EL MAR DEL CORAL
La Groninga era una espléndida fragata holandesa, perteneciente al departamento marítimo de Batavia, y estaba destinada a limpiar los mares de la Malasia y de la Papuasia de piratas, aún abundantes en aquella época, y no del todo desaparecidos en la actualidad.
Obligada a hacer largos y peligrosos cruceros, el Gobierno neerlandés la había armado poderosamente con veinticuatro cañones, tripulándola con trescientos hombres escogidos, de los cuales cien eran fusileros, excelente tropa de desembarco, que ya había hecho sus pruebas en las salvajes costas de Borneo y de Nueva Guinea.
—Se había confiado el mando al capitán Wan Praat, uno de los más reputados marinos de la flota, hombre de formas hercúlea, de sangre fría admirable, y encanecido entre el humo de la artillería.
Apenas llegados a bordo, Juan y Sao-King fueron recibidos por el comandante, que los condujo a su camarote, ansioso de conocer sus importantes comunicaciones.
Juan, que no sabía una palabra de holandés, hablaba, en cambio, perfectamente el inglés, lengua familiar al capitán, y se había apresurado a contarle las largas vicisitudes del Alción desde el momento en que se alejó de China hasta los últimos y dramáticos acontecimientos.
El señor Wan Praat le escuchó en silencio, sin perder una sílaba, pero arrugando con frecuencia la frente y retorciéndose nerviosamente su largo bigote.
Cuando Juan hubo concluido, le estrechó la mano, diciéndole con benévola sonrisa:
—Señor Ferreira, es usted un valiente, y le admiro con toda mi alma, lo mismo que a vuestro compañero, agradeciéndole las noticias que me ha suministrado acerca del refugio de esos bribones. Para mí es una verdadera fortuna haberles salvado, porque al fin esos miserables recibirán su castigo, y las tripulaciones del Texel y de la Schelda serán vengadas.
—¿De qué tripulaciones nos habla usted, comandante? —preguntó Juan, sorprendido.
—Hace tres meses que persigo a esos piratas, buscando tenazmente su refugio, sin haber logrado encontrarlos. Han asaltado las dos naves que acabo de nombrar, asesinando a sus tripulantes, y se han apoderado, además, de otras de diversas naciones; precisamente para vengar a mis compatriotas cruzaba yo estos mares.
—¿Conocía usted, pues, la existencia de esos bandidos?
—Sí, señor Ferreira —dijo el comandante—. Fui informado por el Gobierno inglés y por un marinero del Texel, que escapó milagrosamente de la muerte, escondido durante cuatro días en la sentina de la nave. Ahora sabemos que esos miserables están refugiados en Mera. Dios mediante, los atacaremos. ¡Veremos si pueden escapar del fuego de mi artillería!
—¿Ha olvidado usted, comandante, que mi hermano y el señor Vargas están en poder de esos piratas?
—No tema usted por ellos; mi nave es una de las más rápidas, y alcanzará al Alción antes que éste haya atravesado el Mar del Coral. Un buque privado de sus palos más importantes no puede hacer mucho camino y distanciarse de mi Groninga. Señor Ferreira, vaya usted a reposar en un camarote que han preparado para usted y para este bravo chino, mientras hago levar anclas y desplegar las velas. Ya que el tiempo comienza a calmarse, aprovechémoslo.
Llamó a un marinero que hacía centinela en el cuadro, e indicándole a Juan y a Sao-King, añadió:
—Conduce a estos señores al camarote que se les ha asignado, y sírveles un almuerzo abundante. Son mis huéspedes.
Dicho esto, subió a cubierta para dar órdenes a sus oficiales.
No había transcurrido media hora, cuando la Groninga, con las velas bajas desplegadas al viento, marchaba por entre la costa oriental de Nueva Caledonia y la occidental de Bulabea.
La borrasca se había calmado un poco; pero las olas seguían aún altísimas y penetraban en el canal con ímpetu extraordinario, aunque el viento había disminuido mucho. Pero la Groninga no era un buque que pudiera correr peligro con semejante oleaje. Si el viento contrario la había obligado a buscar el refugio en el canal para evitar ser lanzada contra las escolleras, ya podía marchar segura hacia la punta extrema de Nueva Caledonia, puesto que el viento era favorable.
La travesía del canal se realizó felizmente, a pesar de las furiosas olas que chocaban contra la proa de la nave, y la fragata, después de haber sido impulsada hacia el Norte durante algunas millas, se inclinó hacia el Oeste, penetrando a velas desplegadas en el Mar del Coral.
