CAPÍTULO XV

EXPEDICIÓN NOCTURNA

Como apenas era mediodía, antes de ponerse en marcha almorzaron el torpedo asado y carne en conserva, y después giraron en torno de la bahía, permaneciendo siempre en el bosque.

No eran de temer desagradables encuentros, porque Dick sabía dónde se encontraban los pueblos de los isleños, muy distantes de allí, pues los indígenas se habían ido a vivir a las costas orientales para librarse de la rapacidad de los piratas, que eran actualmente los verdaderos dueños de la isla.

La marcha fue muy fatigosa por lo espeso del bosque y las desigualdades del terreno, cortado de trecho en trecho por algunos riachuelos. Caminaron toda la tarde antes de llegar al extremo más septentrional, desde el cual podían verse las escolleras que servían de refugio a los Buitres del Estrecho de Torres.

Más allá de aquella punta la costa describía un amplio semicírculo entrante, cubierto de bajíos o de rocas coralíferas y con escasos canales navegables que sólo los piratas conocían.

Una nave que hubiese querido penetrar en ellos para atacar a los piratas habría tenido que renunciar a la empresa para no correr el riesgo de irse a pique.

—¿Es aquí donde se encuentra el refugio de tus compañeros? —preguntó }osé, frunciendo el ceño—. La verdad es que no podían haber encontrado mejor sitio.

—Mire usted allá —repuso Dick, extendiendo el brazo—. ¿Ve usted aquella doble fila de escolleras altísimas, entre las cuales hay un mástil?

—Sí —repuso el marinero.

—Pues allí es donde se ocultan, en una inmensa caverna marina que tiene varias salidas al mar y a la costa.

—¿Y aquel mástil? —preguntó Juan.

—Es el palo mayor de la goleta.

—¿Cómo podremos llegar al refugio?

—A nado.

—¿No tienen chalupas en la costa?

—A veces, sí.

—¿Y están guardadas siempre las entradas?

—Rara vez, porque los piratas no tienen nada que temer de parte de los salvajes.

—¿De modo que crees que podrás llevarnos hasta la caverna sin que nos vean?

—Sí, señor Ferreira. Conozco una galería submarina que durante la marea baja permanece casi en seco, y que comunica con una de las cavernas laterales. La descubrí un día por casualidad, y tal vez mis compañeros ignoren su existencia.

—¡Buena ocasión para tomar la plaza por asalto! —exclamó José.

—¿Nosotros solos? —dijo Juan.

—Si se presenta ocasión, la aprovecharemos.

—Dejemos esta empresa al señor Wan Praat —dijo Sao-King—. El dispone de cañones y de la gente necesaria.

—Señores —dijo Dick—, tendremos que aguardar a la noche y a la marea baja; de modo que convendría que no pasáramos de aquí. Los piratas pueden haber desembarcado para proveerse de frutas o de víveres, y un encuentro con ellos nos echaría a perder nuestro plan.

—Y comprometeríamos la vida del señor Ferreira y la nuestra —agregó Sao-King.

—Entonces, cenemos —dijo el marinero.

Como en aquel promontorio había muchos cocoteros, alcanzaron una docena de sus deliciosos frutos, abrieron algunas cajas de conservas y comieron con envidiable apetito.

Terminada la cena, el marinero y Sao-King encendieron sus pipas y se recostaron cómodamente en un bosquecillo de plátanos, aguardando tan tranquilos la hora de volver a ponerse en marcha.

Desde aquel lugar dominaban completamente la bahía, de modo que nada podía ocultarse a sus miradas.

Los piratas no daban la menor señal de vida. Sin la presencia de su nave, hubiera podido suponerse que se habían alejado para emprender una de sus correrías.

—Estarán de fiesta —había dicho Dick a Juan—. Eso sucede con frecuencia, y entonces acaban todos borrachos.

Hacia las once de la noche, los cuatro hombres salieron silenciosamente del campamento y subieron a lo largo de la costa.

Hacía algunas horas que la marea había comenzado a bajar, dejando al descubierto cierto número de bancos y de escollos.

—Llegaremos a tiempo —dijo Dick, que observaba atentamente la playa—. La galería estará libre.

Como la costa era muy sinuosa y no querían dejar el bosque, entre cuyas plantas podían encontrar seguro escondite, invirtieron más de dos horas en llegar frente a las escolleras que servían de refugio a los piratas.

Un brazo de mar las separaba de la costa, pero era poco para nadadores como ellos.

