Annie y Robert se habían conocido cuando ella sólo tenía dieciocho años. Corría el verano de 1968 y en vez de pasar directamente del instituto a la Universidad de Oxford, donde le habían ofrecido una plaza, Annie optó por tomarse un año sabático. Se afilió a una organización denominada Servicio de Voluntarios de Ultramar y recibió un curso acelerado de dos semanas sobre cómo enseñar inglés, evitar la malaria y repeler los avances amorosos de los lugareños (decir «no», bien alto, y en serio).
Con esta preparación, voló a Senegal y tras una breve estancia en Dakar emprendió un viaje de ochocientos kilómetros hacia el sur en un autobús repleto de personas, gallinas y cabras hasta la pequeña localidad que sería su hogar durante los siguientes doce meses. Al anochecer del segundo día llegaron a la orilla de un gran río.
El aire nocturno era cálido, húmedo y rebosante de insectos, y Annie distinguió las luces del pueblo parpadeando a lo lejos en la otra ribera. Pero como el transbordador no funcionaba hasta la mañana siguiente, el conductor y los otros pasajeros, de quienes ya se había hecho amiga, estaban preocupados pensando dónde podía pasar la noche. No había hoteles, y aunque para ellos no iba a ser problema encontrar un sitio donde descansar, consideraron que la joven inglesa necesitaba un lugar más salubre.
Le hablaron de un tubab que vivía cerca de allí y que no tendría inconveniente en alojarla. Sin la menor idea de lo que podía ser un tubab, Annie se vio conducida por una numerosa cuadrilla que transportaba su equipaje serpenteando entre la selva hasta una casita de barro situada en medio de baobabs y papayos. El tubab que abrió la puerta —Annie descubrió más tarde que esa palabra significaba «hombre blanco»— era Robert.
Robert era voluntario del Cuerpo de la Paz y llevaba allí un año enseñando inglés y construyendo pozos. Tenía veinticuatro años, se había graduado en Harvard y era la persona más inteligente que ella había conocido nunca. Aquella noche Annie le preparó una espléndida cena a base de arroz y pescado con especias, que acompañaron con varias botellas de cerveza local, y estuvieron hablando a la luz de una vela hasta las tres de la madrugada. Robert era natural de Connecticut y quería ser abogado. Era una cosa congénita, explicó a manera de disculpa y mirándola con expresión irónica detrás de sus gafas con montura de oro. Hasta donde podía recordar, todos en su familia habían sido abogados. Era la maldición de los Maclean.
Y como un abogado la interrogó acerca de su vida, obligándola a explicarla y analizarla de modo que a Annie su propia vida le pareció tan novedosa como lo era para él. Le contó que su padre había sido diplomático y que, hasta que ella cumplió diez años, habían ido de país en país cada vez que le asignaban otro puesto. Ella y su hermano pequeño habían nacido en Egipto, viviendo luego en la península Malaya y posteriormente en Jamaica. Y luego, de forma bastante repentina, su padre murió de un ataque al corazón. No hacía mucho que Annie había descubierto una manera de explicar ese suceso de modo que la conversación no se viese interrumpida ni la gente bajara la cabeza para mirarse los zapatos. Su madre se estableció entonces en Inglaterra, donde al cabo de poco tiempo volvió a casarse y envió a Annie y a su hermano a sendos internados. Aunque Annie habló muy por encima de esta parte de la historia, advirtió que Robert presentía la existencia de un problema doloroso y no resuelto.
A la mañana siguiente Robert la acompañó en jeep hasta el transbordador y luego la dejó sana y salva en el convento católico donde ella viviría dando clases durante un año bajo la sólo en ocasiones desaprobadora mirada de la madre superiora, una francocanadiense bondadosa y oportunamente miope.
En el curso de los tres meses siguientes, Annie se vio con Robert todos los miércoles cuando él iba en su jeep a comprar víveres al pueblo. Robert hablaba correctamente jola —el dialecto local— y le daba una clase a la semana. Se hicieron amigos pero no amantes. En cambio, Annie perdió la virginidad con un guapo senegalés llamado Xavier a cuyos avances amorosos recordaba haber dicho «sí», bien alto y en serio.
Al tiempo Robert fue trasladado a Dakar, y la noche anterior a que se marchara Annie cruzó el río para compartir con él una cena de despedida. En Estados Unidos se celebraban elecciones presidenciales y ambos escucharon con hondo pesimismo por una radio crepitante cómo Nixon ganaba en un estado tras otro. Fue como si a Robert se le hubiera muerto un pariente cercano, y Annie se enterneció al oírlo explicar, embargado por la emoción, lo que aquello significaba para su país y la guerra que muchos de sus amigos estaban librando en Asia. Ella lo rodeó con sus brazos y por primera vez en su vida sintió que ya no era una chica sino una mujer.
No fue hasta que él hubo partido que Annie se dio cuenta, después de conocer a otros voluntarios, de que era un hombre muy poco corriente. En su mayoría, los demás eran porreros o pelmazos, cuando no las dos cosas. Había uno, con ojos de un rosa vidrioso y cinta en la cabeza, que aseguraba haber estado colocado durante un año seguido.
Vio a Robert una vez más cuando ella volvió a Dakar para regresar en julio a Inglaterra. Allí la gente hablaba el dialecto wolof, y él ya empezaba a dominarlo. Vivía muy cerca del aeropuerto, tanto que uno tenía que dejar de hablar cada vez que pasaba un avión. Para hacer de ello en cierto modo una virtud, Robert había conseguido una guía enorme donde se detallaba el horario de todos los vuelos que llegaban y partían de Dakar y, tras dos noches estudiándolo a fondo, se lo sabía de memoria. Cada vez que pasaba un avión recitaba el nombre de la compañía, su origen, itinerario y destino. Annie se reía y él parecía un poco dolido. Ella volvió a casa en avión el día en que el hombre pisó la luna.
Transcurrieron siete años antes de que volvieran a verse. Annie pasó triunfalmente por Oxford como responsable de una revista procaz y radical, y sin que aparentase haber dado golpe en todo el curso obtuvo un sobresaliente en literatura inglesa. Como era la opción que menos le disgustaba, se hizo periodista y empezó a trabajar en un diario vespertino del extremo nororiental de Inglaterra. Su madre sólo fue a visitarla una vez, y tanto la deprimió el paisaje y el cuchitril en que su hija vivía, que no paró de llorar hasta que estuvo de vuelta en Londres. No le faltaba razón. Annie lo aguantó un año y luego cogió el portante y marchó a Nueva York, donde sorprendió a todo el mundo —incluida ella misma— consiguiendo con añagazas un puesto en Rolling Stone. Se especializó en trazar perfiles sofisticados y brutales de famosos habituados a la adulación. Sus detractores —que eran muchos— decían que si seguía así pronto se quedaría sin víctimas, pero estaban equivocados. Le llovían candidatos. Ser puesto de vuelta y media por Annie Graves pronto se convertiría en una especie de signo masoquista de prestigio social.
Robert le telefoneó un día a la oficina. Por un instante a ella el nombre no le sonó. «Sí —le recordó él—, el tubab que te prestó una cama una noche en la selva».
