Capítulo 4

Robert pagó en la tienda y cuando volvió a salir los dos chicos ya habían atado el árbol con cordel y estaban cargándolo en la trasera de la furgoneta Ford Lariat que había comprado el verano anterior para trasladar a Pilgrim desde Kentucky. Tanto Grace como Annie se llevaron una sorpresa cuando un sábado por la mañana aparcó delante de la casa arrastrando un remolque plateado. Las dos salieron al porche, Grace entusiasmada y Annie bastante furiosa. Pero Robert se había encogido de hombros y con una sonrisa había dicho que no iba a meter un caballo nuevo en un trasto viejo.

Dio las gracias a los dos chicos, les deseó unas felices fiestas y dejó el aparcamiento embarrado y lleno de baches para dirigirse a la carretera. Era la primera vez que compraba el árbol de Navidad tan tarde. Normalmente, él y Grace iban juntos el fin de semana anterior a comprar uno, aunque siempre esperaban al día de Nochebuena para entrarlo y decorarlo. Al menos ella estaría en casa para eso, para adornar el árbol. El día siguiente era Nochebuena y Grace salía del hospital.

Los médicos no acababan de verlo claro. Sólo hacía dos semanas que había salido del estado de coma, pero Robert y Annie habían argumentado enérgicamente que aquello le haría bien. Finalmente, habían triunfado los sentimientos; Grace podía ir a casa, pero sólo por dos días. Debían pasar a buscarla al mediodía del día siguiente.

Aparcó a la puerta de la panadería y entró a comprar pan y bollos. Desayunar los fines de semana en la panadería se había convertido para ellos en un rito. La joven dependienta había cuidado algunas veces a Grace cuando ésta era pequeña.

—¿Cómo está la guapa de su hija? —preguntó.

—Viene mañana.

—¿De veras? ¡Es estupendo!

Robert advirtió que había más gente escuchando. Todo el mundo parecía estar al corriente del accidente, y personas con las que nunca había hablado le preguntaban por Grace. Sin embargo, nadie mencionaba la pierna.

—Hágame el favor de darle muchos besos de mi parte.

—Descuide, y gracias. Felices fiestas.

Robert vio que lo miraban desde la ventana mientras subía de nuevo al Lariat. Pasó por delante de la fábrica de pienso, redujo k velocidad para cruzar la vía del tren y se dirigió a casa pasando por Chatham Village. Los escaparates de la calle principal estaban repletos de adornos navideños y las estrechas aceras, adornadas con luces de colores, estaban llenas de gente haciendo compras. Robert intercambió algunos saludos. El belén —una violación, sin duda, de la Primera Enmienda— se veía bonito en la plaza del centro; al fin y al cabo, era Navidad. El que no parecía enterarse era el tiempo.

Desde que había dejado de llover, precisamente el día en que Grace pronunció sus primeras palabras, hacía un calor absurdo. Después de haber pontificado sobre las inundaciones producidas por el huracán, los meteorólogos de los medios de comunicación estaban teniendo la Navidad más lucrativa en años. El mundo era oficialmente un invernadero o, como mínimo, estaba patas arriba.

Cuando Robert llegó a casa Annie se encontraba en el estudio, hablando por teléfono con su despacho. Parecía estar abroncando a alguien, uno de los jefes de redacción, supuso él. Por lo que Robert pudo deducir mientras ordenaba la cocina, el pobre diablo había accedido a publicar un perfil de cierto actor al que Annie despreciaba.

—Conque una estrella… —dijo Annie con tono de incredulidad—. Ese tío es todo lo contrario de una estrella. ¡Es un puñetero agujero negro!

Esa clase de comentario normalmente lo hacía sonreír pero la agresividad en el tono de su mujer estaba rompiendo el hechizo navideño con que Robert había llegado a casa. Sabía que su esposa se sentía frustrada por tener que dirigir una elegante revista metropolitana desde una casa en plena zona rural. Pero había más. Desde el accidente, Annie parecía poseída por una ira tan intensa que casi daba miedo.

—¿Cómo? ¿Que vas a pagarle por eso? —aulló—. ¡Tú te has vuelto loco! ¿Es que va a hacerlo desnudo o algo así?

Robert encendió la cafetera y puso la mesa para el desayuno. Los bollos eran de los que más le gustaban a Annie.

