CAPÍTULO VI

UN CAMBIO INICUO

Pylstard es una de las islas más agrestes del archipiélago de Tonga-Tabú, y aun de las menos pobladas y más pobres; su vegetación es escasa: parece de origen volcánico y madrepórico; tiene las costas muy elevadas, y en el interior, dos montañas divididas por un valle profundo.

El fondeadero, escogido por el argentino con arreglo a las indicaciones de Strong, que conocía la isla, no era muy seguro, aunque algunas filas de escollos le resguardasen del ataque de las olas.

La costa parecía desierta, pues no se veían cabañas ni piraguas. En cambio, estaba poblada por multitud de aves, llamadas por los holandeses Pylstard, y que han dado su nombre a la isla.

Más allá de las primeras rocas se delineaban grupos de cocoteros y de plátanos del más hermoso aspecto, aun cuando en general el terreno parecía muy árido.

Después de haber observado atentamente la costa, Strong se volvió hacia el argentino y Cirilo, que estaba a su lado, y les dijo:

—Un cañonazo bastará para llamar a los salvajes. En medio de aquellos bosques hay algunos pueblecillos.

—¿Y por qué no vamos a buscarlos, si, como usted ha dicho, conoce alguna gente de ésa? —preguntó Cirilo.

—¡No me fío! —repuso el pirata con una sonrisa irónica.

—¿De los salvajes?

—No, de ustedes. Serían capaces de huir a los bosques, y me son demasiado necesarios para dejarles que se vayan. De modo que mientras estemos aquí haré vigilarles estrechamente.

—Haga usted lo que quiera —dijo Cirilo, con indiferencia—; pero tenga la seguridad de que no tenemos la menor intención de acabar la vida entre los antropófagos.

—¡Lo creo! ¿Tienen ustedes a bordo objetos que regalar a los salvajes?

—No, porque nuestra nave no traficaba con los isleños de la Polinesia —repuso el argentino.

—Yo ya tengo un buen artículo de cambio —dijo Strong—. Agregaremos a eso unos trozos de hierro, clavos y algunas cadenas que no sirvan, y los salvajes quedarán muy contentos. ¡Eh, Davy: dispara los cañones!

El pirata que llevaba este nombre descargó las dos piezas de artillería en dirección de la costa, donde el estampido se propagó con horrísono estruendo.

No había pasado un cuarto de hora, cuando aparecieron en la playa algunos hombres armados de lanzas y de mazas, y luego una piragua cerca de uno de los promontorios que formaban la ensenada. Aquella barca, semejante a las que emplean los isleños de Wauwau y los de Tonga-Tabú, estaba tripulada por siete salvajes casi desnudos. Primero describió una ancha curva alrededor de la nave, temiendo, sin duda, los tripulantes tener mala acogida; pero después se acercó, y se detuvo bajo la escala. El que guiaba la piragua debió de conocer a Strong, porque le dirigió la palabra preguntándole el motivo de su regreso en una piragua tan grande.

—¡Sube! —dijo Strong—. Nada tienes que temer, y sí, en cambio, mucho que ganar.

—¿Han estado ustedes aquí? —preguntó el argentino al pirata.

—Sí; antes de llegar a Wauwau nos detuvimos aquí para renovar nuestras provisiones.

—¿En qué buque vinisteis?

—En un hermoso bergantín sólido y bien armado.

—¿Os lo echaron a pique?

—No; una traidora punta de coral le rompió la carena. Estábamos entonces en las costas meridionales de Nueva Caledonia, y… Pero ¿qué os importa saber estos detalles? Además, tenemos que hacer otras muchas cosas en estos momentos.

El salvaje había subido ya a bordo, frotando sus narices contra las de los piratas, y manifestando viva alegría al volver a verlos.

—¡Los bandidos siempre están de acuerdo! —dijo Cirilo—. ¡Quién sabe las infamias que habrán cometido juntos!

Strong cogió del brazo al salvaje y le condujo hacia proa, hablando con él animadamente. De seguro no deseaba que los prisioneros asistieran al coloquio, porque sabía que Sao-King entendía la lengua de los tongueses.

—Señor Ferreira —dijo Vargas con voz inquieta—. ¿Tratará Strong de desembarazarse de nosotros? Si sólo quisiera pedir víveres, hubiera hablado en nuestra presencia.

—Ya hubiera podido quitamos de en medio —dijo el peruano—. Si no lo ha hecho, podemos estar tranquilos.

—Y, además, le somos muy necesarios —dijo Juan.

—Sí; pero ¿hasta cuándo? —dijo el argentino, cuya frente se ensombreció—. ¿Creen ustedes que nos pondrán más tarde en libertad? Yo lo dudo.

—¡Si pudiésemos escapar! —murmuró Sao-King.

