EL REGRESO
Media hora después, aquellos cinco hombres, salvados dos veces de la muerte, se encontraban reunidos en la playa de Mera, detrás de un bosquecillo de plátanos y de magnolias enanas.
Habían encontrado sus provisiones, porque tomaron tierra a poca distancia de la roca que les había servido de escondite; y José, a quien nunca le faltaba el apetito, se apresuró a hacer honor a la cena y a destapar una botella de vieja ginebra que había reservado para las ocasiones extraordinarias.
—Después de tantas emociones, un bocado y un vaso de este venerable licor holandés no han de sentarnos mal —dijo—. ¡Brindemos por don Cirilo de Ferreira y por su libertad! ¿Qué dicen ustedes a esto, señores?
—Que debía hacerse en honor de usted —repuso Cirilo—. Sin su valor, no hubiéramos escapado del hacha del Hércules.
—¡Era un gigante mal hecho, don Cirilo! —dijo el marinero casi con desprecio—. ¡Ah; si hubiese podido hacer lo mismo con los otros bandidos! El señor Vargas estaría entre nosotros brindando.
—Será una empresa aún más difícil la de salvarle.
—Hablemos de su libertad, señor Ferreira. ¿Cree usted imposible subir a la goleta sin ser notados?
—Ni lo intente usted siquiera —dijo Cirilo—. En la nave no hay menos de veinte hombres, y, además, sé que esta mañana va a zarpar.
—¿A dónde? —preguntaron todos ansiosamente.
—Sospecho que va a cruzar cerca de la embocadura oriental del estrecho. Parece que espera a una nave que viene del Mar del Coral.
—¡Truenos! —exclamó el marinero, dándose un soberbio puñetazo en la cabeza.
—¿Cómo salvar al señor Vargas? —preguntó Juan.
—Sólo queda por hacer una cosa —dijo Dick.
—¿Cuál? —preguntaron Cirilo y José.
—Volver a la nave de ustedes y perseguir a la goleta.
—Me parece el único plan posible.
—¿Tendremos tiempo para eso? —preguntó Sao-King—. La Groninga está en el golfo de Carpentaria.
—Cuando los piratas emprenden una correría, permanecen cuatro o cinco días en el mar —dijo Cirilo—. La fragata podrá, pues, alcanzarlos a la salida del estrecho o en el Mar del Coral.
—Señores —dijo José—, partamos en busca de nuestra ballenera.
—No llegaremos a la escollera antes del mediodía —dijo Sao-King.
—Pero a medianoche podremos encontrarnos en las aguas del golfo de Carpentaria —dijo Juan.
—Vaciemos la botella para que nos dé más fuerzas, y pongámonos en marcha —exclamó José.
Iban a levantarse, cuando Dick preguntó después de algunas vacilaciones:
—¿Y yo?
—Vendrás con nosotros —dijo el marinero.
El bandido hizo un gesto.
—¿Y sí su comandante me ahorca?
—Te prometimos la vida y la libertad —dijo Juan—. El señor Wan Praat no hará la menor objeción; te lo aseguro.
—Además, yo no me fiaría de dejarte aquí —agregó José riendo—. Podrías arrepentirte de habernos guiado y volver junto a tus compañeros.
—Hace usted mal en desconfiar —repuso Dick—. Ya he dado suficientes pruebas de mi lealtad; pero, ya que lo desean, los sigo, porque cuento con su promesa.
—Y nosotros sabremos cumplirla —dijo Juan—. ¿Es verdad, hermano?
—Me comprometo a que le conceda un perdón absoluto el comandante de la fragata —repuso Cirilo.
—Y aún les seré a ustedes útil cuando asalten la guarida de los piratas.
—¡Basta! ¡Partamos! —dijo el marinero—. El camino es largo.
Vació el último trago de ginebra y dio la señal de partir, haciéndose preceder por Dick, el cual, conociendo la isla, había prometido guiarlos hasta la bahía a través de los bosques, a fin de abreviar el camino.
Cuando el sol apareció en el horizonte despertando a las espléndidas palomas de plumaje de oro y azul con reflejos metálicos, a los resplandecientes loris, a las graciosas cacatúas y a los papagayos de mil colores, los expedicionarios habían recorrido más de tres millas, avanzando siempre a través de la selva.
Hicieron un breve descanso junto a un grupo de eucalyptos globulus para calmar la sed con las raíces de estas plantas, que proporcionan un agua excelente y muy fresca, y nuevamente se pusieron en camino por un bosque de magníficos eucaliptos rojos, que se elevan a setenta y ochenta metros de altura.
A mediodía llegaron jadeantes y rendidos al sitio donde por poco no había sido Dick asesinado y comido por los salvajes.
Al ver de nuevo aquel lugar, se sintió José impulsado por viva curiosidad.
—Dick —exclamó, mientras sus compañeros se disponían a acampar para tomar algunas horas de reposo—, no nos has contado en qué circunstancias caíste en poder de aquellos antropófagos.
—De modo sencillísimo —repuso el bandido sonriendo—. Me habían recogido en el estrecho cuando, exhausto de fuerzas, estaba para ahogarme.
—¿Y cómo te las compusiste para eludir nuestras investigaciones? .
—Nadando entre dos aguas durante mucho tiempo. Ustedes me creyeron muerto, ¿verdad?