—Lo siento John, por ahí no paso. Tendrás que llamarlo y cancelar… Me da lo mismo… Claro, puedes mandármelo por fax. Está bien.

Robert la oyó colgar el auricular. Sin decir adiós, claro que Annie raramente se despedía. Sus pasos al acercarse a la cocina le parecieron más resignados que coléricos. Cuando entró en la cocina, él la miró y sonrió.

—¿Tienes hambre?

—No. He comido unos cereales.

Robert trató de no parecer desilusionado. Ella vio los bollos.

—Lo siento.

—Tranquila. Así me tocarán más. ¿Quieres café?

Annie asintió y se sentó a la mesa, mirando sin excesivo interés el periódico que él había comprado. Permanecieron un rato en silencio; por fin, ella preguntó:

—¿Has traído el árbol?

—Sí. Es bonito, pero no tanto como el del año pasado.

Se produjo un nuevo silencio. Robert sirvió el café y se sentó. Los bollos estaban muy buenos. Había tanta quietud que se le oía masticar. Annie suspiró.

—Bueno, supongo que habrá que hacerlo esta noche —dijo. Sorbió un poco de café.

—¿El qué?

—El árbol. Quiero decir, decorarlo.

Robert arqueó una ceja.

—¿Sin Grace? ¿Por qué? No le gustaría nada que lo hiciésemos sin estar ella.

Annie aporreó la mesa con la taza.

—No digas estupideces. ¿Cómo demonios va a adornar el árbol con una sola pierna? —Se puso de pie, haciendo chirriar la silla, y se acercó a la puerta. Robert la miró fijamente, escandalizado.

—Yo creo que se las apañará —dijo con voz firme.

—Ni hablar. Qué quieres que haga la pobre, ¿ir saltando alrededor? Por Dios, si apenas se sostiene en pie con esas muletas.

Robert dio un respingo.

—Vamos, Annie…

—No, vamos tú —dijo ella, y cuando ya se disponía a marcharse se volvió hacia él—. Tú quieres que todo sea como siempre, pero es imposible. Trata de darte cuenta, ¿quieres?

Se quedó un momento allí, enmarcada por el azulado cerco que formaban las jambas y el dintel. Luego dijo que tenía cosas qué hacer y se marchó. Y con una sorda opresión en el pecho, Robert supo que su esposa tenía razón. Nada volvería a ser como antes.

Grace se dijo que habían sido listos a la hora de hacerle descubrir lo de su pierna. Porque mirando retrospectivamente le resultaba imposible señalar el momento exacto en que se había dado cuenta. Suponía que tenían un arte especial para eso y que sabían cuánta droga suministrar para que uno no se traumatizara. Grace fue consciente de que algo le había pasado allá abajo antes de poder moverse o hablar otra vez. Sentía una cosa extraña y advirtió que las enfermeras se demoraban más en aquel punto que en otro cualquiera. Fue como si la noticia se deslizase hacia su conciencia, tal como había ocurrido con otros muchos hechos a medida que la sacaban de aquel túnel de cola de pegar.

—¿A casa?

Grace levantó la vista. Apoyada en el marco de la puerta estaba la mujer que iba cada día a ver qué querías comer. Era afable y corpulenta, con una risa capaz de traspasar paredes de ladrillo y mortero. Grace sonrió y asintió con la cabeza.

—Algunos lo prefieren así —dijo la mujer—. Claro que eso significa que te perderás mi cena de Nochebuena.

—Guárdame un poco. Volveré pasado mañana. —La voz le sonó ronca. Aún llevaba una tirita sobre el orificio que le habían hecho en el cuello para el tubo del resucitador.

La mujer le guiñó el ojo.

—Es exactamente lo que voy a hacer, cielo.

Cuando la mujer se hubo marchado, Grace consultó su reloj. Aún faltaban veinte minutos para que llegaran sus padres y estaba sentada en la cama, vestida y a punto para irse. La habían trasladado a esa habitación una semana después de salir del coma y por fin la habían liberado del resucitador para que, además de mover los labios, pudiese hablar. La estancia era pequeña, con una fantástica vista del aparcamiento, y estaba pintada de ese verde claro tan deprimente que suelen usar en los hospitales. Pero al menos había un televisor, y como las flores, las tarjetas y los regalos lo llenaban todo, hasta resultaba alegre.

