CAPÍTULO X

LOS NEOCALEDONIOS

El viento había disminuido un poco y la lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto y el mar estaba aún tan agitado que parecía que las olas eran todavía más impetuosas que antes, porque cubrían enteramente los rizóforos, retorciendo furiosamente las ramas más elevadas.

Una pálida luz comenzaba a difundirse por el cielo, tiñendo las aguas con reflejos de color de acero bruñido, y rompiendo las tinieblas acumuladas bajo la fronda de los bosques.

La costa que Sao-King y Juan recorrían era una playa arenosa, cubierta de conchas y de algas. A cierta distancia se veían bosques de niaulis y grupos de melaleucos, plantas parecidas a nuestros olivos, con el tronco retorcido y blanquecino, y que producen emanaciones mortíferas, fatales para las plantas que crecen a su alrededor, las cuales mueren al poco tiempo. También había, más al interior, algunos pinos marítimos; pero no plátanos ni cocoteros, a pesar de que estos árboles abundan en Nueva Caledonia y en las islas cercanas.

De cuando en cuando revoloteaban inmensas bandadas de notús, especie de palomas del tamaño de una gallina, con las plumas de color de bronce, y otras bandadas de kagús, grandes volátiles de larguísimas patas armadas de robustas uñas y con plumas grises y rojas.

—Es imposible cazarlos —dijo Sao-King, pensando en el almuerzo—. ¿Nos veremos obligados a ayunar?

—Almorzaremos a bordo del buque.

—El barco debe de estar anclado muy lejos —dijo Sao-King—, y no sé si mi estómago podrá resistir tanto.

—Pues volvamos al mar, y cojamos algunos moluscos.

—¡No hay que fiarse, amigo Juan! En esta época hay muchos de ellos venenosos. Si fuésemos canakos, podríamos contentarnos con algunas bolitas de pagute. Aquí veo un cesto abandonado.

Sao-King se inclinó y recogió de un cesto roto y derribado por el viento unas bolitas que parecían compuestas de creta, y que mostró al joven.

—¿Qué es eso? —preguntó éste.

—Bolitas de creta, que los canakos comen con avidez. Son dulces, tiernas y nada desagradables al paladar. Las habrá perdido algún muchacho o algún pescador.

Sao-King no exageraba: lo mismo que los otomaques del río de las Amazonas, los javaneses y otros pueblos más o menos salvajes, los habitantes de Nueva Caledonia se nutren de cierta especie de creta formada por un silicato de magnesia verdoso mezclado con mica y esteatita.

—¿Y se come esta porquería? —preguntó Juan.

—Yo la he comido, y parece un dulce.

—¿Y alimenta?

—Eso es lo que dudo.

—Entonces, dejemos esas bolitas a los neocaledonios, y busquemos algo mejor.

—¡Ya lo he encontrado! —dijo Sao-King dirigiéndose hacia un grupo de gigantescos kauris, o pinos de la familia de las dammaras, cuya copa tenía cuarenta metros de altura.

Había visto junto a aquellas plantas cierta especie de bejucos que se arrastraban por el suelo, estrechándose unos contra otros.

—¿Qué es esto? —preguntó Juan, que le había seguido.

—Son mañanes; unos vegetales buenos para comer.

Empuñó el cuchillo, y excavando rápidamente la tierra puso al descubierto las raíces de aquellas plantas, que eran siete u ocho, todas muy pulposas.

—Encendamos fuego, y asaremos estas raíces bajo las cenizas —dijo Sao-King—. ¿Tiene usted eslabón y yesca?

—¡Sí!, aquí están.

—Entonces, haremos un excelente desayuno. Mire usted; hasta tenemos una charca de agua dulce para apagar la sed.

—¡Y también tortugas! —exclamó Juan—. ¡Sao-King, cortémosles la retirada antes que vuelvan al mar!

El chino se levantó de un salto. Media docena de tortugas se encaminaban hacia el agua arrastrando su enorme armadura.

El chino y el joven peruano, que ya habían probado otras veces la sabrosa carne de aquellos reptiles, se lanzaron hacia la playa, saltando a través de las dunas de arena.

Antes que pudieran alcanzarlas, dos se habían escapado; pero las otras cuatro no tuvieron tiempo de llegar al agua.

