CAPÍTULO VIII

A TRAVÉS DEL OCÉANO PACIFICO

Entre tanto, el tiempo empezaba a cambiar, pareciendo que amenazaba una borrasca violentísima, que tal vez obligaría al Alción a cambiar de ruta, lanzándolo hacia el intrincado archipiélago de las Nuevas Hébridas.

Violentas ráfagas de aire se sucedían de cuando en cuando, acompañadas de furioso aguacero de breve duración. El viento tendía a girar al Sudoeste, obligando al buque a la fatigosa maniobra de las bordadas y poniendo a dura prueba a su escasa tripulación.

Sin embargo, como habilidísimo marino y ayudado eficazmente por Strong, que debía de haber sido en otro tiempo excelente contramaestre, Vargas se esforzaba en sostener la primitiva ruta para llegar a las costas meridionales de Nueva Caledonia y cruzar después el Mar de Coral.

No obstante, aquella lucha no habría de durar mucho. A pesar de las continuas bordadas, el Alción era lanzado poco a poco al Norte, haciendo perder a Vargas la esperanza de llegar a Nueva Caledonia.

Olas cada vez más fuertes asaltaban constantemente a la nave, que oscilaba horriblemente falta de la estabilidad necesaria, por no tener el palo mayor ni cargamento bastante.

Al cabo de dos días, el Alción, a la altura de la isla de Valpole, entre el archipiélago de Tonga y la gran isla francesa, tuvo que abandonar su primera dirección y escapar a través del archipiélago de las Nuevas Hébridas, obligado por el viento, que repentinamente había saltado al Oeste.

El temporal era amenazador, y las olas se encrespaban con terrible furia, sacudiendo cada vez más impetuosamente a la pobre nave. Formidables truenos resonaban uno tras otro entre aquella masa de vapores, negros como la pez, que se precipitaban sobre el mar en incesantes chaparrones.

Todos los tripulantes del Alción empezaban a sentir gran inquietud; Strong y sus hombres estaban también sobrecogidos de espanto, e interrogaban ansiosamente el horizonte, temiendo a cada momento ser lanzados contra cualquiera de las islas de aquel archipiélago.

El Alción, muy castigado por el primer tifón, no tenía gran resistencia, y en su carena podía abrirse alguna vía de agua gravísima.

—¿Estaremos destinados a morir? —preguntó Cirilo al oficial, que no se separaba del timón—. ¡Se diría que esta nave está maldita!

—No es el huracán lo que me inquieta —repuso el argentino—, sino las islas y los escollos que las circundan.

Nos hallamos en un mar poco conocido, y estamos expuestos constantemente a chocar con algún banco de coral. Ya sabe usted que los pólipos no cesan de construir en estas regiones.

—¿Están lejos las Hébridas?

—No las veremos antes de tres días —respondió el argentino.

—¡Si pudiéramos huir del temporal!

—Eso trataré de hacer; pero el Alción gobierna pésimamente. Tenemos una arboladura muy deficiente, y no podemos contar más que con los foques y alguna otra vela.

—¿Teme usted que se caiga el trinquete?

—No me inspira confianza.

—Señor Vargas —dijo Strong, acercándose en aquel momento—, me parece que la situación es difícil.

—Ya lo sé.

—Aconsejo a usted que busquemos un refugio.

—¿Dónde?

—En Erromango, por ejemplo; yo sé que aquella isla tiene un buen fondeadero.

—Nuestra nave está demasiado comprometida para intentar semejante maniobra.

—¿Habrá inutilizado usted el timón? —gruñó el bandido, frunciendo amenazadoramente el entrecejo—. He advertido que el Alción gobierna mal hace unos días.

—¿Me ha visto usted hacerlo? —repuso incomodado el argentino.

—No, porque si le hubiera visto, a estas horas no estaría usted vivo.

—Esas amenazas no me causan ningún efecto. Desde luego, no puede haber motivo para que yo inutilizase el timón. ¿No estamos nosotros también a bordo? Si la nave naufragase, no estaríamos a salvo.

