CAPÍTULO XVI

UN DUELO A HACHAZOS

Convencidos de que en la caverna no había quedado ninguno, salieron de su escondite y se acercaron a Cirilo, el cual se había mantenido silencioso durante toda aquella escena, fingiendo estar profundamente dormido.

—¡Venga usted, señor! —dijo José.

—¡He temblado por ustedes! —dijo Cirilo—. Si los hubieran descubierto, ¿qué habría pasado?

—Hubiéramos trabado combate.

—¿No habrá ninguno en la galería?

—Han salido todos, excepto aquel coloso que, según parece, lo han matado.

Cogió a Cirilo en brazos con la misma facilidad que si se hubiera tratado de un niño, y se dirigió rápidamente hacia la galería, precedido por Dick, el cual, además del hacha, había recogido la antorcha que dejó caer el bandido matado por el gigante.

Juan v Sao-King le habían seguido, dispuestos a cubrir la retirada. Por fortuna, ningún bandido había vuelto a la caverna.

Se retiraban rápidamente, casi corriendo, por miedo a encontrar invadida por las aguas la última galería.

Dick había encendido la antorcha, e iluminaba el camino. Estaba ansioso de llegar al torrente, porque sabía que cuando la marea estaba alta, llenaba con sus aguas las galerías inferiores.

Mientras huían, José había informado a Cirilo en pocas palabras de los acontecimientos ocurridos durante su prisión y del afortunado encuentro de Juan y de Sao-King con la Groninga.

—¡Está usted a salvo! —dijo por fin el bravo marinero—. Pronto lo estará también el señor Vargas: le doy a usted mi palabra.

En aquel momento habían llegado a la segunda galería cuando un sordo rumor llegó a los oídos de Dick. Este se detuvo a escuchar.

—¡Mala señal! —dijo a Juan, que se le había acercado—. La marea sube rápidamente y el torrente está para desbordarse.

—Dentro de media hora estaremos fuera —dijo el joven—. Aunque el agua nos llegue al pecho, no nos detendremos.

—Sea; pero el peligro puede ser grave.

—¡Lo desafiaremos! Si nos viéramos obligados a volver, el peligro sería tal vez mayor, porque los bandidos conocen al menos una parte de este pasaje.

—Y, además, podrán volver mañana para cerciorarse de la muerte del gigante —exclamó Sao-King.

—¡Es verdad! —exclamó Dick.

El ruido se hacía cada vez más intenso, repercutiendo bajo las bóvedas.

Parecía que el torrente se había convertido en un río impetuoso.

—¡Pronto! —repitió Dick.

—¡Rompedme la cadena! —dijo Cirilo—. Un hachazo bastará, y marcharemos más velozmente.

—Mejor será —repuso el marinero—. El terreno es tan malo, que me impide correr con una carga en los brazos.

Dejó en el suelo al comisario, hizo aproximar la antorcha, y, empuñando el hacha, hizo saltar con dos golpes los eslabones.

—¡Gracias! —dijo Cirilo—. ¡Ahora, a correr!

Volvieron a partir velozmente, saltando por encima de los obstáculos, y llegaron por último a la orilla del torrente.

El agua tenía un metro largo de altura, y se había hecho rapidísima. Pocos minutos más tarde se hubiera desbordado para unirse a la que debía subir por la galería.

—¿Llegaremos a la salida? —preguntó José, viendo a Dick preocupado.

—Tal vez —repuso el bandido—. ¿Sois todos nadadores?

—Todos —respondieron Cirilo y Juan.

—Probablemente nos veremos obligados a atravesar el último trozo de la galería nadando bajo el agua.

—¡Eso no nos asusta! —dijo Sao-King.

—Pasaremos cogidos de la mano para que la corriente no nos arrastre.

A pesar de la furia de la corriente, el paso se realizó con felicidad. Sin embargo, las armas se habían mojado, y por el momento los fusiles no podían utilizarse.

—¡Bah! —dijo José—. Un poco de sol se encargará de secarlas. Además, por ahora no las necesitamos: el torrente nos guarda las espaldas.

Dick, que llevaba la antorcha, emprendió de nuevo la carrera, mientras un chorro de agua penetraba ya a través de la galería.

Por la parte opuesta se oían también sordos ruidos anunciando la invasión de las aguas. Tal vez el pasaje submarino estaba ya cerrado.

La segunda galería fue atravesada en menos de un minuto.

—¡La caverna! —gritó Dick—. ¡Un último esfuerzo y seremos libres!

