CAPÍTULO IX

ENTRE LAS OLAS

Los dos valientes, que por salvar a sus compañeros no habían vacilado en afrontar la muerte, apenas fueron arrastrados por la gigantesca ola que había embestido la proa del Alción, habían sido precipitados entre otras dos enormes montañas de agua, negras como si fueran de pez líquida, y con la cresta de espuma.

La cuerda que unía los dos anillos de corcho, nueva y muy resistente, no se había roto, por lo cual los dos nadadores se habían encontrado a cinco o seis brazas uno de otro.

—¡Valor! —gritó el chino al joven peruano—. ¡El buque no debe de estar lejos!

Las olas los levantaron como plumas, ensordeciéndoles con su fragor; y, encaramándolos en sus crestas espumosas, los mantuvieron durante varios instantes a prodigiosa altura. Sao-King aprovechó aquel momento para echar una mirada a su alrededor, encontrándose en condiciones de poder dominar gran extensión.

El Alción había desaparecido; pero el otro buque se hallaba a pocos cables de distancia. Su bordada no había tenido buen éxito, y embestido por el viento y las olas, retrocedía hacia la isla de Bulabea, con peligro de estrellarse contra las escolleras.

El viento llevaba hasta el agudo oído del chino los gritos de los marineros y las voces de mando de los oficiales. Entonces lanzó un grito desesperado:

—¡Socorro!

Bajaba entonces, en unión de Juan, a profundidad aterradora, con la velocidad de un proyectil.

—¡Amigo Juan —dijo—, no pierda usted el ánimo!

—El flotador es muy bueno —repuso el joven—. No te preocupes por mí.

—He visto al buque retroceder hacia la isla.

—También yo. Tal vez busque un refugio.

—¡Ojalá! Porque ahora caigo en que con estas olas nuestra salvación sería imposible. Dejémonos llevar hacia la isla.

—¿Y los escollos?

—Trataremos de evitarlos.

Otra ola volvió a subirlos. Al llegar a la cresta vieron al buque que huía hacia el canal formado por la punta septentrional de Nueva Caledonia y Bulabea.

Su comandante, persuadido tal vez de la inutilidad de sus esfuerzos para desembocar en el Mar del Coral, en vez de seguir al Alción, se había decidido por buscar un refugio, en espera de que la tempestad se calmase.

Si esto era un bien para los dos nadadores, los cuales podrían llegar a él, de otro lado era algo grave, porque les obligaba a aproximarse a una costa furiosamente combatida por las olas y cubierta de escollos. Las olas podrían despedazarlos contra ellos.

—¡Sao-King —dijo Juan—, corremos hacia la muerte!

—Dejémonos llevar a lo largo del canal —repuso el chino—, porque las olas son menos impetuosas.

—Ya no veo la nave.

—Es que ha entrado en el Estrecho.

—¡Tengo miedo de que esto acabe mal para nosotros!

—¡No hay que desesperar tan pronto! Las costas de estas islas están cubiertas de rizóforos; y si evitamos los escollos, llegaremos a tierra sin peligro. ¡Valor! ¡La salvación de nuestros compañeros está en ese canal!

—¡Con tal que el buque no se destroce contra los escollos!

—Sabrá evitarlos como nosotros.

A pesar de la furia de las olas, que los llevaban hacia tierra con violencia cada vez mayor, los dos nadadores no perdieron el ánimo. Sostenidos por los salvavidas, y siempre juntos, nadaban vigorosamente para penetrar por el canal, que estaba a poca distancia. El buque había desaparecido; pero ¡qué importaba! Sabían que había renunciado a luchar con el temporal y que acabarían por encontrarlo en alguna rada de la isla.

Un cuarto de hora después se hallaban ya entre la costa de Nueva Caledonia y Bulabea. Más que un canal, podía llamarse aquello un brazo de mar; pero las olas, comprimidas entre las dos playas, no eran tan altas ni tan impetuosas.

—¿A dónde iremos a parar? —preguntó Juan, que se esforzaba por mantenerse distante de las dos playas.

—Me parece que la isla ofrece menos peligros —repuso Sao-King—. He visto rizóforos a lo largo de la costa. Tratemos de llegar.

—¿Ves el buque?

—No. Tal vez se haya refugiado en la hoz del Diablo.

—No sé dónde está.

—¡Cuidado, amigo Juan! Veo una escollera a nuestra derecha. No se deje arrastrar por las olas.

—¡Nada, Sao-King!

—Vaya usted detrás de mí. Hay un paso frente a nosotros. Nademos en esa dirección.