Sirviéndose de un palo que había cogido cerca de los kauris, Sao-King tumbó a dos, dejando escapar a las otras.

—¡Tenemos carne de sobra! —dijo.

Y amarrando la mayor, que pesaría unas cincuenta libras, la llevó junto al bosquecillo.

—¡Diablo! —exclamó—. ¡Carne de tortuga y raíces de «mañañe»! ¡Esto es un almuerzo de mandarines!

Juan había recogido leña seca y hojas, y logró encender un alegre fuego, capaz de asar un antílope.

—¿Cómo vamos a romper el caparazón de esta tortuga?

—De eso se encargará el fuego —repuso el chino.

—¿Vamos a asarla en su propia vivienda?

—Sí, amigo Juan, y la carne no perderá nada de su exquisito sabor.

Cuando una parte de leña se hubo consumido, puso las raíces bajo las cenizas, y sobre las brasas la tortuga, volviéndola sobre el dorso.

Al cabo de media hora el improvisado cocinero retiraba el asado, y con unos cuantos golpes separó el caparazón, ya en parte carbonizado, poniendo al descubierto una carne tierna, que aún hervía en su propia grasa. Entre tanto, Juan sacó las raíces, y les quitó las cortezas que las envolvían.

—¡A la mesa, querido amigo! —dijo Sao-King alegremente.

Apenas habían comido unos cuantos bocados, cuando un objeto pasó silbando sobre su cabeza, clavándose con sordo rumor en el tronco de un kauri.

Sao-King se levantó cuchillo en mano mirando hacia el árbol.

—¡Un hacha! —exclamó—. ¡Los salvajes!

Un tomahawk, o sea un hacha de guerra con la hoja de piedra, había pasado sobre ellos, hiriendo el tronco del árbol, en el cual quedó profundamente clavada.

Aquel arma no podía haber caído del cielo; por tanto, Sao-King dijo:

—¡Amigo Juan, fiemos a las piernas nuestra salvación!

—¿Y nuestro almuerzo?

Iba Sao-King a coger el asado, cuando algunos salvajes se lanzaron fuera del bosquecillo, gritando furiosamente. Eran unos diez, todos de alta estatura y hercúleas formas, con la piel negra como la de los africanos, casi desnudos, y armados de hachas y de palos con la punta erizada por largas espinas de pescado.

—¡Son canakos! —dijo Sao-King—. ¡Si estima usted la piel, sígame!

Querer luchar contra aquellos hombres, dotados de fortaleza excepcional, y probablemente valerosos, hubiera sido una locura, puesto que no tenían armas de fuego para asustarlos. El chino y el joven peruano se lanzaron a toda carrera hacia las dunas.

Al verlos huir, los salvajes se lanzaron en su persecución; pero al llegar junto a los kauri, no pudieron resistir a la tentación de dar una dentellada a aquel almuerzo apetitoso. Aunque fue breve su detención, la aprovecharon el chino y Juan, que, redoblando su marcha, lograron ganar cuatrocientos metros de ventaja y ponerse a salvo en la orilla opuesta de un pequeño río.

—¡Escondámonos! —dijo Juan.

—No; estos grupos de árboles no sirven para el caso —dijo Sao-King—. Hay que continuar la carrera, porque tal vez el buque no esté lejos.

Una vez devorado el almuerzo, los salvajes se lanzaron a la caza de nuestros amigos. De seguro el asado les había abierto el apetito. Sin embargo, no se apresuraban mucho, porque estaban seguros de coger a los dos fugitivos, y por eso se contentaban con no perderlos de vista. Tal vez no se atrevían a acercarse demasiado, por temor de recibir alguna descarga de fusil, arma que los espantaba mucho.

El chino y Juan no cesaban de correr. La playa era mejor más allá del río porque no tenía montoncillos de arena. Viendo a cosa de un kilómetro un montón de rocas que caían a pico sobre el mar, resolvieron llegar allí lo más pronto posible, seguros de poder resistir en aquel sitio mejor que en el terreno arenoso y sin resguardo.

Además, los guiaba hacia aquel lugar la esperanza de poder descubrir desde aquella altura el buque que buscaban.

