LOS «COOLIES», VENGADOS
Al día siguiente, el Alción se alejó de la isla para emprender la larga travesía. Como el mar estaba tranquilo, Strong decidió que los trabajos de reparación se realizaran en alta mar, porque no se fiaba mucho de los salvajes, los cuales, a pesar de sus protestas de amistad, podían jugarle una mala pasada.
El argentino, único que podía guiar a buen puerto al Alción, hizo poner la proa hacia el Oeste, resuelto a pasar junto a la parte meridional de Nueva Caledonia, antes de remontarse hacia el Norte, a fin de evitar el conjunto de islas peligrosas que se extienden entre el archipiélago de Fidji y el de las Nuevas Hébridas.
Ayudados por Sao-King, los piratas se pusieron entre tanto a la obra de colocar un árbol de trinquete, a fin de dar a la nave mayor estabilidad e imprimirle también más velocidad.
Cuatro días después de su partida de Pylstard, el Alción se hallaba en condiciones de afrontar las olas y los vientos. Aquellas reparaciones habían sido hechas con oportunidad, porque al quinto día de marcha, el tiempo, que hasta entonces se había mantenido espléndido, comenzó a ser amenazador.
El viento, que hasta entonces había sido ligero, comenzaba a ser más intenso. Sin duda había estallado alguna tempestad en el Océano Pacífico meridional.
—¿Tendremos otro tifón? —preguntó Cirilo, que había marchado a popa, donde el argentino se encontraba junto al timón.
—Tendremos alguna ráfaga furiosa —repuso el oficial, mirando las nubes, que continuaban extendiéndose por el cielo—. Me alegro de haber escogido esta ruta, que nos permite maniobrar libremente sin temor de tropezar con algún escollo.
—¿Tiene usted confianza en la habilidad de estos piratas?
—Completa. Son hábiles marineros. Sin embargo, si las olas se los llevaran, me alegraría. Por ahora son ovejas porque ríos necesitan; pero luego se volverán tigres.
—¿No cree usted que nos dejen marchar?
—Creo que no, porque temerán ser denunciados.
—Eso mismo pensaba yo —repuso el comisario—. ¿Qué querrán hacer de nosotros? ¿Que seamos también piratas?
—Por lo menos nos tendrán prisioneros, si no se les ocurre ahorcarnos.
—¿Cómo quitárnoslos de encima antes de llegar al Estrecho de Torres?
—Ya he tirado al mar algunas botellas.
—¿Las recogerán?
—¡Quién sabe!
En aquel momento se oyó la voz de Sao-King, que gritaba:
—¡Vela a babor!
Strong, que se encontraba a proa, al oír aquel grito se lanzó hacia la amura de babor mirando atentamente. Varios de sus hombres le habían imitado.
—¡Una vela! —exclamó el argentino—. ¡Será que alguna botella!…
—¡Silencio, imprudente! —dijo Cirilo.
Todas las miradas se dirigieron hacia el Sur, por donde aparecía un punto blanquecino que se balanceaba a merced de las olas. Strong se hizo traer un anteojo, y lo dirigió precipitadamente hacia aquel punto blanco.
—Es una vela, pero una sola —dijo al cabo de unos instantes—. Debe de ser un barco muy pequeño, porque no veo más que un solo árbol.
Entregó el anteojo a uno de sus hombres y se dirigió hacia popa, donde estaban reunidos el argentino, Cirilo y Juan.
—No sé —les dijo— con qué nave tendremos que habérnoslas. Lo que debo deciros es que vamos a atacarla, y que durante el combate, si es que lo hay, ustedes no deben intentar nada contra nosotros. A la más leve sospecha, volveré los cañones contra ustedes y los ametrallaré sin compasión.
—¿Va usted a hacernos cómplices de alguna nueva infamia? —dijo Cirilo.
—No, porque no pido que me ayuden, sino qué guarden absoluta neutralidad y den buena dirección al buque. Para combatir nos bastamos nosotros, y ya lo demostraremos. Dadme palabra de ser neutrales, o me veré obligado a encerraros por ahora.
