CAPÍTULO XIII

LOS TORPEDOS MARINOS

La oscuridad favorecía la aproximación de los tres valientes, sin exponerlos al peligro de ser vistos por los salvajes o por los piratas. La luna se había puesto hacía ya algunas horas, y las estrellas, cubiertas por un ligero velo de nubes procedentes de las costas septentrionales de Australia, se reflejaban débilmente en la superficie del mar.

La ballenera, impulsada por cuatro remos vigorosamente manejados por el marinero y por Sao-King, en pocos minutos llegó a las primeras escolleras que cubrían las costas de la isla, internándose en un estrecho pasaje donde las olas rompían con violencia, rugiendo sordamente.

—¡Despacio! —dijo José, midiendo con el remo la profundidad del agua—. No expongamos a nuestra ballenera al peligro de romperse. Estos malditos corales están erizados de puntas duras como el acero.

—El paso me parece libre —dijo Sao-King, que se había levantado para ver mejor.

—Y la playa está desierta —añadió Juan.

—¡Cuidado; no vayamos a caer en la boca del lobo! —repuso el marinero—. No sabemos dónde tienen su guarida los piratas, y podría hallarse más cerca de lo que nos figuramos.

—Nos aproximaremos sin hacer ruido —dijo Juan.

Volvieron a empuñar los remos y penetraron en el canal, flanqueado por pequeñas escolleras, teniendo la vista fija en la playa, la cual se delineaba a menos de trescientos metros.

Una vez salidos de aquel caos de rocas madrepóricas que los amenazaban por todas partes, hicieron alto un momento para cerciorarse de no haber sido seguidos por nadie, y luego se dirigieron a toda prisa hacia la playa, embarrancando la ballenera en la arena.

Iban a coger las armas y a correr a esconderse bajo los árboles, que en aquel sitio abundaban, cuando José contuvo a sus compañeros, diciéndoles:

—¡Íbamos a cometer una imprudencia imperdonable!

—¿Cuál? —preguntó Juan.

—Si los salvajes y los piratas encuentran aquí la ballenera, comprenderán que han desembarcado europeos, y se pondrán a la caza para descubrirnos.

—Es verdad.

—Antes de ocultarnos en los bosques, busquemos un escondrijo para la ballenera.

—La cual nos es necesaria para atravesar el estrecho y llegar a la Groninga —dijo Sao-King.

—Y ¿dónde encontrar ese escondrijo? —preguntó Juan—. La costa no tiene ninguna bahía.

—Y, además, no podríamos utilizarla —añadió el chino.

—Estos escollos tienen cavernas —dijo José—. He visto muchas semejantes.

—Pues busquemos una —añadió Juan.

Botaron al agua la ballenera, y con unos cuantos golpes de remo volvieron al canal e inspeccionaron las escolleras, en las cuales no fue difícil encontrar una caverna marina suficiente para contener la embarcación. La sujetaron sólidamente para que la marea no la arrastrase, y luego, cogiendo las armas, las municiones y los víveres, se encaramaron sobre la escollera para tratar de alcanzar la costa sin verse obligados a lanzarse a nado.

—Allí veo un banco de arena que se prolonga hasta la playa —dijo Sao-King, que tenía la vista agudísima—. Apenas nos bañaremos los pies.

—¡Démonos prisa! —repuso el marinero—. De un momento a otro podemos ser descubiertos.

Recorrieron rápidamente la escollera, y al llegar al banco, lo atravesaron, sumergiéndose solamente hasta las rodillas.

—Ya estamos —dijo el marinero, lanzándose hacia la playa—. Allí hay un bosque que nos suministrará seguro asilo, al menos por el momento.

—¿No habrá salvajes ocultos bajo aquellas plantas? —preguntó Sao-King.

—Procedamos con precaución —repuso Juan—. En cuanto encontremos una espesura, acamparemos hasta que venga el alba.

—Y celebraremos consejo —agregó el gigante, montando la carabina.

Una zona arenosa de un centenar de metros de ancho dividía el bosque. Ya seguros de estar solos, avanzaron resueltamente y llegaron a la margen del bosque, formada por pinos marítimos y acacias gomíferas ricas en hojas. No queriendo apartarse mucho, del mar por temor a encontrarse de improviso frente a cualquier campamento de salvajes, se detuvieron junto a un grupo de eucaliptos alrededor de cuyos troncos crecían mimosas espesísimas. El marinero dio primero la vuelta a la espesura, y luego, más tranquilizado, dijo a Sao-King:

—Por ahora no tenemos nada que temer, de modo que podemos decidir qué hacemos sin temor de ser escuchados por nadie.

—¿Le ha informado a usted el comandante de nuestros proyectos? —le preguntó Juan.