—¿Qué quiere usted? No puedo menos de sospechar de ustedes —respondió Strong, algo tranquilizado—. ¿No cree, pues, posible arribar a cualquier isla?

—Por el contrario —dijo el argentino—, trataré de evitarlo.

—Pues haga usted lo que le parezca; pero no olvide que les vigilamos.

—Lo sé.

Por la tarde, el Alción, siempre impulsado por las olas y las ráfagas, que aumentaban de un modo incesante, pasaba a la vista de una costa en la cual brillaban muchos fuegos. Debía de ser la isla de Annaton, la más meridional del grupo de las Hébridas, y una de las más pequeñas de aquel archipiélago.

Sin duda, sus habitantes habían visto la nave y encendido hogueras, con la esperanza de atraerla a sus playas y asaltarla después de haberla hecho naufragar.

El argentino y Strong conocían demasiado bien a aquellos isleños para dejarse engañar tan burdamente. Durante la noche apareció otro fuego, pero a gran altura, como si ardiera algún bosque situado en la cima de un monte, o vomitase llamas un volcán.

El Alción se encontraba, pues, en el peligroso archipiélago mucho antes de lo que había creído el oficial argentino, sin duda porque la nave, impulsada por el fuerte viento, había caminado con gran velocidad.

El archipiélago de las Nuevas Hébridas es uno de los más considerables del Océano Pacífico occidental, y se extiende en un espacio de ciento cuarenta leguas. Es uno de los menos conocidos, pues son pocos los navegantes que lo han visitado desde que Quirós lo descubrió en 1606.

El argentino no quería meter el buque entre aquella multitud de islas, bancos y escollos, donde había mil probabilidades de perderlo, y de perecer, además, a manos de aquellos feroces habitantes, por lo cual viró resueltamente hacia el Oeste, tratando de alcanzar las costas septentrionales de Nueva Caledonia. Sólo por aquel lado estaba la salvación, puesto que el Mar del Coral ofrecía menos peligros. El tiempo se mantenía muy malo, y las olas continuaban chocando violentamente contra los costados de la nave. Algunos golpes de mar llegaban hasta el puente, arrastrando cuanto encontraban a su paso. Por fortuna, el viento seguía siendo favorable.

En cambio, los desgraciados navegantes empezaban a sentir escasez de víveres, ya de por sí poco nutritivos, si se exceptúan algunos cuantos cerdos que quedaban, y que iban sacrificando con mucha economía.

Al décimo día de la salida de Pylstard los piratas y sus prisioneros, después de una lucha obstinada, avistaron la punta septentrional de Nueva Caledonia. Allí se abría el Mar del Coral, amplia extensión de agua que baña las costas de Australia y el peligrosísimo archipiélago de las Luisiadas, situado al extremo de Nueva Guinea y de Paupasia.

Sin embargo, más allá de la isla de Bulabea, que se levanta en una profunda ensenada de Nueva Caledonia, el mar estaba tan encrespado, que infundía miedo hasta a los piratas. Verdaderas montañas de agua de altura prodigiosa se lanzaban unas tras otras con formidable fuerza, produciendo horrible fragor en los contornos de la isla.

La punta septentrional de Nueva Caledonia, formada por enormes y peligrosas escolleras, rompía y rechazaba las olas, lanzándolas a las tempestuosas nubes.

Agobiado el Alción por aquella masa líquida, y casi sin velas, apenas se gobernaba. El momento era terrible: parecía inevitable el naufragio.

Strong, espantado, se había unido al argentino, que hacía desesperados esfuerzos en la rueda del timón.

—¿Qué dice usted? —preguntó.

—Que la salvación de nuestro buque pende de un hilo —respondió el argentino.

—¿No podremos doblar el Cabo?

—Lo dudo.

—Entonces, nuestra nave se hará pedazos.

—Tal vez.

—¡Es que yo no quiero!

—Pues póngase usted al timón; le cedo con gusto este puesto —repuso secamente el oficial.

—Es que…

La frase fue interrumpida por una detonación lejana que no podía confundirse con el trueno.

—¿Un cañonazo? —preguntó Strong con voz sorda.