—¡Ojalá encontrásemos un buque de guerra! —repuso Vargas.

—En esta parte es muy raro encontrarlos, ¿no es verdad? —preguntó Cirilo.

—Es cierto; pero a veces se los encuentra cerca de las costas de Australia. Tengo un provecto.

—¿Cuál?

—Tirar al mar unas cuantas botellas con un documento en el interior, que explique nuestra prisión y la situación en que nos encontramos. Tal vez alguna de ellas sea recogida por cualquier buque de guerra, y entonces estará asegurada nuestra libertad.

—El medio me parece poco práctico, amigo Vargas —dijo Cirilo.

—Era preciso saber dónde tienen su guarida estos piratas.

—Lo sabremos.

Entre tanto, Strong había terminado su coloquio con el salvaje, y éste, después de haber bebido un vaso de whisky y recibido como regalo algunos clavos y algunos trapos de colores tomados de los cajones del equipaje, volvió a bajar a su piragua.

—Tendremos víveres y agua —dijo el pirata, dirigiéndose a los prisioneros—. Nuestro viaje está asegurado.

—¿Y el árbol del trinquete? —preguntó el argentino—. Nuestro buque no puede emprender en estas condiciones una navegación tan larga.

—Traerán madera en abundancia, y nosotros la labraremos. Uno de mis hombres irá a tierra para escoger los árboles que nos convengan.

—¿No se fía usted de mí?

—Haré mal, pero no me fío —repuso Strong.

—Le demostraré su, sinrazón guiando el Alción hasta vuestro refugió.

—No pido más.

—Pero ha olvidado usted una cosa —dijo el argentino.

—¿Qué?

—Decirme precisamente adonde debo guiar la nave. El golfo de Carpentaria es muy grande.

—¿Conoce usted el Estrecho de Torres?

—Sí; lo he atravesado más de cinco veces.

—¿Y las islas del Príncipe de Gales?

—También.

—Pues tenemos que ir a la de Mera.

—¿No es la mayor del grupo? —dijo el argentino.

—Sí.

—¿Nos dejaréis marchar después?

—Así lo creo.

—¿Que lo cree usted? —exclamó Vargas, frunciendo el ceño.

—El jefe no soy yo. Nuestro capitán ha muerto en el naufragio; pero allí hay otro, que es a quien corresponde decidir de vuestra suerte.

—¡Eso es una perfidia! —gritó irritado el argentino.

—No se inquiete usted —dijo Strong—. El teniente Carpellea no es tan malo como se cree, y estoy seguro de que tendrá mucho gusto en desembarazarse de ustedes.

—Hay muchos modos de librarse de las personas, y uno de los más seguros es ahorcarlas.

—¡No crea usted tanto, señor mío! Respondo de la vida de ustedes.

—¡Ya veo cómo saben mantener los piratas su promesa!

—¡Vaya; acabemos! ¡No vale la pena de quemarse la sangre con semejantes tonterías!

—¡Es usted un bandido! —gritó el argentino, furioso.

—¡Un bandido digno de la cuerda! —añadió Cirilo.

—¡Cuidado con la lengua! —gritó el pirata—. ¡Estos salvajes no gustan menos de la carne blanca que los de Wauwau! ¡Conque, silencio!

El argentino iba a lanzarse sobre el miserable; pero Cirilo se lo llevó, diciéndole:

—¡No cometa usted imprudencias, Vargas!

—¡Es necesario librarnos de esta canalla! —repuso éste.

—Aún no hemos llegado al Estrecho de Torres.

—Y antes de que lo atravesemos ha de pasar algo, amigo Cirilo.

—Pues todos estamos dispuestos a ayudarle.

En esto, diez piraguas tripuladas por unos cincuenta salvajes se aproximaron a la nave.

Llevaban gran número de cerdos de escasa talla, grandes tortugas marinas, plátanos, nueces de coco, frutas del árbol del pan y, sobre todo, muchísimas batatas de extraordinario tamaño.

Los salvajes invadieron la nave, amontonaron las frutas sobre la cubierta y lanzaron los cerdos y las tortugas en el entrepuente, donde inmediatamente eran atados. Era la primera remesa, porque después las piraguas se alejaron con parte de los salvajes y dos piratas, los cuales habían cargado dos barcas con barriles para la provisión de agua.

Strong hizo preparar comida, compuesta de galleta averiada, algo de bacalao y cuanto pudo encontrarse en el cuadro de popa, invitando a los principales guerreros. A esto agregó las últimas botellas del capitán, cerca de media docena, a pesar de las protestas de sus compañeros, a los cuales les desagradaba emprender la larga travesía sin una gota de licor.

Por la tarde, las piraguas estaban de vuelta, trayendo más fruta, crustáceos grandísimos, harina de sagú, extraída de la médula del árbol así llamado, y muchos peces para salarlos o ahumarlos.

