LA CAZA DE LA GOLETA
Una hora más tarde, mientras Juan, Cirilo y sus compañeros, después de una abundante cena, reposaban en sus hamacas, la Groninga dejaba silenciosamente su fondeadero y navegaba hacia el Estrecho de Torres.
El señor Wan Praat, informado de todo lo ocurrido, había resuelto dar caza a la goleta, para caer después sobre el refugio de los piratas, utilizando las preciosas indicaciones suministradas por Dick, a quien no sólo había otorgado la vida, sino también la libertad, ofreciéndole conducirle a Java.
Le corría prisa detener la nave de los bandidos antes que la casualidad pudiera conducirla adonde se había refugiado el Alción, presa fácil de conquistar, por su escasa tripulación y por su casi nulo armamento.
Cómo el viento era favorable, la Groninga llegó en cuatro horas al Cabo de York, y después de haber bordeado hasta el alba para ver si descubría la goleta, penetró en el Mar del Coral, donde tenía la certeza de encontrarla más o menos tarde.
La tripulación se encontraba toda sobre las armas. Los cañones de las baterías estaban cargados, y se habían preparado hasta los garfios de abordaje.
—¡Si no se rinde, la tomaremos por asalto! —dijo el comandante a Cirilo y a Juan, que habían subido sobre cubierta.
—Dudo que se entreguen sin oponernos desesperada resistencia —repuso el comisario—. Son hombres resueltos a todo, y venderán cara su vida, sabiendo que no se les dará cuartel.
—No se lo daré; puede usted estar seguro, señor Ferreira.
—¡Con tal que antes de rendirse o de morir no maten al pobre Vargas!
—Eso es lo que me inquieta —repuso Wan Praat.
—Si pudiéramos sorprender a la goleta de noche y abordarla antes que los bandidos organizasen la resistencia, lograríamos nuestro propósito. Tal vez nuestro compañero pueda escapar de ese grave peligro.
—Es hombre resuelto y valeroso, que al primer cañonazo no vacilará en tirarse al mar —dijo Juan.
—También lo espero —añadió Cirilo.
La Groninga marchaba rápidamente.
Varios gavieros habían subido hasta las crucetas para abarcar más horizonte, aunque sin lograr, sin embargo, descubrir la goleta.
¿Se habría dirigido hacia el Norte, en dirección a Nueva Guinea, o se habría inclinado hacia el Sur, siguiendo la tierra de Carpentaria?
Después de haber oído el parecer de sus oficiales, el señor Wan Praat lanzó la Groninga hacia la costa australiana, por ser lo más probable que los piratas hubieran tomado aquella dirección, mucho más frecuentada por las naves que de los mares del Sur van a las islas de la Sonda.
El comandante tenía, además, otro objetivo: proteger al Alción contra un posible ataque de aquellos audaces piratas.
Aún transcurrieron otras doce horas sin que apareciese la goleta en el horizonte.
Ya la Groninga se hallaba a pocas millas de la bahía donde se encontraba anclado el Alción, cuando un lejano estruendo de cañonazos retumbó sobre el mar.
El comandante estaba en aquel momento en la pasarela hablando con Juan y Cirilo.
Al oír aquel disparo, se estremeció.
—¡Los piratas! —exclamó—. ¡Han atacado al Alción!
Se oyó otro disparo; pero esta vez más débil. Sao-King se lanzó sobre la pasarela, gritando:
—¡Señor Ferreira, ese cañonazo ha sido disparado por uno de los dos pedreros del Alción! ¡Estoy seguro de no engañarme!
—Es verdad —confirmó Juan—. Esa detonación no puede confundirse con la de los gruesos cañones de marina.
—Señores míos —dijo Wan Praat—, llegaremos a tiempo de capturar a esos piratas del infierno y de salvar vuestra nave. ¡Marineros, a los cañones! ¡Los fusileros, detrás de las bordas, y los gavieros, a las cofas!
Como tenían enfrente un promontorio altísimo, formado por rocas colosales que caían a pico sobre el mar, la tripulación de la Groninga no podía ver lo que pasaba al otro lado.
El viento era bastante fuerte, por lo cual en dos bordadas pudieron doblarlo y caer de improviso sobre los piratas, que ni siquiera podían sospechar la proximidad de aquella poderosa nave.
Todos ocuparon sus puestos de combate. Los artilleros del puente y los de las baterías encendieron las mechas, y los fusileros se alinearon detrás de las bordas.
Un tercer cañonazo retumbó más allá del promontorio, seguido poco después de otros dos más débiles. La tripulación del Alción, aunque menos numerosa que los piratas y armada con una artillería insignificante, oponía vigorosa resistencia, a juzgar por sus descargas.
—¡Mis hombres se defienden bien! —dijo el comandante con orgullo—. No podría durar mucho; pero, por fortuna, estamos aquí nosotros, y vamos a hacer bailar a la goleta a cañonazos.
Con una larga bordada, la Groninga dobló el cabo y penetró en una amplia bahía.
El comandante no se había engañado.