—Preferimos asistir a la lucha, deseando que llevéis la peor parte.
—¡Ya veremos quién llevará la peor! —dijo Strong, mientras sus ojos lanzaron una mirada de ferocidad—. ¡Pronto, dadme vuestra palabra!
—Os la damos —contestó Cirilo.
—¡Cuidado con faltar a ella, porque no os lo perdonaríamos!
—¡Ya sabemos de lo que sois capaces!
Los tres amigos se vieron obligados a prometer guardar neutralidad, aunque en su fuero interno deseaban vivamente la derrota de los bandidos.
Strong se volvió a sus hombres y les dijo:
—¡Cargad con bala los cañones, y preparad los fusiles! ¡Yo me encargo de desarbolar aquel barco de una andanada!
La nave, o mejor dicho, la navecilla, no parecía tratar de acercarse, y hasta se hubiera dicho que no seguía ruta alguna. Permanecía siempre a la misma distancia, dejándose llevar por el caprichoso impulso de las olas.
El argentino no pudo menos de decir a Cirilo:
—Aquel velero no lleva dirección.
—Tendrá el timón roto —dijo Sao-King.
—Desde luego, alguna grave avería.
—Me parece que es de pequeñas dimensiones —dijo Cirilo, que se había provisto de un anteojo—. Os aseguro que Strong se ha equivocado por esta vez, y que no habrá lucha. Creo que se trata de una chalupa grande, y no de una nave.
—Sí —confirmó Sao-King, que estaba dotado de excelente vista.
Hasta Strong parecía haber notado ya que se trataba de un buque pequeño, porque había hecho suspender los armamentos, mandando a sus hombres que virasen de bordo. Realizada la maniobra sin dificultad, el Alción se dirigió al encuentro de la supuesta nave, que continuaba en las mismas aguas.
—Es una chalupa armada en cutter —dijo el argentino, que no la perdía de vista.
—Y hasta me parece que no lleva tripulación —añadió Sao-King.
—Las aves marinas revolotean en gran número sobre ella —dijo Cirilo—. ¿Habrá allí muertos? Las veo bajar de cuando en cuando, y luego subir rápidamente.
—Señores —dijo Strong aproximándose—, no habrá necesidad de combatir a aquella chalupa; pero como puede sernos útil, vamos a recogerla. Señor Vargas, maniobre usted de modo que nos acerquemos a ella.
—Es lo que estoy haciendo —repuso el argentino—. ¡Caramba! ¡Aquella chalupa la conozco! Está pintada de verde con una franja blanca: ¡los colores del Alción!
—¿Es posible? —exclamaron Cirilo y Juan.
—Es aquella en que embarcaron el capitán, el bosman y buena parte de la tripulación. ¡Atención a la maniobra!
La chalupa estaba ya a pocos cables de distancia. Tenía las velas aún desplegadas; pero estaba a merced de las olas, porque no había nadie al timón. Saltaba sobre las crestas del oleaje, como una pelota de goma. Las aves marinas volaban sobre ella, gritando y posándose en las bordas sin dar muestras del menor temor.
Con una hábil maniobra, el argentino dirigió el Alción sobre la chalupa, tratando de abordarla. Un grito de horror se escapó de los pechos de Sao-King, Cirilo y Juan. Desde lo alto del castillo habían visto en la chalupa algunos cadáveres.
—¡Sangre de Belcebú! —exclamó Strong—. ¡Hay muertos allá adentro! ¡Que el diablo se los lleve! ¡Ya no quiero la chalupa!
—¡Esa embarcación perteneció a nuestro buque —dijo Vargas—, y esos cadáveres son los de nuestros compañeros!
—¡Sí! —dijo Sao-King fríamente—. ¡Mis compatriotas han sido vengados!
—¿Qué historia es ésa? —preguntó Strong mirando a los prisioneros y frunciendo el ceño.
—¡Una historia que no os importa! —repuso el argentino—. ¡Huyamos, y dejad a esa chalupa que continúe su fúnebre viaje!