Miró allí donde la enfermera había sujetado con imperdibles la pernera de su pantalón de chándal gris. Había oído decir que aunque a uno le cortaran el brazo o la pierna, podía sentirlo igualmente. Y era cierto. Por las noches le picaba tanto que se volvía loca. En ese mismo instante sentía la comezón. Lo raro era que aun así, e incluso al mirársela, aquella media pierna que los médicos le habían dejado no parecía pertenecerle en absoluto. No era suya, sino de otro.

Las muletas estaban apoyadas en la pared junto a la mesita de noche y al lado estaba la fotografía de Pilgrim, una de las primeras cosas que había visto al salir del coma. Su padre la había visto mirar la foto y le había dicho que el caballo estaba bien, lo cual la tranquilizó.

Judith había muerto. Gulliver también. Se lo habían dicho. Y tal como le había ocurrido con la pierna, la noticia no acababa de calar. No era que ella no lo creyese, ¿por qué iban a mentirle? Cuando su padre se lo dijo se echó a llorar, pero, debido quizá a las drogas que le administraban, no habían sido lágrimas de verdad. De algún modo fue como si se hubiese visto a sí misma llorar. Y desde entonces siempre que había pensado en la muerte de su amiga (y le sorprendía que eso ocurriera tan pocas veces), el hecho parecía flotar en el interior de su cabeza, bien protegido para que no pudiera examinarlo con excesivo detenimiento.

Un agente de policía había ido a verla la semana anterior para: hacerle unas preguntas sobre el accidente y tomar notas. El pobre parecía muy nervioso y Robert y Annie estaban pendientes de que no la molestara. No tenían por qué preocuparse. Ella le dijo que sólo recordaba hasta el momento en que empezaron a patinar en la pendiente. No era cierto. Sabía que, si se lo proponía, podía recordar mucho más. Pero no quería hacerlo.

Robert ya le había explicado que más adelante tendría que hacer alguna declaración, una deposición o algo así, para la compañía de seguros, pero sólo cuando estuviera mejor. A saber lo que eso significaba.

Grace seguía mirando la foto de Pilgrim. Ya había decidido qué iba a hacer. Sabía que intentarían que montase otra vez a caballo. Pero no pensaba hacerlo, jamás. Les diría a sus padres que devolvieran a Pilgrim a la gente de Kentucky. No soportaba la idea de venderlo a alguien de Chatham y topar algún día con los dos, jinete y caballo. Iría a ver a Pilgrim una vez, para despedirse, pero nada más.

Pilgrim también volvió a casa por Navidad, una semana antes que Grace, y en Cornell nadie se entristeció al verlo partir. Varios estudiantes conservaban muestras de su agradecimiento; uno llevaba el brazo escayolado y otros seis lucían cortes y magulladuras. Dorothy Chen, que había ideado una especie de técnica torera para ponerle la inyección diaria, fue recompensada con una limpia dentellada en el hombro.

—Sólo me la veo en el espejo del cuarto de baño —le dijo a Harry Logan—. Se me ha puesto morada, cárdena, púrpura y de todos los colores.

Logan imaginó gustoso a Dorothy Chen, examinándose el hombro desnudo en el espejo del baño. Madre mía.

Joan Dyer y Liz Hammond fueron con él a buscar el caballo. Logan y Liz siempre se habían llevado bien pese a la competencia profesional. Liz, una mujer corpulenta y campechana, era de su misma edad, y él se alegró de tenerla allí pues siempre había encontrado a Joan Dyer un poco pesada.

Calculaba que Joan debía de tener unos cincuenta y cinco años y su cara severa y curtida hacía que uno se sintiese como si encontrara ante un magistrado. Fue ella la que condujo, al parecer contenta de escuchar la conversación de Logan y Liz, que hablaban de temas profesionales. Cuando llegaron a Cornell, Joan dio marcha atrás con mano experta y dejó el remolque encarado a la casilla de Pilgrim. Aun cuando Dorothy administró un sedante al caballo, tardaron casi una hora en cargarlo.