Quedaron para tomar una copa y Robert resultó ser mucho más apuesto de lo que Annie recordaba. Le dijo que siempre leía sus artículos y en verdad parecía conocerlos mucho mejor que ella misma. Ahora era ayudante de fiscal de distrito y trabajaba, dentro de sus posibilidades, para la campaña de Carter. Era un idealista, rebosaba entusiasmo y, lo más importante, la hizo reír. También era más convencional y llevaba el pelo más corto que los hombres con los que ella había salido en los últimos cinco años. Mientras que en el guardarropa de Annie dominaban el cuero y los imperdibles, en el de Robert todo eran cuellos de camisa y pana. Cuando salían juntos era como ver a L.L. Bean con una fan de los Sex Pistols. Y la originalidad de este emparejamiento conmovió a ambos de manera tácita.
En la cama, esa zona de su relación aplazada durante tanto tiempo y a la que Annie, si lo pensaba bien, había tenido un secreto terror, Robert demostró, sorprendentemente, carecer de las inhibiciones que ella había esperado. En efecto, era mucho más imaginativo que la mayoría de los imperturbables drogatas con los que se había acostado desde su llegada a Nueva York. Al comentárselo semanas después, Robert reflexionó un momento, tal como ella recordaba que hacía antes de recitar la guía de vuelo de Dakar, y le contestó con absoluta seriedad que siempre había estado convencido de que el sexo, como la abogacía, era mucho mejor practicarlo con esmero y diligencia.
Se casaron la primavera siguiente, y Grace, su única hija, nació tres años más tarde.
Annie se había llevado trabajo para el viaje en tren, pero no por mera costumbre sino porque había pensado que de ese modo tal vez se distraería. Ante ella tenía amontonadas las pruebas de lo que esperaba fuese un originalísimo ensayo sobre el estado de la nación, encargado a un gran novelista pelmazo y canoso por una cantidad nada despreciable. Annie había leído ya el primer párrafo tres veces y no había entendido ni jota. Entonces Robert la llamó por el teléfono celular. Estaba en el hospital. No había novedad. Grace seguía inconsciente.
—Querrás decir en coma —dijo Annie, desafiándolo con el tono de voz a hablar claro.
—No es así como lo han llamado, pero sí, supongo que se trata de eso.
—¿Y qué más? —Hubo una pausa—. Vamos Robert, por el amor de Dios.
—Tiene una de las piernas muy mal. Parece que el camión le pasó por encima.
Annie dio un breve respingo.
—Están examinándosela —continuó él—. Escucha Annie, es mejor que vaya a verla ahora. Iré a buscarte a la estación.
—No, Robert. Quédate junto a ella. Tomaré un taxi.
—De acuerdo. Volveré a llamarte si hay cambios. —Hizo una pausa—. Se pondrá bien.
—Ya lo sé —dijo ella. Pulsó un botón del teléfono y lo dejó a un lado. El tren alteraba a su paso la geometría de los blanquísimos campos radiantes de sol. Annie buscó en el bolso sus gafas oscuras, se las puso y recostó la cabeza en el respaldo del asiento.
Había empezado a sentirse culpable desde la primera llamada de Robert. Debería haber estado allí. Fue lo primero que le dijo a Don Farlow cuando colgó. Él había estado muy dulce, la rodeó con el brazo y le dijo lo mejor que podía decirse en un momento como aquél:
—Eso no habría cambiado las cosas, Annie, compréndelo. Tú no podrías haber hecho nada.
—Te equivocas. Podría haber evitado que se fuera. ¿Cómo se le ocurrió a Robert dejarla ir a montar con un día como éste?
—Hace un día precioso. Tú no se lo habrías impedido.
Farlow tenía razón, pero la culpa seguía allí porque ella sabía muy bien que el problema no residía en si debería haberlos acompañado o no la noche anterior. Era simplemente la gota que colmaba el vaso de una culpabilidad que se remontaba trece años hasta el día del nacimiento de su hija.
Al nacer Grace, Annie había cogido seis semanas de permiso y las había disfrutado hasta el último minuto. Cierto que buena parte de los momentos menos encantadores habían sido delegados a Elsa, la niñera jamaicana que aún era la pieza clave de su vida doméstica.
Al igual que muchas ambiciosas mujeres de su generación, Annie se había empeñado en demostrar que era posible compatibilizar maternidad y carrera profesional. Pero así como otras madres relacionadas con los medios de comunicación utilizaban su trabajo para fomentar esta ética, Annie nunca había hecho alarde de ello, eludiendo un sinfín de peticiones para reportajes fotográficos con su hija que las revistas para mujeres pronto dejaron de pedir. No hacía mucho que había encontrado a Grace hojeando uno de esos reportajes sobre una presentadora de televisión que aparecía muy ufana con su hijo recién nacido.
—¿Por qué nosotros nunca hacemos una cosa así? —preguntó Grace sin levantar la vista.
Annie le contestó, con bastante aspereza, que a ella le parecía inmoral. Y Grace asintiendo con aire reflexivo al tiempo que pasaba la página, dijo con tono flemático:
—Entiendo. Imagino que si haces ver que no has tenido hijos la gente creerá que eres más joven.
Ese comentario y el hecho de que fuera pronunciado sin asocio de malicia habían sobresaltado de tal forma a Annie que durante varias semanas apenas pensó en otra cosa que en su relación o como lo veía ahora, su ausencia de relación con Grace.
No siempre había sido así. De hecho, hasta que cuatro años atrás Annie había conseguido que la nombrasen directora de una revista, siempre se había enorgullecido de que ella y Grace estaban más unidas que cualesquiera madre e hija que conociese. Como periodista de renombre que gozaba de más fama que mucha de la gente sobre la cual escribía, Annie había podido disponer de su tiempo a voluntad. Si quería podía trabajar en casa o tomarse días libres sin previo aviso. Cuando viajaba, solía llevar a Grace consigo. En una ocasión habían pasado varios días, ellas dos solas, en un famoso y coqueto hotel parisiense esperando que una célebre diseñadora de modas le concediese a Annie una entrevista ya concertada. Cada día recorrían kilómetros de tiendas y por la tarde se instalaban delante del televisor y disfrutaban de las exquisiteces del servicio de habitaciones arrimadas la una a la otra en una cama gigantesca como dos hermanas traviesas.
La vida de ejecutiva era distinta. Y entre el esfuerzo y la euforia que había supuesto convertir una publicación poco interesante y aún menos leída en la revista de moda en la ciudad, Annie no había querido reconocer de entrada el precio que eso suponía para su vida de hogar. Ahora tenía con Grace lo que ella orgullosamente calificaba como «momentos de calidad». Desde la actual perspectiva de Annie, la principal característica de esa calidad parecía ser la tiranía. Pasaban una hora juntas por la mañana, durante la cual obligaba a la niña a estudiar piano, y dos horas por la tarde, en que la forzaba a hacer los deberes. Los supuestos consejos de madre parecían cada vez más condenados a ser tomados como críticas.
La cosa mejoraba los fines de semana, y la afición a cabalgar contribuía a mantener intacto el frágil puente que aún existía entre ambas. Annie ya no montaba a caballo, pero a diferencia de Robert guardaba de su niñez una comprensión del peculiar mundo tribal de la equitación y los concursos de saltos. Le encantaba acompañar a Grace y su caballo a concursos de hípica. Pero aun en el mejor de los casos, las horas que pasaban juntas no podían emular la despreocupada confianza que Grace compartía con su padre.
En muchas ocasiones la chica acudía primero a él, y Annie ya se había resignado a la idea de que en eso la historia se repetía inexorablemente. Ella también había sido la niña de los ojos de su padre, pues su madre había sido incapaz de ver más allá del aura dorada que rodeaba al hermano de Annie. Y ahora Annie, sin tener esa excusa, se sentía impulsada por unos genes inmisericordes a reproducir el modelo con su propia hija.
