CAPÍTULO XII

LA MUERTE DEL PIRATA

No queriendo abandonar el Alción, que representaba una buena presa, aun cuando estuviera necesitado de grandes reparaciones, Wan Praat hizo pasar a dicha nave a quince marineros y un oficial, dándoles la orden de buscar un refugio cerca del Cabo York y esperar su regreso.

El bravo comandante estaba resuelto a llegar hasta el fin y sorprender a los Buitres del Estrecho de Torres en su refugio antes de abandonar aquellos peligrosos parajes; pero quería averiguar primero qué había sido de los dos desgraciados compañeros de Juan y de Sao-King, tan misteriosamente desaparecidos.

Mientras el Alción se dirigía lentamente hacia la costa australiana y la Groninga avanzaba hacia el Estrecho, el comandante dio orden de conducir a cubierta a Strong, que estaba encerrado y cargado de cadenas en uno de los camarotes de la estiba.

Cuando el bandido apareció sobre la toldilla entre dos marineros armados, y vio al Alción alejarse, arrugó la frente e hizo un gesto de ira.

—¡Perder esa nave, cuando ya era mía y estaba casi a salvo! —exclamó, crujiendo los dientes—. ¡Tantas fatigas perdidas en un momento!

—Ha sido usted verdaderamente desgraciado, señor Strong —dijo el comandante con ironía—. Ya estaba usted en el puerto.

—¡Pues no ha acabado todo! —repuso el bandido con siniestra sonrisa—. ¡Tal vez en lugar de un buque cogeremos dos!

—La Groninga no es el Texel ni la Schelda

Al oír estas palabras, el pirata se estremeció.

—¡El Texel! ¡La Schelda! —exclamó con voz sorda—. ¿Qué sabe usted de eso?

—Sé muchas cosas sobre las fechorías de los buitres del Estrecho de Torres.

Un taco rotundo se escapó de los labios del bandido.

—¡Juan y Sao-King nos han vendido! —dijo con ira—. Debía haber guardado el secreto; pero aún efetoy a tiempo de vengarme.

—¡Pruebe usted!

—¡Ya se verá! ¿Para qué me ha hecho usted llamar?

—Para preguntarle qué ha hecho usted del señor Ferreira y de su compañero.

—¿Y cree usted que voy a decírselo?

—Mire usted: mis marineros ya tienen preparada una cuerda con la que han de ahorcarle.

—Mi muerte no le servirá de nada, porque en ese caso mi lengua permanecerá muda para siempre.

—Pero tomaremos sobre vuestros compañeros de Mera una terrible venganza.

—Son más fuertes de lo que usted se figura; y, además, se las compondrán como puedan. Pero no sabrá usted lo que he hecho de los señores Ferreira y Vargas.

—¿Y si le perdonara la vida? —preguntó el comandante.

—Rechazaría la merced. ¡Juan y Sao-King nos han traicionado, y lo pagarán!

—Strong —dijo Juan avanzando hacia el pirata—, si hubieses tenido un hermano en poder de los piratas, ¿no hubieras hecho todo lo posible por salvarle?

—¡No lo sé! —repuso evasivamente el bandido, apartando la vista para no encontrarse con la mirada suplicante del joven.

—Yo he desafiado a la muerte para arrancarle de vuestro poder.

—¡Me lo había figurado! Os habéis aprovechado de aquel golpe de mar para venir a este condenado buque.

—¡Y te has vengado en mi hermano y en Vargas!

—No puedo responder.

—¡Tú, que has cometido tantos delitos, algún día has debido de ser honrado, y tal vez hayas tenido hermanos! ¡Haz siquiera una buena obra!

Una rápida emoción se reveló en el rostro del bandido, para desvanecerse inmediatamente.

—¡Sí, algún día fui honrado! —dijo con voz ronca—. Pero ¡bah, han pasado tantos años desde entonces! ¡Mi pasado ha muerto, y sólo queda de mí el pirata!

—¡En nombre de tu madre, a la que debes de haber querido como yo a la mía, habla!

—¡Basta! —rugió el bandido—. ¡Ahorcadme, tirad mi cadáver a los tiburones o a los antropófagos, pero no hablaré! ¡No, no hablaré!

—¿Es su última palabra? —preguntó Wan Praat.

—¡La última!

—Pues volvedle al encierro, y que no se le dé ni una gota de agua ni un pedazo de pan.

—¿Quiere usted hacerme morir de hambre? —preguntó el pirata, aterrado.

—Sí, como no se resuelva a hablar.

A un signo del comandante, los marineros cogieron a Strong y se lo llevaron, mientras Juan ahogaba un sollozo.

—Acabará por ceder, querido amigo —dijo Wan Praat, apoyando cariñosamente una mano sobre el hombro del joven—. Además, se me ha ocurrido una cosa.

—¿Qué? —preguntó Sao-King.

—Sospecho que la nave que precedía al Alción pertenecía a los piratas, y es posible que vuestro hermano y el señor Vargas hayan sido embarcados en ella.