Liz había sido muy amable todas aquellas semanas. A petición de los Maclean, nada más volver de la conferencia había ido a Cornell. Era obvio que deseaban que se hiciese cargo de Pilgrim (un sacrificio que Logan habría estado encantado de hacer). Pero Liz les comunicó que Logan había hecho un buen trabajo y que el caballo estaba en muy buenas manos. La solución intermedia fue que Liz elaborase un informe de seguimiento. Logan no se sintió amenazado. Era un alivio compartir notas en un caso tan difícil como aquél.

Joan Dyer, que no veía a Pilgrim desde el accidente, quedó conmocionada. Las cicatrices en la cara y el pecho eran de por sí horribles. Pero aquella salvaje hostilidad era algo que nunca había visto en un caballo. Durante el viaje de vuelta —cuatro largas horas— lo oyeron dar coces contra las paredes del remolque. Joan no estaba tranquila.

—¿Dónde voy a meterlo?

—¿A qué se refiere? —preguntó Liz.

—Tal como está, no puedo alojarlo en el establo. No sería seguro.

Cuando llegaron a las caballerizas, lo dejaron en el remolque mientras Joan y sus dos hijos limpiaban una de las pequeñas casillas que había detrás del establo y no se utilizaban desde hacía años. Los chicos, Eric y Tim, aún no habían cumplido los veinte y ayudaban en el negocio. Ambos, como advirtió Logan mientras los miraba trabajar, habían heredado la cara larga y el laconismo de su madre. Cuando tuvieron lista la casilla Eric, que era el mayor y el más hosco de los dos, dio marcha atrás con el remolque. Pero no hubo manera de que el caballo saliese.

Finalmente, Joan dijo a sus hijos que entrasen provistos de palos por la parte de delante y Logan vio cómo azuzaban al caballo y cómo éste se empinaba, asustándolos. El sistema no funcionaba y al veterinario le preocupó que la herida del pecho pudiera resentirse, pero no se le ocurría una idea mejor. Por fin, el caballo reculó hacia la casilla y los chicos cerraron la puerta.

Aquella noche, mientras regresaba a su casa, Harry Logan se sintió deprimido. Se acordó del cazador, aquel mequetrefe del gorro de pieles, sonriéndole desde el puente del ferrocarril. El muy cretino tenía razón, se dijo. Aquel caballo debería haber sido sacrificado.

La Navidad en casa de los Maclean empezó mal y siguió peor. Volvieron del hospital en el coche de Robert; Grace iba en el asiento de atrás, con las piernas en alto. Aún no había recorrido medio camino cuando ella preguntó por el árbol.

—¿Podemos adornarlo tan pronto como lleguemos a casa?

Annie miró al frente y dejó que fuese Robert el encargado de decir que ya lo habían adornado la noche anterior, aunque no mencionó que lo habían hecho en silencio y en un ambiente muy triste.

—Pensé que no te sentirías con ánimos —dijo él.

Annie sabía que le tocaba mostrarse agradecida o emocionada ante aquella desinteresada asunción de culpa por parte de Robert, y le fastidió que no ocurriera así. Esperó, irritada casi, a que su marido adornara las cosas con la bromita de rigor.

—Además, señorita —prosiguió él—, cuando lleguemos tendrás trabajo de sobra. Hay que cortar leña, limpiar, preparar la comida…

Grace rió, como se esperaba que hiciese, y Annie ignoró la mirada que Robert le lanzó de soslayo en medio del silencio que siguió.

Una vez en casa consiguieron entre todos alegrar un poco el ambiente. Grace dijo que el árbol estaba precioso. Se quedó un rato sola en su habitación poniendo Nirvana a todo volumen para que sus padres supieran que estaba bien. Se las arreglaba bastante bien con las muletas e incluso consiguió descender y subir por las escaleras, cayendo sólo una vez al tratar de bajar una bolsa con regalos que había hecho comprar a las enfermeras para dárselos a sus padres.

—Estoy bien —dijo cuando Robert corrió hacia ella. Se había dado un buen golpe contra la pared y Annie, al salir de la cocina, vio que le dolía de verdad.

—¿Estás segura? —Robert intentó echarle un cabo pero ella sólo aceptaba la ayuda imprescindible.

—Que sí, papá. Me encuentro bien.