Sin embargo, antes de decidirse reconocieron la playa, a fin de cerciorarse de que no había en ella ningún centinela.

—Se creen seguros —dijo Dick—, y no toman la menor precaución. Átense ustedes las carabinas y las municiones a la cabeza, para que no se mojen, y síganme,

—¡Una palabra, amigo Dick! —dijo el marinero—. Nadarás siempre, delante de mí, que soy el encargado de vigilarte.

—¿Todavía desconfía usted?

—Aún no nos has dado prueba alguna que nos haga confiar en absoluto.

—¿No les he traído hasta aquí?

—Es verdad.

—¿Y no les conduzco a la galería?

—También es cierto; pero nos queda algún recelo. No sé el efecto que pueda causarte volver a hallarte en tu antiguo refugio.

—¿Una traición? ¡Jamás! —dijo el pirata, en tono solemne—. ¡Vengan ustedes!

Se ataron las carabinas a la cabeza en unión de las municiones, escondieron los víveres en el hueco de una roca y penetraron resueltamente en el agua.

Dick abría la marcha, siguiéndole José y el joven peruano. Sao-King marchaba el último.

La oscuridad era profunda; los expedicionarios tenían muchas probabilidades de llegar a la escollera sin ser notados. Con todo, iban inquietos. Aunque resueltos a llevar hasta el fin la peligrosa empresa, una viva ansiedad se había apoderado de ellos.

La muerte podía esperarlos en la escollera o en la galería submarina, y, además, no tenían completa fe en su aliado, que con un grito podía perderlos llamando la atención de los piratas.

Sin embargo, al menos por el momento, Dick no manifestaba ninguna mala intención: les aconsejaba de cuando en cuando que braceasen con menos ruido, y cuando alguno quedaba retrasado, se detenía o avanzaba a su encuentro para ayudarle.

Hacia las dos de la madrugada, los nadadores llegaban a la primera escollera, formada por enormes rocas que más parecían de naturaleza granítica que coralífera, dada su extraordinaria elevación.

Dick se detuvo bajo una roca que caía en el mar casi a pico, y escuchó.

Algunos gritos que parecían salir del fondo del mar llegaban a intervalos a sus oídos, mezclados con ruidos lejanos.

—¿Lo ven ustedes? —preguntó.

—Sí.

—Los piratas celebran una fiesta.

—Se diría que están muy lejos.

—Al contrario, se hallan más cerca de lo que parece.

—¿Dónde está la galería?

—¿Ha encontrado usted fondo?

—Sí; mis pies se apoyan en un banco de arena.

—La galería debe de encontrarse a mi derecha; antes que la marea vuelva, debemos estar fuera, o tendremos que quedar prisioneros durante cinco o seis horas.

Dick miró la roca algunos instantes y luego marchó resueltamente a la derecha, caminando sobre el banco de arena.

Cuando anduvo cincuenta metros, se detuvo ante una hendidura de tres pies de ancho y de bastante altura, de la cual salía con sordo rumor una corriente de agua.

—Aquí es —dijo.

—¿Es ésta la galería? —preguntó Juan.

—Sí, señor Ferreira. Aproxímese y escuche.

El joven peruano se acercó a aquel negro agujero y oyó a lo lejos, muy distintos y claros, los cánticos que había percibido antes.

—Parece que tus compañeros se divierten…

—Probablemente estarán todos ebrios —repuso Dick—. Mejor para nosotros: la vigilancia estará completamente descuidada.

—¿Es muy larga esta galería? —preguntó Juan.

—Tiene unos quinientos metros, y es muy sinuosa.

—No nos dejemos sorprender por la vuelta de la marea alta.

—Tenemos tres horas disponibles —repuso Dick—, y acaso más.

—¿No podría encenderse algún trozo de cuerda embreada? ——preguntó José.

—Sería una imprudencia —dijo el pirata—. Pero no teman nada. Conozco perfectamente este pasaje; de modo que agárrense bien a mi chaqueta y yo les guiaré a la caverna.

—¿Están cargadas las armas? —preguntó el marinero.

—Sí —respondieron Juan y Sao-King.

—¡Pues en marcha!

José se agarró a la chaqueta del pirata tanto para dejarse guiar como para impedirle que aprovechase aquella profunda oscuridad para escapar, y penetró en la hendidura seguido de Juan, y éste por el chino.

El agua seguía corriendo a través del pasaje por el continuo movimiento de la marea; pero todavía les llegaba a los expedicionarios a la rodilla.