—Sí, y yo he sido quien le ha rogado que me dejase acompañarles. Se trata de buscar la guarida de los piratas.

—Tal es nuestra intención.

—Y cerciorarse de si su hermano y el oficial se encuentran en poder de esos bandidos.

—Exacto.

—La cosa no será fácil; pero tenemos ocho días, y en ese plazo se puede hacer mucho.

—¿Dónde cree usted que tendrán su guarida esos bandidos?

—A un marinero amigo mío que naufragó en estas playas hace algunos años le he oído hablar de ciertas cavernas maravillosas que se encuentran en las costas septentrionales de la isla, y se me ha ocurrido la sospecha de que los bandidos la hayan escogido para refugio suyo.

—¡Ah! —exclamó Juan—. ¿Le han contado a usted eso?

—Sí; y, además, creo que no será difícil encontrar el sitio donde se esconden los piratas, por la siguiente razón.

—Explíquese usted, José.

—¿Se acuerdan ustedes de la nave que precedía al Alción?

—Sí.

—Estoy seguro de que pertenecía a los piratas.

—¿Qué se lo hace a usted suponer?

—Su misteriosa desaparición. Si hubiera sido una nave mercante, de seguro la hubiéramos visto al final del estrecho o en el golfo de Carpentaria; de modo que me figuro que habrá anclado en cualquier seno de esta isla y que no será difícil descubrirla, ya que una nave de ese porte no es una chalupa que puede esconderse en una caverna. Es más; creo que su hermano y el oficial han sido transbordados a ese barco.

—La misma sospecha se le ocurrió al comandante —dijo Sao-King.

—Por ahora, vamos a buscar el buque —añadió José—. Luego encontraremos la guarida de los bandidos y a sus dos compañeros.

—Entonces marcharemos hacia las costas septentrionales de la isla —dijo Juan.

—Y sin apartarnos del mar. ¡Ah! Si pudiésemos utilizar la ballenera…

—Probablemente, no iríamos muy lejos —dijo Sao-King—. Los piratas nos verían en seguida.

—Pues bien, señores; en espera de que amanezca, descansemos —dijo José—. Creo que por el momento no nos amenaza ningún peligro.

Se recostaron entre las plantas, y, seguros de no haber sido vistos y de no ser molestados, se entregaron al sueño.

Un griterío ensordecedor les hizo abrir los ojos. El sol despuntaba, y una bandada de papagayos de plumas amarillas y verdes en el dorso y en el vientre, y azules y rojas en la cabeza, saludaba los primeros rayos de luz.

—Los pájaros tocan diana —indicó José, estirándose—. ¡Ya es hora de marchar!

Comieron unos cuantos bizcochos y un trozo de carne en conserva, y salieron del bosque, deteniéndose en su orilla extrema.

—Veamos ante todo si estamos solos —dijo Sao-King—. Pudiera haber cerca alguna aldea de salvajes.

Aquella parte del bosque parecía desierta. Únicamente se veían grupos de colosales araucarias, de mirtos, de helechos, de ortigas gigantescas que paralizan la mano que las toca, y de árboles gomíferos de tronco blanco, mezclados con stringy block, de corteza fibrosa. Espléndidas flores crecían alrededor de aquellos troncos enormes: macizos de magnolias, de pelargonios parecidos a dalias, lirios reales que mostraban a diez metros de altura soberbias flores aterciopeladas de tres pies de circunferencia.

—No veo más que árboles y flores —dijo el marinero, después de haber mirado en todas direcciones.

—Y papagayos —añadió Sao-King.

—Los salvajes deben de dormir aún en sus cabañas o no frecuentan estos sitios.

—¡Tanto mejor! —dijo Juan.

—Vamos a mirar al mar —aconsejó Sao-King.

—La idea es buena —dijo el marinero—. Tal vez los piratas hayan comenzado ya sus correrías. Dudo que la Groninga haya esquivado su vigilancia.

—La hubieran atacado.

—Es un bocado demasiado grande, señor Ferreira.

Montaron las carabinas y se dirigieron hacia el mar, ocultándose todo lo posible de mata en mata, haciendo salir infinidad de aves que probablemente tendrían en ellas sus nidos: soberbios argos, que parecían del tamaño de pavos, más por la abundancia de plumas que por su verdadero grosor, y semejantes también a los pavos reales, aunque sin los magníficos colores de éstos; pájaros-liras, así llamados porque las plumas de la cola tienen la forma de dicho instrumento; cacatúas de blanquísima pluma con el pecho rosado y la cabeza escarlata.

Todas estas aves huían sin manifestar gran temor, lo cual demostraba que aquella parte de la isla no era frecuentada por los piratas ni por los indígenas.