Annie vio que a Robert se le llenaban los ojos de lágrimas al contemplar a Grace acercarse para poner los regalos al pie del árbol, y aquello la puso de tan mal humor que se volvió y entró de nuevo en la cocina.

Por Navidad siempre se regalaban calcetines. Annie y Robert preparaban juntos el regalo de Grace y luego uno para cada uno de los dos. Por la mañana Grace llevaba el suyo al dormitorio de sus padres, se sentaba en la cama y se turnaban para abrir los regalos, haciendo bromas sobre lo acertado que había estado Santa Claus o porque se había olvidado de quitar la etiqueta de un precio. Ahora, como había ocurrido con el árbol, Annie apenas pudo soportar el ritual.

Grace se acostó temprano y cuando estuvieron seguros de que dormía, Robert entró de puntillas en su habitación con el calcetín. Annie se desvistió y escuchó el reloj del vestíbulo acompasando el silencio. Cuando Robert volvió, estaba en el cuarto de baño; oyó un ruido y supo que estaba guardando su calcetín debajo de la cama. Ella había hecho otro tanto con el de él. Qué farsa aquélla.

Robert entró en el momento en que Annie se cepillaba los dientes. Llevaba el pijama inglés a rayas y sonrió mirándola en el espejo. Annie escupió y se enjuagó la boca.

—Esos lloriqueos tienen que acabar —dijo ella sin mirarlo.

—¿Cómo?

—Te he visto cuando ha caído por la escalera. Deja de sentir compasión por Grace. De ese modo no la ayudarás.

Robert la miró fijamente, y cuando ella se volvió para regresar al dormitorio sus miradas se encontraron. Él sacudió la cabeza, ceñudo.

—Eres increíble, Annie.

—Muchas gracias.

—¿Qué te está pasando?

Ella no respondió. Entró en el dormitorio, se metió en la cama y apagó la lámpara de su mesa de noche; al cabo de un rato él salió del baño e hizo lo mismo. Permanecieron tumbados dándose la espalda y Annie contempló el nítido cuadrante de luz amarilla que desde el descansillo iluminaba el suelo del dormitorio. No era que la ira le hubiese impedido responder, sino que no sabía cuál era la respuesta. Pero ¿cómo habría podido decir una cosa semejante? Tal vez le daba rabia ver sus lágrimas porque tenía envidia de ellas. Annie no había llorado desde el día del accidente.

Se volvió y, sin poder evitar sentirse culpable, deslizó los brazos en torno al cuerpo de Robert, arrimándose a su espalda.

—Perdona —murmuró, y lo besó en el cuello.

Robert no se movió durante un rato. Luego rodó lentamente hasta ponerse boca arriba, la rodeó con un brazo y ella apoyó la cabeza sobre su pecho. Annie notó que suspiraba profundamente y estuvieron un buen rato quietos. Luego deslizó la mano por su vientre, lo abrazó y notó que se movía. Entonces se incorporó, se arrodilló encima de él, se quitó el camisón por la cabeza y lo dejó caer al suelo. Robert, como hacía siempre, comenzó a acariciar sus senos mientras ella empezaba a moverse. Ella tomó su miembro erecto y al ayudarlo a penetrarla notó que se estremecía. Ninguno de los dos emitió sonido alguno. Annie miró en medio de la oscuridad a aquel hombre bueno que la conocía desde hacía tantos años y en sus ojos no vio una expresión de deseo, sino una tristeza terrible e irreparable.

El día de Navidad la temperatura descendió. Nubes metálicas se cernían sobre las copas de los árboles como en una película a cámara rápida y el viento cambió de dirección, arrastrando hacia el valle espirales de aire polar. Desde la casa oyeron aullar el viento en la chimenea mientras jugaban al scrabble sentados junto al fuego.

Aquella mañana, mientras abrían los regalos en torno al árbol, todos se esforzaron en parecer alegres. Grace nunca había tenido tantos regalos, ni siquiera cuando era muy pequeña. Casi todos los conocidos de la familia habían enviado alguna cosa, y Annie comprendió, demasiado tarde, que habría sido mejor guardar algunos de aquellos regalos. Advertía que Grace se sentía objeto de la caridad ajena, y el que dejara muchos sin abrir se lo confirmó.