Luego, sin esperar ninguna orden, volvió a poner la nave al viento, continuando la primera ruta.
—¿Habrán muerto de hambre esos desgraciados? —preguntó Juan, mirando con horror aquella barca, que las olas amenazaban a cada instante echar a pique.
—Es probable —repuso el argentino—. En su precipitación por abandonarnos, embarcaron pocos víveres, esperando tal vez llegar pronto a las Tonga.
—¡Su castigo ha sido terrible! —dijo Cirilo.
—¡Pero merecido! —añadió Sao-King.
—¿Y la otra chalupa? —preguntó Juan.
—Habrá sido sumergida por el tifón —dijo Vargas—. Era demasiado pequeña para defenderse del mar.
Entre tanto, el Alción había vuelto a emprender su carrera, luchando penosamente contra las olas, que con furia le acometían de costado.
Strong hizo arriar algunas velas, no confiando en la solidez de los palos. Sin embargo, la tempestad no parecía que hubiese de estallar pronto, porque el viento aumentaba lentamente y las olas no se encrespaban.
Aunque el Océano estuviese tan agitado, gran número de peces se mostraban en los alrededores del buque, jugueteando en su estela. Eran en su mayor parte «veleros», así llamados porque tienen en el dorso una aleta ancha, de la cual se sirven como de una vela para aumentar su velocidad.
Nadaban en grupos de diez o doce, dejándose llevar por las olas y por el viento, y mostrando su hocico, armado con una especie de espada muy aguda, de cerca de un metro de largo, y a veces hasta de dos, arma formidable que los hace temibles hasta para los tiburones.
Había algunos grandísimos, de cerca de diez pies de largo, que a veces la emprendían contra la nave, tratando de perforarle la carena.
—¿Qué hacen aquí todos estos peces? —preguntó Juan al argentino.
—Emigran —repuso éste.
—¿Son peligrosos?
—El terror de los isleños de la Polinesia, porque frecuentemente se lanzan contra las piraguas y las atraviesan con la espada. No tienen miedo de atacar a veces a las ballenas más gigantescas.
—¿Y las matan?
—Sí. Las desgraciadas mueren en medio de los más atroces espasmos; pero antes muere el velero que las ha herido, porque ya no puede sacar su espada.
—Una vez he encontrado uno de estos peces sujeto a la carena del Alción.
—¿Lo había atacado? —preguntó Juan.
—Probablemente, en su ciega rabia lo tomó por una ballena y había clavado su espada entre las junturas del casco, de modo que no pudo retirarla.
—Se parecen a los peces espadas —dijo Cirilo.
—No se diferencian más que en el tamaño y en la forma del cuerno —repuso el argentino—. En éstos, como veis, es cilíndrico y más sólido. En el pez espada, plano y más resistente.
—¡Buen golpe! —exclamó en aquel momento Sao-King, que seguía con atención los movimientos de los veleros—. Están cazando un banco de morenas.
Con un salto repentino, uno de aquellos peces se había lanzado hacia adelante, y luego, levantando bruscamente el cuerno, se vio en él ensartada una especie de anguila de dos metros de largo y muy voluminosa.
—¡Es una verdadera desgracia no tener redes! —dijo Cirilo—. Esas morenas son exquisitas.
—¡Excelentes! —dijo Sao-King—. Los isleños no temen arriesgarse para cogerlas.
—¿Son peligrosas estas anguilas? —preguntó Juan.
—Tienen dientes agudísimos que producen heridas terribles —repuso Sao-King.
—Y, sobre todo, les gusta mucho la carne humana —añadió Cirilo.
—¡Ah! ¿Serán tal vez de la misma especie de las que fueron tan apreciadas por los antiguos romanos?
—Sí, Juan —repuso el comisario—. No había romano rico que no tuviera en su propia casa una piscina o un estanque poblado de morenas; las amaestraban, las nutrían en abundancia, y a veces se llegó a colgarles pendientes.
—¡Pues daría gusto verlas! —dijo Juan sonriendo.