A derecha e izquierda de los dos nadadores, las olas se quebraban con extrema violencia, y, en cambio, frente a ellos corrían libres hacia la isla, cuya masa se destacaba vivamente sobre el oscuro fondo del cielo, iluminado por los relámpagos.

Toda la costa de Nueva Caledonia y de las islas inmediatas está rodeada de bancos de coral que hacen peligrosos estos parajes; pero hay algunos pasos libres, especialmente las desembocaduras de los ríos, porque los pólipos no pueden vivir en agua dulce.

Las olas, aun sin ser impulsadas por el viento, se estrellan en esos bancos de coral con tal fragor, que, afortunadamente, se oye a varias millas de distancia, llamando así la atención de los pilotos.

Aun esos mismos pasos de que hemos hablado son de navegación peligrosa, tanto por los remolinos y por el mar de fondo que produce el oleaje inmediato, como porque cualquier cambio de viento pudiera ser fatal.

El paso que se abría frente a los dos nadadores tendría unos cien metros de ancho, probablemente a causa de algún riachuelo que desembocara en aquel lugar. Había, pues, espacio suficiente para evitar los escollos, cuyas negras y agudas puntas emergían a veces entre la espuma de las olas.

—¡Amigo Juan! —gritó Sao-King, dominando con su robusta voz el fragor de las rompientes—. ¡Siempre recto, y dentro de pocos minutos estaremos en tierra!

A doscientos metros estaba la playa, cubierta de rizóforos mangles, los cuales ya se mostraban o ya se escondían bajo las olas, que arrancaban a veces raíces y hojas.

—¡Cuidado al agarrarse! —gritó por última vez Sao-King.

Una enorme ola los levantó, lanzándolos entre los rizóforos.

Al golpe, la cuerda se rompió, de modo que Sao-King, metido entre las plantas, que a poco le ciegan, se encontró solo.

Viendo que avanzaba otra ola, se abrió paso por entre los vegetales, y se lanzó a la playa antes de ser alcanzado, y tal vez arrastrado por la resaca.

Miró a su alrededor, esperando ver a Juan.

—¡No está! —exclamó—. ¿Habrá quedado entre los rizó-foros, o le habrán llevado las olas?

Aquella idea le produjo extraordinaria angustia.

—¡Vamos a buscarle! —dijo con voz enérgica—. ¡Si está en peligro, le salvaremos!

Saltó a través de las ramas y las raíces, gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Juan, Juan!

En aquel momento, la ola que había avanzado sobre los rizóforos se retiraba, dejando al descubierto las primeras filas de plantas.

El chino vio una masa negruzca que se agitaba entre la espuma y se lanzó entre el torbellino de las aguas sin reparar en el peligro que corría.

El joven peruano, casi desvanecido por el continuo choque del oleaje, no oponía ya resistencia alguna y se dejaba arrastrar por la resaca. Sin el salvavidas, seguramente hubiera perecido.

Sao-King le alcanzó en cuatro brazadas, y aferrándole con una mano y sujetándose con la otra a una raíz, aguardó a que las olas los empujaran hacia la costa.

—¡Valor! —dijo al joven.

Apenas tuvo tiempo de decirlo, cuando una ola formidable los lanzó a uno contra otro; pero el chino no soltó la raíz a que se había sujetado.

Pasada la montaña de agua, agarró entre sus robustos brazos al pobre joven, que estaba inerte, y se lanzó sobre las plantas, escapando con precipitación.

No se detuvo sino a cien pasos de la costa, al pie de un árbol inmenso que extendía sus ramas en forma de sombrilla, y depositó al joven sobre un montón de hojas. Inmediatamente le reconoció con gran cuidado para ver si había recibido alguna herida.

—¡Ni un solo rasguño! —dijo—. Pronto podrá ponerse en pie. ¡Ha sido una verdadera suerte que no se haya destrozado en la escollera!

Le friccionó vigorosamente para activar la circulación de la sangre, y no cesó en aquella operación hasta que el joven abrió los ojos.

—¿Eres tú, Sao-King? —preguntó el joven, intentando sonreír—. Me parecía haberme ido a fondo y encontrarme en compañía de los cangrejos.

—Sin el salvavidas, no hubiera usted llegado aquí —repuso el chino.

—¿Estamos en la isla?

—Sí.

—¿Y has visto el buque?

—No; pero lo encontraremos. Debe de haber remontado el canal para encontrar sitio donde anclar.

—Tratemos de construir una cabaña cualquiera; tengo frío, y aún falta mucho para él alba.

