había leído en la biblioteca. A lo mejor John Rarey tenía un tataranieto que había heredado sus dones y podía curar a Pilgrim. ¿Y si ponía un anuncio en el Times para encontrarlo? «Se busca susurrador.»
Cuánto tiempo tardó en quedarse dormida no podía saberlo, pero despertó sobresaltada al ver a un guardia de seguridad de pie en el hueco de la puerta. Estaba haciendo una comprobación de rutina y le pidió disculpas por molestarla. Annie preguntó la hora se sorprendió cuando el hombre respondió que eran las once.
Paró un taxi y se arrellanó en el asiento de atrás mientras la conducían hasta Central Park West. El resplandor sódico de las farolas hacía que la marquesina verde del bloque de apartamentos se viese descolorida.
Robert y Grace se habían acostado. Annie se detuvo en el umbral de la habitación de su hija y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. Apoyada en un rincón, la pierna falsa parecía un centinela de juguete. Grace se movió en sueños y murmuró algo. Y de repente a Annie se le ocurrió que aquella necesidad que sentía de conservar vivo a Pilgrim, de encontrar a alguien que calmara su atribulado corazón, posiblemente no tenía nada que ver con Grace. Quizá tenía que ver con ella misma.
Tapó con cuidado los hombros de su hija y se dirigió a la cocina por el pasillo. En el bloc amarillo que había sobre la mesa Robert había dejado una nota. Liz Hammond había telefoneado. Tenía el nombre de una persona que tal vez pudiese ayudarlos.