—Entonces, será preciso alcanzar a ese buque.

—Lo encontraremos en Mera.

—¿Tiene usted intención de atacar a la isla? —preguntó Sao-King con interés.

—En el acto.

—¿Y no matarán a mi hermano? —preguntó Juan palideciendo.

El comandante no contestó. Era probable que al verse atacados los bandidos, matasen a los dos prisioneros para quitar de en medio dos peligrosos testigos de sus hazañas.

—De todos modos —dijo el comandante, después de largo silencio—, no hay que desesperar. Además, es probable que Strong se decida a hablar a cambio de la vida, y de algún modo lograremos salvar a su hermano y al señor Vargas. No llegaremos a Mera hasta dentro de dos días, y en cuarenta y ocho horas pueden ocurrir muchas cosas. Entre tanto, trataremos de alcanzar a ese velero para saber si se ha dirigido a Mera o ha continuado su camino a través del Estrecho.

—¡Estará ya muy lejos! —dijo Sao-King.

—Estos parajes son demasiado peligrosos para que un buque se aventure en ellos a velas desplegadas, de modo que no habrá recorrido mucho camino. Conque pongámonos en su persecución.

La Groninga doblaba entonces la punta de York, avanzando con las debidas precauciones a través de aquel peligrosísimo Estrecho, lleno de islas, escollos y bajos de arena. Aún hoy día, a pesar de los estudios hechos por los buques, ingleses de Australia, el Estrecho de Torres opone tales obstáculos, que la mayor parte de los buques prefieren dar la vuelta a Nueva Guinea, antes que aventurarse en él. Los pólipos, esos infatigables constructores, modifican constantemente las costas de las islas, multiplicándose de tal modo, que de un año a otro elevan formidables construcciones desde el fondo hasta la superficie del mar.

El comandante de la Groninga conocía muy bien el Estrecho y sus peligros, por lo cual hizo arriar gran parte de las velas y botar al agua una ballenera para que precediese al buque y fuera rodando al fondo. Las islas del Príncipe de Gales se mostraban en el horizonte diseminadas en un ancho espacio y circundadas por hileras de escollos, contra los cuales el mar rompía con violencia. No se veía buque alguno en ninguna dirección. ¿Habría buscado algún refugio en el Golfo de Carpentaria, o se habría ocultado entre las islas? Esto era lo que se preguntaba el señor Wan Praat, aunque se inclinaba a la primera suposición, persuadido de que el misterioso buque pertenecía a los piratas.

—¡Bah! ¡Ya lo encontraremos! —dijo a Juan, que le interrogaba—. Tenga un poco de calma, y ya verá que nada perderemos esperando. Por ahora finjamos dirigirnos hacia el Golfo de Carpentaria, para no poner en guardia a los piratas, y esta noche estaremos en aguas de las islas.

—Pero no sabemos con precisión dónde se encuentra el asilo de esos bandidos —dijo Sao-King con desaliento.

—Verdad es, y no será cosa fácil averiguarlo.

—Señores, desde hace algunas horas me bulle en la cabeza un proyecto.

—¿Cuál?

—El de desembarcar en Mera para buscar el refugio de esos bandidos.

—Hay antropófagos en la isla.

—Se pueden evitar.

—Su proyecto es bueno, y también se me había ocurrido a mí; pero es peligroso y no quiero exponer su vida.

—Comandante —dijo Juan—, yo apoyo la proposición de Sao-King, con la condición de que me deje usted desembarcar con él.

—Joven, tiene usted un valor envidiable —dijo Wan Praat estupefacto.

—¡Déjeme usted desembarcar! Además, su nave se mantendrá próxima, y fácilmente podremos alcanzarla en caso de peligro.

Wan Praat le miró en silencio, sin contestar.

—¡Decídase usted! —insistió Juan—. Descubierto el refugio de los piratas, para usted será empresa fácil destruirlos.

—Tal vez podremos salvar a Cirilo y al señor Vargas —añadió Sao-King.

—Vamos a interrogar a Strong —dijo por último el señor Wan Praat—. Luego veremos.

—¿Cree usted que al fin se decidirá a hablar? —preguntó Juan.

—¡Tal vez!

Llamó a un cabo, hizo encender una linterna y bajó a la estiba en unión de dos marineros, con Juan y con Sao-King.

La celda donde había sido encerrado el bandido se encontraba bajo el cuadro, de modo que ningún rayo de luz podía penetrar en ella.

El comandante hizo abrir la puerta y penetró con la lámpara; pero retrocedió en seguida, lanzando un grito. Un acre olor había herido su olfato.

—¿Se habrá dado muerte? —se preguntó.

Bajó la lámpara y miró al suelo.

Strong yacía echado sobre el torso.

—¡Muerto! —exclamó Wan Praat.

Previendo la suerte que le aguardaba, el bandido se había hecho justicia, utilizando un pequeño puñal que llevaba escondido.