Dick avanzaba con prudencia, llevando una mano apoyada en la pared izquierda, y pisaba el suelo, que estaba cubierto de arena.

De cuando en cuando se detenía para escuchar o para vencer la fuerza de la corriente, que cada vez era más impetuosa, y luego volvía a emprender la marcha a tientas porque la oscuridad era tan densa, que no se podía distinguir absolutamente nada.

En cuanto tropezaba en algún obstáculo, se apresuraba a avisar a sus acompañantes.

—¡Cuidado! ¡Aquí hay un hoyo! ¡Bajen la cabeza! ¡Inclínense a la izquierda! ¡Vayan muy unidos!

El pasaje comenzaba a estrecharse. A cada momento, aquellos cuatro audaces tenían que inclinarse para no romperse el cráneo contra la bóveda, formada por rocas que cortaban o desgarraban los vestidos.

Especialmente José, que era el más alto y el más grueso de todos, marchaba con suma dificultad. A pesar de eso, el bravo marinero conseguía siempre marchar adelante sin soltar la chaqueta del bandido, porque no tenía completa confianza en él.

—¿Dónde estamos? —preguntó José.

—En una caverna —repuso Dick.

—¿En la de los piratas?

—No, aún está lejos.

—Sin embargo, los cánticos de tus compañeros me parecen próximos.

—Aún tenemos que atravesar otra galería.

—¿Muy larga?

—De algunos centenares de metros.

—¡Adelante! —dijo Juan con voz sofocada.

—Sigan ustedes agarrados unos a otros.

Se inclinó a la derecha hasta encontrar la pared, y comenzó a seguirla muy despacio, palpando siempre el suelo, que tenía agujeros llenos de agua, y al cabo de pocos minutos llegó frente a un espacio vacío, de donde salía una fuerte corriente de aire impregnada de intenso olor a tabaco y alcohol.

—Estamos en el buen camino —dijo.

—¿Qué ruido es éste? ——preguntó José.

—Es una corriente de agua que corta la segunda galería.

—¿Agua marina?

—Creo que sí.

—¿Tiene otra comunicación con el mar este pasaje?

—Lo supongo.

—¡Ah, si se pudiese explorar!

—¿Para qué?

—Para coger en la trampa a tus queridos compañeros.

—No tenemos tiempo de hacerlo —atajó Dick—. Piensen ustedes que la marea puede sorprendernos en este pasaje y ahogarnos como a topos. ¡Vengan!

El bandido penetró en la segunda galería. El ruido que producía la corriente era tan fuerte, que ya no se oían los desentonados gritos de los piratas.

Era un ruido ensordecedor que produjo viva impresión en el ánimo de todos aun cuando supieran la causa de que procedía.

A los veinte o treinta metros, Dick advirtió a sus compañeros que habían llegado a la orilla del torrente.

—Tendremos agua hasta la cintura —dijo.

—¿Es ancho? —preguntó José.

—Sólo dos o tres metros.

Bajaron a la orilla y penetraron animosamente en el agua; pero apenas habían dado algunos pasos, cuando Dick retrocedió vivamente, lanzando un grito de dolor.

—¡Por el infierno! —exclamó, ganando rápidamente la orilla.

—¡Silencio! —exclamó José.

—¿Quieres hacernos traición?

—¡Las piernas me sangran! —repuso Dick.

—¿Te has herido con alguna arista?

—¡No, las morenas me han mordido!

—¡Mil cañones! —dijo José—. ¡Morenas aquí!

—He sentido una grandísima deslizárseme por entre las manos.

—No nos tragarán en cuatro bocados.

—¡Pruébelo usted!

—Las morenas de estos mares son terribles —dijo Sao-King.

—¿De dónde viene, pues, esta agua? —preguntó José.

—Seguramente de alguna caverna submarina —dijo Dick.

—Pues aquí no podemos estar —repuso Juan—. La marea puede sorprendernos.

—He aquí un obstáculo imprevisto —murmuró José.

—De todos modos, pasaremos —dijo Sao-King,

—¡Sí, pasemos! —repuso Juan—. ¡Cuchillo en mano y adelante!

—¡Yo el primero! —dijo el marinero.

Se lanzó al agua, dando cuchilladas a diestro y siniestro. Una de aquellas feroces anguilas le mordió en las piernas; pero en el acto abandonó la presa.

De una cuchillada, el marinero la había decapitado.

Otra mordió cruelmente a Sao-King en un costado, sin que el bravo chino lanzase un grito, aun cuando sintió agudo dolor.