Al cabo de pocos minutos, el marinero y sus dos amigos llegaban a la orilla del mar, que se extendía hasta perderse hacia el Oeste, porque por aquel lado no se veía tierra.

José avanzó algunos pasos para observar la costa, que se remontaba hacia el Septentrión, cuando se le escapó una exclamación:

—¡Ya lo había dicho yo! ¡Los piratas!

Al extremo de una larga escollera que flanqueaba las playas de la isla avanzaba lentamente un pequeño buque con velas de forma esbelta. Era una graciosa goleta de unas ciento cincuenta toneladas, con la proa casi cortada en ángulo recto, y que se deslizaba con seguridad a través de aquellas peligrosas rompientes, pasando de un canal a otro.

La distancia no permitía distinguir su armamento ni la gente que la tripulaba; pero José no tenía la menor duda de que pertenecía a los Buitres del Estrecho de Torres.

Realmente, ¿qué nave podría recorrer aquel peligrosísimo estrecho, con riesgo de ser asaltada por aquellos feroces isleños o estrellarse contra los escollos?

—¿La ven ustedes? —preguntó el marinero.

—Sí —repuso Juan.

—Estoy seguro de que pertenece a los Buitres.

—¿Será tal vez la que precedía al Alción? —preguntó Sao-King.

—De fijo —repuso José.

—¿Irá tal vez a espiar a la Groninga?

—Tal vez quiera cerciorarse del camino tomado por nuestra nave.

—¿Viene de las costas septentrionales? —preguntó Juan.

—Sí —repuso el marinero.

—Entonces, la guarida de los piratas debe de encontrarse allí.

—Veamos primero adonde va esa goleta —dijo Sao-King.

Se escondieron tras un bosquecillo siguiendo con la mirada al pequeño velero, que continuaba penetrando en el estrecho aprovechando la fresca brisa matutina y bogando con extraordinaria rapidez.

—¡Es una auténtica nave de carrera! —dijo José, que la espiaba atentamente—. Va muy bien manejada; y si la Groninga quiere darle caza, no tendrá poco quehacer.

—Se quedará atrás —dijo Sao-King—. Ese buque es muy pesado.

—Tiene usted razón.

—¿Estarán a bordo de ese buque mi hermano y el señor Vargas? —dijo Juan con voz entrecortada.

—Se encontrarán en la guarida de esos bandidos —repuso el marinero—. Esa goleta busca a la Groninga. ¡Miren! ¡Va a virar de bordo!

El buque avanzó tres o cuatro millas para dominar mejor el estrecho, y luego se volvió hacia el Este describiendo un amplio semicírculo alrededor de un grupito de islas que se veían en aquella dirección. Durante algunas horas desapareció tras aquellas minúsculas tierras, se mostró de nuevo hacia la punta septentrional de Mera, y por último desapareció entre los escollos.

—La guarida de los bandidos se encuentra en aquella dirección —dijo José—. Caminando aprisa, podemos acampar esta noche en la punta septentrional de la isla.

—Y quizá no lejos de la guarida.

—¡Partamos! —dijo Juan resueltamente.

Volvieron al bosque y se pusieron en marcha, manteniéndose, sin embargo, a poca distancia del mar, con el fin de poder refugiarse, en caso de apuro, en los innumerables escollos de la costa.

La selva que parecía cubrir toda aquella isla no era, sin embargo, tan espesa que dificultase la marcha de aquellos tres audaces. Había grandes espesuras de plátanos silvestres y de rododendros; pero de cuando en cuando los eucaliptos, los araucarias, los blood wood o madera de sangre y los pinos gigantes dejaban pasos bastante amplios; por otra parte, en las islas del Estrecho de Torres no había aquellas intrincadas espesuras de bejucos y plantas que se observan en los bosques de la Papuasia.

Frecuentemente, saltaba de algún matorral, como gigantesca rata, alguna saviga, o bien algún macropus fasciato, parecido a las ardillas por el color del pelo. Otras veces era una piara de pequeños cerdos salvajes.

Pero aun cuando el marinero hubiera deseado un asado de carne fresca después de tantas semanas de navegación, tuvo que resistir forzosamente a la tentación, porque cualquier disparo podría atraer contra ellos a los salvajes o a los piratas, comprometiendo el éxito de la expedición.

Apenas habían recorrido tres millas, procediendo siempre con infinita cautela, cuando se encontraron de improviso frente a una profunda ensenada cuya extremidad estaba cubierta por bancos de arena.

—Si damos la vuelta, vamos a perder un par de horas —dijo José—. ¿Les parece a ustedes que utilicemos ese banco para abreviar el camino?

—No veo en ello inconveniente —repuso Juan—. Esta ensenada me parece desierta.

—Y los bancos están tan unidos, que apenas tendremos que mojarnos los pies —agregó Sao-King.