Al ver la dirección que tomaban, los salvajes redoblaron su carrera, gritando y amenazando con sus hachas de piedra y con sus lanzas. Como eran agilísimos, si no ganaban terreno, al menos no lo perdían. Viendo Sao-King que no los dejaban en paz, animaba incesantemente a Juan.

—¡Hay que darse prisa! —decía con voz fatigada—. ¡Si nos paramos, somos muertos!

El joven peruano hacía sobrehumanos esfuerzos; pero debilitado por la travesía de la noche, y menos resistente que el chino, apenas podía continuar la carrera. Con un esfuerzo desesperado, lograron llegar a las rocas y comenzaron a subir a ellas, mientras los canakos, distantes aún más de cien metros, intentaban lanzarles sus hachas de piedra, aunque con resultado negativo.

El chino ayudaba poderosamente al joven agarrándole ya por un brazo, ya por otro. Con un último esfuerzo, lograron encaramarse sobre las rocas más altas.

Un grito se les escapó de los labios:

—¡El buque!

Detrás de aquellas rocas que formaban una especie de promontorio, la costa penetraba profundamente, formando una pequeña bahía, en medio de la cual estaba enclavada la nave que habían encontrado en el extremo de Nueva Caledonia.

Sao-King no se había engañado: era un gran buque de guerra, un navío de tres puentes armados con muchos cañones, cuyas negras bocas salían por las portas.

Un gallardate rojo y larguísimo flotaba sobre el extremo del palo mayor, y en la popa, una bandera con los colores holandeses.

—¡Eh! ¡Los del buque! —gritó Sao-King. con voz tenante—. ¡Socorro! ¡Los salvajes!

Algunos marineros se encontraban en aquel momento agrupados en el castillo de proa, ocupados en colocar los foques.

Viendo a aquel hombre agitar locamente los brazos y oyéndole gritar de aquel modo, en el acto dieron la voz de alarma, haciendo acudir al oficial de cuarto y a varios de sus camaradas.

—¡Socorro! ¡Los canakos! —repitió Sao-King en inglés.

¿Fue comprendido? Es probable, porque en la toldilla del buque varios hombres se precipitaron hacia las grúas, donde se encontraba una ballenera, mientras otros corrían a popa, donde dos gruesos cañones estaban puestos en batería y apuntados hacia la playa.

Entre tanto el oficial empuñó la bocina y gritó:

—¿Quiénes sois?

—¡Náufragos! —repuso Sao-King.

—Esperad un momento.

—¡Los canakos se nos echan encima!

El oficial hizo un gesto a los hombres que se habían colocado detrás de los cañones. En aquel momento los salvajes habían llegado ya a la cima, y sin advertir la presencia de la nave, se habían lanzado sobre los dos desgraciados con las hachas en alto y las lanzas en ristre, dispuestos a matarlos.

Un momento más, y Sao-King y su compañero habrían perecido. De pronto dos detonaciones ensordecedoras sonaron a bordo de la nave.

Al oír aquel estruendo, los salvajes se detuvieron espantados, y luego se precipitaron de las rocas gritando como si hubieran recibido una descarga de metralla.

Entre tanto, la chalupa se dirigía velozmente hacia la playa. Iba tripulada por ocho marineros, diez soldados y un contramaestre.

Al ver huir a los salvajes, los soldados soltaron una descarga para quitarles las ganas de volver al ataque, y luego la ballenera, con un último impulso, encalló en la, base de las rocas.

Sao-King había cogido entre sus brazos a Juan, que ya no podía tenerse en pie, y bajaba con precaución el promontorio. El contramaestre y algunos marineros salieron a su encuentro para ayudarles.

—Señores —dijo el chino en inglés—, reciban el testimonio de la gratitud de don Juan Ferreira y de mí por vuestra pronta ayuda.

—¿Quién sois y de dónde venís? —preguntó el contramaestre.

—Se lo diremos a vuestro comandante, a quien tenemos que hacer urgentes revelaciones —repuso Juan, que comenzaba a reaccionar.

—¡Usted es blanco! —dijo el marinero.

—Soy peruano.

—¿Náufrago?

—Sí, pero voluntario —repuso Juan, sonriendo.

—Vengan ustedes, señores; el comandante tendrá mucho gusto en verlos y en recibirles a bordo de la Groninga.