El torrente fue atravesado, y los cuatro hombres se encontraron reunidos en la orilla opuesta.

—¡Aquí, Dick! —dijo José—. ¡Deja que me agarre a tu chaqueta, porque no veo nada!

—¡No huyo! —respondió el bandido—. Unos cuantos pasos más y llegaremos a la guarida de los piratas.

La galería subía entonces rápidamente, y a su extremo se veía vaga claridad que parecía causada por los reflejos de una hoguera.

Juan, el marinero y Sao-King montaron las carabinas. Sus corazones palpitaban fuertemente, y se sentían invadidos por vaga inquietud.

Sólo en aquel momento comprendieron el grave peligro que les amenazaba. Una imprudencia o un grito de Dick podía provocar un terrible ataque por parte de los bandidos, que de seguro no hubieran dado cuartel a aquellos audaces que habían descubierto su refugio.

—¡Dick —avisó José—, cuidado con lo que se hace! ¡Tengo el cañón de mi carabina a la altura de tu cabeza!

—Sí les traiciono, hagan fuego —repuso el bandido con voz tranquila.

—¿Estamos ya?

—Sí.

Habían llegado al extremo de la galería, y frente a ellos se veía una abertura circular. La atravesaron, encontrándose en una espaciosa caverna atestada de despojos de buque, barriles, sacos y armas de todas clases colgadas de las paredes.

De una ancha hendidura partía una luz vivísima, que se reflejaba contra las paredes del antro, haciéndolo brillar como si estuviera cubierto de millares de puntas cristalinas.

De aquella cavidad partían gritos, blasfemias, cantos y un incesante tintineo de vasos.

—¡Los bandidos están ahí! —dijo Dick, descolgando un fusil de la pared.

Impulsado por irresistible curiosidad, José iba a aproximarse a la hendidura, cuando tropezó en un cuerpo humano que estaba acostado en el suelo.

—¡Estúpido! —gruñó una voz que hizo estremecerse a Juan—. ¿Quiere usted aplastarme?

El hombre contra quien José había tropezado se levantó, haciendo sonar los eslabones de una cadena.

José levantó su carabina, dispuesto a abatirla sobre el morador de la caverna, mientras Sao-King, sacando rápidamente el cuchillo, se lo puso al bandido en el pecho, diciéndole:

—¡Si hablas, eres muerto!

Una exclamación entrecortada salió de los labios de aquel hombre.

—¡Esa voz!… ¿Estoy soñando?

Juan, pálido y tembloroso, se precipitó hacia el supuesto bandido, articulando con un esfuerzo supremo esta palabra:

—¡Cirilo!

—¡Mil rayos! —murmuró el marinero—. ¡Y yo que he estado a punto de romperle la cabeza!

Cirilo, porque era él, estrechó rápidamente entre sus brazos al bravo joven.

—¡Tú! ¡Juan! ¿Es verdad que no sueño? —repetía el comisario, teniendo siempre abrazado a su hermano.

—¡Sí; soy yo, mi pobre Cirio! —balbució el joven.

—¡Tú! ¡Juan! ¡Gran Dios! ¡Pero no! ¡Es imposible!

Reía y sollozaba a un tiempo. Por fortuna, los cantos y los gritos de los bandidos apagaban su voz.

—¡Te había llorado creyéndolo perdido, y eres el que ha venido a salvarme!

—¿Y el señor Vargas? —preguntó Sao-King.

—¡Cómo! ¡También tú, Sao-King! —exclamó Círilo——¡Déjame que te abrace!

—Señores —dijo Dick—, no nos detengamos demasiado; los bandidos pueden sorprendernos.

—Y no olvidemos que a estas horas la marea comienza a suba —agregó José.

—Hermano, ¿dónde se encuentra Vargas? —preguntó Juan.

—No está aquí —repuso Cirilo.

—¿No? —exclamaron a un tiempo Juan, Sao-King y José con dolorosa sorpresa.

—Se encuentra a bordo de la goleta.

—¡Mil millones de rayos! —exclamo José dándose un tremendo puñetazo en la cabeza.

—¿Estás seguro? —preguntó Juan.

—Sí; le he visto ayer.

—¿Y no podremos salvarle?

—Lo menos hay veinte bandidos de guardia en la nave.

—Señores —avisó Dick—, nuestra misión por ahora ha concluido. ¡En retirada!

—¿Y Vargas? ¿No le sacaremos de manos de los piratas? —preguntó Juan—. ¿Dejaremos incompleta nuestra empresa?

