CAPÍTULO XIV

UN BANDIDO EN PELIGRO

El torpedo dotado de potencia tan formidable era plano, como todas las rayas, especie a que se parece mucho, en forma de disco, con prolongaciones debidas al gran desarrollo de las vejigas natatorias pectorales, que son amplias y carnosas, y provistos, además, de una cola resistente.

La piel era de color leonado, con algunas manchas más oscuras, y aunque sus dimensiones eran grandes, no pesaba más de seis libras.

Era un torpedo de la especie más terrible, puesto que puede producir tales descargas, que derriban a un hombre y le dejan inmóvil varios minutos.

Esos extraños peces, muy comunes en el Mediterráneo, lo mismo que los gimnotos que habitan los ríos de América del Sur, tienen un aparato que puede ponerse en parangón con una batería eléctrica, compuesto de discos de una sustancia especial homogénea y semitransparente.

Nada falta a ese aparato, que tiene sus polos y sus corrientes regulares; pero se agota después de la primera descarga. Esta batería es de grandísima utilidad a tales peces, porque, como son muy malos nadadores, difícilmente podrían proveerse de su subsistencia, y gracias a su poder eléctrico, que mata a distancia, se apoderan de la presa, y aun combaten a sus adversarios.

—¡Quién diría que en este cuerpo tan plano se oculta una pila! —dijo Juan, que miraba con viva curiosidad al torpedo.

—¡Y buena pila! —dijo José—. Tan potente, que al tocar a estos peces con un bastón, se recibe la inevitable descarga.

—Para los pescadores será una desagradable sorpresa.

—Sí, porque hacen sentir su descarga cuando están en las redes, y son más intensas cuando las mallas están mojadas.

—¿Y dónde tienen la batería?

—A los lados de la cabeza —repuso el marinero.

—Pero al comerlo no sentiremos ningún efecto, ¿no es verdad?

—Seguramente que no. Muerto el pez, la batería no funciona.

El marinero atravesó el torpedo con la baqueta de su carabina y lo colocó sobre las brasas, manteniéndolo a dos palmos del suelo por medio de dos ramas ahorquilladas. Muy pronto, un olor apetitoso se esparció en torno de la hoguera, aguzando el hambre de los expedicionarios,

—Mientras yo cuido del asado, Sao-King puede buscar algunas frutas —dijo el marinero—. He visto cocoteros en la entrada de la selva.

—Así lo haré —respondió el chino—; y de paso daré una vuelta para asegurarnos de que no vendrá nadie a perturbar nuestro almuerzo.

—Lleva la carabina —dijo Juan—. Nunca están de más las precauciones en esta isla.

Obedeció el chino y se alejó en dirección a la ensenada. Apenas habrían transcurrido diez minutos, y ya estaba asado el torpedo, cuando el marinero oyó agitarse el boscaje, a la vez que el rumor de pasos precipitados.

—¡Señor Juan! —dijo, poniéndose rápidamente en pie y empuñando la carabina.

—¿Qué sucede? —preguntó el joven, preparándose de igual modo.

Un instante después aparecía Sao-King, jadeante, sudoroso y con el rostro descompuesto.

—¡Pronto! ¡Apagad el fuego! ¡Los salvajes!

—¿Le siguen? —preguntó José.

—¡No; no me han visto, pero están desembarcando en la bahía inmediata!

—¿Cuántos son? —preguntó Juan.

—He visto una doble canoa llena.

—¿Estás seguro de no haber sido descubierto?

—Me hallaba entre un matorral, y bastante lejos.

—¿Vendrán por aquí? —preguntó José, mientras arrojaba hierba sobre las brasas para extinguir el fuego.

—No lo sé —respondió Sao-King.

—Hay que vigilarlos —dijo el marinero—. ¿Han desembarcado?

—No.

—¿Se dirigían hacia la bahía?

—Estaban a trescientos pasos de la playa.