Todas las miradas de la tripulación se habían vuelto hacia Occidente, con la esperanza, muy vaga, sin embargo, de descubrir al Alción.
El mar aparecía desierto hasta los extremos confines del horizonte; sólo las olas, siempre gruesas, lo recorrían mugiendo sordamente.
—¡Estará bastante lejos a estas horas! —dijo Sao-King a Juan, que, después de almorzar, había subido a cubierta, renunciando al reposo.
—¿Mucho, Sao-King? —preguntó el joven.
—El viento soplaba del Oeste fuertemente, y lo habrá empujado muy adelante.
—Pero lo alcanzaremos.
—Sin duda alguna. Esta fragata marcha bien, y no se dejará vencer por ese pobre Alción, tan estropeado.
—Sin embargo, temo el encuentro.
—¿Por qué?
—Porque viéndose cogido, Strong puede matar a mi hermano y al señor Vargas, para librarse de dos peligrosos acusadores. Además, puede haber sospechado de nosotros.
—Strong no nos ha visto desatar los salvavidas, y habrá creído de buena fe que las olas nos han arrastrado. Además, este comandante obrará con prudencia. Me parece hombre incapaz de dejarse burlar por esos bandidos. Confiemos en él, y esperemos el encuentro.
Aunque muy combatida por las olas, la Groninga avanzaba rápidamente, penetrando en el Mar del Coral. El comandante había decidido marchar directamente hacia el Estrecho de Torres, sin perder tiempo en buscar al Alción. Seguro de alcanzarle mucho antes, se había propuesto esperarle allí, ignorando si Strong se había inclinado más al Norte de su camino o más al Sur. Sin embargo, había encargado una rigurosa vigilancia y enviado a las cofas gavieros con potentes catalejos, a fin de que el Alción no escapase de ser descubierto.
Tres días después de haber dejado la punta septentrional de Nueva Caledonia, la Groninga, que marchaba a la velocidad de siete u ocho nudos por hora, avistaba la isla de Mellish, pequeña tierra perdida en medio del Mar del Coral, pero sin haber alcanzado al Alción.
Probablemente, Strong había obligado al oficial argentino a remontarse mucho al Norte para mantenerse lejos de las costas orientales de Australia, que son a veces visitadas por las naves de guerra.
Sin embargo, el señor Wan Praat no se inquietaba; estaba seguro de haber ganado notable ventaja sobre la nave adversaria, y aun de haberla adelantado en su camino.
—La esperaremos en el Estrecho de Torres —dijo a Juan—. Por allí tiene que pasar, si quiere Strong llegar a su refugio.
Al sexto día, la Groninga, favorecida por el viento, pasaba junto al banco de Oiana, formado por bajos fondos y rocas coralíferas muy peligrosas, dirigiéndose hacia el Cabo York, que forma el extremo más septentrional del continente australiano. Aquella última travesía se realizó con velocidad extraordinaria, porque al undécimo día, el Cabo York apareció en el horizonte delineándose claramente sobre el cielo, entonces purísimo.
La Groninga se encontraba, por tanto, en las aguas recorridas por los compañeros de Strong, porque el Estrecho de Torres estaba a muy pocas leguas de distancia.
Asegurándose de que ninguna nave aparecía, el capitán Wan Praat hizo recoger parte de las velas, cargar los cañones, distribuir a la tripulación las armas, y dio orden de avanzar con las debidas precauciones, por ser aquellos parajes peligrosísimos por la multitud de escollos, que aumentan incesantemente merced al continuo y sorprendente trabajo de los zoófitos.
El Estrecho de Torres es uno de los pasajes más peligrosos, y son muchas las naves que se han estrellado contra aquellas rocas o han encallado en aquellos bajíos.
Solamente tiene treinta y cuatro leguas de largo, pero opone obstáculos casi insuperables a los buques de vela.
Luis Váez de Torres, compañero de Quirós, el descubridor de las Nuevas Hébridas, fue el primero que lo atravesó, en 1606; pero dejó tales descripciones de su empresa, que quitó a los navegantes las ganas de intentar repetir la prueba, a causa de la ferocidad de los isleños; así es que durante largo tiempo permaneció desconocido y sin ninguna utilidad para la navegación.