Iba a precipitarse hacia adelante, cuando una voz ronca y amenazadora se alzó entre las tinieblas.

—¡Otra vez! ¿Queréis que os haga pedazos? ¡Rabia del infierno! ¡Adelante, si os atrevéis!

Los fugitivos se detuvieron empuñando las carabinas por el cañón.

—¡Es el gigante que mató al hombre de la antorcha! —exclamó el marinero.

—¡Sí, Mac Blint! —dijo Dick con acento de terror—. ¡Si nos cierra el paso, estamos perdidos!

—¡Dame el hacha —dijo el marinero—, y ya veremos si se atreve a hacernos frente!

—¡No haga usted eso! —dijo Sao-King.

—La marea va a sorprendernos de un momento a otro —repuso José—. ¡O ese hombre nos deja el paso libre, o le mato! ¡Amigo Blint, asome usted ese hocico de hipopótamo!

Una sombra salió de la galería y se adelantó hacia el círculo luminoso proyectado por la antorcha. Era el bandido, que se preparaba a sostener el ataque de sus adversarios. Pero cuando vio a aquellos cinco hombres, se le escapó un grito de asombro.

—¿Quiénes sois? ¿Sois hombres o demonios vomitados por el infierno? ¡Por Satanás! ¡El prisionero y Dick! ¿Qué haces aquí?

—¡Mac Blint, deja el paso libre! —exclamó Dick.

—¡Ah, traidor! —rugió el bandido, alzando el hacha—. ¡Has traído aquí a nuestros enemigos! ¡Ahora lo pagarás!

—¡Poco a poco, hipopótamo! —exclamó José, adelantándose—. ¡Ya veremos quién puede más!

El bandido soltó la carcajada.

—¡Pobrecillo! —exclamó—. ¡Eres bien plantado, y de seguro un buen adversario; pero tú no conoces a Mac Blint; el Hércules de la compañía!…

—¡Voy a hacerte pedazos!

—¡Blint! —dijo Dick, conteniendo a José—. ¡La marea nos amenaza, y corremos el peligro de morir todos ahogados! ¡Huye con nosotros antes que el agua invada la caverna!

—¡Sí, cuando te vea en el suelo sin vida!

—El torrente ya se ha desbordado, y el agua sube por la galería que da al mar.

—¡Yo me río de la marea!

—¡Acabemos de una vez! —dijo el marinero, desprendiéndose de Juan y de Cirilo, que trataban de contenerle—. ¡Si ese hombre no nos deja pasar, nos ahogaremos!

Alzó el hacha y se lanzó contra el gigante, gritando:

—¡Fuera!

—¡Toma! —repuso el bandido.

El hacha, que en su mano era un verdadero juguete, describió una curva rapidísima y cayó sobre José; pero éste esquivó el golpe con la rapidez del rayo.

Desconcertado, el Hércules retrocedió un paso, porque, además, avanzaban los demás empuñando las carabinas por el cañón.

—¡Toma tú esto ahora! —gritó el marinero, cuya fuerza seguramente no era inferior a la del bandido.

Su hacha brilló un momento en el aire y se abatió sobre el gigante, que no tuvo tiempo de parar por completo el golpe.

—¡Ah, canalla! —rugió el bandido.

En el mismo instante, Sao-King cayó sobre él cuchillo en mano, gritándole:

—¡Ríndete!

Con un impulso irresistible, Mac Blint derribó al chino y se lanzó hacia la galería que conducía al mar, desapareciendo bajo sus tenebrosas bóvedas.

—¡Sigámosle! —exclamó Dick—. ¡Si sale antes que nosotros, dará la voz de alarma y estaremos perdidos!

—No tendrá tiempo —exclamó José—; la marea sube por todas partes, y temo que sea demasiado tarde hasta para nosotros.

Viendo que Dick vacilaba, tal vez por miedo a encontrarse de un momento a otro con el bandido, el valeroso marinero le arrancó la antorcha de las manos y se puso a la cabeza del grupo.

Entre tanto, la marea continuaba subiendo, y el torrente desbordado vertía sus aguas por la galería.

Viva ansiedad se había apoderado de todos. ¿Qué ocurriría si el agua que avanzaba por delante y por detrás los encerrase en la caverna? Seguramente habrían perecido ahogados.

José se había lanzado a la carrera, deseoso de alcanzar a Mac Blint, llevando en la mano izquierda la antorcha y en la diestra el hacha, dispuesto a comenzar de nuevo la lucha.