—Señor Juan —dijo el marinero—, dejemos el almuerzo para más tarde, y vamos a ver qué dirección toman esos caníbales.

José colgó el pez asado al extremo de una rama, y todos se pusieron en marcha. No habría más de trescientos metros desde el sitio donde se encontraban hasta la margen del bosque y los recorrieron en poquísimos minutos. Cuando llegaron a los últimos árboles vieron que los salvajes habían desembarcado ya. Iban hasta una docena, todos de alta estatura y formas atléticas, con la piel casi negra y cabellera abundante y recogida por un peine de madera, como los habitantes de la Papuasia. Llevaban faldellines cortos de una especie de tela oscura, adornada con franjas de fibras de coco, y en el cuello y en los brazos collares y brazaletes de madreperlas y dientes humanos. Todos iban armados de lanzas, mazas y cuchillos de piedra, y algunos hasta de arcos.

Mientras varios embarrancaban la embarcación, formada por dos canoas unidas por un pequeño puente y con un mástil que sostenía una vela triangular hecha de finos juncos trenzados, otros se dirigieron hacia el bosque para recoger leña seca.

—¿Habrán desembarcado para almorzar? —preguntó Sao-King.

—A mí me parece que no son indígenas de esta isla —dijo el marinero—. Más bien parecen papúes.

—En tal caso, embarcarán después de haber comido —exclamó Juan.

—Así lo creo. Pero ¿qué sacan de la canoa?

—¡Un hombre atado! —gimió Sao-King.

—¡Un blanco! —murmuró Juan con viva emoción—. ¿No lo ven ustedes?

—¡Mil rayos! —murmuró José.

—¿Un europeo? ¿Dónde han cogido a ese pobre hombre? De pronto, Sao-King lanzó un grito de estupor.

—¡Yo conozco a ese hombre! ¡Amigo Juan, mírele con atención!

—¿Será posible? ¡El bandido rubio!

—Sí; el que nos condujo a la caverna. ¡Él es!

—¡Imposible, Sao-King! Ese hombre debió de ahogarse al tirarse del Alción.

—¡Pues es el bandido rubio!

—Pero ¿de qué bandido hablan ustedes? —preguntó José, que no entendía lo que decían sus compañeros.

—Cuando abordamos al Alción, ¿no vio usted que uno de aquellos bandidos se lanzó al mar?

—Sí, me acuerdo.

—Pues ese hombre es el que los salvajes llevan atado.

—¿Cómo puede haberse salvado ese bribón?

—La explicación no me parece difícil —dijo el chino—. Tomaría el largo nadando bajo el agua, y luego ha sido recogido por los salvajes.

—¡Pues le compadezco! —dijo el marinero—. Me parece que los salvajes tratan de ponerle en el asador.

—Y ¿le dejaremos devorar a nuestra vista? —exclamó Juan.

—¡Estaba condenado a muerte! —repuso el marinero—. Ahorcado o comido, me parece que es lo mismo.

—¡No! —dijo Sao-King—. Ese hombre puede sernos más útil que a los devoradores de carne humana.

—¿De qué manera?

—Haciéndole confesar dónde están los señores Ferreira y Vargas. ¡Quién sabe! Tal vez no sea tan malo como creemos y nos agradezca que le salvemos de la muerte.

—¡Hum! —gruñó el marinero, meneando la cabeza.

—Sí, salvémosle —remachó Juan—. Además, no podemos presenciar con indiferencia una escena tan repugnante.

—¿Lo quieren ustedes? —preguntó el marinero.

—Sí.

—Estoy dispuesto a fusilar a esos canallas. Luego veremos si hemos realizado una buena acción o una tontería.

En poco tiempo, los salvajes habían acumulado una porción de leña seca, y arrastraron hacia allí al bandido a pesar de su desesperada resistencia.