Los salvajes que habitan aquellas costas son de una estatura atlética y bien conformados, de piel negra, frente ancha, nariz gruesa y cabellos crespos de reflejos rojos: son antropófagos.
Ya varias veces han asaltado a las naves que se han atrevido a aproximarse a sus tierras. En 1793 se distinguieron por su ferocidad matando bárbaramente a parte de las tripulaciones del Chesterfield y del Hormazier, que estaban anclados entre las islas Warmwax y Mua.
Doblando el Cabo York, la Groninga empezó a recorrer el Estrecho, a fin de poder ver cualquier nave que se arriesgase a través de aquellos bancos y vigilar de lejos los parajes de la isla del Príncipe de Gales, refugio de los piratas.
El comandante, lo mismo que Sao-King y Juan, que conocía demasiado bien la velocidad del Alción, estaba segurísimo de que aquella nave no había llegado a la embocadura del canal. Manteniéndose en aquellos parajes, era casi seguro apresarla.
—Tenga usted paciencia —dijo a Juan, que estaba muy intranquilo—. El Alción no pasará de aquí sin mi permiso.
Aun transcurrieron tres largos días sin que ningún buque apareciese. Ya una vaga inquietud comenzaba a desazonar a todos, temiendo que el Alción no hubiese podido resistir el huracán que había agitado el Mar del Coral, cuando en la noche del cuarto, entre las once y la medianoche, un gaviero gritó:
—¡Fanal a sotavento!
El comandante, que aún no se había retirado a su cámara y estaba charlando con Juan y Sao-King, al oír aquel grito ordenó en el acto:
—¡Pronto, a virar! ¡Los artilleros, a su puesto de combate!
Luego, mientras la tripulación se disponía a manejar las velas y los mejores artilleros acudían a sus cañones, subió a la cofa del palo mayor e invitó a Juan y Sao-King a seguirle.
Hacia el Norte, a distancia que fue calculada en tres o cuatro millas, una luz Verde brillaba vivamente entre la profunda oscuridad, moviéndose con rapidez.
—Es una nave que corre con viento en popa y que trata de penetrar en el Estrecho —dijo el capitán—. ¿Será el Alción, o algún buque que provenga de las costas orientales de Australia o de los mares de la Sonda? Esta es la cuestión. ¿Qué opina usted, Sao-King?
—Me parece que ese buque camina con demasiada velocidad para ser el Alción —repuso el chino.
—Tiene el viento favorable.
—Pero nuestra pobre nave está muy estropeada.
—A pesar de eso, no cometeré la imprudencia de dejarla escapar, aun cuando, por desgracia nuestra, tengamos el viento contrario. Por ahora correremos bordadas hasta que despunte el día. ¡Ah! ¡Oh, otro punto luminoso!
—¿Dónde? —preguntaron vivamente Sao-King y Juan.
—Sigue el mismo camino que la primera nave.
En efecto, hacia el Este otro fanal, también verde, había aparecido y avanzaba hacia el Estrecho.
—¿Qué dicen ustedes de esto? —preguntó el comandante, que parecía asombrado.
—He notado una cosa —repuso Sao-King, después de algunos instantes.
—Diga usted.
—Que el segundo fanal avanza más lentamente que el primero.
—¿Y qué deduce usted de ello?
—Que el primero pertenece a una tranquila nave en ruta hacia las islas de la Sonda, y el segundo, al Alción.
—¿Y qué me aconseja usted?
—Que dé caza al último.
—Tal era también mi intención —repuso el comandante—. Dejemos por ahora la primera nave y demos caza a la última.
Bajó a cubierta y dio orden de virar de bordo, a fin de seguir paralelamente al segundo fanal, que seguía avanzando muy despacio, aunque, como hemos dicho, la nave tuviese el viento favorable.
Todos los marineros estaban en la cubierta preparándose para el combate. Se cargaban los cañones, se preparaban granadas y se distribuían los fusiles. Aquellos preparativos belicosos, en vez de tranquilizar a Sao-King, le asustaban.
—Comandante —dijo—, al verse los piratas atacados por un barco de guerra, ¿no matarán al señor Ferreira y a Vargas?
—Como nada ganarán con ello, no se atreverán.
—La desesperación es mala consejera, y al verse perdidos, podrán matar a mi hermano y a su compañero —dijo Juan.