—Aquí tenemos un árbol a propósito; los neocaledonios construyen en su corteza habitaciones bastante cómodas.

El chino, que parecía incansable, a pesar de aquella fatigosa travesía, sacó del cinto el cuchillo de abordaje, cortó cuatro o cinco ramas de unos arbustos que crecían cerca de allí, y las rodeó de la esponjosa corteza del árbol grande. Hecho esto, incindió longitudinalmente el tronco en varios sitios, y diez minutos después ambos nadadores reposaban bajo una rústica techumbre apoyada en el árbol, y que, si no del viento, al menos los resguardaba de la lluvia.

—Son plantas muy útiles los niaulis —dijo Sao-King—. Con poco trabajo proporcionan una sólida cabaña absolutamente impenetrable al agua. ¡Lástima grande que no podamos proporcionarnos también la cena! Este baño prolongado me ha despertado un apetito de antropófago.

—¡No me hables de antropófagos! —dijo Juan—. Puede que los haya por aquí.

—Verdad es. No se me había ocurrido.

—¿Los habrá?

—Sí; y estos canakos, que así se llaman, no son mejores que los de Tonga-Tabú; aún tienen peor fama.

—¡Sólo nos faltaba que viniesen ahora!

—¡Con este tiempo no saldrán de sus cabañas!

—¿Y mañana?

—Trataremos de que no nos vean. Además, el buque no debe de estar muy lejos. ¡Lo que es Strong, esta vez va a pagarlas todas juntas! Iremos a bombardear su refugio.

—¿Era en verdad una nave de guerra aquel buque?

—Si no hubiera estado seguro, no le hubiese invitado a seguirme.

—¡Con tal que nuestro Alción haya podido resistir la tempestad! Temo por mi hermano y por el valiente Vargas.

—Si ha podido entrar en el Mar de Coral, como supongo, podrán defenderse mejor. El viento soplaba del Nordeste, y eso les favorecía.

—¿Nos creerá perdidos mi hermano? ¡Pobre Cirilo! ¡Cuánta angustia le habremos causado! Creerá que las olas que barrían el buque nos han arrastrado.

—Ya le he dicho que el señor Vargas conocía mi proyecto, y hasta es posible que me haya visto arrancar los dos salvavidas. Tranquilícese usted, Juan; salvaremos a nuestros amigos, sacándolos de las manos de los piratas. Si hubiéramos permanecido a bordo, ¿quién iba a libertarnos? Yo no me fiaba de Strong.

—Tienes razón, Sao-King —repuso Juan con tono convencido.

—Ahora recuéstese sobre esas hojas y duerma mientras yo velo. Por ahora no corremos el menor peligro, porque en Nueva Caledonia no hay tigres ni leones.

—Seguiré tu consejo, porque estoy medio muerto de cansancio.

—Tres o cuatro horas de sueño le repondrán admirablemente.

El joven, que se tenía en pie con mucho trabajo, se acostó sobre aquel improvisado lecho, quedándose dormido inmediatamente.

Sao-King esperó algunos minutos, y, viéndole dormido, salió y se dirigió a la playa; no porque temiese algún peligro por aquella parte, sino para ver si descubría los faroles del buque.

Si éste se encontraba a poca distancia, debían de verse sus luces en aquella oscuridad.

Se encaramó hasta las últimas ramas de un árbol y atisbo hacia el Sur, porque en aquella dirección debía de encontrarse la nave; pero no descubrió en el horizonte ningún punto luminoso.

—¿Se habrá ido a pique? —se preguntó con ansiedad—. Si tal desgracia hubiese acaecido, también nosotros estábamos perdidos. Sin embargo, no hay que desanimarse: mañana seguiremos a lo largo de la playa, y tal vez seamos más afortunados.

Volvió lentamente hacia la cabaña, y se acostó junto a Juan, que continuaba durmiendo tranquilamente.

La lluvia seguía, cayendo a torrentes, y un furioso vendaval sacudía y despedazaba las ramas de los árboles, penetrando con siniestros silbidos en el interior de la floresta.

El mar, siempre agitadísimo, se rompía estrepitosamente contra la costa, lanzando sus olas por encima de los rizóforos, y llegando a veces hasta la cabaña.

Presa de continua inquietud, Sao-King no durmió ni un solo instante. Cuando comenzó a alborear, despertó a Juan, diciéndole:

—¡Ya es hora de marchar!

—¿Ya? —preguntó el joven, desperezándose—. ¡Me parecía que acababa de dormirme!

—Hay que darse prisa, porque tal vez tengamos que recorrer mucho camino antes de llegar al sitio donde está anclado el buque.