Los tres expedicionarios se lanzaron carabina en mano, dispuestos a combatir. Contaban más con el ruido de las detonaciones que con las balas para ahuyentar a aquellos salvajes, que tal vez no conocieran las armas de fuego. De pronto vieron a uno de aquellos caníbales empuñar una maza y levantarla sobre la cabeza del prisionero.

José, que no perdía de vista a los antropófagos, apuntó rápidamente la carabina e hizo fuego. El salvaje, herido en el pecho, dio dos vueltas sobre sí y cayó muerto.

Asustados al oír el disparo, los demás se precipitaron hacia su barca, mirando por todas partes y lanzando gritos de terror.

—¡Fuego! —gritó José.

Sao-King y Juan descargaron sus armas. Los salvajes, ya espantados por el primer disparo y por la muerte de su compañero, se alejaron precipitadamente y huyeron a fuerza de remo, sin cuidarse ya del prisionero.

—¡He aquí una victoria ganada sin mucho esfuerzo! —dijo el marinero—. Tratemos ahora de que el prisionero no se aproveche de nuestra intervención para escapar.

—Me parece que no tiene mucho deseo de ello—-repuso Sao-King—; creerá que somos sus compañeros.

—¡Veremos la cara que pone cuando se encuentre con nosotros! ¡Mala sorpresa va a tener!

Aunque tenía atadas las piernas, el bandido se arrastraba hacia el bosque, donde aún flotaban las nubecillas de humo de las carabinas.

Seguro de haber sido socorrido por sus compañeros, avanzaba gritando:

—¡No disparéis, amigos! ¡Soy Dick!

Juan esperó a que llegara a pocos pasos, y saliendo luego de improviso, le dijo:

—Mucho gusto tengo en verte aún vivo, Dick, y en haberte salvado de los infames que querían tostarte.

Al verle, el bandido se detuvo como herido por el rayo.

—¡Usted! —balbució—. ¡Usted, señor! ¿No me engaño?

—¡También yo te doy la bienvenida! —saltó Sao-King, apareciendo junto al joven peruano.

—¡Gracias por su inesperada intervención! —dijo—. Pero no valía la pena de librarme de los salvajes para ahorcarme después; porque supongo que no Cometerán la tontería de dejarme escapar.

Luego, encogiéndose de hombros, dijo con filosófica resignación:

—¡Bah! Ya me daba por muerto, y he vivido veinticuatro horas más de lo que pensaba. Señor Ferreira —añadió—, si quiere usted ahorcarme, al lado tiene un árbol muy a propósito para la operación.

—¡Por Baco! —exclamó José—. ¡Este pirata tiene audacia!

—Dick —dijo Juan—, no te hemos salvado del asador para ahorcarte. En ese caso, te hubiéramos dejado en manos de los antropófagos.

—¿Qué dice usted? —preguntó el pirata, en el colmo del asombro.

—Que no te ahorcaremos.

—Al menos por ahora —añadió Sao-King.

—¡Eso ya es algo! —dijo el bandido, sonriendo—. Sin embargo, permítanme ustedes que les diga que me parece muy extraña su generosidad después de lo ocurrido.

—¡Poco a poco! —dijo el marinero—. El árbol no se ha caído todavía, y aún podría sostener en el aire tu cuerpo.

—¿Qué quiere usted decir con eso?

—Que antes de concederte la vida tenemos que hablar. ¿Quieres vivir?

—¡Eso no se pregunta!

—Entonces, siéntate y hablemos un poco. Ya estamos libres de salvajes.

—¡Quítenme al menos las ligaduras, que me martirizan!

—Ya está hecho —dijo Sao-King, cortando las ligaduras con el cuchillo—. Pero te advierto que si tratas de huir, te mataremos a balazos.

—No tengo intención de escapar. Hablemos.

Iba Juan a hablar, pero Sao-King le detuvo con un gesto.

—Déjeme a mí —le dijo en voz baja.

Después, dirigiéndose al pirata, añadió en voz alta:

—Queremos que confirmes lo que nos ha contado Strong.