—Sí —dijo Sao-King, que se había encaramado al árbol de mesana.

Un relámpago brilló en aquel momento iluminando el revuelto Océano.

Aunque aquella luz lívida sólo había durado pocos segundos, el chino pudo ver a una milla de distancia, tal vez a menos, un gran buque que, lo mismo que el Alción, se esforzaba por doblar el Cabo de Nueva Caledonia.

—¡Amigo Juan —dijo el chino—, tenemos en nuestras aguas un buque de guerra!

—¿No te habrás engañado, Sao-King? —preguntó el joven, con voz alterada.

—No; y nuestra libertad, y tal vez nuestra vida, depende de ese buque.

—¿Qué quieres decir, Sao-King?

—Que si no encontramos un medio de hacer señales y llamar la atención de aquel buque sobre nosotros, no volverá a presentársenos una ocasión tan propicia para recobrar la libertad.

—Los piratas nos matarán.

—¡Mire usted cómo la nave corre bordadas hacia nosotros!

A la luz de un nuevo relámpago había visto a aquel buque inclinarse hacia el cabo para tomar más viento, por lo cual casi venía a cruzarse con el Alción.

Strong también lo había visto, porque una ronca imprecación se escapó de sus labios.

—¡Buque de guerra! ¡Que el mar se lo trague! ¡La tempestad nos protegerá!

Luego, volviéndose hacia Vargas, le gritó con voz amenazadora:

—¡Ponga usted proa al Norte!

—¡Es imposible! —repuso el oficial, que había comprendido cuánto podían esperar de aquel buque.

—¡Deme usted el timón! —rugió Strong—. ¡Prefiero que se estrelle la nave a que nos aborde ese buque!

Sao-King agarró a Juan de un brazo y le condujo hacia proa, donde rompían las olas lanzándose sobre cubierta.

—¡No tenemos un momento que perder! —le dijo con acento resuelto—. ¡Si quiere usted salvar a su hermano y al señor Vargas, sígame! ¡Dios nos ayudará!

—¿Qué quieres hacer?

—Tirarnos al mar y llegar a aquel buque. Sabemos a dónde va el Alción y haremos que le sigan.

—¿Y podremos salir vivos de estas olas?

—Hay salvavidas a proa: además, la isla de Bulabea está frente a nosotros. ¡Venga usted, o me tiro yo solo!

—¡No te abandonaré, Sao-King! —repuso el valeroso joven—. Espera un momento para que avise a mi hermano.

—¡No nos permitiría intentar la empresa!

—Es necesario que lo sepa, para que esté tranquilo.

—Vargas lo comprenderá, porque ya sabe mi proyecto para el caso de que encontrásemos un buque. ¡De modo que adelante; el momento es propicio!

—¡Voy contigo, Sao-King!

Strong se había puesto al timón y se esforzaba en dirigir la nave hacia el Norte, a riesgo de sumergirla. El buque de guerra iba entonces a virar de bordo a menos de cinco cables, para no estrellarse contra los escollos de la isla. Lo mismo que el Alción, luchaba penosamente; pero, como era de bordo más alto, resistía mejor el empuje de las olas. Sin embargo, no parecía que lograse vencer el difícil paso, porque el viento lo lanzaba hacia el mar de las Nuevas Hébridas.

Aprovechando el momento en que los piratas maniobraban, Sao-King llevó al joven al castillo de proa, donde, atados a los pilaretes, había varios salvavidas.

—Amigo Juan —dijo—, ¿está usted decidido?

—Sí.

—¡Nos jugamos la vida!

—¡Se trata de salvar a mi hermano!

—¡Pues agarre un salvavidas, y atención a las olas! Nos lanzaremos a un tiempo.

De una cuchillada separó dos salvavidas y los ató uno a otro por medio de algunos metros de cuerda. En aquel instante una montaña de agua corría sobre la nave, mugiendo sordamente. Cuando desapareció del otro lado, Sao-King y el animoso joven ya no se encontraban en el buque.

En el mismo instante, bajo la vigorosa mano de Strong, la nave doblaba el Cabo y desaparecía entre las tinieblas en dirección al mar del Coral.