—Por el momento, contentémonos con lo hecho —indicó el marinero—. Más tarde veremos lo que se puede hacer para sacar de manos de los bandidos al señor Vargas. ¡Vámonos inmediatamente!

—Estoy encadenado —dijo Cirilo—. No puedo andar.

—Yo le llevaré a usted —exclamó José—. Dick, coge un hacha, que nos servirá para cortar la cadena.

Iba José a levantar a Cirilo, que tenía las piernas encadenadas, cuando un tumulto espantoso estalló en la caverna vecina.

Se oían romperse botellas y vasos, gritos de furor, y sillas y mesas ir por el aire.

—¡Ladrón! —gritaban varias voces.

—¡Huyamos! —dijo Sao-King oyendo que se acercaban.

—¡Ya vienen! —exclamó Dick—. ¡Pronto! ¡Escondámonos!

Les faltaba tiempo para refugiarse en el pasaje que los había conducido hasta allí. Los gritos se acercaban rápidamente.

—¡Allí, entre los barriles! —dijo Dick, empujando a Juan, al marinero y a Sao-King.

—¿Y mi hermano? —preguntó Juan.

—¡Dejémosle por ahora; luego le salvaremos!

—¡Sí, huid! —dijo Cirilo, arrastrándose hacia la pared y acostándose sobre una lona.

José, Sao-King y sus compañeros saltaron en medio de los barriles y de las cajas, escondiéndose entre un montón de cuerdas y velas.

Apenas se habían acurrucado, cuando un bandido se precipitó en la caverna, llevando empuñado un cuchillo.

Era un hombre alto y grueso como José, con torso erizado y larga barba inculta, que le daba aspecto feroz.

—¡Venid, canallas! —gritaba—. ¿Yo, ladrón? ¡Voy a mataros a todos!

Otros diez o doce piratas, también armados de cuchillos, penetraron en la caverna, amenazando.

Uno de ellos llevaba una antorcha.

—¡Ladrón! —rugieron los bandidos avanzando.

—¡El que se acerque es hombre muerto! —gritó el gigante, descolgando de la pared un hacha y haciéndola voltear en el aire—. ¡Vamos a ver quién se atreve a desafiar a Mac Blint!

—¡Yo! —dijo un pirata que vestía una chaqueta galoneada, empuñando una carabina y montándola precipitadamente—. ¡Quiero probar esta bala en tu piel de elefante!

—¡Aquí estamos también nosotros! —dijeron los demás, tratando de rodearle.

Dando un salto de tigre, el gigante se lanzó sobre el hombre que tenía la antorcha y le derribó de un hachazo; luego, aprovechándose de la semioscuridad, desapareció en la galería submarina.

Furibundos, los bandidos se precipitaron tras el fugitivo, mientras otros acudían de la caverna llevando antorchas, precedidos por un hombre que llevaba en la cabeza una gorra de capitán de Marina.

—¿Aún no habéis matado a ese bribón? —preguntó éste con voz áspera.

—¡Ha escapado, capitán! —repuso un bandido.

—¡Sois estúpidos! ¡Diez contra uno, y le dejáis marchar!

—Vamos a perseguirle.

—¡Que el infierno os trague a todos! ¡Apagad las antorchas y a dormir! ¡Mañana partimos!

—¿Y los demás? —preguntó una voz.

—Están en la galería.

—Cuando se hayan roto la cabeza, volverán —repuso el jefe—. ¡Acabemos de una vez! ¡Ya habéis bebido y disputado bastante!

Iban a volver a la primera caverna, cuando se vio desembocar a los hombres que habían seguido al gigante.

Volvían lanzando imprecaciones.

—¿Le habéis matado? —preguntó el jefe,

—Ha caído en el torrente con una bala en el cuerpo —repuso uno de los perseguidores.

—¡Un ladrón menos! —repuso el jefe—. ¡Fuera de aquí, y dejad dormir al prisionero!

Fue obedecido. Sacaron de allí al hombre muerto por el gigante, y se retiraron a la primera caverna, donde continuaron jugando y bebiendo.

—¡Ya era hora de que se fueran! —dijo José—. Comenzaba a perder la paciencia, y no sé por qué me he contenido en salir: sentía que las manos comenzaban a arderme.

—Hubiera sido una imprudencia imperdonable —dijo Sao-King.

—¿Habrán matado al bandido que se escapó? —preguntó Juan.

—Si lo encontramos, peor para él —dijo José—. Es grueso y alto como yo; pero no me da miedo. ¡Vámonos, que la marea está subiendo!