El tren redujo la velocidad al entrar en una larga curva y se detuvo en Hudson. Annie permaneció sentada y miró hacia la galería restaurada del andén, con sus pilares de hierro fundido. En el sitio exacto en que solía esperarla Robert vio a un hombre adelantarse y tender los brazos a una mujer que acababa de bajar del tren con dos niños pequeños. Annie vio cómo los abrazaba a todos y luego los conducía al aparcamiento. El niño insistía en llevar la bolsa más pesada y el hombre rió y cedió a su petición. Annie apartó la vista y sé alegró cuando el tren reanudó la marcha. Veinticinco minutos más tarde estaría en Albany.
Encontraron el rastro de Pilgrim algo más adelante, en la misma carretera. Entre las huellas de los cascos sobre la nieve había manchas de sangre todavía fresca. Fue el cazador el primero en ver las huellas y, seguido de Logan y Koopman, llegó hasta el río atravesando la arboleda.
Harry Logan conocía el caballo que estaban buscando, aunque no tan bien como a aquel cuyo cadáver destrozado acababan de sacar de entre los restos del camión accidentado. Gulliver era uno de los muchos caballos que él atendía en casa de Mrs. Dyer, pero los Maclean utilizaban los servicios de otra veterinaria local. Logan había visto un par de veces al magnífico animal en la caballeriza. Por el rastro de sangre que iba dejando dedujo que debía de estar malherido. Aún temblaba a causa de lo que había visto hacía un rato, y deseó haber llegado antes para acortar la agonía del pobre Gulliver. Pero entonces habría tenido que presenciar cómo sacaban el cuerpo de Judith, lo cual habría sido golpe aún más duro. Era una chica muy simpática. Bastante había tenido con ver a la hija de los Maclean, a quien apenas conocía.
El río sonaba con ímpetu cada vez mayor a medida que se acercaban y Logan acertó a verlo entre los árboles. El cazador se había detenido y los esperaba. Logan tropezó con una rama seca y estuvo a punto de caer, y el cazador lo miró con desdén apenas disimulado. «Mequetrefe machista», pensó Logan. Aquel individuo le había caído mal de inmediato, tal como le ocurría con todos los cazadores. Deseó haberle dicho que dejase el maldito rifle en el coche.
El agua corría rápidamente, rompiendo en las rocas y pasando sobre un abedul plateado que se había venido abajo. Los tres hombres se quedaron contemplando el lugar donde las huellas desaparecían junto al agua.
—Debe de haber intentado cruzar —dijo Koopman, tratando de echar una mano. Pero el cazador negó con la cabeza. La margen opuesta era muy empinada y no había huellas que subiesen por ella.
Recorrieron la orilla en silencio. De pronto, el cazador se detuvo y con la mano indicó a los otros dos que hicieran lo mismo.
—Allí —dijo con voz grave, al tiempo que señalaba hacia adelante con la cabeza.
Estaban a unos veinte metros del viejo puente del ferrocarril. Logan se llevó una mano a la frente para protegerse del sol y miró en aquella dirección, pero no pudo ver nada. Entonces algo se movió debajo del puente y Logan por fin vio el caballo. Estaba al fondo, entre las sombras, mirándolos. Tenía la cara mojada y de su pecho goteaba un líquido oscuro. Parecía tener algo pegado bajo la base del cuello, aunque desde aquella distancia Logan no podía distinguir de qué se trataba. A cada momento el caballo sacudía la cabeza y dejaba escapar un hilo de espuma rosada que rápidamente se alejaba flotando aguas abajo hasta desaparecer. El cazador cogió la funda que llevaba al hombro y empezó a descorrer la cremallera.
—Lo siento amigo, ya no es temporada de caballos —dijo Logan con afectada indiferencia, abriéndose paso.
El cazador ni siquiera levantó la vista. Sacó el rifle, un lustroso German calibre 308 con mira telescópica y grueso como una botella. Koopman lo contempló con admiración. El cazador extrajo unas cuantas balas de un bolsillo y comenzó a cargar tranquilamente el arma.
—Ese animal se está desangrando —dijo.
—¿En serio? —dijo Logan—. Conque también es veterinario, ¿eh?
El individuo lanzó una risita desdeñosa. Metió un cartucho en la recámara y se quedó a la espera con la actitud exasperante de quien sabe que al final se le dará la razón. Logan sintió ganas de estrangularlo. Se volvió en dirección al puente y avanzó un paso con cautela. Al instante el caballo retrocedió, situándose a pleno sol en el otro extremo del puente y Logan observó que no tenía nada pegado al pecho. Se trataba de un jirón de piel rosada que le colgaba de un horrible corte en forma de L, de unos sesenta centímetros de longitud. La sangre manaba de la carne abierta y caía al agua chorreando del pecho del animal. Logan comprobó que lo que le mojaba la cara también era sangre. No necesitaba acercarse más para afirmar que el caballo se había roto el hueso del testuz.
Logan sintió un vahído en el estómago. Aquél era un hermoso caballo y la idea de sacrificarlo le parecía detestable. Pero aunque llegara a acercarse lo suficiente para controlar la hemorragia, la herida parecía tan grave que el animal tenía pocas probabilidades de sobrevivir. Logan avanzó otro paso hacia Pilgrim y éste reculó de nuevo y giró en busca de una vía de escape río arriba. Oyó un chasquido detrás; era el cazador accionando el cerrojo de su rifle. Logan se volvió hacia él.
—Cierre eso de una maldita vez.
El cazador no dijo nada, sólo lo miró con malicia. Había en su expresión un toque de confabulación que Logan deseaba romper cuanto antes. Dejó su bolsa en tierra, se agachó para sacar algunas cosas y, dirigiéndose a Koopman, dijo:
—Voy a intentar acercarme al caballo. ¿Podría usted dar un rodeo hasta la otra punta del puente y cortarle el paso?
—Sí, señor.
—Busque una rama y si ve que va hacia usted, agítela. Puede que tenga que meter los pies en el agua.
—Sí, señor.
Koopman se encaminaba ya hacia los árboles cuando Logan le dijo en voz alta:
—Grite cuando esté preparado. ¡Y no se le acerque mucho!
A continuación llenó una jeringa con un calmante y se metió en los bolsillos del anorak otras cosas que pensó podía necesitar. Era consciente de que el cazador lo observaba, pero hizo caso omiso y se incorporó. Pilgrim tenía la cabeza gacha pero no se perdía detalle de los movimientos de los tres hombres. Esperaron rodeados por el fragor del agua. Entonces Koopman dio una voz desde el puente y al volverse el caballo para mirar, Logan bajó con cuidado hasta el río, ocultando la jeringa en su mano lo mejor que pudo.
Aquí y allá había rocas planas que la corriente había limpiado de nieve, y Logan intentó utilizarlas a modo de pasaderas. Pilgrim se volvió y lo vio. Estaba muy nervioso pues no sabía por dónde escapar; golpeó el agua con una pata y resopló expulsando otra masa de espuma sanguinolenta. Logan se había quedado sin pasaderas y supo que había llegado el momento de mojarse. Introdujo un pie en la corriente y notó la oleada glaciar en torno a su bota. Estaba tan fría que se quedó sin aliento.
Koopman apareció en el recodo del río, más allá del puente. También él estaba metido en el agua hasta las rodillas y blandía una gran rama de abedul. El caballo los miró, primero a uno y luego al otro. Logan percibió el miedo en los ojos del animal, y algo más que lo asustó un poco. Pero le habló con un tono tierno y tranquilizador.