—¡Nos habíamos olvidado de registrarle! —dijo el comandante—. Después de todo, no ha hecho más que adelantar su sentencia de muerte.

—¡Pero se ha llevado a la tumba lo que queríamos saber! —dijo Sao-King.

—No hubiera hablado —repuso el comandante.

—¡Ya no le queda a usted más que concedemos el permiso de desembarcar en Mera! —dijo Juan.

—¿Están ustedes resueltos?

—Sí, comandante —repuso el joven con voz firme.

—¿Y usted, Sao-King?

—Yo seguiré a Juan a todas partes —dijo el chino.

—Pues esta noche desembarcarán ustedes, y les daré un buen compañero que sabrá defenderles si es preciso. Será tal vez una imprudencia; pero admiro su valor, y siempre me encontrarán dispuestos a socorrerlos.

—Es la mejor solución, señor comandante —dijo Sao-King—, porque aún no sabemos de qué medios disponen los piratas, ni dónde se ocultan.

—Es verdad —repuso Wan Praat—. Esta noche tomaremos los acuerdos necesarios para el buen éxito de nuestra empresa.

Cuando volvieron a subir a cubierta, la Groninga navegaba ya por el Golfo de Carpentaria, inmensa ensenada formada por las costas orientales de la Tierra de Arnheim y por las occidentales de la Tierra de Torres, y que encierra en su seno varias islas, entre las cuales se encuentran las de Grot y las de Pelew, que son las más importantes.

La costa occidental, que forma la punta extrema del continente australiano, aparecía desierta. Solamente se veían enormes árboles gomíferos que lanzaban sus copas a cuarenta y cincuenta metros del suelo; pero ni una miserable cabaña ni una columna de humo indicaban la presencia de habitantes.

La Groninga bordeó hasta la noche sin aproximarse demasiado al cabo York, y luego, apenas oscurecido, volvió al estrecho navegando rápidamente hacia Mera.

El comandante había hecho ya armar una pequeña ballenera, poniendo dentro tres carabinas, municiones y víveres para ocho días.

A medianoche la fragata estaba ya a menos de dos kilómetros de la isla, no atreviéndose a avanzar más por temor a chocar contra los escollos coralíferos, que debían de ser abundantísimos en aquel lugar.

—Mi buen amigo —dijo el comandante, aproximándose a Juan, que aguardaba a que botasen al agua aquella pequeña embarcación—, ¿ha pensado usted bien en los peligros que le esperan en esas islas?

—Sí, comandante —repuso Juan.

—¿Sigue usted resuelto?

—Sí.

—Entonces, óigame usted.

—Le escucho, comandante.

—A fin de que vuestra expedición pueda tener alguna probabilidad de buen éxito, es necesario que los piratas ignoren mi presencia. Si advirtieran mis intenciones, podrían escapar y esconderse más lejos, privándonos de la esperanza de libertar a su hermano y al señor Vargas.

—Es verdad, comandante —dijo Sao-King, que asistía al coloquio.

—De modo —continuó el capitán— que la Groninga navegará por el mar de Carpentaria a fin de no ser descubierta por los bandidos. Más allá del cabo York hay una pequeña rada muy escondida que me servirá de refugio, y que el marinero a quien he encargado que les acompañe conoce perfectamente. Cuando hayan conseguido ustedes su objeto, vayan a buscarme allí.

—Así se hará —repuso Juan.

—Sean ustedes prudentes, y no expongan la vida.

—Lo seremos.

—Si dentro de ocho días no han vuelto, haré desembarcar parte de mi tripulación, e iré yo mismo a buscar el asilo de los piratas.

—Espero que nos reuniremos antes.

—Yo también lo creo —dijo Wan Praat, estrechando vivamente la mano del joven—. ¡Que Dios les proteja!

Juan y Sao-King descendieron la escala y saltaron a la ballenera, donde los aguardaba el marinero que iba a acompañarlos en la peligrosa expedición. Era un verdadero gigante, de casi seis pies de altura, con espalda de Hércules y brazos poderosos; un compañero ciertamente precioso, dada su fuerza, que debía de ser extraordinaria.

—Vamos, señores —dijo el marinero, volviéndose hacia Juan—. Un paseo por tierra es cosa que deseo ardientemente, y si los antropófagos quieren molestarnos, les haré sentir el peso de mis manos, a fe de José Helton.

—Cuento con usted —repuso el joven peruano—; pero si podemos evitarlo, será mejor.

—Entonces me reservo para los piratas.

—Más tarde. Por ahora no podemos intentar nada, porque ésa es la orden del comandante.

—Esperaremos.

—Y no perderemos nada por esperar. ¡Sao-King, a los remos!

Juan saludó por última vez al señor Wan Praat, que le miraba desde lo alto del puente de mando, y después dio la orden de avanzar.

En el mismo momento, la Groninga viraba de bordo, dirigiéndose nuevamente hacia el Golfo de Carpentaria.