—Pues marchemos —exclamó el marinero.

Bajaron a la orilla y penetraron a través de los bancos, que la marea baja había dejado casi en seco; pero apenas habían dado unos cuantos pasos, cuando José, que los precedía, cayó de golpe lanzando un grito de dolor.

Sao-King se lanzó en el acto para ayudarle a levantarse; pero a su vez se sintió derribado por una fuerza misteriosa que le entorpecía los miembros.

—¡Amigo Juan! —exclamó, haciendo un gesto de dolor—. ¿Qué diablos se esconderá bajo esta arena?

En el mismo instante, el joven peruano, que tenía metidos los pies en aquella arena poco resistente, se sintió proyectado hacia adelante por una formidable sacudida que se propagó por todo su cuerpo como la descarga de una batería eléctrica. José se había levantado; pero volvió a caer, lanzando un nuevo grito de dolor.

Las arenas se agitaban bajo sus pies, y parecía que una fuerza extraña se desencadenaba entre aquellas mirladas de corpúsculos casi invisibles.

—¡Huid! —gritó a sus compañeros—. ¡Son los torpedos!

Cogidos de la mano, Juan y Sao-King se lanzaron hacia la orilla para volver al bosque; pero las sacudidas no cesaban por esto, aunque disminuyeron en intensidad. Sus músculos se contraían, y a cada paso corrían peligro de caer de una a otra parte. Sin embargo, haciendo un último esfuerzo, lograron salir del banco de arena y refugiarse entre los árboles.

José logró seguirlos a costa de no pocos esfuerzos.

—¡Que el diablo se lleve todos los torpedos de estas islas! —dijo, dejándose caer al suelo.

—¡Los torpedos! —exclamó Juan—. Si hubieran estallado, a estas horas no nos contaríamos en el mundo de los vivos.

—No son los torpedos que se usan en la guerra —repuso José, riendo—. Son peces endiablados, parecidos a las rayas, y que tienen en su cuerpo una verdadera batería eléctrica.

—Y ¿dónde estaban escondidos esos peces?

—En la arena. Cuando el agua se retira, tienen la mala costumbre de ocultarse en los bancos, en espera de la marea que vuelva a ponerlos a flote.

—De modo que los desgraciados que los tocan…

—Saltan como si padecieran el baile de San Vito —dijo José.

—Y no son mal bocado —añadió Sao-King—. He pescado algunos como ésos en los mares de la China.

—Y, además, no podrán hacernos ahora mucho daño —agregó el marinero—, porque deben de haber agotado su energía eléctrica.

—Es casi mediodía —dijo Juan, mirando al reloj—; de modo que almorcemos. Lo mismo da detenernos aquí que más adelante.

—Entonces podemos permitirnos el lujo de un asado —dijo José—. La punta septentrional no está muy lejana, y, para no ser descubiertos, es preferible llegar allí después de puesto el sol. Sao-King, si no teme usted las sacudidas, vamos a desenterrar el almuerzo.

—Mientras tanto, encenderé el fuego —dijo Juan.

—Entre algún matorral muy espeso —aconsejó el marinero—. Los salvajes podrían ver el humo y venir a estropearnos la digestión.

Provistos de dos palos, el chino y el holandés volvieron al banco, avanzando lentamente para no recibir otra descarga.

Llegados al sitio donde habían caído, comenzaron a levantar la arena; pero apenas abrieron un agujero, ambos sufrieron una sacudida, aunque poco intensa.

—Los torpedos están escondidos aquí debajo —dijo el marinero.

Ensancharon rápidamente la excavación, y pronto vieron agitarse en el fondo de ella un pez plano, casi de un metro de largo. Sao-King levantó el palo, pero el marinero le contuvo.

—¡Poco a poco! —dijo—. Va usted a recibir otra descarga.

—¡Una más o menos, poco me importa! —repuso el chino.

—Podemos evitarla.

Cogió el cuchillo y con maravillosa destreza lo lanzó contra el torpedo, pasándolo de parte a parte.

El pez se agitó un instante, descargando inútilmente su batería eléctrica, y luego quedó inmóvil.

—¡Ya tenemos bastante! —dijo José—. Nos quedará también para la cena.

Agarró al pez por la cola y lo arrastró por el banco hasta llegar a donde Juan los esperaba después de haber encendido una hoguera en una espesura de gigantescas araucarias.

—Aquí está el almuerzo —dijo José—. Si no fuera bastante, aún encontraríamos más entre la arena.

—¡Ah! ¡Veamos! —exclamó Juan, mirando con curiosidad la presa—. ¿Es realmente uno de esos animales que nos han hecho danzar?

—Es un verdadero torpedo, señor —respondió José—. En cuestión de peces, soy entendido.