—Tranquilo, amigo. Tranquilo.
Se hallaba a unos seis metros de él y trataba de pensar cómo iba a hacerlo. Si conseguía cogerlo de la brida tenía una posibilidad de inyectarlo en el cuello. Por si algo salía mal, había llenado la jeringa más de lo necesario. Si podía dar con una vena tendría que inyectarle menos calmante que si lo hacía en un músculo. En ambos casos, debería tener cuidado de no administrarle una dosis excesiva. No era conveniente que un caballo en tan mal estado quedara inconsciente. Tendría que intentar suministrarle lo suficiente para calmarlo a fin de sacarlo del río y llevarlo a un lugar más seguro.
Ahora que estaba muy cerca, Logan vio con claridad la herida del pecho. Era la más grave que había visto en todos sus años de veterinario y comprendió que no les quedaba mucho tiempo. Por el modo en que manaba la sangre, calculó que el caballo debía de haber perdido alrededor de cuatro litros.
—Tranquilo amigo. Nadie va a hacerte daño.
Pilgrim bufó, y se volvió y avanzó unos pasos hacia Koopman, levantando al tambalearse una rociada de agua que el sol convirtió en arco iris.
—¡Sacuda la rama! —chilló Logan.
Koopman lo hizo y Pilgrim se detuvo. Logan aprovechó la ocasión para aproximarse más, pisando un agujero al hacerlo y mojándose hasta la entrepierna. Santo Dios, qué fría estaba. El caballo lo vio acercarse y echó a andar de nuevo en dirección a Koopman.
—¡Otra vez! —exclamó Logan.
Al ver agitarse la rama Pilgrim se detuvo y el veterinario avanzó y cerró la mano en torno a las riendas. El caballo se debatió y giró hacia él. Logan intentó subir a la orilla, manteniéndose todo lo alejado posible de los cuartos traseros que ahora buscaban su cuerpo, levantó rápidamente el brazo y consiguió clavar la aguja en el cuello del caballo. Al notar el pinchazo, Pilgrim explotó. Se empinó al tiempo que soltaba un relincho de alarma y Logan dispuso de una fracción de segundo para empujar el émbolo. Pero mientras lo hacía, el caballo lo empujó hacia un lado haciéndole perder el equilibrio. Sin quererlo, Logan inyectó en el cuello de Pilgrim todo el contenido de la jeringa.
El caballo sabía ahora quién era el más peligroso de aquellos tres hombres y saltó en dirección a Koopman. Logan seguía teniendo las riendas arrolladas a su mano izquierda, de manera que fue levantado en vilo y arrojado de cabeza al agua. Sintió que el agua helada penetraba en su ropa al ser arrastrado por la superficie como si hiciese esquí acuático. No pudo ver más que la espuma del agua. Las riendas se hundieron en la piel de su mano y lanzó un grito de dolor al golpear su hombro contra una roca. Luego las riendas quedaron sueltas y eso le permitió levantar la cabeza y tragar una gran bocanada de aire. Entonces vio que Koopman se apartaba del camino mientras el caballo se encaramaba a la orilla y pasaba de largo. Llevaba la jeringa todavía clavada al cuello. Logan se puso de pie en el momento en que el caballo desaparecía entre los árboles.
—¡Mierda! —exclamó.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Koopman.
El veterinario se limitó a asentir con la cabeza y empezó a escurrir el agua de su anorak empapado. De pronto, algo atrajo su atención en el puente. Al levantar la vista vio al cazador apoyado en el parapeto. Había estado observando y ahora sonreía.
—¿Por qué no se larga de una puta vez? —dijo Logan.
Annie vio a Robert tan pronto como cruzó la puerta giratoria. Al fondo del corredor había una antesala equipada con sofás color gris claro y una mesa baja con flores, y él estaba mirando por la ventana alta, bañado de sol. Se volvió al oír sus pasos y entrecerró los ojos para ver en la semipenumbra del pasillo. A Annie le conmovió su aspecto vulnerable, con media cara iluminada por el sol y la piel tan pálida que parecía casi traslúcida. Robert la reconoció y caminó hacia ella con una lúgubre sonrisa en el rostro. Se abrazaron y permanecieron así un rato, sin decirse nada.
—¿Dónde está Grace? —preguntó al fin Annie.
Él la sujetó por los brazos y la apartó un poco para poder mirarla.
—Se la han llevado abajo. Están operándola. —Vio que ella fruncía el entrecejo y antes de que pudiera abrir la boca, agregó—: Han dicho que se pondrá bien. Aún está inconsciente pero le han hecho una serie de pruebas y al parecer no ha sufrido ninguna lesión cerebral.
Calló para tragar saliva y Annie esperó, mirándolo a la cara. Por el modo en que su esposo intentaba mantener la voz firme sabía que había algo más.
—Sigue.
Pero Robert no pudo continuar. Se echó a llorar. Agachó la cabeza y se quedó allí de pie, temblando como una hoja. Seguía sujetando a Annie por los brazos y ella se zafó con suavidad y lo cogió a él del mismo modo.
—Venga. Cuéntame.
Robert respiró hondo y echó la cabeza hacia atrás, mirando al techo antes de poder mirarla a ella de nuevo. Sólo al segundo intento consiguió decirlo.
—Van a cortarle la pierna.
Tiempo después Annie llegaría a sentir asombro a la vez que vergüenza por el modo en que reaccionó. Nunca se había tenido por una persona especialmente firme en momentos de crisis, salvo en el trabajo, donde sin duda disfrutaba con ellos. Por regla general tampoco le costaba manifestar sus emociones. Quizá fue sencillamente que Robert tomó la decisión por ella al echarse a llorar. Como él lloró, ella no lo hizo. Alguien tenía que resistir, pues de lo contrario nunca habrían acabado.
Pero a Annie no le cabía duda de que las cosas podían haber ocurrido al revés. De hecho, la noticia de lo que estaban haciéndole en ese momento a su hija la traspasó como un dardo de hielo. Aparte del deseo rápidamente reprimido de gritar, todo lo que le vino a la cabeza fue una sarta de preguntas, tan objetivas y prácticas que casi parecían crueles.
—¿Desde dónde?
—¿Cómo? —dijo él, sin entender.
—La pierna. ¿Desde dónde van a cortársela?
—Pues desde la… —Robert se derrumbó y tuvo que hacer un esfuerzo para dominarse. Aquel detalle parecía de lo más absurdo—. Desde la rodilla.
—¿Qué pierna es?
—La derecha.
—¿Cuánto más arriba de la rodilla?
—¡Por Dios, Annie! ¿Qué diablos importa eso? —Se liberó de sus brazos y se secó la cara con el dorso de la mano.
—Pues yo creo que importa, y mucho. —Annie se sorprendía de sus propias palabras. Él tenía razón, claro que no importaba. Seguir por ese camino era pura especulación, macabro incluso, pero no iba a detenerse ahora—. ¿Es sólo encima de la rodilla o también perderá el muslo?
—Sólo encima de la rodilla. No tengo las medidas exactas, pero si bajas estoy seguro de que te dejarán echar un vistazo.
Robert se volvió hacia la ventana y Annie lo observó sacar un pañuelo y enjugarse las lágrimas, enfadado consigo mismo por haber llorado. Annie oyó pasos a sus espaldas.
—¿Mrs. Maclean?
Se volvió. Una enfermera joven, vestida de blanco, le lanzó una mirada a Robert y decidió que era con Annie con quien debía hablar.