—¿Sobre qué?

—Acerca de los señores Ferreira y Vargas. ¿Es verdad que antes de llegar al Estrecho de Torres encontrasteis una de vuestras naves?

—Sí —repuso Dick, cayendo en el lazo tendido por el astuto chino.

—¿Es cierto que nuestros amigos han sido llevados a vuestra guarida?

—También es cierto.

—¡Has salvado la vida, Dick! —gritó Juan, no pudiendo reprimir su alegría.

—¡Todavía no, Juan! —dijo Sao-King—. El amigo Dick no ha terminado todavía.

—¿Qué más quieren saber? —preguntó el pirata, con inquietud.

—¿Dónde se encuentra el refugio de tus compañeros?

—¿Para sorprenderlos?

—No; para salvar a mi hermano y al señor Vargas —dijo Juan.

—¡Allí encontrarán ustedes la muerte! —exclamó Dick.

—Eso no te importa a ti —dijo Sao-King—. Habla, o preparo el lazo que ha de enviarte al otro mundo.

—¿Qué prisa tienen?

—No podemos perder tiempo.

—¡Diablo! —murmuró el bandido, rascándose la frente—. Al menos, díganme ustedes antes dónde se encuentra su nave.

—Está muy lejos —repuso Juan.

—Entonces, ¡Strong no está aquí!

—Ha muerto.

—¿Me lo aseguran ustedes? Si aún viviera y llegase a saber que había traicionado a sus compañeros, me haría pedazos.

—Repito que ha muerto.

—Despacha pronto —bufó José, que ya empezaba a perder la paciencia—. No hemos desembarcado por el gusto de charlar contigo. O nos llevas al refugio o vas a la cuerda.

—¿Se limitarán ustedes a librar a los señores Ferreira y Vargas? —preguntó el pirata.

—Nosotros, sí.

—¿Y el comandante de la nave no asaltará después nuestro refugio?

—No podemos responder de sus intenciones —dijo el marinero—. Pero tu vida será respetada.

—Entonces, acepto.

—¿Dónde se encuentra esa guarida?

—A dos o tres millas de aquí, entre los escollos de la playa septentrional.

—¿Tienen tus compañeros una nave?

—Sí; una goleta rápida y bien armada, que es la que ha traído a los señores Ferreira y Vargas, y la que nos encontramos en el Mar del Coral.

—¿Vive aún mi hermano? —preguntó Juan con voz angustiada.

—Estoy seguro de ello, porque nuestro jefe tenía un propósito acerca de esos dos hombres.

—¿Cuál era?

—Imponer un fuerte rescate por su libertad.

—¿Cuántos hombres hay en vuestro refugio? —preguntó el marinero.

—No lo sé, porque después del naufragio de nuestra nave, que ocurrió hace tres meses, no he vuelto a esta isla; pero deben de ser muchos y bien armados.

—¿Lograremos salvar a los prisioneros? —preguntó Sao-King.

—La empresa no es fácil; pero no desespero de lograrlo, porque conozco todas las entradas del refugio.

—¡Dick——exclamó José con voz grave—, cuidado con lo que te propones, porque si nos traicionas, palabra de holandés que te arrancaré la piel a pedazos!

—Me han salvado ustedes de una muerte horrible y, por tanto, les debo gratitud —repuso el bandido en un tono que parecía sincero—. Soy tal vez menos malo de lo que ustedes creen, y los delitos de mis compañeros comienzan a pesarme en la conciencia. Yo les demostraré que un pirata puede regenerarse, ser hombre honrado y cumplir su palabra.

—Pronto lo veremos —dijo el marinero.

—¿Lo duda usted?

—Sí.

—¡Tiene usted razón! —dijo el pirata con cierta amargura—. Hasta ahora he sido un miserable, y tienen ustedes derecho a considerarme como tal. ¡Señores, que tengo prisa por demostrar lo contrario!