Los piratas del Estrecho de Torres habían descubierto al Alción, anclado cerca de la costa, y después de haber intimado la rendición a los tripulantes, comenzaron a cañonearlos.
La goleta distaba aún cuatrocientos o quinientos metros de la nave; pero maniobraba de igual modo que si fuese al abordaje, cuyas consecuencias hubieran sido fatalmente desastrosas para los pocos hombres que tripulaban el Alción.
Viendo aparecer de improviso a la fragata, un grita de furor partió de la goleta.
Virar casi sin moverse del sitio y poner la proa hacia la salida de la bahía, fue para aquellos audaces lobos de mar maniobra de pocos instantes.
Pero el comandante de la Groninga no era hombre que dejara escapar tan fácilmente la presa.
Con una maniobra rapidísima, salió fuera de la bahía, a fin de obligar a la goleta a que renunciase a la fuga y aceptara el combate.
Comprendiendo los piratas que no había medio de escapar, se volvieron a la bahía, alejándose del Alción para no ser cogidos entre dos fuegos.
Lanzaron su nave hacia dos bancos de arena que la Groninga por su calado no podía cruzar sin correr el peligro de encallar, y comenzaron un fuego vivísimo, descargando simultáneamente las seis piezas de artillería.
La fragata no se dignó responder. Se aproximó lo más que pudo a los bancos, y luego, mientras los marineros botaban al agua las chalupas y los fusileros se embarcaban para llegar al abordaje, abrió el fuego con sus más gruesos cañones, apuntando a la carena y a la arboladura de la nave adversaria.
El efecto de aquella descarga no pudo ser más desastroso para los piratas. Aún no se había disipado el humo, cuando el palo mayor y el trinquete, arrancados por su base, caían con espantoso fragor sobre la cubierta.
En el acto se le intimó la rendición; pero la respuesta fue una bordada que arrancó parte de la borda de la Groninga.
—¡Ah! ¿No queréis ceder? —gritó Wan Praat—. ¡Voy a destrozar vuestro puente a metrallazos!
—¡No, comandante! —dijo Cirilo—. ¿Olvida usted que entre esos piratas se encuentra mi desgraciado compañero?
—¡Lo había olvidado! Entonces, abordaremos a la goleta.
Cinco chalupas tripuladas por sesenta hombres estaban dispuestas a atravesar los bancos bajo la protección de la artillería de la Groninga.
Decidido a asaltar la goleta, Wan Praat iba a dar la orden de avance, cuando entre el humo de los disparos se vio a un hombre caer al mar.
—¡Vargas! —exclamó Cirilo—. ¡Le he conocido!
—¡Entonces, fuego a discreción! —gritó el comandante—. ¡Bordadas de metralla!
El hombre que se había lanzado al mar nadaba vigorosamente hacia la Groninga, ya dejándose ver, o ya nadando bajo el agua.
No podía ser sino Vargas, porque, de seguro, ningún pirata se hubiera dirigido hacia el buque.
—¡Recogedle! —gritaron Sao-King y Juan a los tripulantes de las chalupas—. ¡Es uno de los nuestros!
Una ballenera se destacó de la nave y, protegida por las incesantes descargas de los cañones, se dirigió rápidamente hacia el nadador, contra el cual algunos piratas descargaban de cuando en cuando sus fusiles.
Con dos descargas, los tripulantes de la ballenera hicieron enmudecer a los tiradores, y luego algunos marineros cogieron al nadador en el momento en que salía a flote para respirar, y lo subieron a la barca.
Entre tanto, los demás se habían ocultado entre los bajos para abordar a la goleta, que, desarbolada y acribillada, continuaba, sin embargo, disparando furiosamente.
El agua debía de haberla invadido, porque la popa había bajado lo menos un metro.
El señor Wan Praat, a bordo de otra chalupa, se agregó a la escuadrilla para llevarla al abordaje.
Ya no distaba más que ciento cincuenta metros, cuando brilló un relámpago en el puente de la nave pirata, seguido de una horrenda explosión y una inmensa nube de humo blanquecino.
Una lluvia de fragmentos del barco cayó sobre la bahía, y la goleta se sumergió rápidamente.
La nave había sepultado con ellos a cuantos la tripulaban.
Vargas, pálido como un muerto, se puso en pie, y viendo al comandante de la Groninga que pasaba a su lado para ir al sitio del desastre, le dijo:
—¡Es inútil, capitán! He puesto una mecha en la santa bárbara, y ninguno de esos bandidos ha podido librarse de la muerte.
—¿Es usted el señor Vargas, oficial de la Marina argentina? —preguntó Wan Praat.
—Sí, señor.
—¡Gracias por haber limpiado el mar de esos miserables! —dijo el comandante, estrechándole la mano—. Y ahora, una buena noticia: a bordo de mi buque están los hermanos Ferreira y un bravo chino, que esperan ansiosamente estrechar a usted entre sus brazos.
—¡Cirilo…, Juan…, Sao-King! —balbució el oficial—. ¡Imposible! ¡Han muerto, al menos los segundos!
—¡Mírelos usted, señor Vargas! ¡Le saludan desde el puente de mando!