—Hay una llamada para usted —dijo. Le indicó el camino, caminando a pasitos rápidos sin que sus zapatos blancos hiciesen el menor ruido sobre el reluciente suelo embaldosado; a Annie le pareció que se deslizaba. La enfermera le mostró un teléfono junto al mostrador de recepción y una vez detrás de éste le pasó la llamada.
Era Joan Dyer, la mujer de las caballerizas. Pidió disculpas por la llamada y preguntó nerviosamente por Grace. Annie dijo que seguía en coma. No le mencionó lo de la pierna. Mrs. Dyer fue al grano. El motivo principal de su llamada era Pilgrim. Lo habían encontrado y Harry Logan acababa de llamar preguntando qué debían hacer.
—¿A qué se refiere? —preguntó Annie.
—El caballo está muy mal. Tiene huesos rotos, heridas profundas y ha perdido mucha sangre. Incluso haciendo todo lo posible por salvarlo, y caso de que sobreviva, nunca volverá a ser el mismo.
—¿Dónde está Liz? ¿No pueden avisarle para que vaya?
Se refería a Liz Hammond, amiga de la familia y la veterinaria que se ocupaba de Pilgrim. Era quien el verano anterior había ido a Kentucky antes que ellos para ver el caballo y dar el visto bueno a la compra. De inmediato se había quedado prendada del animal.
—Parece que ha ido a un congreso —dijo Mrs. Dyer—. No estará de regreso hasta el próximo fin de semana.
—¿Logan quiere sacrificarlo?
—Sí. Lo siento Annie. Pilgrim está bajo el efecto de los sedantes y Harry dice que tal vez ya no recupere el conocimiento. Pide su autorización para sacrificarlo.
—O sea para pegarle un tiro, ¿no? —Se oyó a sí misma haciéndolo otra vez, machacando con detalles irrelevantes como acababa de hacer con Robert. ¿Qué diablos importaba el modo en que iban a matar al caballo?
—Será por inyección, imagino.
—Y si digo que no ¿qué?
Al otro lado de la línea se produjo un silencio.
—Bueno —dijo Mrs. Dyer por fin—, supongo que intentarán llevarlo a alguna parte donde puedan operarlo. A Cornell, quizá. —Hizo otra pausa—. Por lo demás, Annie, esto puede acabar costándoles mucho más de lo que cubre su seguro.
Fue la alusión al dinero lo que hizo decidirse a Annie, pues, comenzaba a hacerse una idea de la posible conexión entre la vida de aquel caballo y la de su hija.
—Me importa un bledo lo que cueste —espetó, y se dio cuenta de que había intimidado a la otra mujer—. Dígale a Logan que si mata a ese caballo, le pongo una demanda.
Colgó el auricular.
—Venga. Vas bien, sigue.
Koopman caminaba de espaldas cuesta abajo, haciendo señales con ambos brazos al camión. El vehículo dio marcha atrás lentamente en dirección a los árboles y las cadenas que pendían de la grúa que llevaba en la parte de atrás se balancearon repicando. Era el camión que la gente de la fábrica de papel había asignado para descargar las nuevas turbinas y Koopman los había reclutado —al camión y al personal de la fábrica— para ese nuevo objetivo. A poca distancia los seguía una camioneta Ford enganchada a un remolque descubierto. Koopman se volvió y miró hacia donde Logan y una cuadrilla de ayudantes estaban arrodillados en torno al caballo herido.
Pilgrim yacía, de costado en un gran charco de sangre que se extendía sobre la nieve del camino bajo las rodillas de quienes intentaban salvarlo. Hasta allí había llegado cuando le hizo efecto el sedante. Se le habían doblado las patas, y aunque trató de resistirse a los efectos del calmante para cuando llegó Logan ya estaba fuera de combate.
Logan le había pedido a Koopman que llamara a Joan Dyer con su teléfono portátil y se alegró de que el cazador no estuviese allí para escuchar cuando le pedía al dueño del caballo permiso para sacrificar a éste. Luego había enviado al ayudante del sheriff en busca de ayuda y se puso a trabajar a fin de cortar la hemorragia. Metió la mano hasta el fondo de la humeante herida abierta en el pecho del animal y comenzó a tantear entre capas desgarradas de tejido blando hasta que la sangre le llegó al codo. Palpó en busca del origen de la hemorragia hasta que por fin lo encontró: una artería perforada, aunque, por suerte, pequeña. Al notar cómo bombeaba sangre caliente a su mano, se acordó de las pequeñas grapas que había guardado en su bolsillo y hurgó con la otra mano para extraer una. La aplicó a la arteria y de inmediato advirtió que la hemorragia se detenía. Pero aún seguía manando sangre de un centenar de venas rotas, de modo que se despojó del anorak y después de vaciar los bolsillos escurrió toda la sangre y el agua que pudo estrujándolo con fuerza. A continuación lo enrolló y lo introdujo con la máxima suavidad en la herida. Maldijo en voz alta. Lo que de verdad necesitaba ahora era un teléfono. El que había llevado estaba en su bolsa, allá abajo, en la orilla del río. Se puso de pie y, corriendo y tropezando, fue a buscarlo.
Cuando volvió, el personal del equipo de salvamento estaba tapando a Pilgrim con unas mantas. Uno de ellos le tendió un teléfono portátil.
—Para usted —dijo—. Es Mrs. Dyer.
—¿No ve que ahora no puedo hablar con ella? —dijo Logan. Se arrodilló y enganchó la bolsa de cinco litros de plasma al pescuezo de Pilgrim, después de lo cual le administró una inyección de esteroides para combatir el shock. El caballo respiraba con mucha dificultad y sus miembros perdían temperatura aceleradamente. Logan pidió a gritos más mantas con que envolver las patas del animal después de que se las vendaran para reducir la hemorragia.
Un miembro del equipo de salvamento había traído unas cortinillas de la ambulancia y Logan extrajo con sumo cuidado su anorak de la herida sangrante y metió las cortinillas. Se apoyó sobre los talones, sin resuello, y empezó a llenar una jeringa de penicilina. Tenía la camisa empapada de sangre, que le goteaba asimismo de los codos mientras sostenía la jeringa en alto para quitar las burbujas de un golpecito.
—Esto es de locos —exclamó.
Inyectó la penicilina en el cuello de Pilgrim, que parecía más muerto que vivo.
La herida del pecho era motivo suficiente para sacrificarlo, pero ahí no terminaba la cosa. Tenía el hueso del testuz espantosamente hundido, se apreciaban varias costillas rotas, un corte de feo aspecto sobre la caña izquierda, y sabía Dios cuántos rasguños y contusiones más. Por el modo en que el caballo había subido la cuesta corriendo, Logan dedujo que algo funcionaba mal en la espaldilla derecha. Lo mejor sería ahorrarle al pobre bruto aquella agonía. Pero maldito si iba a darle a ese cabrón de cazador la satisfacción de saber que tenía razón. Si el caballo moría espontáneamente, eso ya era otra cosa.
Koopman había hecho bajar al camión de la fábrica y al remolque. Logan vio que habían conseguido en alguna parte un cabestrillo de lona. El tipo del equipo de salvamento tenía aún a Mrs. Dyer esperando al teléfono y Logan cogió el auricular.
—Sí —dijo, y mientras escuchaba les indicó dónde había que poner el cabestrillo. Cuando oyó la prudente versión que la pobre mujer hacía del mensaje de Annie, se limitó a sonreír y sacudir la cabeza.
—¡Fabuloso! —exclamó—. Es estupendo que te den las gracias.