Al principio Annie y Robert no sabían qué comprar a su hija. En los últimos años los presentes habían estado relacionados con la equitación. Ahora, se esforzaban por que todo lo que se les ocurriese no tuviera nada que ver con caballos. Finalmente Robert se había decidido por un acuario con peces tropicales. Sabían que Grace quería uno, pero Annie temía que incluso ese regalo comportara un mensaje; «Siéntate a mirar —parecía decir—. Ahora es lo único que puedes hacer.»

Robert lo había arreglado todo en la salita de la parte de atrás y lo había envuelto con papel de motivos navideños. Llevaron allí a Grace y vieron cómo se le iluminaba la cara al abrir el paquete.

—¡Oh! —exclamó—. ¡Es fabuloso!

Por la tarde, cuando Annie hubo terminado de recoger los platos de la cena, encontró a Grace y a Robert delante del acuario, tumbados a oscuras en el sofá. La pecera estaba iluminada y los dos se habían quedado dormidos mirándola, el uno en brazos del otro. El balanceo de las plantas acuáticas y las sombras de los peces dibujaban formas fantasmales en sus caras.

A la mañana siguiente, durante el desayuno, Grace estaba muy pálida. Robert le tocó una mano.

—¿Te encuentras bien, cariño?

Ella asintió con la cabeza. Annie se acercó a la mesa con una jarra de zumo de naranja y Robert apartó la mano. Annie se dio cuenta de que su hija quería decir algo.

—He estado pensando en Pilgrim —dijo con voz serena. Era la primera vez que alguien aludía al caballo. Annie se sintió avergonzada de que ninguno de los tres hubiera ido a verlo desde el accidente o al menos desde su vuelta a casa de Mrs. Dyer.

—Sí —dijo Robert—. ¿Y bien?

—Creo que deberíamos llevarlo a Kentucky.

Se produjo un silencio, al cabo del cual, Robert dijo:

—Gracie, no tenemos por qué decidir nada ahora. Puede que…

—Sé lo que vas a decir —lo interrumpió Grace—, que hay gente que ha sufrido accidentes como el mío y que ha vuelto a montar, pero yo no… —Guardó silencio un instante, como si quisiese tranquilizarse. Luego agregó—: No quiero. Por favor.

Annie miró a Robert y supo que notaba su vista fija en él, retándole a mostrar el menor indicio de lágrimas.

—No sé si ellos lo aceptarán —prosiguió Grace—. Pero no quiero que se lo quede nadie de por aquí.

Robert asintió lentamente, dando a entender que se hacía cargo aun cuando no estuviera totalmente de acuerdo. Grace se aferró a ello.

—Quiero despedirme de él, papá. ¿Podemos ir a verlo hoy, antes de regresar al hospital?

Annie sólo había hablado una vez con Harry Logan. La conversación telefónica había sido delicada y aunque en ningún momento ella lo amenazó con demandarlo, lo cierto era que la posibilidad había estado presente en cada una de sus palabras. Logan se había mostrado encantador y Annie, al menos por el tono de voz, había expresado lo más próximo a una disculpa de que era capaz. Pero desde entonces sólo habían recibido noticias de Pilgrim por parte de Liz Hammond. La veterinaria, que no quería más preocupaciones para la pobre Grace, había hecho creer a Annie que el caballo se recuperaba de manera muy satisfactoria.

Le dijo que las heridas estaban curando bien, que los injertos de piel en la pata no habían presentado problemas y que el hueso del testuz había quedado mucho mejor de lo que habría cabido esperar. Nada de ello era mentira. Y nadie había preparado a Annie, Robert o Grace para lo que estaban a punto de ver cuando llegaron y aparcaron delante de la casa de Joan Dyer.

Mrs. Dyer salió del establo y cruzó el patio en dirección al coche limpiándose las manos en la chaqueta acolchada que solía llevar. El viento le levantaba mechones de pelo gris y Joan sonrió y se los apartó de la cara. Fue una sonrisa tan rara y poco característica que Annie se quedó perpleja. Tal vez se sentía turbada al ver al padre de Grace ayudar a ésta a coger las muletas.

—Hola, Grace —dijo Mrs. Dyer—. ¿Cómo estás, querida?

—Está muy bien, ¿verdad, cariño? —dijo Robert.

«¿Por qué no deja que sea ella quien responda?», pensó Annie.

