EL ASALTO DE LOS ANTROPÓFAGOS
El viento, que era algo débil, no empujaba la nave con la velocidad que los piratas hubieran deseado.
Guiados por Sao-King y dirigidos por el argentino, que tenía interés en escapar del asador, los piratas habían agregado una gavia desplegada sobre el trozo que funcionaba como trinquete; pero aquellas nuevas velas no bastaban.
Ya hacia la playa; habían aparecido nuevas piraguas tripuladas por hombres que venían del pueblo salvaje, y después de recoger a sus compañeros, se dirigieron rápidamente hacia uno de los dos promontorios con intenciones manifiestamente hostiles.
Aquella maniobra no pasó inadvertida para Strong ni para el argentino, y mucho menos para Cirilo Ferreira, que se había encaramado hasta la Cofa en unión de Sao-King.
—¡Me parece que quieren cerrarnos el paso! ——dijo Vargas al jefe de los piratas.
—Es verdad —repuso éste, cuyo rostro se oscureció—. Creía haberme quitado de encima a esos animales, y van a darnos guerra. ¿No podríamos aumentar la velocidad de la nave y adelantarnos a aquellas chalupas?
—Y ¿qué velas vamos a desplegar?
—¿Podríamos agregar algunos estayes?
—No servirán de nada —repuso el argentino.
—¡Ya que quieren batalla, la tendrán! —dijo el pirata, rechinando los dientes—. ¡Ah!, si fuésemos nosotros solos.
—¿Por qué dice usted eso? —preguntó el argentino.
—Porque desconfío de vosotros —repuso Strong, mirando con recelo al oficial—. Durante el combate podríais volver las armas contra nosotros y fusilarnos a traición.
—Por el momento tenemos interés en ayudaros —dijo Vargas—. Se trata de defendernos de los salvajes.
—¿Puedo contar con vosotros?
—Por ahora, sí.
—¡Me basta! —repuso el pirata, tranquilizándose—. ¡Pero cuidado, que sí alguno de mis hombres cae herido por vuestra mano, no os perdonaremos!
El argentino se encogió de hombros sin contestar.
—¿Qué alcance tienen vuestros cañones? —preguntó el pirata.
—Dos mil metros.
—¡Soy un buen artillero, y haré bailar a esos condenados antropófagos!
Se separó del argentino, que estaba al timón, llamó a sus hombres, les dio las órdenes para el combate y él se colocó detrás de los cañones, en unión de Sao-King y de Cirilo.
Entre tanto, la flotilla de los salvajes se había detenido en la embocadura de la bahía para cortar el camino al Alción. Se componía de cuatro dobles piraguas de unos quince metros de largo, y de siete canoas montadas por muchos salvajes.
Todos los hombres capaces de manejar un arma habían salido del pueblo para hacer pagar cara a los piratas su traición.
Viendo avanzar la nave, se reunieron en grupo, vociferando espantosamente y blandiendo las mazas, las lanzas de punta de hueso y los arcos.
—¡Queremos los blancos! —rugían—. ¡Parad u os abordaremos!
De pronto, las piraguas se pusieron en movimiento, acercándose velozmente a la nave.
Advirtiendo el peligro, el argentino gritó:
—¡Fuego! ¡No os preocupéis de las velas! ¡Metralla con ellos!
Strong y Sao-King respondieron descargando las dos piezas.
Una piragua, alcanzada de lleno, se fue inmediatamente a pique; pero las otras continuaron la carrera, mientras los arqueros disparaban sobre el puente de la nave nubes de flechas.
Los piratas comenzaron a hacer fuego con los fusiles. Aquellos bribones, acostumbrados a la lucha y, sobre todo, a los abordajes, se batían denodadamente y sin perder la calma. Buenos tiradores, rara vez fallaban el golpe; cada bala que salía de sus fusiles dejaba un hombre fuera de combate.
Sin embargo, los salvajes avanzaban tan velozmente, que pronto hicieron ineficaz el fuego de la artillería.
Temiendo Sao-King que pudieran llegar a cubierta, cargó los dos cañones con metralla, y luego, seguido por Juan y por Cirilo, se lanzó al castillo para defender al argentino, que había quedado al timón.
El abordaje era inminente cuando el Alción, que ya había doblado uno de los dos promontorios, se inclinó ligeramente sobre estribor, mientras sus velas se henchían.
La brisa, que en la bahía era muy débil, soplaba con mayor fuerza fuera de ella, y las pocas velas desplegadas la recibían de lleno.
Con una hábil virada, el argentino puso la nave en dirección del viento. En el acto, la velocidad del Alción aumentó considerablemente, alejándose de las piraguas de los salvajes. Viendo éstos que la presa estaba para írseles de las manos, volvieron a empuñar los remos para darle caza.
—¡La última descarga! —gritó el argentino—. ¡La nave corre como un buque de vapor!