Devolvió el auricular y ayudó a pasar las dos correas de lona del cabestrillo por debajo del tronco de Pilgrim, a través de lo que era ya un mar de fango rojo. Todos estaban de pie, y a Logan se le ocurrió que tenían una pinta curiosa con las rodillas manchadas de rojo. Alguien le alcanzó una chaqueta seca y por primera vez desde que había llegado al río se dio cuenta del frío que tenía.
Koopman y el conductor engancharon los extremos del cabestrillo a las cadenas de la grúa y luego todos retrocedieron mientras Pilgrim era izado lentamente para ser depositado como un cadáver en la plataforma del remolque. Logan y dos integrantes del equipo de rescate subieron a éste y entre los tres movieron las extremidades del caballo a fin de que quedase de costado como momentos antes. Koopman le pasó las cosas al veterinario mientras los otros cubrían el caballo con mantas.
El veterinario suministró a Pilgrim más esteroides y sacó una nueva bolsa de plasma. De repente se sintió muy cansado. Calculó que las probabilidades de que el caballo siguiese con vida cuando llegaran a su clínica eran muy escasas.
—Telefonearemos desde aquí para que sepan cuándo va a llegar —dijo Koopman.
—Gracias.
—Bien. ¿Todo listo?
—Me parece que sí.
Koopman dio un manotazo a la trasera del Ford todoterreno que llevaba enganchado el remolque y le indicó al conductor que se pusiera en marcha. La camioneta empezó a subir lentamente por la cuesta.
—Buena suerte —exclamó, pero Logan no pareció oírlo. El joven ayudante del sheriff puso cara de desilusión. Todo había terminado y la gente volvía a sus casas. Oyó como si alguien accionara una cremallera detrás de él y se volvió. El cazador estaba guardando el rifle en su funda—. Gracias por su ayuda —le dijo.
El cazador asintió, se echó la funda al hombro y echó a andar.
Robert despertó sobresaltado y por un instante pensó que estaba en su despacho. La pantalla de su ordenador se había vuelto loca, unas palpitantes líneas verdes se perseguían entre cordilleras de cimas melladas. «Oh, no —pensó—, un virus». Un virus desbocado en su archivo del caso Dunford. Pero entonces vio la cama y la colcha que cubría pulcramente lo que quedaba de la pierna de su hija, y recordó dónde estaba.
Miró su reloj. Eran casi las cinco de la mañana. La habitación estaba a oscuras salvo por el capullo de luz tenue que arrojaba sobre la cabeza y los hombros desnudos de Grace la lamparita de detrás de la cama. Grace tenía los ojos cerrados y una expresión serena en el rostro, como si no le importaran los serpenteantes tubos de plástico que habían invadido su cuerpo. En la boca tenía el tubo del resucitador y en la nariz otro que le llegaba hasta el estómago y a través del cual era alimentada. Más tubos salían de frascos y bolsas que colgaban de la cama y se reunían en el cuello de la muchacha formando una maraña, como si pugnaran por ser los primeros en llegar a la válvula que tenía encajada en la yugular. La válvula estaba camuflada con esparadrapo color carne, al igual que los electrodos aplicados a las sienes y el pecho y el agujero practicado sobre uno de sus senos incipientes para insertar en su corazón un tubo de fibra óptica.
Según los médicos, Grace estaba viva gracias a que llevaba casco. Cuando su cabeza chocó contra el asfalto, el casco se había partido, pero no así el cráneo. Un segundo escáner, sin embargo, había revelado cierta hemorragia difusa en el cerebro, de modo que le habían practicado un pequeño orificio en el cráneo e introducido un objeto que se encargaba de controlar la presión interna. El resucitador, aseguraban, contribuiría a detener la inflamación del cerebro. Su rítmico rumor de fuelle, semejante a las olas de un mar mecánico rompiendo contra una playa de guijarros, había servido a Robert para conciliar el sueño. La mano de Grace, que había sostenido en la suya, estaba ahora con la palma hacia arriba donde él la había soltado inadvertidamente. La tomó de nuevo y notó la tibieza falsamente tranquilizadora de la piel de su hija.
Se inclinó y apretó suavemente un trozo de esparadrapo que se había despegado de uno de los catéteres del brazo. Miró la batería de aparatos, cuya finalidad precisa Robert había insistido en que le explicasen con detalle. Ahora, sin necesidad de moverse, llevó a cabo un examen sistemático, examinó cada pantalla, cada válvula y cada nivel de fluido para cerciorarse de que no había ocurrido nada mientras él dormía. Sabía que todo estaba informatizado y que si algo iba mal, sonarían las alarmas en la central de supervisión, a dos pasos de allí, pero aun así quería comprobarlo personalmente. Satisfecho, con la mano de Grace aún en las suyas, se apoyó de nuevo en el respaldo de su asiento. Annie dormía en un cuarto pequeño que les habían proporcionado en el mismo pasillo. Le había pedido a Robert que la despertara a medianoche para hacerse cargo de la vigilancia de Grace, pero como él se había quedado dormido pensó que era mejor dejar que durmiese un rato más.
Contempló el rostro de su hija y pensó que en medio de aquel despliegue brutal de tecnología parecía mucho más joven de lo que era. Siempre había gozado de excelente salud. Aparte de unos puntos que tuvieron que darle en la rodilla una vez en que se cayó de la bicicleta, no había estado en un hospital desde el día de su nacimiento. Aunque en aquella ocasión la cosa había sido tan dramática que habían tenido bastante por varios años.
Fue una cesárea de urgencia. Tras doce horas de parto habían puesto a Annie una epidural, y como no parecía que tuviese que haber novedad durante un rato, Robert había ido a la cafetería en busca de un emparedado y una taza de café. Cuando media hora más tarde volvió a la habitación aquello parecía un infierno. Era como la cubierta de un buque de guerra, gente de verde corriendo, moviendo material rodante de acá para allá, chillando órdenes. Alguien le dijo que en su ausencia el monitor interno había avisado de que el bebé estaba en peligro. Igual que un héroe de película de guerra, el obstetra había irrumpido majestuosamente anunciando a sus tropas que iba a «atacar».
Robert siempre había imaginado que una cesárea era una cosa muy pacífica. Nada de jadeos, nada de empujar ni gritar, un simple corte siguiendo una línea bien trazada y el bebé salía sin esfuerzo. De modo que no estaba preparado para el combate de lucha libre que aconteció. Se había iniciado ya cuando lo dejaron pasar y le dijeron que se quedase en un rincón, desde donde miró el espectáculo con los ojos abiertos como platos. Annie estaba bajo los efectos de la anestesia y Robert vio cómo aquellos hombres, perfectos desconocidos, hurgaban en sus entrañas con los brazos metidos hasta los codos en sangre y vísceras, tiraban con fuerza y arrojaban burujos sanguinolentos a un rincón. Luego dilataron el boquete con abrazaderas metálicas y gruñeron, resollaron y se retorcieron hasta que uno de ellos, el héroe de guerra, lo tuvo en sus manos. Entonces, los otros se quedaron súbitamente quietos y miraron cómo extraía del vientre totalmente abierto de Annie aquella cosita reluciente de grasa uterina.
Aquel hombre, que también se las daba de gracioso, dijo a Robert como si tal cosa: «A ver si hay suerte la próxima vez. Es una niña.» Robert sintió deseos de matarlo. Pero una vez que la hubieron limpiado y secado, y tras comprobar que tanto sus manos como sus pies tenían todos los dedos que debían tener, se la entregaron envuelta en una manta blanca. Robert olvidó su cólera y la cogió en brazos. Luego la depositó en la almohada de Annie para que al despertar lo primero que viera fuese a Grace.