—No lo tema usted, mi joven amigo —repuso el comandante sonriendo—. Sorprenderemos a los Buitres del Estrecho de Torres. Mire usted: ya he hecho arriar el gallarda te que indica a los buques de guerra retirar la pieza de la batería y cerrar las portas. Cuando llegue el momento de la lucha, sólo quedarán en la toldilla una veintena de hombres, apenas los suficientes para maniobrar una nave de nuestro tonelaje.
—Entonces, Strong, engañado por la pacífica apariencia de la Groninga, dejará que nos acerquemos, sin sospechar un ataque —dijo Sao-King.
—Comandante —dijo Juan con voz conmovida—, si me devuelve usted a mi hermano, ¿cómo podré pagarle?
—Mi joven amigo —repuso el holandés, estrechándole la mano—, al indicarme dónde se esconden los piratas, me ha prestado usted un servicio mucho mayor que el que espera usted de mí. Además, cualquier comandante de un buque de guerra hubiera hecho lo propio. ¿No estamos aquí para proteger a los navegantes honrados?… ¡Eh! ¡Parece que la nave ha advertido nuestra presencia! Ha cambiado de ruta, y se dirige hacia el Norte.
—Y la otra ya ha desaparecido detrás del Cabo York —dijo Sao-King.
—Dejémosla correr, que a nosotros no nos interesa más que el Alción.
Hizo modificar la ruta, luego dio a los veinte marineros escogidos para el gobierno de la nave orden de despojarse de sus divisas para engañar mejor a los piratas, y él mismo fue a su camarote para ponerse un traje de paisano.
Entre tanto, la nave que suponían fuese el Alción se esforzaba en ganar el Estrecho, corriendo largas bordadas. Después de haberse dirigido hacia el Norte, tal vez con la esperanza de engañar a la tripulación de la Groninga sobre su verdadera dirección, se había vuelto hacia el Oeste, encaminándose definitivamente hacia el Estrecho.
La fragata, que ya tenía el viento de favor por haber doblado la punta de York, seguía a la otra nave a la distancia de una milla.
A las cuatro de la mañana, con una última bordada, había ganado otra media milla, aproximándose a la nave sospechosa. Comenzaba entonces a alborear. El comandante, Sao-King y Juan habían subido de nuevo a la cofa del palo mayor. Una viva ansiedad se leía en su rostro, y Juan se apretaba el pecho como si quisiera refrenar los impetuosos latidos de su corazón.
De pronto, un gran grito de alegría se escapó de los labios de Sao-King.
—¡El Alción!
El primer rayo de sol, reflejándose en la tranquila superficie del mar, había disipado casi de golpe las tinieblas. El buque, seguido por la Groninga, era realmente el Alción, que avanzaba hacia el estrecho corriendo pequeñas bordadas por no tener el viento favorable.
Parecía que la pobre nave había sufrido mucho durante la segunda tempestad, pues una parte de las bordas estaba destrozada y había perdido el bauprés.
La fragata se dirigía a su encuentro sin mostrar intención de cortarle el camino, para lo cual había puesto la proa hacia el Norte-Nordeste, como si hubiera querido dirigirse al lejano archipiélago de las Luisiadas. Esta maniobra debía engañar a Strong acerca del verdadero objetivo de la fragata.
En realidad, creyendo los piratas de buena fe tener que habérselas con un pacífico buque mercante, no habían modificado su camino, y continuaban sus bordadas hacia el Cabo de York, que estaba muy próximo.
Ya las dos naves se hallaban a unos cuatrocientos metros de distancia, cuando el comandante Wan Praat, que había subido a cubierta, con una rápida maniobra lanzó a la Groninga sobre el Alción, cortándole el paso. Casi al mismo tiempo se alzaban las portas, dejando al descubierto los cañones de las baterías, y la tripulación subía a cubierta fusil en mano, preparándose para el abordaje.
De pronto, uno de los cañones del castillo disparó al aire, intimando al Alción a ponerse en facha y mostrar su pabellón.
Aquella maniobra se había realizado tan rápidamente, que la fragata se encontraba ya junto al Alción, antes que los asombrados piratas hubieran tenido tiempo de organizar la más pequeña resistencia.
El capitán Wan Praat empuñó el altavoz y advirtió:
—¡Al primer tiro que disparéis, os echo a pique de una andanada! ¡Rendíos!
Strong, pálido como un muerto, se precipitó hacia la amura de babor, mientras sus hombres, asustados, se refugiaron precipitadamente en el puente, detrás de los dos cañoncitos.