—Devorado por algún tiburón. Debes de ser un nadador muy hábil.
—Creo haber recorrido más de diez millas antes de encontrar aquella doble piragua tripulada por salvajes. Estaba entonces tan lejos de ustedes, que sólo se veía el extremo del palo mayor de la fragata.
—¿Y quiénes eran aquellos salvajes?
—Papúas.
—Gente dotada de buen apetito; ¿verdad, amigo Dick? —exclamó José.
—Se proponían roer hasta mis huesos —repuso el bandido.
Llegaron los compañeros, que entre tanto habían saqueado los árboles vecinos, haciendo recolección de nueces de coco y excelentes plátanos.
Estaban partiendo los cocos para apagar la sed con su jugo, cuando Sao-King se puso en pie diciendo:
—¡La goleta de los «Buitres»!
Todos se levantaron y se escondieron tras los troncos de los árboles para no ser vistos.
La pequeña nave de los piratas pasaba frente a la bahía a la distancia de una milla, dirigiéndose hacia el Sudeste.
—Va a la entrada del estrecho —dijo Dick.
—¿Irá en ella el señor Vargas? —preguntó José.
—¡Sí! —repuso Cirilo con emoción—. Para salvar la vida ha tenido que aceptar el puesto de tercer oficial. Si se hubiera negado, le hubiesen colgado de una entena.
—¡Sí se le pudiera avisar de nuestra presencia! —dijo Juan.
—Sería peligroso —dijo Dick—. Los piratas podrían vernos y desembarcar, o emprenderla con nosotros a cañonazos. Dejemos que la goleta prosiga su camino.
—Dígame, señor Ferreira —preguntó José—, ¿qué querían hacer con usted esos bandidos?
—Que yo también fuera pirata. Me habían concedido una semana para decidirme, amenazándome con tirarme al mar con una bala a los pies si me obstinaba en rechazar su proposición. Primero pensaron hacerme pagar un crecido rescate; pero luego, viendo la dificultad de obtenerlo, renunciaron a su proyecto.
—¿De modo que hubiera sido usted obligado a ser cómplice de ellos?
—Al menos hasta el momento en que me hubiese fugado aprovechando cualquier circunstancia afortunada.
—¿Y Vargas?
—Está sometido a rigurosa vigilancia; pero aun sin nosotros, logrará escapar a la menor oportunidad. Cuando la goleta sea atacada por la fragata, no permanecerá ciertamente a bordo.
—Tendremos preparada una chalupa para recogerle —dijo el marinero.
Aguardaron a que la goleta desapareciera tras las costas meridionales de la isla, y luego, suficientemente descansados, llegaron hasta la escollera que ocultaba su chalupa.
Como la ballenera había estado sólidamente amarrada, no había sufrido absolutamente nada por el choque de las olas.
Achicaron el agua que la llenaba, y la botaron al canal. Antes de embarcarse, sintió Dick una última vacilación.
—¡No querría que este viaje me hiciese ganar una sólida cuerda para ahorcarme! —dijo.
—Desde ahora le consideramos como nuestro compañero —repuso Cirilo—. ¡Nadie osará tocarle!
—¡Gracias, señores! —dijo el bandido con voz conmovida—. ¡No sabré cómo pagarles!
Se embarcaron todos, y atravesaron velozmente el canal.
Como había cuatro remos de recambio, Cirilo, el marinero, Sao-King y Dick se pusieron a los bancos y arrancaron con vigor, mientras Juan empuñaba la caña del timón.
El mar estaba tranquilo y la travesía del Estrecho no ofrecía el menor peligro. Sólo de cuando en cuando alguna ola movía suavemente la chalupa.
A la puesta del sol, los navegantes habían perdido de vista el archipiélago y comenzaban a vislumbrar vagamente la punta de York.
En cambio, de la goleta no se veía nada. Debía de haber salido ya del estrecho, y sin duda estaba engolfada en el Mar del Coral.
José, que poseía una brújula, se orientó de modo que pudiera entrar directamente en el profundísimo Golfo de Carpentaria.
Hacia las once, cuando ya estaban fatigados y les dominaba el sueño, pues no habían dormido en cuarenta horas, vieron un punto luminoso.
—¡La Groninga! —exclamó José—. ¡Una hora más, y descansaremos después de una buena cena! ¡Valor! ¡Ya no faltan más que seis o siete millas!
Aquella última parte del camino fue la más terrible, porque, además de la fatiga, se movía un fuerte oleaje.
A las doce y cuarto se encontraban solamente a algunos cables de la fragata.
Una voz bien conocida de José partió del castillo de proa, gritando:
—¿Quién vive?
—¡José, amigo Bard! —respondió el marinero, con voz tenante.
—¿Habéis triunfado?
—¡Traemos uno! ¡Avisa al comandante!
Un estruendoso «¡Hurra!» lanzado por los hombres de guardia le contestó. La escala bajó de golpe, y cuando los audaces expedicionarios subieron a bordo, se encontraron rodeados por toda la tripulación.
—Señor Wan Praat —dijo Juan, avanzando hacia el comandante, que le aguardaba con los brazos abiertos—, permítame que le presente a mi hermano Cirilo, comisario del Gobierno peruano.
Ambos se precipitaron en brazos del comandante, mientras la tripulación los saludaba con un «¡Hurra!» formidable, capaz de conmover las rocas de la costa australiana.