La próxima vez. No había habido una próxima vez. Los dos deseaban otro hijo, pero Annie había sufrido cuatro abortos, el último de los cuales, muy avanzado el embarazo, casi le había costado la vida. Se les aconsejó que no siguieran intentándolo, pero la advertencia estaba de más. El dolor había aumentado en progresión geométrica a cada intento, y al final ninguno de los dos se sintió capaz de afrontar otra pérdida. Después del cuarto aborto, Annie dijo que quería ligarse las trompas. Él creyó que aquello era un modo de castigarse a sí misma y le rogó que desistiera. Finalmente, y a regañadientes, ella cedió y se hizo colocar un espiral, no sin comentar con tono siniestramente irónico que con un poco de suerte el efecto sería el mismo.
Fue precisamente en aquel momento cuando Annie tuvo la oferta —que, para sorpresa de Robert, aceptó— de dirigir su primera revista. Y mientras él advertía que su esposa canalizaba su cólera y su desilusión hacia ese su nuevo papel, comprendió que lo hacía bien para distraerse bien para castigarse. Ambas cosas tal vez. Pero no le asombró en absoluto que a raíz de su brillante éxito, casi todas las revistas importantes del país empezaran a tratar de pisotearla.
Aquel fracaso conjunto era algo de lo que ya nunca hablaban pero que se había filtrado por cada una de las grietas de su relación.
Había estado presente, de forma tácita, aquella tarde cuando Annie llegó al hospital y él se había derrumbado y echado a llorar. Sabía que Annie tenía la sensación de que la culpaba por no haber sido capaz de darle otro hijo. El modo brusco con que ella había reaccionado se debía, tal vez, a que de algún modo veía en ellas un indicio de aquella culpa. Y quizá tuviese razón. Pues esa frágil muchacha que yacía ahora mutilada por el bisturí de un cirujano era todo lo que tenían. Qué mala e imprudente había sido Annie al engendrar un solo hijo. ¿Realmente lo pensaba él así? Claro que no. Pero entonces ¿cómo podía plantearse a sí mismo la cuestión con tanta facilidad?
Robert siempre había pensado que amaba a su esposa más de lo que ella lo querría nunca. No dudaba de que lo quisiera. Su matrimonio, comparado con muchos que él había observado, era feliz. Aún eran capaces de darse placer el uno al otro, mental y físicamente. Apenas había pasado un día en todos aquellos años sin que él se considerara afortunado por haberse casado con ella. No dejaba de preguntarse por qué una persona tan vital había querido tener por marido a un hombre como él.
Y no era que Robert se subestimara. Objetivamente —y él consideraba, objetivamente, que la objetividad constituía uno de sus puntos fuertes— era uno de los abogados mejor dotados que conocía. También era un buen padre, un buen amigo con los pocos amigos íntimos que tenía y, pese a todos los chistes de abogados que corrían por ahí, un hombre genuinamente virtuoso. Pero aunque él jamás se habría considerado un estúpido, sabía que le faltaba la agudeza de Annie. No la agudeza, la chispa. Que era lo que siempre había encontrado excitante en ella, desde aquella primera noche en África cuando abrió la puerta y la vio allí de pie con su equipaje.
Robert tenía seis años más que Annie, pero a menudo se había sentido mucho mayor. Y al considerar toda la gente poderosa y encantadora que ella conocía, le parecía poco menos que un pequeño milagro el que estuviera a gusto con él. Incluso estaba seguro —o todo lo seguro que un hombre podía estarlo en esos asuntos— de que nunca le había sido infiel.
Pero desde que Annie había aceptado ese nuevo empleo la primavera pasada, la relación entre ellos se había vuelto tirante. La sangría del despacho la había convertido en una persona irritable y más crítica de lo habitual. Tanto Grace como Elsa habían advertido el cambio, y cuando Annie estaba cerca intercambiaban miradas. Elsa parecía aliviada siempre que era él y no Annie, como sucedía últimamente, quien llegaba primero a casa. Rápidamente le pasaba a Robert los mensajes, le enseñaba lo que había preparado para cenar y se iba corriendo antes de que llegara Annie.
Robert notó una mano en su hombro y al volverse vio a su esposa de pie a su lado. Tenía dos grandes surcos oscuros bajo los ojos. Le tomó la mano y se la llevó a la mejilla.
—¿Has dormido? —preguntó él.
—Como un bebé. Ibas a despertarme…
—Yo también me he quedado dormido.
Ella sonrió y miró a Grace.
—No hay cambios —dijo.
Hablaban en voz baja como si temieran despertar a su hija. Permanecieron un rato mirándola, Annie con la mano aún en el hombro de su esposo, el ruido del resucitador midiendo el silencio entre ambos. Luego ella se estremeció y apartó la mano. Se arrebujó en su chaqueta de lana.
—He pensado que iré a casa a buscar algunas de sus cosas —dijo—. Así las tendrá a su lado cuando despierte.
—Iré yo. Es mejor que no conduzcas ahora.
—No, déjalo. En serio. ¿Me dejas tus llaves?
Robert las buscó y se las dio.
—Prepararé una bolsa para nosotros. ¿Necesitas algo en especial?
—Sólo ropa, quizá una maquinilla de afeitar.
Ella se inclinó y lo besó en la frente.
—Ten cuidado —dijo él.
—Descuida. No tardaré.
La vio partir. Annie se detuvo al llegar a la puerta y al volverse para mirarlo él supo que quería decirle algo.
—¿Qué? —preguntó. Pero ella sólo sonrió y sacudió la cabeza. Luego dio media vuelta y se fue.
A aquella hora del día las carreteras estaban despejadas y prácticamente desiertas. Annie condujo hacia el sur por la 87 y luego al este por la 90, tomando la misma salida que el camión aquella mañana.
No había habido deshielo y los faros del coche iluminaban los montones de nieve sucia a lo largo del arcén. Los neumáticos antideslizantes que había colocado Robert producían un débil rumor al rodar por el asfalto cubierto de arena. En la radio daban un programa coloquio; una mujer telefoneaba para decir lo preocupada que estaba por su hijo adolescente. Recientemente había comprado un coche nuevo, un Nissan, y el chico parecía haberse enamorado del vehículo. Se pasaba horas enteras sentado dentro, acariciándolo, y ese día, al entrar ella en el garaje, lo había pillado haciendo el amor con el tubo de escape.
«Vaya, es lo que uno llamaría una fijación, ¿eh?», dijo el presentador, que se llamaba Melvin. Daba la impresión de que los presentadores de aquellos programas siempre era tipos sabelotodos y despiadados como aquel Melvin, y Annie no podía entender cómo había personas que seguían llamando si sabían perfectamente que serían humillados. Quizá ésa fuese la gracia. Aquella mujer no parecía sentirse aludida.
«Pues —dijo—, supongo que de eso se trata. Pero no sé qué puedo hacer.»
«No haga nada —exclamó Melvin—. El chico se cansará pronto, ya sabe como son los tubos de escape. Otra llamada…»
Annie se desvió de la carretera por el camino vecinal que zigzagueaba colina arriba hasta su casa. Allí la calzada estaba cubierta de reluciente nieve dura y Annie condujo con precaución por el túnel de árboles y torció por el camino de entrada que Robert debía de haber limpiado esa mañana. Los haces de luz de sus faros recorrieron la blanca fachada de chilla de la casa, cuyos gabletes se perdían entre hayas imponentes. La casa permanecía a oscuras y las paredes y el techo del vestíbulo dieron un vislumbre de azul al colarse momentáneamente la luz de los faros. Una lámpara exterior se encendió automáticamente cuando Annie condujo hasta la parte de atrás y esperó a que se levantase la puerta del garaje subterráneo.