—Oh, sí. Muy bien —dijo Grace con una valiente sonrisa.

—¿Qué tal la Navidad? ¿Muchos regalos?

—Muchísimos —contestó Grace—. Lo pasamos de fábula, ¿verdad? —Miró a Annie.

—De fábula —ratificó Annie.

Nadie parecía saber qué más decir, y por un momento permanecieron allí de pie, soportando el viento e incómodos por la situación. Las nubes se amontonaban, amenazadoras, en el cielo, y una súbita explosión de sol encendió las paredes rojas del establo.

—Grace quiere ver a Pilgrim —dijo Robert—. ¿Está en el establo?

Mrs. Dyer parpadeó.

—No. Está en la parte de atrás.

Annie notó que algo malo pasaba y vio que Grace también se había dado cuenta.

—Estupendo —dijo Robert—. ¿Podemos ir a verlo?

Mrs. Dyer vaciló, pero sólo un instante.

—Desde luego.

Echó a andar. Salieron del patio y fueron hacia la hilera de viejas casillas.

—Vayan con cuidado. Está todo bastante enfangado. —Se volvió un poco para mirar a Grace y sus muletas y luego le lanzó a Annie una mirada que parecía de advertencia.

—A que se le da bien andar con esas cosas, ¿no cree, Joan? —dijo Robert—. A duras penas puedo seguirla.

—Sí, ya lo veo. —Mrs. Dyer sonrió, brevemente.

—¿Por qué no está en el establo? —preguntó Grace. Joan Dyer no respondió. Habían llegado a las casillas y se detuvo junto a la única puerta cerrada. Se volvió, tragó saliva y miró a Annie.

—No sé qué les habrán contado Harry y Liz.

Annie se encogió de hombros.

—Bueno, sabemos que tiene suerte de seguir con vida —dijo Robert. Se hizo el silencio. Todos esperaban que Mrs. Dyer siguiera hablando. Ella parecía estar buscando las palabras adecuadas.

—Grace —dijo—, Pilgrim ya no es lo que era. El accidente ha dejado profundas huellas en él. —Grace pareció de pronto muy preocupada y Mrs. Dyer miró a los padres en busca de ayuda—. A decir verdad, no creo que sea muy buena idea que lo vea.

—¿Por qué lo dice? ¿Qué…? —empezó Robert, pero Grace lo interrumpió.

—Quiero ver a Pilgrim. Abra la puerta.

Mrs. Dyer miró a Annie para ver qué decidía ella. Annie creyó que habían llegado demasiado lejos para volverse atrás. Asintió con la cabeza. A regañadientes, Mrs. Dyer descorrió el pestillo de la parte superior de la puerta. De inmediato se produjo una explosión de ruido que sobresaltó a todos. Luego se hizo el silencio. Mrs. Dyer abrió lentamente la parte superior y Grace se asomó; Robert y Annie estaban detrás de ella.

La muchacha tardó unos instantes en habituarse a la oscuridad. Entonces lo vio. Tan frágil fue su voz que los otros apenas oyeron qué decía.

¿Pilgrim? ¿Pilgrim? —Luego soltó un grito, se volvió y Robert tuvo que actuar con presteza para evitar que se cayera—. ¡No! ¡Papá, no!

Él la rodeó con sus brazos y se la llevó al patio. El sonido de sus sollozos se desvaneció a medida que se alejaban y se perdía en el viento.

—Lo siento mucho, Annie —dijo Mrs. Dyer—. No debería haberla dejado.

Annie la miró sin expresión y luego se acercó un poco más a la casilla. La alcanzó una acre oleada de olor a orines y vio que el suelo estaba lleno de excrementos. Pilgrim estaba al fondo de la casilla y la observaba entre las sombras. Tenía las patas separadas y la cabeza gacha, a poco más de un palmo del suelo. Su hocico, surcado por grotescas cicatrices, parecía retarla a dar un paso, y jadeaba con breves y nerviosos bufidos. Annie sintió un escalofrío en la nuca y el caballo pareció darse cuenta, pues amusgó las orejas, le enseñó todos los dientes y la miró de soslayo en una horripilante parodia de amenaza.

Annie escrutó el blanco de sus ojos, inyectado de sangre, y por primera vez en su vida supo que de verdad era posible creer en el demonio.