El gigante no debía de estar muy lejos. Cuando los rugidos de la marea se calmaban, oíanse a través de la galería sus imprecaciones. Debía de estar ya junto a las primeras oleadas de agua que continuaban avanzando con creciente estruendo y mayor ímpetu.

A los quince pasos, José tenía ya el agua hasta la rodilla.

—Dick —dijo, volviéndose hacia el bandido, que estaba palidísimo—, ¿qué te parece?

—¡Que es demasiado tarde para llegar a la salida! —repuso éste con voz sorda—. ¡Mac Blint nos ha perdido!

—¡Pero él también se ahogará! —gritó furioso el marinero.

En aquel momento vio flotar en las primeras olas que avanzaban algo blanquecino que se movía, y luego oyó una horrible imprecación.

Era el gigante, que se esforzaba en dominar los empujes del agua, que subía con furia.

—¡Ah! ¿Aún estás aquí, Blint? —gritó el marinero—. ¡Ahora me las pagarás!

—¡Que te coja un tiburón! —rugió el bandido, volviendo hacia atrás—. ¡Voy a morir; pero en vuestra compañía!

Viéndole correr hacia el holandés, Juan y Sao-King probaron a hacer fuego; pero la pólvora, mojada, no prendió.

—¡Es mejor mi hacha! —dijo el marinero.

—¡Vuelva usted atrás! —dijo Juan.

—¡Imposible! ¡Este hombre me haría pedazos a traición!

Se encontraban entonces en la parte más estrecha de la galería, por donde no podía pasar más que uno de frente.

Casi no había suficiente espacio para un combate; mas a pesar de ello, los dos gigantes se precipitaron uno contra otro, decididos, a acabar de una vez.

¡Ay de los fugitivos si José era vencido! Armado como estaba Mac Blint, hubiera vencido fácilmente a los demás, que no tenían más armas que los fusiles, por lo pronto, inútiles.

—¡Retrocedamos hasta la caverna! —gritó Cirilo.

Era demasiado tarde: los dos gigantes se habían atacado con el furor de dos tigres.

Mac Blint descargó sobre el marinero un golpe que, si le hubiese alcanzado, le habría partido en dos; por fortuna, como la primera vez, logró librarse el holandés merced a una evolución ligerísima.

El hacha fue a dar contra la pared.

—¡Eres torpe, hipopótamo! —dijo José—. ¡Pierdes la sangre fría con excesiva rapidez!

—¡Voy a hacerte trizas! —rugió el bandido, exasperado.

—¡Pruébalo!

Después de haber evitado un segundo golpe, José levanto bruscamente la antorcha y dio con ella en el rostro del Hércules, al que descargó al propio tiempo un golpe tal que le hizo caer de rodillas atontado.

—¡Ah, perro! —gritó el gigante, cubriéndose con una mano el rostro.

Intentó levantarse para continuar la lucha; pero un segundo golpe acabó con él.

—¡Se acabó! —dijo el marinero, limpiándose la frente bañada en sudor frío—. ¿Pero nos servirá esto de algo?

—¡Es demasiado tarde! —exclamó Dick—. ¡La salida está cerrada!

—¡Mil truenos! —exclamó José.

—¡Volvamos a la caverna! —dijo Cirilo—. ¡Es imposible que las aguas alcancen tal altura que la llenen por completo!

—Pero ¿será imposible atravesar este último trozo de galería? —preguntó Sao-King.

—Hay lo menos doscientos metros por recorrer aún, y la galería está cubierta.

—¿Por qué no buscamos otra salida? —preguntó José—. Aquel torrente tiene que desembocar por alguna parte.

—Pero ahora está desbordado, y hasta la galería debe de ser a estas horas inaccesible.

—¿Estás seguro, Dick? —preguntó Juan.

—Sí, porque una vez he sido sorprendido por la marea en la proximidad del torrente.

—Volvamos —dijo Cirilo—. Tal vez la caverna tenga alguna salida que Dick ignore.

—¡Vamos allá! —exclamó el marinero—. ¡Quizá no haya sonado aún nuestra última hora!

Comenzaron la retirada, perseguidos por el agua, que avanzaba cada vez con más sordos rugidos. Hasta de las hendiduras del suelo brotaba, como si aquel escollo se hubiese convertido en una enorme esponja. La marea subía por todas partes, avanzando hacia la caverna central, último refugio de los desgraciados.

—¡Esto va mal! —murmuraba José—. ¡Condenado bandido! ¡Ha preferido perecer antes que salvarse con nosotros!