La cocina se hallaba como Robert la había dejado. Las puertas de los armarios estaban abiertas y encima de la mesa las dos bolsas de comestibles aún por desempaquetar. El helado que había en una de ellas se había derretido y goteaba formando en el suelo un pequeño charco rosado. La luz roja del contestador parpadeaba. Había tres mensajes, pero Annie no tenía ganas de escuchar mensajes. Vio la nota que Grace había dejado a Robert y la miró fijamente, como si no quisiera tocarla. Luego se volvió con brusquedad y se puso a limpiar el suelo y a guardar la comida que no se había estropeado.
Arriba, mientras preparaba una bolsa para Robert y para ella, tuvo la sensación de comportarse como un robot, como si hasta el menor de sus actos estuviese programado. Suponía que aquel entumecimiento tenía algo que ver con el shock o que tal vez se trataba de alguna clase de rechazo.
De lo que no había duda era de que la primera visión de Grace tras salir del quirófano le había resultado tan sumamente extraña y excepcional que no había podido asimilarla. Había llegado a sentirse casi celosa del dolor que corroía a Robert. Lo había visto recorrer con la mirada el cuerpo de su hija, como si de ese modo pudiese mitigar el sufrimiento que cada una de las intrusiones de los médicos había provocado en ella. Annie, en cambio, sólo miró. Aquella nueva versión de su hija era una realidad que carecía por completo de sentido.
Annie tenía la ropa y el cabello impregnados de olor a hospital, así que se desvistió y se duchó. Dejó que el agua corriera un poco sobre su cuerpo y luego ajustó la temperatura hasta que casi no pudo soportarla de tan caliente. A continuación levantó el brazo para regular la roseta de manera que el agua le pinchara la piel como agujas al rojo. Cerró los ojos y levantó la cara hacia la ducha; el dolor la hizo gritar, pero no hizo nada por evitarlo, contenta de que le doliera. Sí, eso podía sentirlo. Al menos podía sentir eso.
Al salir de la ducha el baño estaba lleno de vapor. Annie limpió el espejo parcialmente con la toalla y procedió a secarse al tiempo que contemplaba la imagen empañada y líquida de un cuerpo que no parecía el suyo. Siempre le había gustado su cuerpo, aunque estaba más llena y tenía los pechos más voluminosos de lo que predicaba la sección de estilo de su revista. Pero el espejo empañado le devolvía ahora una distorsionada abstracción rosada de sí misma, como un cuadro de Francis Bacon, y la visión le resultó tan inquietante que apagó la luz del baño y volvió rápidamente al dormitorio.
La habitación de Grace estaba como ella debía de haberla dejado la mañana anterior. A los pies de la cama aún por hacer estaba la larga camiseta que utilizaba a modo de camisón. Se agachó a recoger unos tejanos que había en el suelo. Eran los que tenían rotos deshilachados en las rodilleras, remendados por dentro con pedazos de un vestido floreado que había pertenecido a Annie. Recordaba el día en que se había ofrecido a arreglárselos y cómo le dolió cuando Grace le dijo con tono impasible que prefería que lo hiciese Elsa. Annie echó mano de su truco de siempre y, manifestándose ofendida con el simple gesto de enarcar una ceja, consiguió que Grace se sintiera culpable.
—Lo siento, mamá —dijo, y la rodeó con sus brazos—. Pero sabes que coser no se te da bien.
—Cómo que no —dijo Annie, convirtiendo en una broma lo que ambas sabían distaba mucho de serlo.
—Bueno, puede que sí. Pero no tan bien como Elsa.
Annie volvió a la realidad, dobló los tejanos de su hija y los guardó. Luego arregló la cama y se quedó de pie examinando la habitación y preguntándose qué llevar al hospital. En una suerte de hamaca que pendía sobre la cama había docenas de muñecos de peluche; un auténtico zoológico, desde osos y búfalos hasta milanos y oreas. Amigas y familiares se los habían traído de todos los puntos del globo terráqueo, y ahora, reunidos allí, se turnaban en compartir la cama de Grace. Cada noche, con escrupulosa imparcialidad, ella seleccionaba dos o tres, en función de su tamaño, y los ponía sobre su almohada. Annie comprobó que la última noche habían sido un zorrino y una especie de dragón horripilante que Robert le había traído de Hong Kong. Annie los dejó otra vez en la hamaca y rebuscó para encontrar al amigo más antiguo de Grace, un pingüino llamado Godfrey, que los compañeros de trabajo de Robert le habían enviado a la clínica el día en que nació su hija. Uno de los ojos era ahora un botón, y el muñeco estaba un poco flojo y desteñido de tantos viajes a la lavandería. Annie lo sacó del montón y lo metió en la bolsa.
Se acercó al escritorio que había al lado de la ventana y cogió el walkman de su hija y el estuche de casetes que siempre llevaba cuando iba de excursión. El médico había dicho que intentaran que escuchase música. Sobre la mesa había dos fotografías enmarcadas. En una de ellas aparecían los tres en una barca. Grace estaba en medio con los brazos sobre los hombros de Annie y Robert, y todos reían. Annie la metió en la bolsa y cogió la otra fotografía. Era de Pilgrim en el prado que había más arriba de la caballeriza, y había sido tomada poco después de que lo compraran el verano anterior. No llevaba silla ni bridas, ni siquiera ronzal, y el sol centelleaba en su oscuro pelaje. Tenía la cabeza vuelta hacia la cámara y la miraba fijamente. Era la primera vez que Annie estudiaba aquella foto, y de pronto le pareció inquietante la imperturbable mirada del caballo.
Ignoraba si Pilgrim aún vivía. Todo lo que sabía era lo que Mrs. Dyer le había dicho la tarde anterior en el hospital respecto a que lo habían llevado al consultorio del veterinario en Chatham y que sería trasladado a Cornell. Ahora, mirándolo en aquella fotografía, sintió que se reprochaba algo; no el que ignorara cuál había sido su suerte, sino algo más hondo que todavía no acertaba a comprender. Metió el retrato en la bolsa, apagó la luz y bajó.
Un pálido resplandor entraba ya por los ventanales del vestíbulo. Annie dejó la bolsa en el suelo y entró en la cocina sin encender ninguna luz. Pensó que antes de escuchar los mensajes del contestador se prepararía una taza de café. Mientras esperaba a que hirviera el agua en el viejo hervidor de cobre, se acercó a la ventana.
Fuera, y a pocos metros de donde estaba ella, había un grupo de ciervos de Virginia. Estaban completamente inmóviles, mirándola. ¿Era comida lo que buscaban? Nunca los había visto tan cerca de la casa, ni siquiera en el más crudo de los inviernos. ¿Qué significaba esa proximidad?
Los contó. Eran doce, no, trece. Uno por cada año de la vida de su hija. Annie se dijo que no debía ser ridícula.
El silbido del agua al hervir llegó hasta ella. Los ciervos también lo oyeron y todos a una dieron media vuelta y echaron a correr con las blancas colas botando alocadamente mientras dejaban atrás el estanque para adentrarse en el bosque. «Dios Todopoderoso —pensó Annie—, Grace debe de haber muerto.»