Tampoco faltaba una buena provisión de leña seca.

—¿Podrán bastar esos troncos? —preguntó Strong al argentino.

—¿Para levantar un nuevo árbol para ahorcarse? —preguntó éste con ironía.

—Para nuestra nave.

—¡Diga usted para la vuestra!

—Por ahora es de propiedad común —dijo Strong.

—Y ¿qué vais a dar a los salvajes en cambio de estos víveres?

—¿Quiere usted saberlo?

—Sí.

—¡Pues mire usted!

En aquel momento los piratas, después de haber hecho llevar a bordo los barriles llenos de agua, arrastraban por el puente a los ocho salvajes de Wauwau, que hasta entonces habían permanecido encadenados en el entrepuente.

Los desgraciados, adivinando tal vez su triste suerte, oponían desesperada resistencia, defendiéndose a puntapiés y puñetazos.

—¿Qué va a hacer de esos hombres? ——preguntó el oficial, que comenzaba a sospechar el infame proyecto del bandido.

—Me sirven para pagar los víveres —repuso Strong—. Agregaré un poco de hierro viejo, y estos bravos isleños quedarán satisfechos.

—¿Y los vende como esclavos?

—¿Esclavos? No se gastan en Pylstard; aquí el hombre no es más que un comestible.

—¿Y no le remuerde la conciencia?

—¿Y qué iba yo a hacer de esos tipos?

—¡Ah, vil bandido!

—¡Tiene usted la lengua demasiado suelta!

—¡Hombres blancos que venden carne humana! ¡Me da usted asco, canalla!

—¿Quería usted que nos muriésemos de hambre? ¡Qué gente tan escrupulosa! ¡Decididamente, no han nacido ustedes para estar de acuerdo con nosotros!

—¡Dé usted hierro, y no hombres, a esos antropófagos! —gritó el argentino, pálido de rabia.

—¿Les regalaremos las cadenas de las anclas? —dijo Strong burlándose—. ¡Déjeme usted a mí, que entiendo bien el comercio!

Dicho esto, se fue para ayudar a sus hombres a entregar los isleños, que lanzaban gritos horribles.

El argentino dio entonces una voz:

—¡A mí, compañeros! ¡Vamos a impedir esta infamia!

Sao-King, Cirilo y Juan se pusieron inmediatamente a su lado como un solo hombre, armándose con los espeques del cabrestante.

A una orden de Strong, cuatro piratas se volvieron pronto, apuntando con sus fusiles a los prisioneros.

—¡Abajo los espeques! —gritó Strong con tono amenazador—. ¡Abajo los espeques u os hago fusilar como perros!

—¡Podéis matarnos; pero no consentiremos que se cometa semejante infamia! —dijo Cirilo.

—¡Claro que os mataré! —rugió Strong—. ¡Aquí mando yo! ¡Basta! ¡Tirad esos espeques! ¡Sangre del infierno! ¿Obedecéis o no?

El momento era terrible, porque el bandido parecía resuelto a llevar a efecto su amenaza, adelantándose hasta tocar con el cañón de su fusil el pecho del valeroso comisario. Los demás piratas mostrábanse decididos a cumplir las órdenes de su jefe.

El argentino comprendió que un instante de vacilación podría costarles la vida, porque también los salvajes, empuñando sus mazas, se habían colocado detrás de los piratas, dispuestos a ayudarles.

—¡Calma! —dijo—. Nada conseguiréis con matarnos, pues sin nosotros no podréis llegar al Estrecho de Torres.

—¡Entonces, dejadme hacer lo que me parezca! —respondió el bandido, levantando el fusil.

—Cuando menos, trate usted de convencer a esos salvajes, amigos suyos, para que no maten a los prisioneros.

—Lo intentaré; pero no tengo gran confianza en sus promesas.

—Indúzcalos a que los conserven como esclavos, en vez de sacrificarlos.

—Se lo prometo.

Strong hizo bajar los fusiles y se retiró a proa, donde se hallaba el jefe de los caníbales.

El resultado de aquella conferencia no fue conocido del argentino y sus compañeros. ¿Había tratado realmente el pirata de conseguir del jefe que no sacrificase a los prisioneros, o había tratado con él de cualquier cosa? Preciso era desconfiar mucho de la humanidad del bandido.

Es lo cierto que pocos minutos después los ocho isleños de Wauwau, a pesar de su resistencia, eran embarcados en dos piraguas y conducidos rápidamente hacia la playa.

—¿Los sacrificarán? —preguntó Cirilo al argentino.

—Me temo que Strong no se haya tomado ni el trabajo de hablar en su favor, y que todos esos desgraciados habrán sido asesinados mañana.