Entre tanto, bajo el suelo se oían sordos rugidos, como si hubiera otras cavernas más abajo. Las olas se rompían por todas partes en torno de las paredes graníticas de la escollera.

La situación de aquellos cinco hombres iba a ser horrible.

¿Qué sucedería si también la caverna se llenaba por completo? Era la muerte, sin esperanza alguna de salvación, porque ninguno creía poder encontrar un nuevo pasaje. Ciertamente, había otro: el del torrente; pero ya era tarde para pensar en llegar a él: la marea debía de haberlo cubierto del todo.

Cuando llegaron a la caverna encontraron medio metro de agua, que había pasado a través de la galería que conducía al refugio de los bandidos.

—¡Estamos presos! —dijo el marinero.

Se miraron aterrados unos a otros.

—¡El querer libertarme os cuesta la vida! —dijo Cirilo, mirando dolorosamente a Juan—. ¡Mejor hubiera sido que me hubieseis dejado en poder de los bandidos! antes que exponeros a semejantes peligros.

—¡No hay que desesperar aún! —dijo Sao-King—. La caverna tiene tres metros de alto, y el agua no la llenará.

—Y ¿cómo vamos a mantenernos a flote tres, cuatro o tal vez más horas? —preguntó Juan.

—¡Veamos! —dijo el holandés—. ¿Son muy fuertes las mareas aquí, amigo Dick?

—De tres a cuatro metros —repuso el bandido.

—¡Diablo! ¡Mala noticia!

—El suelo de esta caverna debe de tener lo menos un metro de elevación sobre el nivel del agua en la baja marea —dijo Sao-King—. Si la bóveda tiene otros tres o más, no llegará a ella el agua.

—También lo creo —repuso Dick.

—¿Has explorado por todas partes este antro? —preguntó Juan.

—No.

—Tal vez haya otro pasaje.

—¡Silencio! —dijo Juan, que desde hacía algunos momentos escuchaba con mucha atención.

—¿Qué ha oído usted? —preguntó José.

—Un ruido que viene de aquel ángulo. Parece que en aquel sitio se quiebran las olas.

—Vamos a verlo —dijo Cirilo—. ¡Tal vez esté allí la salvación!

Aquel ruido provenía de un ángulo de la caverna que se prolongaba en forma de corredor.

José, que llevaba la antorcha, miró la pared, sin encontrar abertura alguna. El ruido venía más bien de lo alto.

—¿Habrá un pasaje cerca de la bóveda? —preguntó José, levantando la antorcha.

—Sí; veo un agujero —dijo Dick, que se había subido sobre una enorme piedra.

José dio la antorcha a Cirilo, y luego se apoyó sobre las paredes, diciendo:

—¡Subid sobre mis hombros; soy fuerte como una roca!

No había momento que perder: las aguas que bajaban del torrente y las que penetraban por la galería que daba al mar se habían juntado, y la caverna estaba invadida por menudas oleadas que murmuraban a lo largo de las paredes.

Dick subió sobre los hombros del marinero, luego Juan se encaramó sobre los del bandido y desapareció por la abertura.

Su ausencia sólo duró medio minuto, que pareció un siglo a sus compañeros. Por último, se oyó su voz.

—¡Estamos salvados! —dijo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó José—. ¡Señor Ferreira, suba usted, y luego, los demás!

—¿Y usted? —preguntó el comisario.

—Un marinero sube por cualquier parte. ¡No se preocupen ustedes por mí!

Cirilo se unió a Juan, luego Sao-King y por último Dick, ayudado por sus compañeros.

José, que tenía ya el agua hasta las rodillas, se agarró fuertemente al saliente de una roca, apoyó los pies en una hendidura, y con un impulso de mono logró aferrarse a los bordes de la abertura.

—¡Lo conseguí! —dijo—. ¡Hasta sin escala! ¡Un marinero sube siempre! ¿A dónde va este pasaje?

—Al mar —repuso Juan.

—Entonces, dentro de una hora descansaremos en la isla. ¿Sabe usted nadar, señor Ferreira?

—No tema usted por mí —repuso el comisario—: Un par de millas no me importan.

—No habrá que nadar tanto.

Penetraron en el pasaje, que era muy ancho, y llegaron junto a una abertura que daba frente al mar.

—¡En marcha! —dijo el holandés, respirando a plenos pulmones la fresca brisa nocturna—. La aventura ha terminado mejor de lo que esperaba.

Y después de haberse asegurado la carabina a los hombros, se lanzó a las negras olas seguido por los demás.