—¿Quiénes sois y qué queréis de mí? —preguntó el bandido—. Somos navegantes pacíficos, en ruta hacia el Estrecho de Torres.
La Groninga había enredado su bauprés en el trinquete del Alción, y sus hombres lanzaron los garfios de abordaje para unir las dos naves. El comandante Wan Praat, con el sable en la diestra y una pistola en la mano izquierda, se lanzó a la toldilla del Alción seguido por sus cuatro oficiales y veinte soldados.
—¡Rendíos! —gritó a Strong.
—¿Qué significa esta brutal agresión? ——vociferó éste.
—¡Que ha sonado la hora de vuestro castigo, señor Strong! —respondió el comandante.
—¿Cómo sabe usted mi nombre? —rugió el bandido rechinando los dientes.
—Y sé otra cosa más de vosotros. ¿Dónde están el señor Ferreira y el señor Vargas?
—¡Sangre del infierno! ¡Compañeros, fuego sobre estos hombres, y matad a esos dos bandidos que nos han hecho traición!
—¡El primero que se mueva, es hombre muerto! —gritó el comandante con voz amenazadora.
Al verse perdidos los piratas, y sabiendo la suerte que les aguardaba en el caso de rendirse, hicieron una descarga contra los soldados, derribando a cuatro, poco o mucho heridos.
—¡Fuego! —gritó a su vez el comandante, lanzándose sobre Strong y poniéndole al pecho la punta de la espada.
Los marineros soltaron una descarga terrible que mató a los dos bandidos.
Uno solo, el rubio que había conducido a Sao-King y a Juan a la caverna, había escapado milagrosamente de aquella lluvia de balas, y de un salto se precipitó al mar, desapareciendo bajo las olas.
Mientras los marineros se convencían de la muerte de los bandidos, cuyos cuerpos estaban acribillados de heridas, Sao-King y Juan, que hasta entonces habían permanecido ocultos tras las bordas de la Groninga, saltaron sobre la toldilla del Alción.
—¡Miserables! —gritó Juan—. ¿Dónde está mi hermano?
—¡Muerte y condenación! —rugió Strong retrocediendo vivamente—. ¿Tu? ¡Toma!
Con la rapidez del rayo sacó del cinto una pistola y apuntó al joven. El comandante, que le vigilaba atentamente, desvió el arma con la espada, de modo que la bala fue a dar contra la borda. Al mismo tiempo, Sao-King se había lanzado sobre el bandido y, aferrándole por el cuello, lo derribó sobre la toldilla. Antes que el pirata hubiera podido levantarse, tres o cuatro marineros le ataron sólidamente, impidiéndole toda defensa.
—¡Canallas! —rugió el miserable, enfurecido.
—¡Señor Strong, está usted preso! —dijo el comandante de la Groninga—. Díganos usted: ¿dónde están el señor Ferreira y el señor Vargas?
—¡Búsquenlos ustedes! ¡La historia aún no ha concluido, y aunque me ahorquen, seré vengado!
Juan palideció.
—¡Strong! —exclamó—. ¿Qué quiere usted decir con eso?
—¡Os digo que busquéis vosotros a vuestro hermano y al oficial argentino!
—¡Miserable! ¡Los has matado! —sollozó el pobre joven.
—No, no los he matado.
—Entonces, ¿dónde están? —gritó Sao-King—. ¡Habla, o te estrangulo!
—¡Lo mismo me da morir ahora que luego! —dijo Strong—. Ya sé que no he de escapar de ésta.
El capitán exclamó:
—¡Llevad a este pirata a bordo de mi nave, y vayamos a hacer un registro minucioso de este buque!
Mientras un grupo se llevaba al bandido, Wan Praat, seguido por Juan y Sao-King y algunos marineros provistos de luces, registraron la nave hasta la cala. No se encontró absolutamente nada: Cirilo y Vargas habían desaparecido misteriosamente.
—¡Los han asesinado! —exclamó Juan, sollozando.
—No adelantemos los acontecimientos —dijo el comandante—; es posible que vivan.
—¡El hecho es que no están aquí! —dijo Sao-King, profundamente conmovido.
—Pueden haberlos desembarcado en alguna costa.
—¿Dónde? —preguntó Juan, a quien aquellas palabras habían dado un poco de esperanza.
—Strong nos lo dirá. Vengan ustedes, que vamos a interrogarle.
—¿Y si se negara a decirlo?
—¡Entonces, le obligaremos! —dijo el comandante.