Viendo Sao-King a tiro a sus adversarios, disparó dos cañonazos de metralla, mientras los piratas, Juan y Cirilo descargaban sus fusiles.
Los salvajes, ya desmoralizados, saludaron a los fugitivos con una última descarga de flechas, inofensivas a causa de la distancia, y luego escaparon hacia la bahía para sustraerse a una nueva descarga.
—¡Parece que ya tienen bastante! —dijo Strong, alegre por aquel triunfo inesperado—. ¡Estaba temiendo morir yo también ensartado en el asador!
Todo peligro había pasado. El Alción se encontraba lejos, y continuaba su carrera hacia el Sur, impulsado por aquella brisa favorable.
—Ante todo, ¿a dónde quieren ustedes ir? —preguntó Vargas al jefe de los piratas.
—Ya se lo he dicho: a Pylstard, si cree usted necesario reparar la nave —repuso Strong.
—No se trata sólo de repararla, sino de proveería de víveres.
—¿No los hay a bordo?
—Ya se lo dije a usted.
—¿Los ha tirado al mar? —preguntó el pirata, mirándole de través.
—Es que no quedaban.
—Lo que usted dice es grave. ¡Sangre del diablo! ¿Quién quiere usted que nos surta de víveres?
—Los habitantes de esas islas.
—No tienen más que frutas y algunos cerdos. ¡Si hubiera algún buque que tomar al abordaje!
—Creo que no tendrá usted la pretensión de considerarnos a nosotros como piratas —dijo Cirilo, que presenciaba el diálogo.
—¡Ustedes harán lo que yo quiera! —repuso el bandido duramente—. ¡No olviden que son nuestros prisioneros!
—¡Prisioneros, sí; pero no vuestros esclavos! —repuso el peruano con firmeza.
—¡No alce usted tanto la voz, querido amigo! Ya no tenemos necesidad de vuestra ayuda para libertarnos de los salvajes, y estamos en pleno Océano.
—¿Y qué? —preguntó el argentino.
—Que si no obedece usted, le haremos danzar en la punta de la mesana con una buena cuerda al cuello.
—Por lo visto, olvida usted una crepuscular Vargas fríamente.
—¿Qué?
—Que sin nosotros no podréis manejar la nave.
—¡Sangre de ballena! —gritó el pirata, que comenzaba a impacientarse—. ¡Algo entiendo yo de eso, y la brújula también la conozco! ¡Os vigilaré, señores míos!
—La brújula no os bastará para llegar al golfo de Carpentaria.
—Si no hubiera sido por eso, no sé si os hubiera dejado a bordo. Probablemente a estas horas estaríais asados.
—¡Muchas gracias por su franqueza! —dijo Cirilo irónicamente.
—¡Basta! —gritó el pirata, exasperado—. Estas conversaciones son inútiles; vamos a ver lo que decidimos.
—Usted dirá —dijo el argentino.
—Nos conviene vivir en perfecto acuerdo, para salvarnos.
—Tal es nuestra opinión, al menos por ahora.
—Estamos tratando la cuestión de víveres. ¿Qué me aconseja usted hacer?
—Marchar hacia Pylstard.
—No encontraremos allí gran cosa.
—Pues vamos a Tonga.
—No —dijo el pirata—; esos isleños tienen muy mala fama.
—Entonces, vamos a Pylstard —dijo el argentino—. Si el viento se mantiene así, llegaremos dentro de dos o tres días.
Iban a separarse, cuando oyeron a proa carcajadas y exclamaciones de sorpresa.
Strong, siempre desconfiado, empuñó inmediatamente su fusil. Un grito de asombro se le escapó:
—¡Salvajes a bordo!
Algunos piratas habían arrastrado a cubierta a dos salvajes a fuerza de empellones y culatazos, y éstos salían de la cámara de la tripulación, oscilando sobre sus inseguras piernas.
—¿De dónde sale esta canalla? —preguntó Strong.
—Son guerreros de Mua, que se habían dormido en las hamacas —repuso un pirata, riendo a carcajadas.
—¿Cuántos son?
—Ocho.
—¡Tiradlos al mar! —repuso brutalmente el jefe.
—¡No cometerá usted semejante infamia! —repuso Cirilo, interviniendo—. Se ahogarían antes de llegar a la orilla, porque ya estamos muy distantes de ella.
—Además, tenemos tiburones a popa —añadió el argentino.
—¿Y qué quiere usted que haga con esos perros?
—Eran vuestros aliados-dijo Cirilo, en tono sardónico.
——Pues ahora no sé qué hacer con ellos. ¡Ah! ¡Pueden servirnos en Pylstard! ¡Y yo que quería ahogarlos! Entre tanto, los encadenaremos en la estiba, para que no nos molesten.
Cuatro días después de su salida de Wauwau, el Alción anclaba en una rada de Pylstard, que es la última isla de aquel archipiélago.